10

Y cuando estés fatigada encontraremos un lecho de musgo y flores para que apoyes la cabeza

JOHN KEATS, A Emma

—Todo eso puede ser correcto, y los colores también han sido elegidos con mucho gusto, Excelencia. Usted solo me ha pedido mi opinión. —Francis Greenway bebió un sorbo de jerez—. Y estaré encantado de repetírsela: si el edificio se sigue construyendo así, con ese material de baja calidad y siguiendo unos planos tan poco meditados, caerá sobre la honorable conciencia del juez Bent. Pagará cara su impaciencia de no poder esperar con la recaudación, espero que no sea con su vida. Sería un giro fascinante del destino que precisamente un cirujano fuera el culpable.

—Greenway, está usted poniéndose muy dramático. No puede ser tan grave.

—Excelencia, me ha pedido mi opinión —repitió el escuálido arquitecto, y cogió otra tostada de la bandeja.

Penelope le sirvió té y se demoró un poco por el salón, pues la conversación resultaba muy interesante. ¿Acaso D’Arcy Wentworth, al que tanto respetaba, era un estafador?

—Creo que por doscientos mil litros de ron debería ser posible hacer un trabajo decente. Considero que esos caballeros han recibido un pago más que generoso.

—Desde su punto de vista, excelencia. Probablemente también desde el punto de vista de esos caballeros, ¡pero ninguno de ellos ha levantado nunca un edificio! Tal vez Wentworth debería centrarse en coser heridas. Y quizá los señores Riley y Blaxland sepan mucho de vender bebidas espirituosas y de dónde conseguir el mejor ron…

—¡Le ruego que controle el tono de sus críticas! —se enfadó el gobernador—. ¡Ha ido demasiado lejos, Greenway!

—Excelencia, no le gusta oír que ha elegido a los hombres equivocados, ¡pero debe enfrentarse a la verdad! —Por lo visto Greenway no se dejaba amedrentar fácilmente—. ¡En vez de construirle un hospital decente, el doctor Wentworth se enriquece con el ron! ¡No se puede construir un edificio tan importante sobre los fundamentos del alcohol! Le diré algo: tendrá que vivir con el hecho de que su hospital se acabe llamando el hospital del ron. Y no Hospital Macquarie, por si se le había ocurrido.

Antes de que Macquarie pudiera echarla, Penelope desapareció por la puerta lateral al notar que su ira aumentaba. No era la primera vez que le criticaban por haber pagado a los constructores del nuevo hospital con la moneda secreta de la colonia, el ron, en vez de con dinero.

—El hospital se está desmoronando —informó Penelope en la cocina.

El cochero puso cara de incredulidad.

—¿Quién lo dice? ¿Cuándo?

—No lo sé. El señor Greenway dice que se está desmoronando.

—El señor Greenway es un charlatán y un falsificador de documentos —comentó Ernestine, la nueva cocinera, que debía de saberlo, pues había seguido hasta la colonia a su marido condenado a siete años por falsificación—. Y además es un miserable.

—¿Y si sabe construir edificios mejor que falsificar documentos?

Alguien se rio por detrás. Elizabeth Macquarie estaba en el umbral de la puerta. Tenía un brillo travieso en los ojos cuando agarró a Penelope en broma por el cuello y la sacudió con suavidad.

—Querida, esa labia te costará muchos disgustos. Por supuesto que Francis Greenway es el mejor arquitecto de todos, ¿si no por qué lo habría elegido mi marido? Lo único que no le gusta es su arrogancia. —Suspiró—. Creo que habría que sentarlos a los cuatro en una mesa y comentar la obra del edificio. Pero uno de los tres caballeros siempre tiene algo más importante que hacer que construir un hospital.

Enseguida supieron a quién se refería. Además de sus caballos de carreras, Wentworth dirigía una docena de negocios que eran más importantes y, sobre todo, más lucrativos que el hospital. Macquarie sacudía la cabeza, impotente, cada vez que recibía una respuesta negativa, y lo llamaba «maldito zorro viejo». Penelope empezó a dar credibilidad al rumor que afirmaba que el apuesto D’Arcy Wentworth había sido condenado de joven en Londres por varios atracos a mano armada. Le habían retirado la condena definitiva gracias a su destierro voluntario a Botany Bay. Seguro que era el atracador más encantador de toda la ciudad.

A Elizabeth no le interesaban esos rumores. En casa del gobernador siempre había mucho que hacer como para tener tiempo para historias. Dejó con energía la cesta sobre la mesa con hierbas para cocinar.

—Por cierto, el señor Greenway se quedará a cenar. Le encantan los platos bien condimentados, Ernestine, como solo tú sabes hacerlos. No me gustaría ser víctima también de su lengua afilada.

Las tres que estaban en la mesa lograron disimular una sonrisa. La señora Macquarie era el vehículo perfecto de su esposo, sus modales exquisitos y atractivos y sus agasajos recibían elogios en toda la ciudad. La mayoría ni siquiera sabía que su mente aguda también sopesaba asuntos muy distintos, pues, naturalmente, en la mesa reprimía los comentarios. Precisamente esa era una de las cualidades que más apreciaba Lachlan en su joven esposa.

A última hora de la tarde Penelope seguía sentada en la cocina para preparar los dulces del desayuno. Ernestine ya se había acostado. Se había quejado de dolor de cabeza, que podía estar relacionado con el hecho de que se hubiera bebido el contenido de todas las copas de vino y las garrafas que no estaban vacías. Tal vez también se había puesto nerviosa con las críticas de Greenway, pues la piel de la gallina no estaba lo bastante crujiente para él.

—La próxima vez me mearé en la comida, así verá lo que es un plato malo —masculló antes de cerrar la puerta tras de sí.

Penelope suspiró. Ernestine no sabía lo que era una comida realmente mala, pues había llegado allí como pasajera, comía con los viajeros libres en la mesa y dormía en una cama de verdad. Grennway, en cambio, había llegado como preso, pero en cuanto apareció consiguió con su labia un camarote para él y su familia con comida de oficiales. No sabía nada de bichos en el pan, sémola fermentada ni carne en salazón en descomposición. Ni de la sed aguda. Ella misma ya rara vez lo recordaba. Se dejó caer en el taburete de la cocina con la mirada fija al frente. Cuando recordaba el barco que se balanceaba regresaba todo lo demás… el frío, la humedad. El mordisco de la sal en la piel lacerada. Las encías que sangraban, la extrema falta de espacio de la que no se podía huir… las cadenas en los tobillos.

Eran pensamientos sombríos en una noche tranquila. Delante de la ventana abierta cantaban los grillos. La luz de la luna brillaba con suavidad entre los árboles, y la salvia tan cuidada de Elizabeth que había bajo la ventana extendía con su aroma un parche en el alma. Penelope fue formando rosquillas con la masa que le había dejado Ernestine, pensativa. No estaba cansada, tenía toda la noche para hacerlo y para sumirse en sus pensamientos. Ernestine roncaba como un ejército de estibadores, y como compartían la cama en la planta de arriba, a veces era difícil conciliar el sueño.

