Ningún hombre es una isla entera por sí mismo Todo hombre es una parte del continente, una parte del todo.
JOHN DONNE, Meditación XVIIª
El chino insistía.
—Puedes eliminar las barrigas gordas, molestan en este negocio —no paraba de farfullar en su inglés casi incomprensible.
Casi a diario incordiaba a Mary con el tema. Entretanto veía en persona lo que ocurría con las mujeres embarazadas. Algunas encontraban a un hombre libre compasivo que lo hacía por detrás por la mitad del precio cuando la mujer ya no podía moverse. Sin embargo, la mayoría perdían el trabajo y el alojamiento y tenían que pasar hambre.
—No es justo —mascullaba Mary para sus adentros—. ¡No es justo, no aguanto más!
Finalmente Hua-Fei la cogió desprevenida y le puso una mujer embarazada desnuda sobre la mesa y le colocó una varilla larga a Mary en la mano.
—¡Quítaselo! —dijo—. Luego comes. —Después echó el cerrojo a la puerta desde fuera.
Mary se quedó mirando a la chica. Era de la edad de Penelope y sin duda estaba en el quinto mes. Habría sido una chapuza introducirle la varilla, la chica se le habría desangrado entre los brazos.
—No puedo hacerlo —dijo.
—Entonces, ¿quién? —preguntó la chica con timidez—. No puedo ir por ahí así.
—Tienes que dar a luz —dijo Mary, sacudiendo la cabeza—. Puedes ponerte a trabajar…
—Trabajar. Me han echado. —De repente la chica sonrió. No, no era como Penelope, y Mary no podía hacer nada por ella—. Dejará que te mueras de hambre si no lo haces. No conoce el perdón. Vamos, hazlo. —Se colocó en la mesa y abrió las piernas.
Mary se levantó y se alejó asqueada de la mesa. Le colocó una manta encima y se dirigió a la puerta.
—¡Hua-Fei! —gritó—. ¡Déjame salir!
—¿Adónde quieres ir? —le dijo la chica por detrás—. ¡No puedes salir de aquí sin hacer antes tu trabajo! ¡Nunca saldrás de aquí!
Pero Hua-Fei sentía demasiada curiosidad para no mirar qué quería la curandera. Por lo visto estaba esperando en la puerta, pues abrió enseguida.
—¿Has terminado? —le preguntó asombrado.
—No —contestó Mary—. Me voy ahora mismo. Búscate a otra para hacer el trabajo. Yo…
De pronto Hua-Fei la agarró con las manos grasientas por los hombros, la empujó hacia el interior de la habitación y la puso en la mesa donde antes estaba la chica. Bajo la masa de grasa se ocultaba una fuerza física insospechada, pues la colocó sin esfuerzo sobre la mesa, le levantó la falda y se impuso, aunque ella se resistiera con pies y manos, le mordiera y le arañara, y al final le dejara un rastro de sangre en la cara. Aun así, él consiguió llegar hasta el final. Luego ella levantó la mano. Señaló el rostro del chino con dos dedos, entrecerró los ojos y lo miró fijamente.
—Nunca más volverás a utilizar la polla. Nunca. Acuérdate de mí.
Era obvio que el miedo que le provocaba antes la mirada de Mary había quedado atrás, pues se echó a reír con desdén.
—Y tú te acordarás de mí, vieja bruja. —Hua-Fei la dejó en la calle, donde anochecía y nadie se molestó en mirarla, ni una prostituta ni un marinero, nadie. Todos estaban ocupados en sus cosas: en sobrevivir, en llegar al día siguiente, en la borrachera o en la embriaguez de la lujuria, solos o en pareja.
Mary había tenido que aceptar muchas humillaciones a lo largo de su vida. Sin hacer caso del dolor que sentía en el cuerpo, avanzó presurosa en vez de perder el tiempo con lágrimas que de todos modos no cambiarían nada. Pensó que en la cárcel de mujeres estaría más segura, por lo menos había comida con regularidad.
La condenaron más bien a desgana. El juez murmuró palabras como «huida» y «salvoconducto», y Mary pudo volver a dormir en una cama. Al principio estaba bien, curó sus heridas e intentó olvidar lo que había ocurrido en casa del chino. Al final Mary incluso tuvo suerte. A la vigilante de su pasillo le picó una serpiente en el patio y murió al cabo de dos días con delirios y fiebre. No había nadie para hacer el trabajo, así que Mary se ofreció. Consideraron que era una persona adecuada para limpiar las celdas y ayudar en el reparto de comidas.
—Nadie quiere trabajar aquí arriba, en la cárcel —dijo Jane, con la que compartía el trabajo—, pero aquí te dan de comer. Es un lugar tan bueno como cualquier otro. —Había sido condenada a siete años de destierro por practicar la caza furtiva.
»Un conejo —le explicó con una media sonrisa—. Solo un maldito conejo.
Esas historias eran la base de la colonia. Conejos, pañuelos de bolsillo, pan. Nueva Gales del Sur era la tierra de los ladrones y no de asesinos, pensó Mary. Si el gobernador era listo conseguiría hacer un buen país y aprovechar las manos habilidosas de los ladrones. Jane no preguntó por el pasado de Mary. Si alguien no hablaba de sí mismo se respetaba su silencio y no se le acosaba. Únicamente le entristecía que fuera imposible salir de la cárcel para buscar la casa señorial donde vivía su hija.
La oscuridad abrazó a Penelope con sus brazos blandos. La conocía bien, sabía tratarla, no le daba miedo. Había dejado de pensar en por qué tenía que estar a oscuras. En el barco tampoco se lo explicó nadie. Por lo menos allí no había cadenas. Olía a basura y a algas porque el suelo estaba húmedo, tal vez había agua cerca. Había cuatro paredes de madera con rendijas obstruidas, un cubo de metal que se vaciaba a diario y la fuente donde le ponían la comida. Las mujeres que realizaban ese trabajo eran groseras y antipáticas, y la vigilaban como si fuera una delincuente peligrosa. Una se plantaba delante de Penelope para que no escapara y la otra sacaba deprisa el cubo.
—Gracias —dijo Penelope el segundo o tercer día.
La vigilante levantó la linterna sorprendida y la observó.
—Pronto acabará.
—¿Acabará? —La oscuridad le nublaba el pensamiento. Penelope había olvidado cómo había llegado hasta allí.
—Te condenaron a cinco días —le explicó la mujer—. Tuviste mucha suerte, podría haber sido muy distinto. Deberías aprender la lección y no coquetear con caballeros. Si tienes que hacerlo, la próxima vez procura que no te pillen. —Sonrió—. Y búscate a uno que valga la pena.
—Yo… quería… —Penelope tartamudeó asustada e intentó levantarse, entonces la mujer la empujó de nuevo hasta su catre y se dio la vuelta para irse.
En la entrada el cubo tintineaba en el suelo, olía a avena. Las otras habían terminado y estaban junto a la puerta. Las llaves tintinearon.
—Penelope… ¿eres tú?
—Bueno, basta de cháchara, aquí fuera —dijo la que llevaba la linterna, que empujó hacia fuera a la otra con una palmada. Y se hizo de nuevo la oscuridad.
