Cuando los años hielen la sangre, cuando nuestros placeres pasen, flotando durante años en las alas de una paloma, el recuerdo más amado será siempre el último, nuestro monumento más dulce, el primer beso de amor.
LORD BYRON, El primer beso de amor
Al cabo de unos días, Penelope vio cómo su voluntad de sobrevivir recibía un impulso inquietante. El alguacil del distrito, un tal señor Willis, se plantó de repente delante de la puerta para exigir que la presa Penelope MacFadden lo acompañara de inmediato para acudir a un nuevo interrogatorio en la sala judicial. Fuera la esperaba el coche del juzgado: una austera caja negra que todo el mundo conocía en Londres.
La señora Hathaway lo miró irritada.
—Es nuestra sirvienta, señor Willis, ¿lo sabía? No sabía qué delito había cometido nuestra sirvienta…
—El juez Bent quiere verla, yo solo cumplo con mi deber —la interrumpió el alguacil con impaciencia, y luego sacó a Penelope de la casa—. No hay nada que discutir con estos presos, señora Hathaway. Hace dos días se escaparon dos tipos, y nadie sabe cómo pudieron liberarse de las cadenas. Le dieron una paliza al vigilante y se largaron con sus armas. El resto del grupo se quedó callado como una tumba: esos malditos irlandeses siempre se mantienen unidos. —Se colocó bien el sombrero.
—Mi sirvienta no es irlandesa, señor Willis.
—Pero sí los fugitivos, señora Hathaway. Malditos irlandeses, que el Señor los maldiga. Un día podrían plantarse en su jardín y quitarle la ropa del cuerpo. Si quiere saber mi opinión, deberían enviar a toda esa panda de irlandeses a Hobart, allí los vigilantes los tratarán como merecen. ¡Y así acabaremos con los motines y la sublevación!
La señora Hathaway cruzó los brazos sobre el pecho.
—Cabría pensar que esa pobre gente en realidad no aprenden más que maldades en su miserable isla.
—Así es —confirmó el alguacil—. Nada más que maldades. Y ni siquiera se les puede quitar la holgazanería a golpes. Pero si no los atrapamos nosotros lo harán los negros, y en ese caso no me gustaría estar en su piel.
La sala del juez se encontraba ahora en un ala lateral del nuevo hospital, al otro lado de Hyde Park, donde caballos de piernas largas daban vueltas por el césped cuidado. El señor Arthur pasaba mucho tiempo allí, aunque como «convicto» no tenía caballo propio, pero no paraba de hablar de ello, y, por supuesto, aportaba todo tipo de conocimientos sobre cómo cuidar de un buen ejemplar. Los enfermos seguían con la mirada las carreras de caballos desde las ventanas, y él estaba encantado. El ala de edificios para los enfermos, a diferencia del ala de los juzgados, aún no estaba lista, ni mucho menos. El doctor Wentworth, que dirigía la obra, tenía una gran reputación, pero el juez Ellis Bent tenía mejores contactos. Había presos por todas partes dando retoques a escaleras, golpes en la mampostería y cargando con tejas. Los rugidos de los vigilantes resonaban en el patio interior, donde esperaban montañas de piedras talladas para levantar más paredes. Había hombres extenuados en cuclillas a la sombra, los hombros delgados eran el reflejo de la escasa comida que les daban en las barracas de presos situadas en lo alto de la montaña, y los verdugones bajo las camisas agujereadas daban cuenta de sus encuentros con el látigo. Willis maldecía a los holgazanes irlandeses.
El juez Bent había conseguido que acabaran primero su ala, se rumoreaba incluso que había una apuesta entre él y el gobernador Macquarie. Si era cierto, Bent había ganado: aquel día era el primero en las nuevas instalaciones, un motivo para empezarlo con un proceso verdaderamente espectacular. Las salas de los tribunales estaban llenas. En la entrada ya se notaba un olor penetrante a cal, la puerta a la sala judicial era de color granate brillante. Penelope se colocó mejor el mantón sobre los hombros. En casa de los Hathaway no había ropa interior para el servicio porque la tela era demasiado cara, pero nadie se congelaba en la casa de piedra construida con esmero.
En aquella sala, en cambio, Penelope estaba helada. El edificio conservaba el frío, que penetraba en los huesos. Tal vez fuera intencionado para enfriar los ánimos caldeados por las discusiones o para intimidar a los delincuentes.
Dejó vagar la mirada, nerviosa. La puerta que veía borrosa parecía la garganta de un cocodrilo: insondable, profunda y oscura, llena de dientes afilados… y estaba entreabierta. Penelope tuvo que sentarse en un banco y Willis se quedó justo a su lado, como si quisiera evitar que se le escapara. Abrió un poco más la puerta por curiosidad. Desde el banco Penelope no veía nada, pero se oía mejor lo que sucedía en la sala.