La masa rodaba de un lado a otro en sus manos como un barco en alta mar. Las olas salpicaban de nuevo por encima de la borda y la devolvieron al Miracle, veía mentalmente bailar algunos rostros, su madre, Jenny, Liam… Liam. Le había resultado relativamente fácil no pensar en él. No tenía cabida en casa de los Macquarie. Ni su espalda llena de cicatrices ni la excitante desnudez de la que hacía gala, ni la mirada lujuriosa con la que la acosaba.

De pronto se oyó un portazo. Lachlan Macquarie entró en la cocina y ella se levantó de un salto, se sacudió la harina de las manos para poder servirle.

—¿Tú tampoco puedes dormir? —preguntó el gobernador—. Pues deberías hacerlo, mañana seguro que será un día duro. Si tienes alguna duda, pregúntale a mi mujer. —Esbozó una sonrisa amable. Para sorpresa de Penelope, se sentó junto a la mesa de la cocina y se puso a toquetear la masa de las rosquillas—. Un día muy duro, sí. Igual que para mí. Siempre el trabajo… incluso cuando me acuesto en la cama —murmuró.

—¿Es que el señor Greenway no ha logrado distraerle? —preguntó Penelope con cautela. Seguro que la pregunta no era adecuada, pero tenía la sensación de que Macquarie realmente quería hablar, aunque solo fuera una sirvienta y una reclusa.

—¿Distraerme? ¿Greenway? —El gobernador soltó una sonora carcajada—. En todo caso Greenway me mete dudas en la cabeza o malas ideas, de las que no se pueden llevar a cabo. Me distrae tanto con sus críticas que luego me quedo aún más confuso, ¡pues sí que es divertido como invitado a cenar! —Dio un puñetazo en la mesa—. Greenway es un arquitecto genial. Tiene vista y muchas ideas, sobre todo ideas heréticas. Se ha pasado toda la velada fastidiándome con esa historia del ron, que no debería pagar a nadie con ron, que el ron no es un pago, no se puede esperar una compensación del ron, aparte de una borrachera. Y en mi nuevo hospital ya he visto los estragos que hace el ron en las casas. —Volvió a golpear con el puño en la mesa—. Tendría que pagar a la gente con dinero, dinero de verdad. Pero ¿de dónde saco dinero? Un penique chino para unos, uno portugués para otros, un chelín británico para el tejador, y luego también tres monedas francesas de no sé qué para los pintores. Si buscamos, seguro que encontramos más monedas divertidas de las que nadie sabe cuánto valen en realidad. Luego todos van con sus monedas al señor Lord a la tienda y quieren comprarse unos zapatos nuevos. ¿Qué le digo yo al pobre señor Lord? ¿El penique chino vale lo mismo que la moneda francesa? ¿O qué?

El gobernador se levantó y se puso a caminar exaltado por la cocina hasta que encontró la jarra de ron que Ernestine se había olvidado en el bufete. Se la bebió de un trago.

—No se lo digas a mi mujer bajo ningún concepto.

Penelope asintió. Elizabeth odiaba el ron más que nada en el mundo.

Cuando el gobernador dejó de maldecir, ella continuó con su trabajo. Enrollaba una rosquilla tras otra, amasaba una base, la ponía en la bandeja de la cocina y cuando terminaba cogía el cazo de la confitura y dejaba caer una cucharada de esa masa dulce en medio de la rosquilla. Era el trabajo más bonito, la decoración con el recuerdo del verano, cuyo aroma se olía en toda la cocina.

—¿Por qué aquí no hay dinero como en Inglaterra, señor Macquarie? —se atrevió a preguntar finalmente, al tiempo que seguía goteando la confitura, cucharada a cucharada—. Tenemos chelines y peniques… —Nunca le había pasado, pero lo sabía por otras presas que hacían otras actividades después de su trabajo habitual y recibían dinero por ellas. Quien quisiera regresar a Inglaterra después de cumplir su condena o, como Joshua, quisiera reunir a su familia, haría bien en ahorrar a tiempo para el trayecto.

—No lo entiendes. Aún no hemos llegado tan lejos. Nueva Gales del Sur es… —Se quedó callado y se volvió hacia ella—. No eres tan tonta, niña, puedo explicarte cómo es la situación. —Se sentó de nuevo en la mesa—. Esta tierra, que en Inglaterra siempre llaman Botany Bay, aunque ya se sabe que ahí no se puede vivir, al principio no estaba pensada como un verdadero espacio vital. Solo queríamos deshacernos de los delincuentes, de una forma rápida y cómoda, y que estuvieran muy lejos. Enviaron también vigilantes, que fueron los primeros habitantes: los presos y sus vigilantes. Nadie pensó en que los presos cumplirían su condena en algún momento y tendrían que ganarse el pan. ¿Me entiendes? —Penelope asintió. Le estaba agradecida por hacer el esfuerzo de explicarle cosas complicadas—. Pensaban que ellos enviaban aquí a los delincuentes y que ya encontrarían algo para comer. En otros países puede que funcione, pero aquí no, y la gente que llegó aquí con las primeras flotas prácticamente se murieron de hambre porque no sabían cazar, pescar ni cultivar verdura. —Cogió masa de una rosquilla y la chupó como si fuera un niño pequeño.

»Vivían de las provisiones que les traían desde Inglaterra y pasaban hambre. Cada vez traían más cosas de Inglaterra para combatir el hambre, y la colonia no paraba de crecer, y seguía tratándose de deshacerse de los delincuentes y saciarlos de alguna manera. Con esos dos fines se creó una administración, pero nadie pensó en serio en el dinero. ¿Lo entiendes? Esto es una cárcel al aire libre. —El gobernador frunció el ceño como si le sorprendiera aquella expresión—. Sí, eso es exactamente. Una cárcel al aire libre, pero me gustaría hacer algo con ella. Aquí hay buena gente: todos tenemos posibilidades.

—Pero ¿no se puede fabricar dinero inglés? Traen de todo en los barcos, ¿por qué no dinero? —osó sugerir Penelope.

Él se echó a reír.

—Porque el dinero no se puede fabricar como si fueran zapatos. Siempre existe la misma cantidad, que va circulando. Yo te doy medio chelín, tú se lo das al panadero, él se lo da al molinero, y el molinero me lo da a mí porque soy el propietario del maíz. Ahora tenemos más parte de Inglaterra aquí —puso una mano en forma de cuenco—, pero no dinero. —Y formó un segundo cuenco al lado con la otra mano, el del dinero—. ¿Lo entiendes?

Ella asintió con energía.

—¿El rey también lo entiende?

Macquarie se la quedó mirando.

—Ese es el problema —dijo.