Penelope pasó el resto del día preguntándose quién sabía su nombre y recordando cómo había terminado allí. Se habían llevado a Liam, inconsciente, en un carro, y luego la cara grasienta de Bent se inclinó sobre ella. «Tú otra vez», murmuró. Recordaba su juicio como un barco de velas negras que pasó por delante, pues apenas veía con los ojos hinchados. Pero ¿de dónde venía esa hinchazón? ¿De llorar? El recuerdo le provocaba dolor, no era bueno. «Cien latigazos», fue la sentencia de Liam. Eso le habían dicho, pues al fin y al cabo era su querida. Cien latigazos, ¿por qué? ¿Por haberla salvado? Recordar le cansaba, así que desistió y se dejó llevar en los brazos de su vieja amiga la apatía, que siempre le impedía sentir y pensar, y la adentraba en la agradable niebla de la nada.
Mary estaba a su lado. La había sacudido por el hombro y le había hablado, pero Penelope cayó en el sueño profundo que conocía de la época en el barco. Entonces le acarició el hombro delgado y disfrutó sin más de la sensación de felicidad de ver a su hija con vida, ilesa, que estaba ahí a oscuras de nuevo por una tontería.
—Un caballero quería hacerlo con su hija —le explicó Jane con una sonrisa maliciosa—. Por eso está aquí.
Seguro que no había sido así y había tropezado de nuevo en algún lugar con su torpeza. Cuanto mayor se hacía Penelope más le recordaba a Stephen, con sus maneras a veces torpes. Tal vez Dios le había enviado a la chica allí para que le fuera mejor que a su padre, que solo sobrevivió dos años en la colonia. Aquella idea le reconfortaba, tenía ganas de decírselo enseguida. Mary la miró de arriba abajo, pensativa. Tras ella, Jane estaba inquieta. Había abierto la puerta de la celda a escondidas para ella, y en el pasillo se oían pasos. No había motivo para estar en una celda si alguien no trabajaba allí.
—Ven antes de que tengamos problemas —le murmuró Jane.
Había que sacar a Penelope de allí y llevarla a un sitio adecuado para ella y donde estuviera alejada de todas esas estupideces. Mary suspiró. Esa chica conseguía atraer todas las desgracias y llevarse su parte, era increíble. Le acarició la espalda por última vez con cariño. Había que cuidarla. Le resultaría difícil porque la celda de Penelope no pertenecía a su sección, solo estaba de refuerzo. Nadie atendió su petición de traslado, a la vigilante le daba igual, había demasiadas reclusas con destinos crueles y despiadados.
—Tu hija, vaya, vaya. Bueno, cuando cumpla su condena volverás a verla —le dijo, con la llave colgada del cinturón, y envió a Mary a su sitio en el ala norte.
Cuando el doctor Kreuz fue a ver a una presa con fiebre en la cárcel, Mary aprovechó la ocasión, abandonó su puesto de trabajo y fue a buscarlo.
—Me acuerdo de ti —dijo, sorprendido—. ¡Dios te ayudó a sobrevivir a ese terrible accidente! —No preguntó por la niña. Los niños se morían, nadie lo sabía mejor que un médico. Tampoco preguntó por ella ni qué hacía allí. Solo le prometió ir a buscar a Penelope. Mary vio satisfecha el leve brillo que había aparecido en sus ojos. Él cuidaría de su hija, con él estaba en buenas manos. Ya no le resultó tan duro regresar a su sección: volvería a ver a Penelope.
Se oyeron unas llaves. La puerta se abrió de golpe y esta vez se quedó abierta. La luz del día entró con suavidad en forma de niebla en la celda, penetró en todos los rincones y finalmente se extendió por encima de Penelope, que estaba acostada en su colchón. Parpadeó. Tras tanto tiempo a oscuras, aquella visita no era una alegría para sus ojos sensibles, así que tampoco se percató de que la luz la invitaba a salir de la celda.
—¡Cielo santo! —El doctor Kreuz se puso de cuclillas a su lado, la agarró y la levantó como si fuera una niña—. Madre de Dios… —Tosió porque no era tan fácil levantarse con semejante carga en los brazos. Ella no veía ni oía nada. Apoyó la cabeza en el hombro de su salvador, que solo llevaba una camisa, y Penelope sintió cada movimiento de los músculos en tensión bajo el tejido. Delante de la celda la agarró mejor y Penelope se recostó en el torso redondeado mientras el médico subía escaleras y recorría pasillos, con la mano izquierda sujetándole con cuidado la cabeza.
—¡Abra la puerta! ¿A qué está esperando?
Penelope oyó como le vibraba la voz en el tórax, muy cerca de ella. Se arrimó a él con disimulo, con mucho cuidado de que no lo notara. Deseó que aquella voz volviera a sonar. No lo hizo, pero sentía cerca su respiración.
La puerta se abrió con un chirrido, luego Kreuz se detuvo y la puso de pie con cuidado. El edificio guardaba cierto parecido con el hospital, el mismo olor agrio, las salas de espera en la planta baja, tras las puertas voces quedas, ruido de vajilla, gritos, jaleo. Se encontraba en la cárcel de mujeres de Sídney, el lugar donde el destino nunca le había enviado hasta entonces. La angustia se adueñó de su corazón. «La última parada», le dijo alguien una vez. «Una vez acabas allí, ya nadie te encuentra». Pero no era cierto.
El médico tenía el brazo apoyado con ternura sobre los hombros de Penelope, como si quisiera evitar que se cayera.
—Yo… me alegro de haberte encontrado… ya has cumplido tu condena. —Kreuz enmudeció. Comprendió lo absurda que sonaba aquella frase. «Cumplido». Como si fuera una delincuente. ¿O acaso se refería a los catorce años?
La luz le impedía pensar, y frunció el ceño sin querer. La cárcel de mujeres. Catorce años. Bernhard Kreuz no hizo preguntas. Simplemente le quitó el vestido y tiró con las dos manos de la cofia por ambos lados. Al hacerlo rozó sin querer con los dedos las mejillas de Penelope. Aquel breve gesto transmitía un cariño desvalido. Penelope no lo soportó y se apartó de él.
—Disculpa —susurró él. Antes de que Penelope pudiera alejarse más, la agarró de la mano—. Me han contado lo que ocurrió.
—¿Cuál de las muchas versiones le han contado? —murmuró Penelope.
—No importa. Son todas igual de buenas o malas… —La acercó hacia sí—. Penelope, yo me ocuparé de que acabes en un buen lugar. —La mano derecha se posó sobre la de Penelope, lo mismo que la izquierda… con toda naturalidad.
Bernhard Kreuz cumplió su promesa. Penelope no tuvo que esperar mucho en el patio de la cárcel de mujeres, entre verduleras que echaban pestes, ladronas y sirvientas lloronas que estaban entre rejas de nuevo por tener la mano demasiado larga. Les daban dos veces al día la bazofia de la cárcel, que las mujeres se quitaban de las manos unas a otras, aunque era completamente incomible, y una de ellas vociferaba tras la comida que el gobernador debería hacer una de sus visitas dominicales a la cárcel de mujeres y no solo al patio del cuartel de los hombres.
—Pueden transmitirle sus quejas —explicó—. Pasa por delante de ellos despacio en su caballo y les pregunta por su estado de salud. ¿Te lo imaginas? ¡Les pregunta en serio si están contentos con la comida! ¡Habrase visto nada igual! ¡Aquí nadie nos lo ha preguntado nunca! En todo caso se interesan por nuestras vaginas…
—¿No sabes cuál es la última ocurrencia, Adele? —intervino otra, que bajó de su catre—. Me lo ha contado la vigilante. Lo último que se le ha ocurrido a ese funcionario es que las mujeres tendremos que volver todas a Inglaterra cuando hayamos cumplido la condena.
—¿Qué? ¿Qué dices?