—… anunciar dos indultos, promulgados por el honorable gobernador, el señor Lachlan Macquarie, eh… promulgados ayer y de los que doy fe, eh… hoy, dónde está el papel, no, no es este… —Dio un puñetazo en la mesa—. ¡Estúpido! Bueno, el primero es… un tal señor Harold Smith, cuidador de caballos al servicio del doctor D’Arcy Wentworth, indultado por buena conducta. Por favor, señor Smith. Y el señor Philipp Sainsbury, empleado del correo real, indultado también por buena conducta. Por favor, caballeros, sus documentos. ¿Saben… solo para dejarlo claro, que el indulto por parte del gobernador de la colonia de Nueva Gales… eh… del Sur puede ser revocado en cualquier momento?
—Algunos tienen suerte, ¿eh? —El señor Willis sonrió—. No he visto nunca que indulten a una mujer. Y, por supuesto, nunca a un irlandés. Siempre son ingleses trabajadores. Búscate a uno y hazle la comida, a lo mejor así llegarás a ser algo.
Penelope se contuvo y no le replicó que la colonia se habría muerto de hambre hacía tiempo de no ser por los incansables presos que trabajaban, como le había contado Pete, nacido en Anglia, pero que a veces frecuentaba a los irlandeses rebeldes.
El señor Willis la obligó a levantarse del banco y la empujó hacia delante.
—Bueno, te toca. Y rápido, que no tengo todo el día. No aproveches para perder el tiempo, acabes hoy en la horca o no. Así que ya puedes darte prisa.
Penelope entró en la sala a trompicones y nerviosa. Los señores ya estaban esperando. Las venerables sillas de roble crujieron, sus pasos sonaban huecos en el suelo de madera. Aguzó la vista y reconoció el rostro obeso del juez Bent, sus antipáticos acompañantes y el secretario. Había oyentes curiosos como el comerciante Browne de Abbotsbury, que tal vez le había echado el ojo a la propiedad sin dueño de Heynes y por tanto seguía con atención el proceso. O aquel médico de ojos bonitos… D’Arcy Wentworth. Penelope volvió la cabeza hacia él al pasar. Estaba sentado solo en su fila. Alguien le había contado que era uno de los responsables de los puestos de aduanas y de la carretera de peaje que llevaba a Parramatta, y que metía la nariz en todo lo que oliera a dinero. Además era irlandés, rico, pero irlandés al fin y al cabo. Penelope guardó en su corazón la amabilidad con la que la había tratado ese irlandés y calló.
No había vuelto a ver al médico alemán que trabajaba a las órdenes de Wentworth desde el día en que le dieron el alta y la alojaron en casa de los Hathaway, pero lo más probable era que ya no le interesara el destino de una desterrada sospechosa de asesinato. «La indiferencia es contagiosa», pensó con amargura.
Willis la colocó en un taburete que habían llevado de la sala antigua, un mueble antiquísimo que parecía haber llegado a Nueva Gales del Sur con la primera remesa de reclusos. El taburete también se tambaleaba, como si fuera un símbolo de la acusación, sobre el suelo recién colocado porque tenía las patas irregulares. A la acusada le costaba mantener el equilibrio.
—¿Quién es el siguiente? —El juez Bent rebuscó entre sus papeles y miró por encima de la montura de las gafas, que eran demasiado pequeñas para su cara y le colgaban sobre las mejillas grasientas—. Vaya…
—Penelope MacFadden, presa del Miracle, trasladada a Sídney el… —El secretario recitó de carrerilla sus datos en un tono monótono, como si fueran trapos sucios que solo se podían coger con la punta de los dedos.
Penelope ni siquiera oía bien y no notó que otra persona había tomado la palabra.
—… retomar el caso… asesino no ha sido detenido… las nuevas pruebas exigen su presencia. ¿Me ha entendido, señorita MacFadden? ¿Me está oyendo? —El juez Bent se inclinó y dio un golpe en el montón de papeles.
Penelope se obligó a mirarle. «Demuéstraselo», la voz de Carrie resonó en su cabeza.
—Aquí estoy, señoría.
—Ah, pues qué bien que esté aquí y me entienda. Ya estaba seriamente preocupado por si además de ser muda se había quedado sorda, señorita MacFadden —comentó con una media sonrisa—. Entonces ahora podemos hablar. —Hojeó de nuevo sus papeles—. Como seguramente recordará, en el asesinato de Heynes se habló de una segunda persona. La mujer que estaba sentada con usted en el pescante del coche, del coche que en el momento de su muerte era propiedad del señor… eh… James Heynes, de Double Creek. Bueno… señor Kingsley, haga pasar a la señorita Pebbles.
Aquella mañana Penelope estaba preparada para todo… excepto para Ann.
Se agarró con las dos manos al taburete para no caerse otra vez cuando se abriera la puerta granate y los empleados del juzgado empujaran hacia la sala a la mujer a la que la policía de Sídney llevaba buscando desde hacía meses. Se oyó un rumor en la sala. Ahí estaba la mujer que se había esfumado, que había evitado a soplones y a los empleados judiciales, que parecía que se la hubiera tragado la tierra, vestida con unos harapos malolientes que solo cubrían lo necesario de su desmejorado cuerpo de mujer. El pelo le caía en mechones mugrientos más allá de los hombros, con la andrajosa cofia rígida en la cabeza, y si uno se fijaba se veían piojos en el inicio de la cabellera.