La confitura resbalaba pesada de la cuchara. El gobernador puso el dedo debajo y se lo lamió.

—El rey lo único que entiende es que con dinero se puede comprar y que a él, si sus deudas son demasiado elevadas, le basta con derramar una lágrima y el Parlamento se las condona. Eso es lo que entiende el rey del dinero. —Aquellas amargas palabras sin duda se considerarían alta traición, pero la respetable cocina de Elizabeth lo protegía y se ocupaba de que nada saliera de allí.

—¿Y no podríamos hacer nuestro propio dinero?

—Nos falta dinero para hacer eso.

—Solo tenemos ron.

El gobernador asintió.

—Realmente lo has entendido. Eres una chica lista.

—Y a nadie le queda dinero. Pero si le quedara, podría cambiar algo por ron —afirmó ella.

—Precisamente en eso estaba pensando. —El gobernador la miró atónito.

—Alguien empezó a hacer dinero, también en Inglaterra —dijo y se mordió el labio—. Hágalo usted aquí también. Puede cambiar ron por dinero y… pintar una imagen nueva en las monedas.

Cogió una rosquilla decorada con confitura de la bandeja y se la puso en la mano.

—Una nueva imagen. Se podría hacer un baño o… estamparla y añadir un centro nuevo. Se podría… es una idea genial… —Volvió a dejar la rosquilla y miró a Penelope—. Mereces un pase de libertad.

Penelope le sonrió. Sabía perfectamente que nunca le expediría el pase porque prefería tenerla en su casa.

—Regáleme el primer penique cuando lo tenga terminado, señor Macquarie.

La idea de Macquarie provocó risas entre los magistrados. El panadero opinaba incluso que así convertiría en pobres de un plumazo a hombres como el doctor Wentworth, cuyo monedero, como todo el mundo sabía, era sobre todo líquido. Wentworth enseguida suspendería las actividades de construcción en el hospital porque los trabajadores se quejarían. Todos estaban acostumbrados al ron, sabían cuál era el valor de una jarra y qué se podía conseguir por un litro. Todo el mundo sabía distinguir si el ron se había aclarado con agua o si estaba mezclado con otro alcohol. Todo el mundo conocía los distintos barriles de donde venía el ron. Y de pronto querían sustituirlo por monedas. «¡Es ridículo!», decía la gente en la calle.

—Es una majadería. ¡Imagínese que uno de esos negros tuviera dinero!

—Bueno, no se preocupe, ¿dónde lo iba a esconder si ni siquiera lleva pantalones?

Los caballeros soltaron otra carcajada. Los negros desnudos seguían siendo objeto de burla en Sídney, aunque al mismo tiempo les tenían miedo cuando pasaban orgullosos por la calle con sus lanzas y nadie sabía muy bien qué tenían que hacer allí en realidad.

Unos decían que querían asustarles, otros que querían vivir como los colonos.

—¿No sabíais que no tienen ni casas?

—Ni casas ni techos ni cobertizos, nada. Ni siquiera ropa —dijo el barquero, que viajaba con frecuencia entre Sídney y Parramatta y veía a menudo a muchos negros en la orilla—. Solo tienen las lanzas, por eso tampoco necesitan dinero.

A Lachlan Macquarie le sobraban las ideas. La más reciente consistía en llevar a los negros de una vez por todas la bendición de la civilización y demostrarles que era mucho más agradable vivir en una casa que al raso. Para ello hizo levantar en la orilla del río Tank tres cabañas para que vivieran y trabajaran las familias.

El logro de que un negro cambiara el arma por una jarra de ron bien merecía un titular. Luego las armas circulaban y eran admiradas, colgaban en el salón como un raro trofeo encima de la chimenea. En casa de los Macquarie no aprobaban esos trofeos, pues Lachlan era de la opinión de que como oficial del regimiento ya había tenido suficientes armas en las manos y no tenía por qué colgarlas en la pared. Y mucho menos ese utensilio tan primitivo. Pero Penelope había estado observando cómo lanzaba con Francis Greenway un gancho de madera en el jardín que los negros llamaban «bumerán» y cómo los dos caballeros daban brincos de alegría como dos niños porque el objeto viajaba primero por el césped y luego como por arte de magia volvía hasta ellos. Después lo probaron en el campo. El bumerán volaba a una gran distancia en el aire, y tras dibujar un círculo enorme regresaba hasta ellos.

¿Alguien que podía abarcar el cielo con su arma querría vivir en una casa pequeña?

Elizabeth Macquarie se encargó de atender a los negros junto con la señora Paterson. Penelope era tal vez la única que sabía lo mucho que le costaba a Elizabeth. Cada rostro negro le recordaba a la joven esposa del gobernador aquella tarde en el jardín en que la anciana se acercó a ella, le devolvía las duras horas que pasó después y reforzaba la nostalgia que sentía por su hijo.

Como Penelope admiraba la increíble valentía de Elizabeth, la seguía cuando iba a ver a los aborígenes aunque le dieran miedo. Igual que acompañaba con regularidad a la esposa del gobernador hasta el orfanato y, cuando no la necesitaban, observaba a los niños que jugaban y examinaba las cabecitas morenas y rubias. Lily tendría su edad, tal vez estaría colocando bloques de madera uno encima de otro y acariciando la cabeza de una muñeca. El cabello de Lily brillaba como si fuera de oro bajo el sol, y los ojos reflejaban el color azul del cielo. Sin embargo, ninguna de las niñas se parecía a la Lily que ella imaginaba.

Elizabeth estaba en primera fila como esposa del gobernador, y su posición incluía solo obligaciones, pero no sentimientos. La ropa para los aborígenes estaba en el salón de la señora Paterson. Penelope había ayudado a las damas a remendar los agujeros y a hacer camisas para las mujeres con tiras de tela, y a la señora Paterson le había asombrado su destreza.

—Sabe hacer cosas muy distintas —la elogió Elizabeth—. ¡Tiene que ver sus labores! —Y le habló de la capacidad de Penelope de hacer pequeñas labores sin que le importara la mirada de horror de su sirvienta.

—Pero tienes que volver a hacerlo, ¡es un don enorme saber hacer cosas así! —exclamó la señora Paterson, fascinada.

Penelope no dijo que a una encajera le dolía la espalda por la tarde de estar inclinada sobre la labor con una mala iluminación, le dolían los dedos y le lloraban los ojos, se congelaba durante todo el año de estar quieta sentada y a veces no podía comer nada del cansancio… Ninguna de las damas que se ponían los pañuelos de encaje en el escote pensaba en el trabajo que había detrás ni en que las encajeras no entendían su actividad como un don divino, sino como una manera de ganarse el pan. La época que pasó en una sala de costura había sido limitada porque la vista le fue menguando. En casa de los Macquarie lo disimulaba, Penelope sabía siempre cómo arreglárselas, conocía hasta el último rincón de la casa. Sin embargo, fuera de allí le resultaba difícil, y en casa de la señora Paterson redujo el paso al ir al baño por miedo a causar una desgracia y hacer enfadar a la severa mujer del coronel.