—A Inglaterra, de donde venimos. Es ridículo. —Cada vez más mujeres rodeaban a las tres, intrigadas además de asustadas, o sacudiendo la cabeza porque semejante bobada solo se le podía ocurrir a un magistrado.
—Sí, se lo ha dicho Macquarie en persona. Se les ocurrió a los de la administración de la colonia porque es demasiado caro alimentarnos aquí, así que esperan que lo hagan en Inglaterra.
—¡Y estaremos otra vez en la calle! —gritó una—. Pero ya que hemos venido… ¿es que queréis volver?
—¿A la calle? ¿A esas tabernas piojosas donde tenía que matarme a trabajar todos los días veinte horas? —Una chica soltó una carcajada maliciosa—. ¡Antes salto del barco y me ahogo que volver a pasar por eso! Con todo lo que tiene que ofrecer este país… ¡algo habrá para mí! ¡Si quieren echarme de aquí, tendrán que llevarme a la fuerza a ese maldito barco!
—Yo tampoco pienso subir al barco —afirmó otra—. La sensación es peor que todas las contracciones juntas, no se acababa nunca. ¡Y al final ni siquiera tienes un niño en las manos!
—¡Tendrán que encadenarme para eso! —gritó la primera chica.
—Necesitas a un hombre, sin un hombre no funciona nada —dijo la mujer con calma—. Sin un hombre los negros acabarán contigo.
—Los hombres no son tan malos, Madelein —dijo una anciana con aspereza—. La mayoría se dan por satisfechos con encontrar a una mujer que les haga la comida sin envenenarles. ¡Podrás hacerlo!
—Sí, si alguno pasa por aquí por equivocación. Estamos aquí encerradas, ¿cómo voy a encontrar a un hombre que quiera mi comida? —La chica caminaba de un lado a otro, exaltada, por la celda abarrotada—. Llevo ya tres semanas aquí, y no ha venido ninguno a ver si me necesita. ¡Y yo cosiendo suelas de zapato en la fábrica!
—¿Y qué hacías en Inglaterra? —preguntó la anciana—. ¿Acaso era mejor? Eres joven y guapa, y acabas de llegar a la colonia, encontrarás a alguien. Espera y verás. —Dicho esto, se dio la vuelta en su catre y poco después estaba roncando.
—Algunos prefieren a las mujeres negras —reflexionó una.
—Esas siempre tienen la boca cerrada porque nadie las entiende.
—Bueno, están los hombres, que les gustan los gusanos y lombrices tostados. —Madelein se echó a reír—. Pero no querrás uno de esos, ¿no?
Al día siguiente Madelein no regresó del trabajo en la fábrica. La anciana les informó de que la habían recogido allí, la vieja trabajaba en el mismo taller y por la mañana iba a trabajar con ella. Una señora con un vestido elegante había ido y le había mirado el cabello, los dientes y los dedos. ¡Qué suerte para una recién llegada!
—¡Pero es como si estuviéramos en un mercado! —se enfadó una.
—Sí, buscaba algo que combinara con el color de la ropa —añadió otra con una risita—. Las hay que te aprietan los brazos para ver si puedes llevar objetos, y te aprietan la barriga para ver si ya llevas algo encima. Eso no lo quiere nadie.
Se quedaron calladas, desconcertadas. El cura, el señor Cowper, había estado por la mañana y se había llevado a uno de los niños. Los embarazos entre las reclusas de la cárcel estaban a la orden del día, y por lo general los niños no tenían padre. Cuando el niño estaba destetado y ya podía comer papilla, había llegado el momento de ir al orfanato. A nadie le gustaba hablar del tema, pero el edificio alargado situado detrás de la iglesia albergaba sobre todo a hijos de relaciones desastrosas, descendientes de prostitutas, expósitos y los hijos de las reclusas. Se decía que la casa estaba hasta arriba de niños sometidos a un régimen muy estricto. La comisión de control del orfanato opinaba que, ya que las madres habían cometido el pecado, por lo menos podían salvar a los niños.
—Un orfanato como en Londres —murmuró la anciana—. No saben dónde meterlos hasta que tengan la edad de entregarlos como sirvientes. Pobres criaturas, demasiado grandes para morir, demasiado pequeñas para vivir y una carga para todo el mundo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Penelope—. ¿Has estado allí?
—A veces una oye cosas —replicó, al tiempo que se encogía de hombros—. No hace falta haber estado en todas partes en persona.
—Pero ¿se puede ir?
—Sí se puede —dijo la anciana—. ¿Es que quieres ver a los hijos de otra gente? Alégrate por haberte ahorrado ese mal trago. De todas formas eres demasiado joven para tener un hijo.
La madre que había tenido que entregar a su hija estaba en un rincón, sollozando. En un momento dado ya no se le oyó más. Penelope tenía la mirada perdida al frente. ¿Y si iba al orfanato, a buscar a Lily? Los altercados en casa de los Hathaway la habían tenido en vilo y ni siquiera se le había ocurrido preguntar si podía salir de la casa.
No, no era cierto, la verdad era que la visita le daba demasiado miedo. Temía descubrir la verdad. Siempre le había resultado más fácil no pensar en las cosas desagradables, pero ahora imaginaba el orfanato.
La esposa del gobernador había acudido sola.
—Querida, el camino es corto, en realidad se puede ir a pie. —Elizabeth Macquarie sonrió mientras la vigilante miraba por encima del hombro hacia el coche—. Y hoy no hace tanto calor, te sentará bien pasear. Quería echar un vistazo a la cocina, mi marido ha dicho…
Con paso lento, las dos mujeres atravesaron la entrada al patio interior de la cárcel. El sol brillaba en la cofia con flores bordadas de Elizabeth Macquarie y destacaba el color azul.
—Seguro que encuentra algo que objetar, siempre encuentra algo. Y luego nos dan más comida. —Adele se apoyó en la ventana—. Ya ha pasado otras veces. —Se frotó las manos ilusionada—. La última vez luego hubo fruta. Naranjas y…
—Si cocináramos la comida tres horas menos, ya sería algo.
—No está obligada a comer, así que haga lo que quiera con eso —explicó Penelope. Las demás asintieron. Exactamente.
—Pero la señora no pregunta. Va directamente a la cocina a supervisar —dijo la anciana, que mordisqueaba su mendrugo de pan—. Y entonces encuentra algo. Los demás ni siquiera se interponen en su camino.
Pero Elizabeth Macquarie había ido a la cárcel con otro objetivo. Por lo visto su conversación con el cocinero no había sido satisfactoria, tal y como delataban las voces exaltadas de la cocina.
—… voy a dejarlo claro de una vez por todas. A partir de ahora las balanzas se revisarán una vez a la semana, informaré a mi marido de la situación y enviará a un técnico. Tal vez para entonces habrá descubierto quién ha apretado el tornillo. —La esposa del gobernador revoloteaba por todas partes—. Y ahora me gustaría ver a las mujeres jóvenes.
—Meted la barriga hacia dentro —dijo Adele, y se rio—, a lo mejor os lleva con ella.
—Solo viene a mirar —murmuró Penelope, que siguió jugando con los pulgares porque le recordaba al gesto de tejer. Cada vez le venía a la cabeza con más frecuencia que debería intentarlo otra vez… pero no tenía aguja.
—Penelope Mac… MacDonald.
—Se llama MacFadden —le corrigió la vigilante—. Está sentada ahí delante, la de la trenza larga.
La esposa del gobernador llevaba consigo el aroma de lavanda, y daba vueltas alrededor de Penelope, intrigada.