Sus señorías buscaron otros puntos donde fijar la vista en la sala —sus papeles, las uñas, las puntas de los zapatos— con tal de no tener que mirar a esa lamentable criatura. Los espectadores, en cambio, se inclinaron hacia delante para verlo todo mejor y grabarlo en la memoria y luego tener algo que contar, pues todo el mundo preguntaría qué aspecto tenía la delincuente. El crimen unía en cierto modo a todos los habitantes de Sídney, pero existía el impulso de mirarlo de frente siempre que había oportunidad. El redactor de la gaceta de Sídney se movió hasta el borde de su silla sin parar de mordisquear inquieto su lápiz. Era de suponer que su lenguaje pomposo no alcanzaba a describir la figura que había aparecido y el hedor que emanaba en la sala judicial.
—Así que es ella, la señorita Ann Pebbles. —El juez Bent prácticamente escupió el nombre. La mancha de humedad se extendió en el pergamino y limpió el escupitajo con la manga, distraído. Las plumas acabaron en la tinta fresca de su firma, como si quisiera salir volando—. Señorita Pebbles… —Bent ni siquiera dejó que el secretario tomara la palabra primero, pues tenía la necesidad urgente de deshacerse de esa persona junto con su documentación manchada—. La señorita Pebbles se creyó muy lista y se fue de Nueva Gales del Sur porque pensaba que no la íbamos a buscar en Hobart.
Se oyó un grito en la sala. ¡Hobart! Ese horrible lugar en la tierra de Van Diemen, la isla ubicada al otro lado del pasaje de Sídney donde solo llevaban a los que habían cometido delitos graves, aquellos a los que en Inglaterra les habían colgado del cuello la cadena «perpetua» o que habían incurrido de nuevo en un delito en Nueva Gales del Sur y necesitaban un trato distinto. Ladrones y asesinos que probaban que los indultos y las liberaciones destinadas a propiciar la integración social no eran adecuados para todos los reclusos. Y que no podía salir nada bueno cuando, por así decirlo, se dejaba correr libres por ahí a los delincuentes. «Pero, entonces, ¿dónde los meten?», preguntaban los colonos de ánimo más relajado. Delante tenían el mar, detrás la selva… ¿adónde iba a huir nadie allí? ¿Para qué encerrar a aquella gente? Para que no hicieran lo que hacían en Inglaterra, sostenían los defensores de la línea dura. Robar, estafar, matar. Por tanto, Hobart, en la tierra de Van Diemen, era un lugar donde se establecía una doble cadena imaginaria, provista de un candado especialmente pesado. Hobart también era el sitio donde enviaban a los vigilantes sin escrúpulos y donde solo sobrevivían los más fuertes. Era incomprensible, pero allí también había colonos libres cuya codicia de tierra era mayor que el miedo a los peligrosos presos que realizaban trabajos forzados y que les adjudicaba la administración de la colonia.
—La señorita Pebbles no contaba con que en Hobart se fijan más cuando una prostituta ofrece su trasero a los oficiales de su Majestad el Rey. Uno de ellos la reconoció, damas y caballeros. Así que, señorita Pebbles, cuidado con el trasero. —El juez se aclaró la garganta mientras alguien soltaba una risita.
Entre los aspavientos del público, Bent expuso la historia de Ann Pebbles, que había llegado a Hobart como polizona a bordo de un barco comercial, allí desapareció en un burdel para meses después ser atrapada de nuevo como polizona en un velero a la India, que tuvo que atracar de improviso en Sídney porque habían descubierto una fuga. En su momento la fugitiva no solo había vuelto locos a infinidad de hombres en Hobart, sino que también les birló su dinero con el objetivo… ¡de abrir un burdel en la licenciosa India!, según dijo Bent inclinándose hacia ella por encima de la mesa.
Ann se rio de él. Su boca desdentada tenía varias heridas por el escorbuto, de los labios hinchados colgaban costras de sangre, la mejilla izquierda lucía azulada, seguramente había opuesto resistencia a su detención. Su risa tenía algo burdo, Penelope no la recordaba así. Todo en aquella mujer le resultaba ajeno. Ann había probado el lado oscuro de la vida, y Penelope no quería tener nada que ver con él.
—¿Qué tiene que objetar a un burdel, señoría? —preguntó Ann. Tuvieron que prestar mucha atención, pues arrastraba las palabras—. Mientras usted y los que son como usted paguen por sus servicios, es un negocio como otro cualquiera.
—Eso es… —se enojó el vocal del juez—. ¡Es una desfachatez! ¡Cierra esa sucia boca!
—Aquí no estamos hablando de burdeles —afirmó Bent—. Señorita Pebbles, la extensión de la pena sería discutible… si no estuviera además el asunto de Double Creek.
El juez clavó su mirada en ella. Ann le correspondió, insolente y desvergonzada. No quedaba claro si aquellas palabras le asustaban o si ya contaba con todo aquello. La auténtica desesperación hacía que una persona se volviera muy fría. Penelope ya no reconocía a su antigua amiga. Ann parecía haberse convertido en una bruja.
—¿Qué quiere de mí, juez? —preguntó Ann, impertinente—. ¿No tiene bastantes pruebas contra mí? ¿Es que ese… —señaló con la mano mugrienta al redactor de la gaceta— no tiene suficiente para su artículo?