Por la tarde Elizabeth se puso en camino con ella. Un barco había atracado, y el señor Lord prometió que cargaba nuevas y emocionantes mercancías de la patria. De camino tuvieron que atravesar grandes aglomeraciones, pues media ciudad parecía estar fuera.

Las cabañas que Lachlan había construido para los aborígenes se encontraban al sur del puerto. Refunfuñando, el cochero se dirigió hasta casi delante de las cabañas y dio la vuelta a los caballos que resoplaban para irse lo antes posible de allí. Nadie se paraba voluntariamente en aquel lugar apestoso.

—Jones, me gustaría que nos esperara. —Elizabeth levantó las cejas, pues había notado sus ganas de irse.

Penelope se preguntó si el gobernador había estado alguna vez allí después de que los negros se hubieran mudado a las cabañas una semana antes.

—Sí, señora, como desee. Pero no es un buen sitio, deberíamos hacer lo que tenemos que hacer y luego largarnos de aquí. Déjeles las cosas ahí y vámonos a casa —farfulló Jones, furioso, y agarró con más fuerza las riendas porque pájaros de colores salieron volando de un montón de basura con restos de pescado y cáscaras en los picos afilados.

Las cabañas estaban abandonadas. Habían derribado el mobiliario, los colchones y las sábanas estaban en el suelo, donde era obvio que habían dormido los negros, las vallas estaban destrozadas. En el cercado ya no había ni una de las ovejas que Macquarie había puesto a su disposición, y las gallinas también habían desaparecido. Con las patas de los taburetes, los negros habían mantenido sus hogueras, en vez de buscar madera, y habían cavado un hoyo en medio de la cabaña en vez de utilizar la cocina. Elizabeth se quedó atónita en la entrada de la cabaña. Se le cayó de las manos la cesta con la ropa nueva.

—¿Para qué hemos construido todo esto? —preguntó en voz baja—. ¿Para qué ha discutido Lachlan con el magistrado y ha cogido a albañiles del hospital, para qué? Serán desagradecidos… desagradecidos…

Penelope reprimió el impulso de darle un abrazo de consuelo, pues no era adecuado.

—Será mejor que esto lo llevemos al orfanato, señora —dijo con voz sosegada—. Seguro que pueden hacer algo bonito con la ropa.

Elizabeth asintió, pero se quedó ahí inmóvil, le dijo a Penelope que quería estar un momento sola y se puso en camino para buscar fuera pistas de los salvajes.

Los negros se habían quitado la ropa. Había unos pantalones en un sitio, una camisa en otro, una falda, un zapato. Lo habían dejado todo literalmente atrás y se habían ido desnudos, tal y como habían llegado, habían abandonado las casas para no regresar jamás. Los pájaros se habían vuelto a instalar en el montón de basura. Penelope se dio la vuelta. Le daban miedo los enormes picos de las aves, pero las plumas eran de unos colores tan irisados que se sobrepuso, aguzó la vista y se acercó para admirar el colorido.

En ese momento lo oyó.

Era un llanto bajo, como hacen los niños que no tienen fuerzas para llorar del cansancio. Penelope se arrodilló y vio que en la basura había una niña. Era de piel oscura, tendría unas semanas y estaba bien alimentada, podría decirse que el bebé era guapo si el labio leporino no le desfigurara la cara. Estiró la mano hacia él con cuidado. La niña paró de lloriquear y la miró con los ojos hinchados. Agarraba con las manitas uno de los pedazos de tela que tenía sobre el cuerpecito.

Penelope le acarició la mejilla. No podía evitar recordar ciertas imágenes.

Una madre que abandonaba a su hija.

Una madre que abandonaba a su hija muerta.

Una madre que había matado a su hija.

Una vez Joshua le explicó que los aborígenes mataban a todos los niños a los que no podían transportar. Su vida consistía en trasladarse, y cada mujer podía cargar solo con un niño. Los mataban después de nacer, pero ese había sobrevivido.

Vio a unos negros peleándose. Vio a un hombre lleno de amargura, y a una mujer llorando. Rostros inquietos, miradas duras. Sintió la presión: «tienes que hacerlo, hazlo». Tal vez ella pensaba que en casa de los blancos había un demonio que había hechizado al niño. No podía ir de viaje con ellos, de ninguna manera.

Quizá la joven madre había conseguido ocultar la malformación con el pecho, hasta el día que alguien la descubrió.

Debían de haberla obligado a asfixiar al bebé antes de abandonar las casas para dejar ahí su cadáver, donde se perdería. Si estaba maldito, no era necesario guardarlo en el recuerdo. La basura ya era suficiente para él.

Penelope sintió una pena profunda, ese dolor agudo que ya conocía… no pudo contener las lágrimas ni el nudo que tenía en la garganta.

—¿Por qué lloras, niña? He… ¡Dios mío! —Elizabeth había llegado sin hacer ruido y se quedó quieta detrás de ella. Se colocó a su lado muy despacio en cuclillas y tendió la mano hacia la niña—. Se lo han olvidado…

—No —dijo Penelope con dureza—. La han dejado aquí, y no tenía que haber sobrevivido.

—Bárbaros —susurró Elizabeth.

Aquella palabra despertó a Penelope de su estupor. Se inclinó hacia delante y cogió al bebé en brazos. Le daba igual que las lágrimas que corrían por sus mejillas gotearan sobre el cuerpo desnudo de la pequeña, no le importaba que Elizabeth la viera ni lo que pensara. Todo le daba igual en comparación con la sensación de tener en brazos a un niño vivo.

—Lo llevaremos al orfanato, allí cuidarán de ella.

—¡No! —dijo Penelope con calma.

—Ya sabes que mi marido no quiere…

—No va a ir al orfanato.

—¿Y qué vas a hacer tú con un bebé?

La pregunta era humillante y devolvió a Penelope a su condición de presa que le correspondía. Penelope se puso en pie y apretó al niño con fuerza contra su pecho.

—Yo tuve una hija, igual que esta niña antes tenía una madre.

Antes de que pudiera irse con él, Elizabeth la agarró del brazo con suavidad.

—Tenemos que ir con cuidado —dijo en voz baja. El tono de voz era suave, pues comprendía la necesidad de Penelope—. Es demasiado peligroso andar por aquí sola.

No le soltó el brazo por si acaso y se agachó para levantar los retales de ropa. Envolvieron al bebé negro en uno de los pañuelos. Parecía que entendiera que acababan de salvarle la vida, pues se quedó muy tranquilo, incluso cuando subieron al coche para ir a casa.

—Debe de estar medio muerta de hambre —dijo Elizabeth—. A lo mejor deberíamos…

—Puedo ordeñar las cabras —se apresuró a decir Penelope—. Podemos darle leche de cabra rebajada con agua.