—Te conozco. Estabas en la playa aquella vez. Me recogiste el pañuelo, me acuerdo. —Elizabeth Macquarie se rascó pensativa el cuello, algo que normalmente no hacían las damas, que tampoco sudaban por haber recorrido un trecho a pie, pues utilizaban coches, pensó Penelope. Pero aquella mujer era diferente.
»Dijiste que sabías hacer encaje. —Elizabeth sonrió—. Tengo buena memoria. A mi marido le parece terrible porque también recuerdo lo que sería mejor olvidar.
Las demás presas se habían retirado cuando la esposa del gobernador se acercó, así que había espacio suficiente en el banco y Elizabeth se acomodó sin rodeos al lado de Penelope.
—¿También eres escocesa? Tu nombre es escocés. ¿Qué tal estás de salud? ¿Tienes tos? ¿Puedes mover todas las extremidades? Algunas acaban con reuma de estar aquí…
—Estoy rebosante de salud, señora —explicó Penelope—. Estoy acostumbrada a trabajar duro, sé cocinar, tejer y cuidar de niños, y… —Empezó a temblar. Alguien quería sacarla de allí, ¡alguien se interesaba por ella!—. Puedo limpiar y retirar los excrementos del establo, sé cuidar de un jardín y encender una cocina…
Elizabeth le puso una mano en el brazo y la hizo callar.
—Escúchame. En nuestra casa siempre hay jaleo, a la hora del almuerzo rara vez sé quién se sentará a la mesa para la cena porque Lachlan… porque al gobernador se le olvida decírmelo. Y por la mañana casi siempre se ha olvidado de quién ha estado porque está centrado en sus papeles o se ha ido. Así que hay que pensar en muchas cosas, y además hay que ser rápido. La última sirvienta era holgazana e insolente. Había que decírselo todo tres veces y luego comprobar si lo había hecho, y por la mañana casi siempre se dormía. No puedo tener a alguien así en mi casa, ¿me entiendes?
Su mirada era seria. Elizabeth era solo un poco mayor que Penelope y dirigía una casa que parecía la de un rey, según afirmaba una vigilante de la cárcel. Retiró la mano para no dar lugar a un exceso de confianza. Sin embargo, daba la sensación de que un soplo del destino rozaba a Penelope, le acariciaba las mejillas con el aroma a lavanda y le daba una palmadita de ánimo. «Ve con ella», creía oír Penelope. «Ve con ella y busca tu suerte». Ha llegado el momento…
—Me encantaría estar a su servicio, señora —se oyó decir Penelope—. Con mucho gusto.
Desde su sección, Mary vio que la esposa del gobernador tiraba del vestido de Penelope y luego la llevaba de la mano tras ella como si fuera una niña pequeña. Se la llevaba para trabajar con ella. ¡La casa del gobernador era el mejor lugar de trabajo de toda la colonia! Mary sonrió de felicidad. Además, ahora sabía dónde encontrar a Penelope cuando tuviera ocasión. En cuanto hubiera cumplido su condena y le dieran un pase. Entretanto esperaría. Aquella espera no era dura, no dolía, porque Penelope estaba en buenas manos. Mary vio la alegría en los ojos del médico alemán.
Penelope encontró la paz en el jardín de Elizabeth. La esposa del gobernador tenía verdadero talento para extraer vida en flor de unas cuantas raíces y colocarla de tal manera entre los muros bajos de piedra que parecía que Dios en persona había creado esos jardines.
—En Escocia me tomaban por loca. —Sonrió—. Tuve que trabajar mucho desde muy joven, pero siempre tenía tiempo para mis plantas. A los amigos de mi padre les gustaba disfrutar de los jardines con una cerveza cuando hacía sol. Ah, y les encantaba comer mis rabanitos. —Arrancó una brizna de hierba del arriate—. Llevaba tantas semillas en el baúl de viaje que aún no he plantado… podríamos pasarnos todo el año que viene plantándolas. En realidad aquí nunca hay tiempo para eso…
Se dio la vuelta con un suspiro porque la cocinera estaba en el umbral de la puerta para preguntar cuántas gallinas tenía que matar. En la lista de la cena había diez invitados imprevistos, así que ahora tenía que ayudar a desplumarlas y limpiarlas.
A veces las cenas en casa de los Macquarie eran un tanto difíciles, sobre todo cuando el reverendo Marsden figuraba entre los invitados. La selección de los comensales de Lachlan Macquarie daba mucho que hablar en toda la colonia, y Marsden no ocultaba que le parecía insoportable sentarse en la mesa con ex convictos. Le daba completamente igual si habían hecho carrera, como Simeon Lord o el recientemente fallecido Andrew Thompson, si poseían más tierras que él o gozaban de mayor simpatía por parte del gobernador. Macquarie, a su vez, tampoco disimulaba que el celo evangélico del reverendo le resultaba sospechoso.
Penelope recordaba a Marsden sobre todo como el pastor que pegaba. Cuando tuvo que servirle por primera vez el plato de sopa, escupió en el plato cuando aún estaba en la cocina. La cocinera lo vio y se echó a reír.
—¿Es que fuisteis pareja, tú y el reverendo? ¿O él era el tercero en discordia? ¿Pegó a tu amante?
Penelope se abrió paso con una media sonrisa, pero la señora Macquarie, que iba de camino a la cocina, le quitó el plato de las manos al pasar. Con la otra mano la agarró del brazo y la llevó al rincón junto al cubo de las cenizas, y por un momento Penelope esperó recibir una bofetada. Pero Elizabeth no le pegó, sabía hacerse entender sin necesidad de golpes. Penelope nunca le había oído hablar con ese tono de enfado.
—Escúchame bien, niña. Las cosas son como son. Yo soy libre, y tú no. Aquí nadie pregunta por qué no eres libre, ni qué ocurrió en tu vida anterior. Tienes trabajo y comida. El precio que pagar es que olvides tu pasado. —Le brillaban los ojos de la ira—. Ya sé que aquí todo el mundo le guarda rencor a alguien, ha sido tratado de manera injusta y ha recibido azotes y castigos. Esta es la tierra de nuestra colonia, y tenemos que construir un país nuevo en ella. La única opción de convivir en paz consiste en olvidar. ¿Me entiendes?
Penelope no tuvo que volver a servir nunca a los señores que se sentaban en la mesa de Lachlan Macquarie.
La esposa del gobernador tenía una gran habilidad para que los asuntos de gobierno y los temas de los que hablaban los hombres no entraran en la cocina ni en las demás estancias. El hecho de que Macquarie discutiera con los miembros del antiguo Cuerpo del Ron que complicaban la vida a sus predecesores, que tuviera acaloradas discusiones con los médicos por el problema con el alcohol y rechazara las peticiones de dinero, todo se quedaba en el salón tras la puerta cerrada. El rostro de Elizabeth reflejaba su preocupación y su odio cada vez mayor hacia el ron.
—¡Esa bebida es el mismo demonio! —exclamó una vez que la cocinera estaba en un rincón porque se había tomado de un trago su ración—. Es un demonio que devora el rostro humano… ¡y el que inventó las raciones de ron también es un demonio!
»Por mí prohibiría esa bebida en mi casa, no forma parte de la ración, no es propia para las mujeres, ¡y mucho menos en esas cantidades!
—Señora, el ron ayuda a algunos a soportar su destino —se atrevió a intervenir Penelope, pero solo consiguió enfurecer aún más a Elizabeth, que, perdiendo los estribos, dijo:
—El ron, querida, te entierra en tu destino. Impide que lo mires de frente y pienses en qué puedes cambiar para que sea mejor. El ron no es tu amigo, es tu enemigo, ¡y te cuesta la vida! ¡Mira a esas pobres criaturas que están en el puerto! ¡Mira en las calles, en la fábrica, cómo se dejan y ya no tienen cara de persona con la borrachera, por culpa de la autocompasión! ¡Echa un vistazo!