Bent buscó un pañuelo, pues le caía sudor por la frente. No eran ni las doce y el calor ya penetraba sin piedad por las hendiduras de las ventanas. El empleado del juzgado se había olvidado de llenar las garrafas de agua. Aún le quedaban dos años de condena por cumplir y por lo visto había dejado de esforzarse por conseguir ser liberado, ya no llevaba a cabo servicios adicionales sin que se lo exigieran. El rostro de Bent reflejaba claramente su enfado.
—He hecho que la trajeran aquí, señorita Pebbles —empezó de nuevo Ellis Bent—, para aclarar las circunstancias de aquel accidente en el puesto de aduanas de Sídney. Y lo que ocurrió antes, sobre todo eso. —Se aclaró la garganta—. En su última declaración, la señorita MacFadden afirmó que iba con usted en el pescante del coche propiedad de James Heynes y que… bueno, eso no importa… estuvieron aquella noche en su finca de Double Creek, ¡la noche en que terminó su vida de una forma abominable!
Los oyentes contenían la respiración a la espera de lo que estuviera por llegar, sin apartar la vista de aquella mujer harapienta… Bent aprovechó el silencio para darle énfasis a su voz.
—¿Era esta la mujer con la que estaba? ¿Era ella, señorita MacFadden? —bramó. Penelope asintió en silencio, cohibida—. Entonces, ¿robaron juntas el coche?
—¡No! —gritó—. ¡No lo robamos!
—¡Robaron el coche después de matar y robar al señor Heynes en su propiedad!
—¡No!
La luz en la sala era cada vez más gris. De repente Penelope imaginó la horca: fue como si estuviera allí suspendida y sustituyera todos los colores de la sala.
—¿Quién de las dos mató al señor Heynes? —gritó el juez.
Parecía que las paredes temblaran, los espectadores apenas se movían del sitio. La gaceta de Sídney tendría que imprimir una página más.
Penelope levantó la cabeza. Ann se encontraba al otro lado de la sala, demasiado lejos para poder distinguir de verdad sus rasgos, pero sus miradas se cruzaron. Sus ojos lo decían todo: el recuerdo de los buenos momentos, de los ratos dulces y melancólicos, las risas, la diversión. Historias sobre el amor y una mentira que salió a la luz de una manera horrible.
—Ella no lo hizo. —La voz de Ann planeó por la sala como si fuera un papel en blanco—. Ella no lo mató… fui yo.
Se armó un revuelo alrededor y la sala se llenó de gritos furiosos, pero su mirada parecía más viva. Bent se levantó de un salto y agitó el martillo en el aire de forma muy poco digna; entonces Ann levantó la mano y al parecer la gente le tenía más miedo a ella que al martillo, porque el griterío se extinguió.
—Yo maté a James Heynes cuando estaba tumbado, herido en su maldito sofá y aún tenía fuerzas para atormentarme. Podría haberle ayudado, pero lo maté. Y tuvo que mirarme a los ojos cuando lo hice. Me miró mientras exhalaba su último suspiro. Pagó por todas las humillaciones, por cada golpe y bofetada, por cada noche que tuve que dormir a la intemperie, por cada día en el que no me dio nada de comer, por cada mala palabra. Penny no tiene la culpa. —Respiró hondo—. Fui yo, y sé que moriré por ello.
Cuando Penelope volvió a ver a Ann, estaba en la horca. Tampoco tuvo mucho tiempo para pensar en las horas que pasó en la sala. Tras el veredicto de culpabilidad, Ellis Bent fijó la ejecución para dos días después para que la colonia se deshiciera de esa persona y la gaceta de Sídney tuviera tiempo suficiente para publicar una edición especial.
Aquella mañana había acudido bastante gente: al fin y al cabo no era muy frecuente ver a mujeres balanceándose en la soga, y por supuesto sentían curiosidad, pues la historia de la mujer desdentada había corrido por la ciudad como la pólvora. La gente que había oído su discurso en la sala era asediada y tenía que contarlo una y otra vez. Al final Ann Pebbles había lanzado salvajes imprecaciones, escupido sangre y les había deseado lo peor al juez y su colonia.
«¡Los guardas no podían hacer nada!», gritaba uno. «¡Gritaba de tal manera que los cristales de las ventanas temblaban!» «¡Los cristales se rompieron!», exclamó un tercero.
—¡Tan cierto como que estoy aquí! Era un peligro —dijo el señor Edmond delante del horno del pan—. Si quieren saber mi opinión, es una bruja, y no deberían ahorcarla, sino quemarla como en los viejos tiempos…
—Quemarla, sí —susurró su mujer.
Las señoras instaban a sus hijas a acelerar el paso para que no siguieran oyendo. Las que hacía años que habían cumplido su condena y ahora podían denominarse «libres» tampoco querían saber nada de esa escoria. Se alegraban de que el juez Bent se hubiera mostrado tan perseverante y que el gobernador estuviera de acuerdo en ejecutar tan rápido una sentencia justa.