—Ay, niña.

Las dos mujeres se quedaron en silencio hasta llegar a la casa del gobernador.

—Como mínimo el médico tiene que ver al bebé —ordenó la patrona delante de la puerta—. Luego ya lo pensaremos. El doctor sabrá aconsejarnos.

Al final la niña acabó en la cama infantil porque ahí no las molestaban y podían dedicarse mejor a su cuidado. La cocinera fue a verla, el chico de los recados asomó la nariz por la puerta y puso cara de asombro. Todos tenían aún en la cabeza el enfado de Lachlan y su prohibición de volver a dejar pasar a un negro a su propiedad, pues al fin y al cabo el último había introducido la viruela en la casa.

—Esta niña no tiene viruela —explicó Penelope.

—Pero está embrujada, mírale la boca —comentó Ernestine sin atreverse a acercarse—. De ahí no puede salir nada bueno…

—¡Silencio! —Fue lo único que tenía que decir Penelope.

Cuanto más miraba al bebé, más firme era su decisión: no iría a un orfanato ni a ningún otro sitio. Notaba el desconcierto de Elizabeth, que preveía adónde la iba a llevar su tozudez. En cualquier otra casa hacía tiempo que estaría en la calle, con el bebé bajo el brazo y sin perspectivas. Probablemente habría regresado a la cárcel de mujeres, donde de todos modos le habrían quitado a la niña negra. Sin embargo, la esposa del gobernador, pese a su juventud, era una persona sensata. Nunca armaba escándalos, y sabría manejar la situación llegado el momento. Eso le daba a Penelope la seguridad y la tranquilidad de que estaba haciendo todo lo necesario por el bebé abandonado.

Lachlan Macquarie reaccionó como se esperaba. El chico de los recados se lo había contado al cochero, que a su vez se lo había explicado enseguida al gobernador, además de la historia de que los malditos negros habían devastado las cabañas y se habían largado, desnudos, como el diablo los había traído al mundo.

—Ningún cristiano puede hacer algo así —afirmó Jones—. ¡Que se los lleve a todos el diablo, si es así como pagan la amabilidad de su excelencia! ¡Tendría que haberlo visto, la porquería, el hedor, y el ganado desperdigado por todas partes! ¡Como si tuviéramos que regalarles algo! ¡No se merecen nada!

El gobernador lo dejó ahí, atravesó los dos salones y entró en la habitación infantil. Con una larga mirada registró los lechos y levantó la mano cuando Elizabeth quiso darle explicaciones.

—Ahora me voy a ir a Prospect para controlar el curso de las obras en la calle. Cuando vuelva mañana este… bebé… habrá desaparecido de la casa. —Lachlan agarró su sombrero y salió de la casa sin decir una palabra más. Sin enfadarse, sin reproches, sin discutir.

Sin embargo, Elizabeth no se rindió. Hizo llamar de todos modos al médico porque la niña no paraba de sollozar.

—La leche de cabra no es un alimento para niños —dijo con el ceño fruncido—. En el orfanato saben… ay. Esperaremos a ver qué dice el médico. —Apareció una sonrisa en su rostro. Se le notaba que estaba muy dividida entre su marido y aquel bebé abandonado. Y además estaba esa sirvienta medio ciega que por lo visto hacía tiempo que no era solo una sirvienta, sino mucho más.

Penelope sintió en el corazón un profundo agradecimiento.

Bernhard Kreuz era mal actor. No se esforzó lo más mínimo en disimular su consternación cuando se quitó la levita y atravesó el salón dando zancadas. Penelope supo por los pasos que era él y no Redfern, a quien esperaban en realidad.

—Cuando me dijeron por qué necesitaba un médico, preferí no molestar a William —se disculpó por su presencia ante Elizabeth Macquarie—. Su esposa no se encuentra bien… —Pese a que podría ser cierto, la explicación sonaba bastante insulsa.

Elizabeth caminaba a su lado para hablarle del bebé.

—… nos lo encontramos… debieron de abandonarlo… mi marido no soporta…

El médico lanzó una mirada de curiosidad a la habitación infantil.

—Buenos días, Penelope.

Ella sintió su mirada con una intensidad inusual en el rostro y tuvo que levantar la vista.

—¿Cómo estás?

Aquella pregunta, que ya no era muy habitual hacerle a una sirvienta, transmitía mucho más de lo que aparentaba. El médico la miraba con un brillo en los ojos, tanto que Penelope se levantó y se acercó a él para coger la bolsa, pero él la agarró.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí —susurró ella. En ese preciso instante supo que ni siquiera había avisado a Redfern y había acudido él enseguida. Aquello la incomodaba, así que se dio la vuelta enseguida para huir de su mirada.

Él destapó a la niña en silencio, sacó de la bolsa los instrumentos necesarios y la examinó con todo detenimiento. Por lo visto el labio leporino lo tenía fascinado, no paraba de toquetearlo con cuidado, y el bebé le dejaba hacer.

No se dijeron ni una palabra. Todo estaba bien así, él iba haciendo con calma.

—Está débil —dijo finalmente—. Pero sobrevivirá. Lo mejor sería que tomara leche materna… pero nunca encontraremos a un ama de cría blanca que quiera darle el pecho a un bebé negro. Nunca. En el orfanato…

—Me lo quiero quedar —se apresuró a decir Penelope.

—Penny. —Se dio media vuelta y le puso una mano en el brazo en un gesto indecoroso. Nunca la había llamado así—. No es Lily.

Las lágrimas empezaron a derramarse sin que ella quisiera. No, ese bebé no era Lily ni un medicamento contra la tristeza que tanto se había esmerado en mantener oculta. El bebé negro no era más que una obsesión, un fantasma…

Él le dio un abrazo sin más y la meció de un lado a otro hasta que se hubo calmado un poco. Luego la soltó dubitativo y puso cierta distancia entre ellos. Penelope tenía el corazón en un puño porque él la seguía observando en silencio y ni siquiera parecía estar buscando qué decir.

—Bueno, ¿usted qué dice, doctor, quiere…?, oh. —Elizabeth se quedó quieta en el umbral de la puerta. Enmudeció, pero Kreuz enseguida recobró la compostura. Recogió su bolsa y cogió a la niña con la manta en brazos.

—Me la llevaré para que pase la noche en el hospital, el labio leporino hay que tratarlo con una operación. Cuanto antes, mejor, así se puede… conservar esa preciosa cara —dijo, sin mirar a Elizabeth. Su mirada se posó en Penelope, que estaba delante de él y había tendido los brazos hacia la niña.

Se obligó a bajar los brazos y no gritar, pues sabía que Kreuz tenía razón y que no le haría daño…

—Mañana seguiremos pensando en qué hacer.