Penelope pensó que era imposible que la señora Macquarie hubiera estado borracha alguna vez en la vida, pues de lo contrario sabría el bendito regalo que podía ser la embriaguez. Y, por supuesto, tampoco conocía el sentimiento de desesperación por el que uno ansiaba esa embriaguez.
—A veces el destino tampoco tiene rostro humano —dijo—. Así que es mejor ni siquiera mirarle de frente.
Estuvieron calladas un rato, y Penelope notó que Elizabeth le escudriñaba el rostro. En la penumbra del rincón de la cocina no le veía los ojos, pero notaba su enfado. Elizabeth le había prohibido hablar de su pasado. Tal vez ahora sentía curiosidad por averiguar algo más y quería comprender por qué la gente se entregaba a la bebida. Sin embargo, jamás entendería el sabor que tenía la soledad que hundió a Penelope en la tienda del pastor y que por la noche hacía que pareciera eterno el tiempo que quedaba hasta el amanecer.
—Tal vez tengas razón —concedió Elizabeth al final—. No basta con prohibir el ron. Tenemos que hacer algo por las mujeres, para que ni siquiera empiecen a beber.
Sin embargo, Lachlan se apresuró a quitarle la idea de la cabeza cuando se la explicó después de la cena. Apartó a un lado los papeles del escritorio y tapó el tintero para iniciar una larga conversación. Los Macquarie siempre mantenían ese tipo de charlas a puerta cerrada, pero esta vez Penelope se atrevió a mirar por el ojo de la cerradura y escuchar. El gobernador había abandonado incluso su escritorio y caminaba de un lado a otro mientras le explicaba a su esposa cómo funcionaban las cosas en la colonia.
El gobierno colonial se ocupaba de que los presos estuvieran bien alimentados. Las raciones de comida estaban ajustadas a las necesidades, en Nueva Gales del Sur ya no se pasaba hambre como diez años atrás. Y nadie podía prohibir a las mujeres cambiar sus raciones por ron para luego negociar con él o bebérselo ellas.
En ese punto se encalló la discusión entre el matrimonio Macquarie. De hecho, el negocio del intercambio funcionaba exactamente así. Cuanto más pobres eran las mujeres, menos dispuestas estaban a renunciar al ron, que era muy eficaz a la hora de acomodarlas en el lecho del olvido.
—¡Te prohíbo ir al puerto! ¡Te prohíbo que te entrometas en el reparto de las raciones! —gritó Macquarie, y dio tal puñetazo en la mesa que la que escuchaba al otro lado de la puerta se llevó un buen susto—. ¡Esas mujeres son peligrosas, no conocen el agradecimiento, solo la codicia!
—Pero así esto nunca acabará. —Sonó la voz sosegada de Elizabeth.
—Sí terminará, pero de una manera inteligente y civilizada. Quiero poner impuestos sobre el ron, tan altos que se le amargue el sabor. También necesitamos dinero, una moneda, dinero de verdad para que la gente deje de contarlo todo en litros de ron. Querida, entiéndelo. —El gobernador se acercó a su esposa y la agarró por la cintura—. El problema no se elimina con unas cuantas mujeres con ropa limpia. Hay que atacar la raíz y arrancarla. —La expresión que lucía su mujer pareció ablandarlo, pues la besó con cariño y luego dijo—: Penelope, entra, sé que estás escuchando junto a la puerta.
Como consecuencia de la discusión con su esposo, Elizabeth Macquarie se implicó aún más en el bien del orfanato. Hasta entonces solo lo había visitado de vez en cuando, ahora iba cada dos días hasta la puerta inclinada, y una mañana le pidió a Penelope que la acompañara porque la cesta le pesaba demasiado.
—¿Qué hay ahí dentro? —preguntó Penelope.
—Pañales.
—¿Pañales?
Elizabeth se volvió hacia ella.
—Yo no los necesito.
—Todas las mujeres necesitan pañales en algún momento —dijo Penelope con mucho esfuerzo para decir algo amable. Sus pañales habían sido unos harapos durante unas semanas irreales.
—No los necesito —repitió Elizabeth en un tono irritado poco habitual—. Mi cuerpo no ha sido bendecido, Dios no nos ha dado hijos. ¿Por qué te lo cuento? De todos modos te ibas a enterar, Theresa no sabe tener la boca cerrada. Tuve seis abortos naturales, no puedo darle hijos a Lachlan.
—Lo siento, señora. —Penelope le puso una mano en el brazo y sintió una gran compasión en el corazón. La esposa del gobernador era la primera persona en mucho tiempo cuyo bienestar le importaba—. Señora, llevemos la cesta juntas, seguro que las mujeres del orfanato estarán muy contentas con el regalo. Y los niños también.
Elizabeth le escudriñó el rostro.
—¿Tú has tenido hijos?
Penelope se quedó con la mirada perdida y Elizabeth la llevó al banco de la cocina, aunque en realidad las dos estaban vestidas ya para irse.
—¿Tienes hijos?
—Una —susurró—. Una niña. En el barco.
—Pero ¿dónde está ahora? Penelope… disculpa. —Le rodeó los hombros con el brazo—. A las mujeres se los quitan, se me olvidaba. ¿Nunca has querido buscarla?
—Se ahogó, señora. —¡Era absurdo pronunciar esa frase! Penelope se avergonzó de haberlo dicho, pero ya estaba hecho. Acababa de arruinar la búsqueda antes de empezar, por puro miedo a la decepción. ¡Era una cobarde!
De camino al orfanato no hablaron. El sudor caía por debajo de la cofia de Penelope y corría como un riachuelo junto a la oreja. ¡Lo que habría dado por una buena lluvia inglesa!
—Pero tu hija tiene que estar en las listas en algún lugar. —Por lo visto la historia no había dejado tranquila a Elizabeth, y se detuvo—. Ya sabes… aquí todo se contabiliza. Tu hija tiene que estar registrada de alguna manera. Viva o muerta, pero tiene que haber una manera de dar con ella. Hay que encontrar alguna pista. —Elizabeth dejó su parte de la cesta—. Se lo preguntaré a mi marido.
Penelope se limitó a asentir en silencio. No tenía sentido contarle que todo se había quemado, las listas y notas elaboradas con esmero habían desaparecido con el hundimiento en llamas del Miracle en el fondo del mar. Todo lo que figuraba en esas listas se había ahogado con ellas. Lily ni siquiera estaba viva en los documentos.
—¿Y el doctor Kreuz no estaba en el barco? Me dijo que te conocía. —Elizabeth esbozó una sonrisa—. También se lo preguntaré.
—Sí, señora. —Era agradable oír el nombre del médico.
La señora Hosking, la encargada, puso cara de sorpresa cuando se enteró de los deseos de la esposa del gobernador.
—¿Un bebé? Sí, señora, hay muchísimos.
—En el barco solo había una —la interrumpió Elizabeth—. ¿No sabe nada de ella? ¿No le trajeron a nadie?
—¿Cómo era? —preguntó la encargada.
—Se llamaba Lily —susurró Penelope—. Y era rubia. Con el pelo dorado.
—No llegó ningún bebé del Miracle.
Pasearon juntas por el grupo de los más pequeños, que eran atendidos y alimentados por las gobernantas. Se veían cabecitas claras y oscuras en cajas de madera. Rostros risueños, otros apáticos, ojos de todos los colores… Penelope solo recordaba el cabello dorado, pero no había llegado ningún bebé del Miracle.