—… escandaloso, amor mío. Tendrías que haber visto a esa escoria desmejorada y lamentable, cómo se abalanzó sobre el pobre Bent y lo agarró del cuello, ¡no podían separarla de él! ¡Lo juro, lo habría matado de un mordisco con sus colmillos afilados!
Había llegado el día de la revancha, y el sol brillaba con rabia en el cielo. Si le hubieran puesto leña, habría encendido la hoguera para la delincuente. Pero solo quedaba la horca, y la madera brillaba prometedora bajo la luz vespertina. La soga, anudada con pericia, colgaba lánguida al viento, como si saludara a la figura desharrapada que era llevada por dos asistentes hacia la estructura.
—Es horrible —le susurró Carrie a Penelope con gesto adusto—, tiene un aspecto espantoso. ¿Siempre fue así? Ya no me acuerdo.
—No, no siempre —murmuró Penelope, que no podía apartar la vista de la soga—. Hubo un tiempo en que era una chica guapa… Vestida con su camisón de encaje de color rosa, siempre de buen humor pese a sus atormentadores…
—¿La conocías mucho? Yo no la había visto nunca en el barco.
—Estaba en los camarotes de los oficiales.
—Ah. —Carrie puso cara de asombro. Una mujer espabilada habría conseguido un pase de liberación o llegar a tierra como esposa de un oficial, y Ann, en cambio, se encontraba bajo la horca—. Entonces algo hizo mal —murmuró.
Otros dos asistentes comprobaron la cuerda, luego subieron a Ann por los peldaños.
—En Londres estuve en algunas ejecuciones, pero aquí es diferente —susurró Carrie. Acercó el brazo a Penelope y la arrastró más adelante, desde donde se veía mejor. Tras la estructura habían tomado asiento en la tribuna algunos ciudadanos honorables—. Mira, el gobernador Macquarie ha traído hasta a su mujer. Elizabeth Macquarie es una dama elegante —comentó—, cuida mucho de las reclusas, según dicen. Si tu patrón te pega, puedes acudir a ella. —Por lo visto Carrie había olvidado que Penelope ya había disfrutado de su amistad, pues Elizabeth había impedido que acabara en la fábrica.
Para Ann cualquier muestra de cariño llegaba tarde. Desde su sitio Penelope no podía verle bien los rasgos de la cara, pero se veía con claridad que caminaba erguida y mantenía recto el cuello, donde el verdugo le estaba colocando la soga. Bent insistió en leer él mismo la condena. Realmente debía de tenerle manía a esa mujer.
—Normalmente envía a un representante —susurró alguien a su lado. Ann Pebbles iba a ser ahorcada por un crimen de tal magnitud que era imposible contar la condena en años de prisión, y quería anunciarlo él.
—¡Esta mujer se ha declarado culpable de tres tipos de delitos! —exclamó Bent, al tiempo que sujetaba su papel en alto—. El insidioso asesinato de James Heynes. ¡En segundo lugar, haber viajado sin salvoconducto en un coche robado que al final provocó un accidente terrible que estuvo a punto de costarles la vida a tres damas! Y el robo de monedas, cucharas de plata, gemas, eh… y todo lo que hemos encontrado. La sentencia será ejecutada en la soga, en la que deberá ser ahorcada hasta que encuentre la muerte. ¡Cumpla con su obligación!
Agitó el papel con impaciencia hacia el verdugo. El hombre le susurró unas palabras al oído. Con el acaloramiento de aplicar la sentencia justa a la delincuente, Bent había olvidado por completo concederle una última palabra. El público estaba inquieto. Las últimas palabras, sí, faltaban. La gente quería oír algo conmovedor.
—¡Está bien, diga lo que tenga que decir! —rugió Bent.
—Gracias, señor juez. —Ann sonrió, fatigada. Se acercó al borde de la estructura—. Mi amiga está aquí entre vosotros. Quería decirte algo, Penny. —Buscó un poco entre los espectadores hasta que clavó su mirada en Penelope—. Así que has venido. Querida Penny, nos hemos divertido mucho juntas, hasta el final. ¡Maldita sea, nos lo pasábamos bien! ¡Ojalá los hombres supieran lo guapa que eres! —Con las manos encadenadas le envió un beso.
La indignación se apoderó del público, se oyeron gritos de que había que tapar la boca a esa maleducada, que no querían oír esas cosas. ¿Nada de lágrimas? ¿Ni de oraciones?
El verdugo la apartó.
—Ya basta, prostituta, ya basta de cháchara.
Ann levantó las manos.
—Solo una cosa más, permítemelo. A ti te queda mucho tiempo para hablar, a mí ya no. Mi amiga tiene que saber otra cosa. —Se dio la vuelta de nuevo—. Penny, deja que te diga una cosa: tú nunca te convertirías en alguien como yo. Nunca has sido una delincuente. Dios sabe cómo fuiste a parar a aquel barco, así que Dios debería salvarte, maldita sea. Podrías haberme delatado y no lo hiciste. Penelope MacFadden, no eres una delincuente. Que lo oiga todo el mundo. No eres una delincuente ni una traidora, ¡eres una buena persona! ¿Sabes? —Ann avanzó hasta el borde de la tarima—. Eres como una vela pequeña que tiembla ante cada soplo de viento pero que nunca se apaga. —Ladeó la cabeza y sonrió con cariño—. Penny MacFadden, deberías estar en la mesita de noche de alguien para iluminarle la noche.