La sonrisa de Elizabeth danzaba por el cuarto. El aroma a lavanda que siempre la acompañaba era un consuelo.

—Ay, Bernhard, es maravilloso, será lo mejor para todos, le estoy muy agradecida…

Las voces se alejaron. Penelope se dejó caer aturdida en la silla que había junto a la cama infantil, ahora vacía.

Elizabeth supo organizarse para que estuvieran ocupadas toda la tarde. Como no se esperaba que regresara el gobernador hasta el día siguiente, decidió preparar la comida a conciencia y les dijo a las mujeres que cortaran judías y picaran hierbas para hacer el pan siguiendo una receta nueva, lo que motivó las protestas de Ernestine.

—Dónde se ha visto que haya que hacerse el pan cuando se puede ir a la panadería… como los pobres…

La esposa del gobernador no paraba de dar vueltas por la cocina y se ocupaba de que todos los pensamientos que no tuvieran que ver con las plumas de gallina o la carne de canguro se quedaran en la puerta. En las pausas había pasteles y un té especialmente bueno que nunca se servía a los criados. Penelope agradecía tener tanto trabajo, que la distraía de sus cavilaciones.

Por la tarde se oyó que llamaban a la puerta con suavidad. Ernestine hizo pasar al médico al salón, donde estaban sentadas las dos mujeres a la luz de las lámparas de petróleo. Elizabeth estaba medio dormida sobre su libro, mientras Penelope tejía los últimos puntos de un cuello de encaje. Era una delicia de hilo de seda de color crema, más bonito que todo lo que había hecho antes. El patrón era redondo, formado por unos círculos que se cruzaban y no dejaban ni un hueco abierto. Había tardado mucho en tejerlo porque apenas veía los puntos, pero ya estaba terminado. Levantó la cabeza.

Kreuz dejó vagar la mirada por las butacas mientras pensaba en cuál debía sentarse. Estaba pálido, pero tenía una expresión relajada. Tenía en las manos la manta del niño doblada, que Elizabeth le cogió enseguida.

—¿Qué buenas nuevas nos trae, Bernhard? —preguntó con alegría, y le sirvió un vasito del licor de bayas.

Kreuz informó de que Redfern le había ayudado por la tarde a coser el labio leporino de la pequeña expósita. El resultado era tan interesante que estaban pensando en una publicación.

—Ya es hora de que abandonemos el viejo hospital de campaña y entremos en el mundo de la medicina moderna —opinó, y cruzó las piernas—. Nueva Gales del Sur quiere formar parte del mundo, así que hay que ofrecerle algo y no presentarse como una jaula entre palmeras.

—Una jaula entre palmeras… mi marido también lo ve así. ¡Lo ha expresado fenomenal! —Elizabeth sonrió—. Mi marido trabaja mucho por convertir esta colonia en un país de verdad.

—He oído hablar de sus planes de acuñar una moneda. Será un paso importante, tal vez el más significativo de todos. El ron no nos llevará a ninguna parte, solo consigue hacer más pobres a los miserables.

»Y más borrachos. —Elizabeth asintió.

»Y además van perdiendo la capacidad de mirar hacia delante, y eso es una mala base para crear un país fuerte.

Penelope sintió la mirada del médico y notó que en realidad quería otra cosa muy distinta. De pronto se levantó y se puso a caminar por la sala, nervioso.

—Esta mañana han vuelto a dar latigazos a tres hombres. El juez los ha condenado a cien azotes cada uno por robo. Uno estaba en tan mal estado que temía que no fuera a sobrevivir. El médico de servicio no ha hecho nada y ha asistido a los azotes porque de lo contrario el juez Bent no le habría pagado. Con un galón de ron, por supuesto. Es increíble. Si no lo para alguien… —Apuró su vaso—. No quiero aburrirla, señora. Tenía una petición…

—Estoy segura de que el gobernador se alegrará de que nos acompañe en la cena de mañana —dijo Elizabeth en un tono suave—. Si es que no le importa sentarse en la mesa con ex convictos.

Kreuz soltó una leve carcajada.

—De ninguna manera, señora. Al contrario, para mí será un honor pertenecer al grupo. Son los hombres que hacen los trabajos de construcción. Me he pasado media vida curando heridas de guerra y viendo morir a hombres. Llegué a Nueva Gales del Sur para servir a la vida, ya fui durante demasiado tiempo sirviente de la muerte.

—Será muy bienvenido, doctor.

La sonrisa de Elizabeth inundó la sala de alegría, y tal vez fuera el último ingrediente que le faltaba a Kreuz para terminar la visita tal y como pretendía.

—Señora, me gustaría hablar con Penelope, ¿me permite?

Sus palabras quedaron suspendidas en el aire y cayeron delante de ella. El médico le había tendido la mano a modo de invitación. Ni siquiera consiguió sonreír. Penelope sintió una gran angustia en el corazón. Había estado escuchando todo el tiempo su voz y se sentía más segura. No ocurriría nada malo, ya se encargaría él de eso.

—Ven.

Penelope se volvió hacia Elizabeth, que se limitó a sonreírle y a hacer un leve cabeceo. Penelope cortó el hilo. La labor de encaje cayó en silencio sobre la mesa, ella se levantó y aceptó la mano de Bernhard.

Entraron juntos en el salón de caballeros, donde Ernestine estaba colocando libros en la estantería y abriendo los batientes de la ventana norte para que entrara el aire fresco de la tarde. Kreuz le soltó la mano y dejó el sombrero en la silla situada junto a la puerta, como si quisiera impedir que se le olvidara. Luego se quedó un poco perdido en el salón.

—¿Tiene suficiente leche de cabra para la pequeña? —Penelope intentó iniciar una conversación. Tenía aquella pregunta todo el tiempo en la punta de la lengua, pero no se había atrevido a hacérsela.

El médico parecía agotado, el viejo hospital estaba a rebosar y las condiciones en el hospital nuevo eran, según decían, poco satisfactorias de momento porque, ante la falta de especialistas, incluso los médicos tenían que vigilar a los presos a los que habían encargado los trabajos de construcción. Faltaba tiempo para los pacientes, o hacían largas jornadas de trabajo, como Redfern y Kreuz. Mucha gente en Sídney los tomaba por locos, pero Penelope sabía que el gobernador los tenía en gran consideración precisamente por eso.

—Penelope. —Kreuz se acercó un paso a ella, luego se quedó quieto, retenido por una fuerza invisible—. Penelope, cásate conmigo.

—¿Qué…? —Ella se lo quedó mirando. Estaba lo bastante cerca para verle los rasgos con claridad.

Kreuz dio un paso más.

—No soy hombre de muchas palabras, Penelope. Cásate conmigo. —Se quedó atascado. Sintió que el rubor le subía a la cara y la cubría con un manto de calor… la expresión del rostro del médico reflejaba una profunda desesperación, realmente no encontraba las palabras adecuadas.