Elizabeth le acariciaba la espalda en un intento de consolarla.
—¿Aquí no plantamos nada? —Penelope señaló el espacio libre bajo las acacias, que extendían sus ramas con alegría por encima del claro porque Elizabeth las había podado convenientemente—. Es un buen sitio para…
—Pensaba hacer una zona de juegos. —Elizabeth se expulsó la tierra roja de la falda y se levantó—. En un año las ramas habrán crecido y esta zona quedará bajo la sombra también por la tarde.
Las dos mujeres se miraron. El rostro de Penelope estaba suave, como impregnado por un aceite curativo. En un año, si Dios quería, un niño dormiría bajo la sombra. Entendía que Elizabeth no se atreviera a mencionar al bebé con su voz ni con las palabras adecuadas por miedo a que su destino fuera perder también ese niño. De modo que asintió, esbozó una tímida sonrisa y se puso a rastrillar la tierra.
—Sería un sitio fantástico, sí.
El negro desnudo salió de detrás de los arbustos. Tenía un rostro atemporal, solo la barba canosa indicaba que probablemente ya era bastante mayor. Penelope no acababa de acostumbrarse a que los negros que salían del bosque y se atrevían a acercarse a la ciudad realmente fueran en cueros. Por lo visto ninguno sentía la necesidad de taparse. Los ojos eran como los de un niño, llenos de curiosidad e inocencia, miraba todos los rincones del jardín, veía cosas que a los blancos se les escapaban, un pedazo de arcilla entre los arbolitos o una flor doblada por un descuido al pisarla.
—¿Qué quieren? —susurró Penelope. Con la miopía apenas distinguía a los negros de los arbustos, tuvo que forzar la vista para reconocer la silueta. Por si acaso, sujetó con fuerza el rastrillo, al fin y al cabo los negros llevaban las armas en las manos. A ninguno se le ocurría dejarlas cuando visitaban las casas de los blancos. A veces eso provocaba riñas, y también había visto al alguacil echar a negros desnudos porque alguien se había sentido molesto por una lanza.
—Son pacíficos —le contestó Elizabeth en voz baja—. A veces me trae plantas. Siente curiosidad.
Esta vez, aparte de unas cuantas raíces, el negro llevaba a varias personas. Primero le puso las raíces en la mano a Elizabeth, luego se dio media vuelta y señaló gesticulando a las mujeres que estaban apretujadas detrás de él. Tres mujeres jóvenes, dos niños y una anciana desdentada con la espalda arqueada observaban a las dos mujeres blancas con cara de suspicacia.
—Es su madre. Creo que está haciendo un conjuro para que no le pase nada.
—Pero ¿por qué llevan las armas? —exclamó Penelope en voz baja.
Elizabeth se encogió de hombros.
—Nos consideran fuertes. Construimos casas y podemos detener a caballos que corren sin un arma.
Hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y retrocedió enseguida un paso. El fuerte olor corporal que desprendía el negro llegaba hasta Penelope, que se había quedado detrás de Elizabeth. Por lo visto el hombre tenía otra petición. Se dio la vuelta, le arrebató de los brazos a una de las mujeres un envoltorio que lloriqueaba y se lo entregó a Elizabeth. Ella separó los trapos y puso cara de incredulidad: tenía a un niño llorando acurrucado entre las manos, con unas gruesas pústulas reventadas por todo el cuerpo y la carita inflada. El niño estaba todo empapado en sudor por la fiebre.
—Cielo santo —murmuró Elizabeth, que resistió el impulso de devolverle el niño al negro, que parecía estar observando si iba a hacer precisamente eso.
Penelope reaccionó en el acto. Sacó la cesta con los plantones, puso el pañuelo que llevaba sobre los hombros en el fondo de la cesta y colocó al niño enfermo. El negro asintió despacio. Luego se dieron la vuelta y se perdieron en los jardines de los Macquarie.
William Redfern, al que Elizabeth llamó enseguida, adoptó un gesto muy pensativo. El niño estaba más muerto que vivo, tenía mucha fiebre y dejó que el médico lo revisara sin hacer un solo movimiento. Algunas de las pústulas supuraban un líquido purulento que interceptaba con cuidado con un pañuelo para examinarlo con una lupa.
—Les aconsejaría que no tocaran a este niño —dijo, circunspecto—. Creo que va a morir.
—¡Pero tenemos que hacer algo! —exclamó Elizabeth.
El médico se encogió de hombros.
—Procure que esté limpio e intente bajarle la fiebre. Tal vez los paños le hagan efecto. O sigue con vida o… volveré a pasar por la noche.
Theresa, la cocinera, frunció el ceño.
—¿Tenemos un negro en casa? El señor gobernador estará muy contento, señora, si usted no se deja engañar, no ha sido buena idea, no dará más que problemas… —La cocinera se alejó refunfuñando para ir a buscar lo que Elizabeth le había encargado.
Se instaló al niño en la habitación infantil vacía de Elizabeth, a quien le costaba disimular lo mucho que disfrutaba cuidando de él. Sin embargo, todos los esfuerzos y cuidados no dieron su fruto, y por la noche el estado de salud del niño había empeorado tanto que Elizabeth no quiso esperar a Redfern y envió a los chicos a buscarlo. Le salió un grito de alivio de la garganta cuando llamaron a la puerta y Penelope salió corriendo a abrirla.
No obstante, no era William Redfer, sino Bernhard, y a Penelope le dio un absurdo respingo el corazón al verlo de improviso.
—¿Te encuentras bien? —preguntó él, y dobló la levita con mucho cuidado, como si tuviera que guardarla para el invierno.
Penelope estuvo a punto de dar un paso hacia él para poder verle mejor la cara y mirarle a los ojos… pero logró frenarse a tiempo.
—Bien —dijo, con la brevedad que correspondía a una sirvienta—. Es un buen trabajo, estoy muy contenta. ¡Muchas gracias! —añadió en voz baja, y se atrevió a mirarle.
El rostro redondo del médico lucía una sonrisa.
—Bueno, Penelope, merecías ser feliz. Dios sabe por qué…
Se dio la vuelta y entró presuroso por la puerta entreabierta en la habitación infantil, donde de momento no había dormido nunca un niño y donde Elizabeth había instalado a su pequeño paciente, aunque Redfern le había desaconsejado incluso tenerlo en casa.
—No podemos cuidar de él en el jardín —intervino ella, sin pensar que su esposo pediría precisamente eso poco después.
—Habría sido mejor —murmuró Kreuz en ese momento al abrir los paños limpios en los que estaba envuelto el niño—. Quién sabe dónde ha contraído la viruela el niño: probablemente su madre ya está muerta.
—¡Viruela! —gritó Penelope del susto.
—Un tipo de viruela, sí. No puedo decir cuál, para eso debería saber más del desarrollo de la enfermedad. En todo caso el niño no sobrevivirá a la fiebre. —Evitó tocar al niño.
Penelope se dejó caer junto a la camita, donde ya estuvo sentada todo el tiempo desde que Lachlan Macquarie había echado a su esposa de la habitación tras lanzarle una invectiva.
—No tengo nada en contra de los negros, Elizabeth —le dijo—, ¡pero no tienen que estar en nuestra casa! Cómo se te ocurre… —Habían tenido tal pelea durante un rato en el salón, como Penelope nunca había visto, que Elizabeth luego se fue corriendo de la casa. Poco después Lachlan entró precipitadamente en la habitación infantil.