Luego Ann fue ahorcada. No se resistió: ni cuando le pusieron el saco en la cabeza ni cuando el taburete estuvo a punto de volcar antes de tiempo porque había perdido el equilibrio. No dijo ninguna oración, ni siquiera cuando el cura entonó un salmo. Dios nunca había estado a su lado, ¿para qué iba a recurrir a Él ahora? Enfrente Elizabeth Macquarie apartó el delicado rostro cuando el taburete se volcó y la soga se estiró bajo el peso del cuerpo que caía. La cuerda se contrajo dos veces, luego se quedó quieta del todo.
El espacio de delante de la horca se vació poco después. Poco a poco fue aumentando el calor. Penelope notó que no se encontraba bien.
—Vamos, levántate. Ya ha pasado. Penny, vamos, levántate, vámonos… —Carrie le daba suaves golpes en las mejillas—. Abre los ojos, Penny. Vámonos a casa.
Penelope no se había dado cuenta de que se había desmayado. Notaba en el oído el ruido de una cascada cayendo y le dolía la cabeza. Los nuevos adoquines de Sídney no eran lo más adecuado para una caída. Carrie no había llegado a tiempo de agarrarla. A Ann no le habría gustado que se quedara allí como una persona débil. Ann se habría reído de eso. Pero antes de que Penelope pudiera levantarse, alguien a su lado la sujetó y le colocó con cuidado el brazo debajo de la cabeza.
—¡Dios mío, Penelope! —Bernhard Kreuz se arrodilló a su lado. Lo notaba tímido y nada seguro, incluso le temblaban los dedos. Había engordado, los ojos parecían cansados. Ella lo recordaba del barco sin una edad definida, tal vez porque allí representaba lo único bueno y noble; en aquel momento comprendió que ya no estaba en la flor de la juventud. No obstante, la preocupación en su rostro era intensa, y los ojos la miraban turbados.
»Deja que te ayude a levantarte… —Por algún motivo, el trato familiar ya no sonaba adecuado ahora que llevaba ropa de servicio decente. Los dos lo notaron, y él se sintió aún más cohibido.
—Estoy bien, solo he tropezado —susurró Penelope, que buscó a tientas a Carrie.
Sin embargo, su amiga le empujó la mano con cuidado hacia el médico. «Lo estás haciendo bien», decía el brillo de sus ojos.
—¡Vamos! —le susurró al oído—. ¡Deja que te acompañe a casa!
Ayudó al médico a poner en pie a Penelope y tuvo cuidado de que la agarrara por debajo de los brazos y tuviera que cogerla por la cintura. Cuando la llevó por la calle pasando junto al hipódromo, donde los jinetes continuaban su entrenamiento, interrumpido durante la ejecución, Carrie empujó aún más a Penelope hacia el médico.
Tras ellos, Ann seguía ahí colgada porque los mozos del juzgado estaban compartiendo una jarra de ron antes de que el carro la llevara a la fosa de los ahorcados junto al cementerio. No había prisa, aún quedaba mucho día por delante. Estaban acomodados con la lata en la tarima, y uno sacó el dado de la bolsa.
Bernhard Kreuz volvió tras el día de la ejecución y preguntó por su salud. La señora Hathaway se quedó con ellos, por supuesto. La conversación pasó enseguida del intercambio de fórmulas de cortesía a la salud de los niños y un nuevo tratamiento revolucionario de la vieja patria.
—El doctor Redfern querría aplicar lo antes posible las vacunas en la colonia —dijo, pensativo—. Sobre todo en los orfanatos tienen que ocuparse de que todos los niños se las pongan. En esas casas se propagan las enfermedades aún más rápido que en las pequeñas familias.
A la señora Hathaway le encantó la idea, pero probablemente aún más que se lo confiara.
—¡Es usted muy listo, doctor! Un tesoro para nuestra colonia. Seguro que la señora Macquarie le dará todo su apoyo, siempre ha mostrado un gran interés en los orfanatos…
—¿Va a menudo al orfanato, doctor Kreuz? —A Penelope le costó reunir todas sus fuerzas para interrumpir la conversación con esa pregunta, y la señora Hathaway no dudó en enviarla a la cocina de inmediato por su insolencia. Kreuz ni siquiera tuvo ocasión de despedirse con un gesto.
Lo que Penelope se llevó de aquel breve encuentro no fue la descripción de los instrumentos y cómo se puede ayudar mejor a los niños, sino su mirada suave y un poco lastimera cuando la echaron, pese a ser el motivo de la visita de Kreuz. Sin embargo, en la colonia de presos de Nueva Gales del Sur nadie visitaba a una mujer vestida de marrón.
No pensar en Ann formaba parte de su estrategia de supervivencia. Ni en los momentos que habían compartido ni en el miedo ni en aquella noche en la que les cambió la vida. Ni mucho menos en el día en el que sus caminos se separaron definitivamente.