»Soy un viejo tonto, he cortado piernas despedazadas en la guerra, he sacado balas de la carne y he transportado cadáveres. —Consiguió decir de repente—. Y aquí estoy ahora sin saber qué hacer. —Hizo un amago de sonreír pero no lo consiguió del todo.

—Lo hace muy bien, doctor Kreuz —susurró ella, que no pudo evitar que le temblara la voz. La mirada de ternura del médico era la culpable, o la boca, que formaba nuevas palabras en silencio. Sintió más vergüenza. Estaba delante de él, ¿por qué no la besaba?

—Perdí a mi esposa y dos hijos en una maldita guerra, además de mi patria. Luego viniste tú… me has acompañado en una nueva vida sin saberlo. —Respiró hondo—. Nada me haría más feliz que dormir y despertarme a tu lado, Penelope. Me gustaría tenerte junto a mí, cada día de mi vida, como compañera, para lo bueno y para lo malo.

Ella ya lo había tenido, sobre todo en los malos momentos, ahí estaba él, tranquilo y discreto. Kreuz era el hombre que había traído al mundo a su hija y que sabía que sufría en silencio por su pérdida. Era el rayo de esperanza en su mísera vida en el barco. La había abandonado por su suspicacia y había vuelto a ella. Como un ángel protector, la vigilaba a lo lejos, estaba en el lugar adecuado cuando el destino la agarraba con sus dedos ávidos.

Era el hombre que la llevaría a un hogar. Mientras ella seguía callada, él continuó hablando, en un tono más insistente.

—Penelope, ya no soy joven, y tampoco rico. Pero todo lo que tengo lo pongo a tus pies.

—Pero… yo solo soy una sirvienta —susurró, confusa.

—Si te casas conmigo ya no lo serás. —El guiño le dio un aire juvenil, y tal vez fue exactamente esa frase la que hizo que Penelope reaccionara. «¿De qué estás dudando en realidad?», le preguntaba una voz en su cabeza que se parecía sospechosamente a la de Carrie. «¡Cógelo, coge todo lo que puedas! ¡Enséñaselo al mundo!»

—La señora Macquarie… si la señora Macquarie lo permite… —Se mordió los labios. La había llevado hacia la luz a través de la puerta. Era el hombre adecuado.

—Lo permitirá, Penelope. Pero tienes que quererlo. Tienes que… quererme. —Kreuz sonrió con timidez y por fin la cogió de la mano—. No quiero estar más sin ti, Penelope. Ni un solo día de mi vida.

Elizabeth Macquarie no puso reparos a la petición de Bernhard. Al contrario, le sonrió cuando al día siguiente fue a hablar con ella y con el gobernador para liberar a Penelope del servicio y solicitar su pase de libertad. El gobernador sonrió satisfecho.

—Querido Kreuz, me siento muy honrado de que haya escogido a mi sirvienta a pesar de que un hombre de su posición podría aspirar a otra cosa…

—He encontrado mi sitio, excelencia —le interrumpió Kreuz—. No tengo ningún otro objetivo.

El gobernador asintió, pensativo.

—Todos los enlaces matrimoniales en la colonia me causan una gran alegría —dijo finalmente, sin entrar más en la elección del médico. A su juicio era raro, pero al mismo tiempo era muy razonable, pues la chica era joven, estaba sana y fuerte, era perfecta para la consecución de sus sueños.

»Hay que apoyar todo lo que haga retroceder el concubinato. Necesitamos mujeres fuertes y valientes, y eso solo se consigue si pueden ser una verdadera compañera para su marido. Y, por supuesto, tenemos que apoyar todo lo que favorezca la descendencia —añadió con un guiño—. Nuestro joven país también tiene que crecer y hacerse fuerte. Así que aplíquese el cuento, querido Kreuz, y llene su casa de risas de niños…

Penelope llevaba un vestido blanco usado de Elizabeth. El velo de encaje se lo había regalado la señora Blaxland, que hacía acopio de existencias de ropa inagotables por puro hacer, Elizabeth estaba convencida de que no lo había utilizado nunca.

—Y si supiera que medio centímetro de él adorna la cuna de un bebé negro —dijo entre risas—, seguro que a la señora Blaxland le daría un ataque.

Penelope sonrió en silencio. Había cumplido su voluntad y el niño no había sido entregado al orfanato. Bernhard había encontrado en el puerto a una mujer dispuesta a ir tres veces al día al hospital a dar el pecho al niño a cambio de un salario. La cuna estaba en su habitación, y cuando se supo qué hacía esa mujer ahí las habladurías alcanzaron cotas increíbles. Al final Redfern había llamado aparte a sus dos «queridos cabezones» y les aconsejó adquirir una casa antes de tiempo y contratar a la mujer de criada. Así por lo menos pondrían fin a los chismorreos sobre el ama de cría. El hecho de que alguien criara en su casa a un niño negro ya provocaba innumerables gestos de desaprobación.

—Estos encajes tan finos solo existen en París —dijo Elizabeth.

Penelope acariciaba con las manos la suave tela. Reconoció el patrón y el tipo de punto enseguida. Si se concentraba, tal vez lograra volver a hacerlo… no era necesario viajar a París para comprar encaje fino. Suspiró. Pronto la vista ya no le daría para hacerlo. La capa gris que tenía ante los ojos se espesaba visiblemente. Bernhard había hablado de una operación, y que en Inglaterra ya se cortaban las cataratas con éxito, pero a ella le daba demasiado miedo.

Elizabeth le hizo una trenza en el pelo y le sujetó el velo con una peineta cubierta de perlas.

—En realidad esto lo hace la madre —dijo, melancólica—, la mía tampoco pudo presenciar mi boda. ¿Tuvo que dejar a su madre en Inglaterra? ¿Sabe si está bien?

Penelope sacudió la cabeza.

—Mi madre llegó en el mismo barco que yo.

—Ah. —Elizabeth dejó caer los brazos—. No lo sabía… nunca me había hablado de ello. Pensaba que solo su hija… querida Penelope…

—El Miracle se quemó, señora. Murió mucha gente.

—Sí, lo recuerdo. Pero también me acuerdo de usted, Penelope. —Se separó de su pelo y se volvió hacia ella—. Seguro que su madre estaría muy orgullosa de usted. Seguro que la estará viendo desde el cielo y se alegrará del buen hombre que ha encontrado.

Penelope asintió con la mirada perdida. Sí, su madre estaría orgullosa.

—¡Qué suerte que al final acabara en nuestra casa! —siguió hablando Elizabeth, y le acarició las mejillas—. Me gustaría decirle que ha sido un placer tenerla en mi casa. —Su sonrisa interceptó un rayo de sol que se abría camino por la ventana y consoló el corazón de Penelope—. Espero que sigamos teniendo un trato familiar. Como bien sabe, en la mesa de mi marido no solo se sientan los ciudadanos ilustres de la colonia, sino también los que han sabido convencerle con su servicio. Lachlan no es nada arrogante, eso me hace sentir muy orgullosa de él como su esposa. —Se inclinó hacia ella—. Aunque escandalice a la mayoría de mis vecinas, como ya sabe. Bueno, en realidad lo sabe todo, querida, lleva tanto tiempo con nosotros… —Le colocó la última peineta—. Ahora se casará con Bernhard Kreuz y mañana tomaremos el té juntas en el jardín.