»No quiero que mi mujer vuelva a entrar en esta habitación —ordenó, furioso—. Tú te ocuparás de él y te quedarás aquí hasta que vengan a buscar a ese… ese… niño. El doctor Redfern se ocupará de que sea lo antes posible. Y no quiero volver a ver nunca niños aborígenes en mis tierras. ¿Me has entendido?
Llegó el médico alemán porque Redfern no podía acudir. Ayudó a Penelope a liberar del todo al niño de los paños y untó las pústulas que supuraban con una pomada calmante, mientras ella le sujetaba los bracitos y las piernas, y le acariciaba con cuidado la cabeza de rizos negros. Era doloroso inclinarse los dos sobre el niño moribundo, ambos lo notaban. Kreuz la miró de soslayo varias veces, como si quisiera decirle algo, pero se abstuvo. A ella la asaltaron los recuerdos, y antes de echarse a llorar tuvo la bendita ocasión de salir de la habitación y huir de su presencia tranquila y atenta.
El niño brillaba como un pedazo de carbón entre los paños de lino, la respiración débil sonaba por todo el cuerpecito. Hacía tiempo que el llanto se había extinguido, pues el niño no tenía fuerzas para llorar. Kreuz le había dejado el láudano, por si la fiebre no le provocaba la muerte, que fuera el opio.
—Ten cuidado con eso. Esos aborígenes no saben nada de medicina ni de enfermedades. Mueren de todo lo que nosotros les traemos: medicamentos, enfermedades. Es un drama. ¿Quieres… quieres que me quede?
Penelope sacudió la cabeza y él se fue sin hacer ruido. Ahora estaba de cuclillas sola junto a la cama, sujetando con fuerza la botella tapada en las manos y echando de menos al doctor…
El silencio de la habitación atrajo a la muerte de madrugada. A la chita callando, llegó como si fuera un médico dispuesto a examinar a un paciente, agarró con cuidado el alma del niño y se la llevó. Nadie la vio ni la oyó. Nadie la siguió.
Cuando Penelope despertó de su sueño ligero junto al borde de la cama, el niño estaba inmóvil en sus paños.
Al día siguiente lo colocaron en la cestita del jardín y esperaron.
—Seguro que vendrá uno de ellos —dijo Elizabeth—. Yo lo haría si fuera mi… —Enmudeció.
Lachlan había salido de casa, no sin antes pedir que fumigaran de arriba abajo la maldita habitación infantil para eliminar cualquier rastro que hubiera de ese diablillo negro. Penelope no entendía del todo las prisas, a fin de cuentas en público actuaba como si fuera amigo de los negros y los presos. Sin embargo, había aprendido a no hacer preguntas, pues no era de las personas que pudieran permitirse criticar el comportamiento de un gobernador. Además, ella también tenía claro que había que limpiarlo todo después de la viruela.
—A lo mejor saben que está muerto y por eso no vienen. —Penelope tiró del paño de lino limpio que le habían puesto al difunto niño. Estaba cansada, exhausta después de una noche larga. Kreuz ya no volvió por la mañana. Probablemente también había deducido que ya no era necesaria su ayuda. Penelope se preguntaba si se habría sentido mejor de haberse presentado él.
Elizabeth y Penelope pasaron la tarde delimitando un pequeño camino por el jardín con piedras. El camino atravesaba los bancales de caléndulas dibujando suaves curvas hasta un estanque, el orgullo de Elizabeth, pues en él resplandecía ya un nenúfar después del poco tiempo que llevaban los Macquarie en Sídney. Elizabeth lo cogió y lo colocó junto al niño en la cestita. Su expresión de nostalgia daba a entender lo que estaba pensando.
—¡Señora, mire! —exclamó Penelope.
El negro había aparecido de la nada como ocurría en su momento con Apari, el amigo del pastor. Estaba de pie, en silencio e inmóvil, con la lanza en la mano derecha y la izquierda colocada tras la espalda. Las mujeres estaban todas juntas al lado de los matorrales, él era el único hombre.
—Señora, ahí están. ¿Qué hacemos ahora? —Penelope tuvo un mal presentimiento.
Elizabeth levantó la cabeza.
—Les daremos el niño y rezaremos juntos. —Tenía la cestita en la mano y se la dio al hombre negro—. Lo siento mucho —dijo en tono formal—. Lo hemos intentado todo, pero no pudimos salvar a su niño. Ha muerto. Era un niño precioso, ahora está con Dios, y nos gustaría rezar por él.
El resto de su discurso quedó tapado por un alarido, pues una de las mujeres salió de los arbustos, se abalanzó sobre Elizabeth y le arrebató la cesta de las manos. Sacó el niño muerto de los pañuelos y lo sacudió hasta que se soltó la última punta del pañuelo, luego le dio una patada a la cesta y los pañuelos como si fueran objetos peligrosos y se puso a gritar. Las otras dos mujeres salieron del bosque con sigilo y la ayudaron a examinar al niño muerto y darle la vuelta, como si quisieran ver si aún respiraba, si había un halo de vida que poder extraer.
La anciana no se quedó quieta junto a la mujer desesperada, siguió caminando hacia Elizabeth Macquarie. El brazo que tenía extendido parecía una rama rota con la que señalaba a Elizabeth, al tiempo que emitía unos sonidos parecidos al silbido de una serpiente. No paraba de emitir el mismo ruido y de acercarse a Elizabeth, que no podía dar ni un paso del susto. Penelope también estaba como clavada en el suelo mientras veía cómo la vieja bruja lanzaba maldiciones a la barriga de embarazada de Elizabeth, a cada paso pronunciaba una sola palabra hasta que llegó hasta ella y le escupió a los pies…
Elizabeth profirió un grito estridente. Luego cayó al suelo, sacudida por el llanto y convulsionando, como si la hubiera poseído un demonio. Penelope volvió en sí. Empezó a dar vueltas: los negros habían desaparecido. Salió corriendo hacia los arbustos con un grito furibundo, pero ya no había nadie, ni rastro, ni siquiera el hedor de la anciana, nada. Estaban solas en el jardín.
Elizabeth no paraba de llorar en la hierba.
—Señora, señora, todo va bien, no pasa nada, no tenga miedo, señora, querida… —Penelope se arrodilló junto a Elizabeth, la agarró con las dos manos y supo qué había ocurrido antes de que abriera la boca.
—Estoy sangrando —susurró Elizabeth.
Penelope apretó la mano de la escocesa. El mal presentimiento se había confirmado. Intentó levantar a Elizabeth con cuidado. Enseguida descartó la idea de llamar a Theresa, pues se limitaría a gritar y no sería de gran ayuda. Nadie podía ayudarla, y Bernhard, que podría ser útil, ya no tenía que regresar.
—Intente ponerse de pie, se lo ruego… inténtelo, yo la ayudo…
El rastro de sangre que Elizabeth iba dejando tras de sí no era muy llamativo, solo unas gotas.
En cuanto el chico salió de la casa en dirección al hospital, Kreuz apareció en la puerta. Redfern seguía en Parramatta y además dijo:
—Quería… quería… —Se había presentado por su cuenta y buscaba a alguien junto a la puerta.
—Es una bendición que haya venido. —Penelope había oído que llamaban a la puerta, pero Lachlan había llegado antes y había hecho pasar al médico—. Venga, ayude a mi mujer. ¡Ayúdela!
Kreuz ni siquiera tuvo tiempo de quitarse la capa, pues Lachlan lo llevó tal y como estaba por el salón hacia el dormitorio de Elizabeth, pasando junto a Theresa y Penelope, los modales ya no importaban. Elizabeth tenía el rostro pálido y sudor en la frente.