Carrie y ella no hablaron más de la ejecución aquel día, ni de que una de ellas ya nunca regresaría: la muerte no era una ausencia enigmática, rompía la tranquilidad que se habían creado. La vida transcurría por caminos tranquilos. La embelesaba entre las mañanas frescas y las noches sofocantes, le daba trabajo y una existencia protegida en un hogar burgués.
Durante las semanas siguientes, Carrie se tomó muy en serio la idea de aprovechar todo lo que se le ofreciera. El señor Arthur la volvió a besar, y esta vez fue necesario salir del pasillo para no despertar a toda la casa. Penelope los oyó en el desván de la ropa a través de una pared fina que no estaba ni a tres pasos de su cama. Oyó cómo Carrie le daba largas, recatada, y luego lo hacía gemir aún más fuerte cuando se levantó la falda y le dejó poseer su espléndido trasero porque le gustaba hacerlo por detrás. Por los ruidos se deducía que él lo hacía de todas las maneras imaginables y sobre todo era incansable. Parecía que el señor Arthur sabía de mujeres. Penelope se apretó la almohada contra los oídos.
Mary se había preguntado durante semanas si había acertado al golpear al alguacil y salir huyendo. No había testigos. Le había dado en el punto justo de la cabeza para que se desplomara en el acto. Atravesó los jardines hacia el puerto y allí estaba sentada, en la trastienda de una lúgubre tasca, mezclando ungüentos para marineros que recelaban del hospital y para las prostitutas que sufrían por no estar lo bastante húmedas para sus clientes. También conocía remedios para los granos de pus, las fisuras, el picor y los abscesos de la sífilis, y el propietario de la taberna, un chino gordo y tuerto, se embolsaba el dinero del tratamiento. Delante de sus clientes alardeaba de haber encontrado a una auténtica curandera. Mary podía dormir junto a la chimenea, y como él le había comunicado al magistrado que tenía una nueva trabajadora, recibía incluso alimentos para ella y no se moría de hambre.
No obstante, su situación no era más fácil. El puerto se encontraba a un buen trecho de la casa elegante donde sabía que estaba su hija, y a Hua-Fei no le gustaba que las trabajadoras vagaran por ahí, así que tampoco le daba un salvoconducto. Mary estaba presa en la trastienda, vigilada por un sádico de ojos rasgados que golpeaba a gatos y perros y le lanzaba los cadáveres para que los utilizara. Por encima de todo, sabía que no tendría miramientos si llevaba a cabo un intento de fuga.
—¿También puedes eliminar barrigas? —preguntó Hua-Fei un día mientras comían. Paseaba la mirada por el cuerpo escuálido de Mary con el mismo deseo con el que observaba a las chicas jóvenes.
—No —contestó Mary.
—Pero sabes hacerlo, ¿verdad? —Hua-Fei deslizó su mano grasienta por la espalda de Mary. Hacía tiempo que la habría tumbado en su cama si ella no lo hubiera mantenido a raya con su mirada. Sabía que le daba miedo su mirada furiosa, y hacía todo lo posible para que siguiera siendo así—. Tengo el presentimiento de que sabes hacerlo. Eso nos daría mucho dinero, lo propagaríamos entre las prostitutas, que podrían venir aquí.
—¡No! —le increpó ella—. ¡No haré eso! ¡Búscate a otra para eso!
La panza grasienta se balanceó de un lado a otro cuando se rio y le retiró el plato medio lleno.
—Lo harás, mujer. Eliminarás barrigas para mí, y ganaremos mucho dinero con eso.
Por primera vez contempló la idea de huir.
Octubre llegaba a su fin, y el sol de Nueva Gales del Sur empezaba a abrasar la tierra. La gente hablaba del verano más cálido de todos los tiempos, seco como un desierto.
—Todos los años se quejan —afirmó el señor Arthur, aburrido—. Se lamentan y quieren que llegue la lluvia inglesa que en Inglaterra maldecían. La gente nunca está contenta con lo que tiene.
Penelope pensaba que él, en cambio, estaba muy satisfecho. Lo único que le faltaba para que su felicidad fuera perfecta no era la lluvia inglesa, sino el perdón del gobernador. Lachlan Macquarie tenía fama de ser generoso con los indultos, pero por lo visto Arthur Hathaway siempre dejaba pasar su bondad. Penelope pensaba que el trabajo en la secretaría de Crossley podía ser la clave para el perdón. A veces se oía que no siempre se tomaba en serio sus funciones allí, pero no se atrevía a preguntárselo a Carrie. Desde que habían aumentado sus encuentros secretos en el desván de la ropa, su amiga se acariciaba satisfecha los pechos hinchados tras una noche de amor y alardeaba de que el brote iba creciendo.
Arthur Hathaway gozaba de una situación perfecta. Recibieron la noticia de que el capitán Hathaway regresaría con el siguiente barco en invierno, y su posición en el hogar de los Hathaway permanecía incontestada. Además, por fin consiguió llamar la atención del gobernador.