El trato de respeto al que había pasado después de su compromiso, así como la idea de estar sentada al día siguiente con ella como señora Kreuz, dejaron sin palabras a Penelope: era más de lo que nadie podía imaginar. Su madre nunca la había animado a rezar, pero era el momento de dar las gracias a Dios, así lo sentía.

La noticia del inminente enlace corrió como la pólvora en Sídney. El doctor Kreuz era una persona querida, no solo se apreciaban sus conocimientos médicos. Pese a que no ocupaba un puesto importante en el hospital, hablaban de él en las tiendas, en las plazas, en la fábrica, incluso en la cárcel de mujeres tenían un buen recuerdo de él. Una de las presas se acordaba también de su prometida. Mary miraba por la ventana, cuyos barrotes estaban torcidos tras un intento de fuga, y observaba la ciudad, que desprendía vapor del calor. Nunca había preguntado nadie por ella ni la había buscado. El médico se había olvidado de ella, ahora que tenía en brazos al amor de su vida. Una sonrisa de resignación le deformó los rasgos. Ya no importaba. Su hija pertenecía ahora a la clase alta, había conseguido dejar atrás su pasado. Mary estaba orgullosa de ella, y si llegaba el día en que volvía a ser libre, iría a la ciudad y llamaría a su puerta.

Bernhard no se consideraba merecedor de la repercusión que estaba teniendo su boda. El enlace entre el médico militar alemán y la ex convicta británica aparecía como una noticia breve en la última página de la gaceta de Sídney, y solo porque el gobernador no había podido evitar casarlos en persona. El redactor de la gaceta, sin embargo, no había encontrado las palabras adecuadas para lo que sintió Penelope cuando William Redfern la llevó al despacho de Macquarie, donde debía tener lugar la ceremonia. Redfern le sujetaba el brazo como si fuera una dama.

—Ahora es una dama, querida. —Parecía que Macquarie le leía el pensamiento—. Es una dama con un corazón muy especial. Si Bernhard la ha elegido como esposa, yo apoyo su decisión con gran alegría. Y estoy orgulloso de ser su padrino de boda, y aún más de hacer de testigo de su matrimonio. Yo… ay, Penelope. —Se detuvo, le dio media vuelta y la abrazó con cuidado para no arrugarle el velo—. Sea muy bienvenida a Nueva Gales del Sur. Espero que pueda perdonar y olvidar todo lo desagradable que haya vivido hasta ahora. —La soltó y le acarició los brazos—. Espero que sea muy feliz en su matrimonio.

Penelope le sonrió feliz, aunque había notado sus dudas ocasionales. Tal vez le ocurría como a ella: eso de la nueva vida era una historia. Llegó allí como una delincuente condenada. Era de lo más raro pertenecer al otro bando de la noche a la mañana solo por un matrimonio y un pedazo de papel. Los hechos seguían existiendo. Pero así era en la joven colonia, como Lachlan Macquarie le había explicado. La vida estaba delante de los colonos, daba igual si había llegado como convicta o como persona libre. Quien probaba su valía y demostraba empeño y voluntad de abordar su nueva vida con valentía tenía todo el afecto de Macquarie y no se le pondría ningún impedimento. Ningún gobernador firmaba tantos indultos y pases de libertad como Macquarie, ninguno contaba con tantos amigos y admiradores entre los ex convictos. Por tanto, ningún gobernador recibía tantas críticas de la gente respetable.

En la mirada de Macquarie no había rastro de soberbia ni menosprecio cuando unió a los recién casados y colocó la mano de Penelope sobre la de Bernhard.

—Que seáis el uno para el otro la fuente y el agua a partir de las cuales la tierra que tenéis bajo vuestros pies crezca verde y florezca —afirmó el gobernador con una sonrisa—. Le he robado la frase a un cura, pero no al señor Marsden.

Bernhard puso cara de asombro. Nunca había ocultado la profunda antipatía que sentía hacia Samuel Marsden y que consideraba completamente incorrecto su nombramiento como magistrado.

—Pensé que no estaba mal la frase. Señorita… la señora Penelope necesitará un tiempo para acostumbrarse a su nueva vida y sus obligaciones. Sea usted su fuente y su agua, Kreuz. Permanezca a su lado. —El gobernador agarró la mano de Bernhard y la sacudió en un gesto cariñoso y con insistencia.

Redfern abrazó a su amigo alemán y Penelope se quedó al lado, mirando las flores que tenía en la mano, incapaz de creer lo que acababa de ocurrirle.

El matrimonio Kreuz se mudó a una de las casitas viejas que había cerca del hospital, pues el escaso salario de Bernhard no daba para más. Estaba hecha de madera, probablemente era de la primera fase de la colonia, cuando los hombres hacían caer los árboles con las manos desnudas. Sin embargo, no importaba la sencillez de aquellas cuatro paredes: era un hogar, por primera vez en su vida. Bernhard atravesó el umbral de su casa con ella en brazos, con cuidado, como si fuera un tesoro precioso. En el interior la dejó en el suelo, y ella se dio media vuelta y le miró a la cara.

—Hemos recorrido un largo camino, Penelope. Espero que lo que esté por venir nos llene de felicidad. No soy hombre de poesía ni grandes palabras, pero haré lo que esté en mi mano para darte felicidad. —Esbozó aquella tímida sonrisa que siempre hacía que a Penelope se le encogiera el corazón por su absoluta sinceridad—. Ese maldito barco nos dejó aquí en tierra una vez, hagamos algo con ello.

Kreuz la amaba con una entrega cariñosa y tranquila, con cuidado de no asustarla y sin pensar en su pasado. Le hacía olvidar que ya la conocía, y la conquistó de nuevo, esta vez como amante y no como médico. Mientras ella lloraba, él la abrazó en silencio, como si supiera que se pueden abrir las cadenas, pero nunca se pueden eliminar del todo.

La noche trajo lluvias que la tierra reseca absorbió con ansia. Se sacudió el manto de polvo gris y creció verde y nueva. Las flores cansadas levantaron la cabeza y saludaron a la mañana con un frescor nuevo. Junto a la ventana trepaba un melocotonero al lado de la casa. Aún era joven y tenía pocas flores, que se aferraban con timidez a las fuertes ramas rojas. El dulce aroma de las flores penetraba por la ventana abierta y llenaba el dormitorio. Penelope adoraba ese olor: para ella era un símbolo de esperanza y de una nueva vida.