—Bernhard, qué bien que esté aquí —dijo en voz baja—. Por favor, saque a mi marido de aquí, no quisiera…
—Cariño —protestó el gobernador, pero cumplió los deseos de Elizabeth y Lachlan tuvo que esperar fuera, donde se le oía caminar nervioso de un lado a otro y colocar bien los muebles—. Elizabeth, llámame, llámame si necesitas algo —no paraba de decir.
Kreuz empezó a examinarla con toda corrección. Sus ademanes tranquilos ayudaban a las mujeres. Theresa paró de llorar, y finalmente pudieron enviarla fuera, pues de todos modos no era de gran ayuda en el lecho de la enferma.
Penelope se había arremangado y se había sentado en la cama al lado de Elizabeth. No había mucho que pensar: hizo lo que había hecho desde los primeros años de su adolescencia cuando su madre examinaba a las mujeres y las trataba: aguantaba las piernas abiertas, cambiaba los paños y apretaba la mano de la paciente cuando era necesario. Kreuz la miró un momento. Su mirada era de aprobación, pero se ahorró las palabras. Trabajaron codo con codo, en silencio y con movimientos mecánicos, Penelope colocó la pelvis de la esposa del gobernador sobre unos cojines mientras él la examinaba de nuevo y ella calmaba a Elizabeth hablando en voz baja y le explicaba qué era lo siguiente que iban a hacer.
—Eres una chica muy lista —susurró Elizabeth—. Doy gracias a Dios de que estés aquí, tengo tanto miedo…
—No le ocurrirá nada, señora. —Penelope le acarició la frente empapada en sudor con un pañuelo húmedo. No, no le ocurriría nada si el médico hacía bien su trabajo—. Tal vez tenga un poco de fiebre. La cuidaremos, señora, no tenga miedo.
Elizabeth la abrazó en silencio. Se quedaron así quietas por un momento, luego le susurró a Penelope al oído:
—Deseo tanto tener este niño…
Bernhard Kreuz le lanzó una mirada cuando Penelope se volvió a colocar en su sitio para echarle una mano. Aquella mirada era un intento de animarla, pero no pudo parar la hemorragia ni impedir que el embrión prácticamente se le escapara de las manos. Penelope le pasaba paños limpios y agua caliente, y luego vio cómo revolvía en su bolsa de instrumentos, sin hacer ruido para no asustar a Elizabeth con el ruido metálico, y cómo sacaba el instrumento que utilizaba su madre. Cerró los ojos.
Un poco de láudano mitigó los dolores de Elizabeth, que pudo soportar sin miedo que Kreuz introdujera el raspador en el vientre para extraer lo que no había salido solo. Tal y como hacía Mary, llevaba a cabo su trabajo con mucha calma y prudencia. Elizabeth soportó el procedimiento con valentía y sin quejarse. Solo la mano, que clavaba los dedos en la de Penelope, reflejaba su desesperación.
—Señora… —Kreuz sumergió las manos en el cuenco con agua caliente y se las secó con un pañuelo limpio, mientras Penelope arrugaba la sábana de lino manchada de sangre para que Elizabeth ni siquiera llegara a verla.
»Señora, ahora debe descansar unos días. Intente dormir todo lo que pueda, tendrá un poco de fiebre, me temo. El doctor Redfern y yo vendremos a verla siempre que podamos. —Se acercó a su cama—. Lo siento mucho. Me habían dicho lo de su…
—Gracias por su ayuda —le interrumpió Elizabeth. Se le notaba en la voz que no aguantaba que la compadecieran—. Aprecio mucho que haya venido tan rápido. Por favor, tranquilice a mi marido. Tengo a Penelope conmigo…
—Sí, es verdad, señora. Es una suerte…
¿Eras imaginaciones suyas o le había acariciado la espalda con la mano antes de salir de la habitación? Confusa, Penelope se inclinó sobre Elizabeth y la ayudó a colocarse bien en los cojines.
Con los paños utilizados en la mano, siguió a Kreuz hacia la puerta y fue testigo de cómo Lachlan cruzaba corriendo la habitación hacia el médico.
—¿Cómo está? ¿Ha podido hacer algo? ¿Ha podido salvarlo? Qué voy a hacer, dígame, qué voy a hacer…
—Lo siento, Excelencia —dijo Kreuz en voz baja—. Su esposa ha perdido al niño, además de mucha sangre, una cantidad preocupante. Cuídela bien.
Lachlan no admitió que nadie estuviera junto a la cama de su esposa durante todo el día, así que Penelope se vio de nuevo en el jardín, donde había sucedido todo y donde seguía estando la cesta con el nenúfar roto porque nadie había tenido tiempo de recogerla.
Pasados unos días Elizabeth se plantó delante de Penelope con un delantal de jardinera y le dio el rastrillo. La palidez hacía que el rostro pareciera más delgado, y los rizos negros también le caían un poco tristes del peinado. La trenza no le había quedado muy recta, pero la sonrisa era casi la de antes. Esperaba invitados para la cena, diez en total, y la cocinera iba dando vueltas entre lamentos por todas las instrucciones.
—¡La sirvienta está ciega como un topo! —gritó por la ventana—. ¡Últimamente me trae patatas muy sucias! ¡Y es demasiado boba para limpiarlas!
—Theresa, tú eres la cocinera, tienes que ocuparte de que la comida tenga un aspecto correcto. No soporto que responsabilices a los demás de tus errores. —Elizabeth sonaba disgustada, era evidente que la conversación se había terminado para ella, pues poco después apareció en la puerta que daba al jardín—. Tenemos que trasplantar las rosas —dijo sin rodeos.
Penelope se la quedó mirando, perpleja. Ni una palabra sobre aquellos días tan duros, ni un suspiro, solo esa sonrisa superficial. La vida también continuaba en casa del gobernador. ¡Cómo admiraba a aquella mujer!
—Este rosal aquí y ese aquí. Hacía tiempo que deberíamos haberlo hecho, necesitan un lugar soleado o se marchitarán. También he encontrado semillas de caléndulas, ahora te enseño dónde puedes plantarlas. —Elizabeth llevó a Penelope al claro reservado bajo la sombra de las acacias.
La valentía de Elizabeth le dio ánimos a Penelope para hacer algo sobre lo que llevaba mucho tiempo pensando. La aguja de tejer que el marinero le regaló aquel día era su tesoro más preciado, y la guardaba bajo su almohada. En una cesta con retales encontró unos pedazos de hilo que nadie necesitaba, y se pasó media noche uniéndolos con nudos diminutos. Cada nudo unía también partes de su vida, y pensó en su madre, el padre desconocido y el peculiar destino que los había llevado a los tres a la misma tierra y al mismo tiempo los había separado.
Tal vez estaba más cerca de su hogar de lo que pensaba, había aprendido a conformarse con las cosas. Era el primer paso para estar en situación de mirar realmente hacia delante y hacer algo. Se detuvo. Su pequeña labor de ganchillo era la mejor prueba. Cuánto tiempo había tenido miedo de hacerlo porque le traía recuerdos… y ahora le dolía la mitad de lo que esperaba.
Elizabeth sacudió la cabeza al ver el hilo anudado en su regazo.
—No somos una casa pobre —le riñó, y le puso a Penelope su cesta de labores junto a la silla de la cocina—. Puedes continuar con una condición: la primera pieza tiene que ser para mí. Luego puedes hacer lo que quieras. —Penelope puso tal cara de felicidad que Elizabeth le dio un abrazo espontáneo a su sirvienta.