La carrera de caballos anual había puesto en pie a medio Sídney, algo que con semejante calor era toda una proeza. Sin embargo, se arriesgaban a llevar ropa empapada y marcas de sudor con tal de ser vistos. Llegaron de todos los rincones de la provincia, también del pie de las Montañas Azules, donde rara vez se veía a gente civilizada; como los encadenados no avanzaban en la construcción de la carretera, habían llegado colonos libres para vivir el día más grande del año en la colonia.
El doctor D’Arcy Wentworth explicaba a todo el mundo con cara de ilusión, casi juvenil, que a él le gustaría montar si no le doliera tanto la rodilla. Le dejaban contar su historia, pues a fin de cuentas todo el mundo sabía el cariño que le tenía a su joven jinete. Realmente entendía de montar a caballo, según decían los caballeros, divertidos, que pensaban si la señora Wentworth también sabía tanto.
La señora Hathaway se abanicó mientras sacudía la cabeza y le puso a Elsa la gorra sobre las orejas para que no oyera todo lo que hablaban. Como ninguno de los cuatro niños, extremadamente enérgicos, había querido quedarse en casa, no era suficiente con una niñera, así que habían sacado una bata de color azul cielo para Penelope del armario y la habían colocado al lado de Carrie para ayudar.
Por primera vez en su vida, Penelope se encontraba en un entorno en el que era fácil olvidar que aquella colonia estaba construida sobre las espaldas de presos. Con los años Nueva Gales del Sur había atraído a una gran cantidad de ciudadanos libres de Inglaterra con la perspectiva de lograr una vida de bienestar: allí se mezclaban entre los miembros del gobierno colonial, del cuerpo de oficiales y unos cuantos que tras cumplir su condena habían logrado prestigio y riqueza. Era una mezcla muy peculiar, impensable para las circunstancias en Londres, como la señora Blaxland afirmaba con orgullo ante todos los que la rodeaban.
—Aquí, en Nueva Gales del Sur vamos acorde con nuestra época: ¡la antigua nobleza está muerta! —La señora Blaxland era la esposa de uno de los hombres más ricos de Sídney, y sus comentarios heréticos recibían sonrisas educadas, pues al fin y al cabo solo era una mujer.
Penelope ni siquiera sabía dónde mirar primero. La suntuosidad de los vestidos y uniformes era impresionante, el aroma a fuerte perfume y polvos llenaba el aire. El encaje de los delicados parasoles susurraba, y algunas damas hacían girar juguetonas la sombrilla sobre el hombro para llamar la atención.
El señor Arthur paseaba por las gradas, saludando a este y a aquel, todos clientes a los que había recibido en el despacho del abogado, y mantenía una breve charla con los más importantes. Sabía exactamente de quién era cada caballo, en qué carrera corrían y cuánto se podía apostar por ellos. Sabía el pedigrí y cuándo había llegado cada caballo a la colonia y en qué barco. Carrie seguía todos sus pasos.
—¿No es maravilloso? —susurró ilusionada—. ¿No te parece un auténtico caballero?
Penelope no sabía nada de auténticos caballeros, solo veía que iba mejor vestido que la mayoría pero que su conducta era más afectada y por tanto perdía credibilidad. Era muy distinto del jefe del departamento médico del hospital. O de su asistente alemán, al que vio muy cerca bajo un parasol. Bernhard Kreuz sufría con el calor australiano más que los demás, pero lo llevaba con la mayor entereza posible, como se soportaba el calor en una guerra. Y la gente que más sabía de él decía que sabía de guerras. Cruzó su mirada con la de Penelope y le hizo un gesto tímido. Ella se sonrojó.
El gobernador y su esposa habían ocupado sus asientos muy cerca, y los invitados los imitaron. A Lachlan Macquarie le encantaba sentarse entre la gente. Su asiento y el de su esposa tenían las mejores vistas de la carrera en la primera fila, y detrás se habían reunido los oficiales del 73.º Regimiento. El servicio correteaba por todas partes con bandejas, servía bebidas frías y repartía las listas de los primeros caballos. Se les oía relinchar y los gritos de los amos a los mozos de cuadra, polainas, riendas, cepillo. Olía a heces de caballo cuando un mozo no era lo bastante rápido para recogerlas. Macquarie quería que reinara el máximo orden y limpieza en el hipódromo. Estaba enfrascado en una conversación con Wentworth, cuya nueva adquisición, un semental negro como el carbón de cabeza elegante y ojos brillantes, había llegado en el último barco procedente de la India y lo había recogido en tan buen estado del viaje que ya podía ir a la salida.
—Eso querríamos tener, un caballo negro, uno como el que tiene el doctor —dijo John, y Penelope tuvo que arreglárselas como pudo para que el niño se quedara en su sitio, lo que le costó una mirada de reprobación de la patrona.
—Elizabeth debería comer más. —La señora Blaxland examinó a la esposa del gobernador con sus gemelos—. Su constitución no es suficiente para este país. Mire lo delgada que está.
Penelope siguió el dedo de la esposa del comerciante para ver por lo menos por detrás a la señora Macquarie. El vestido de seda era blanco como la nieve y del estilo imperial que estaba de moda, envolvía una figura muy esbelta y el mantón fino apenas disimulaba los hombros huesudos. Unos graciosos agujeritos redondos alrededor del cuello resaltaban un cuello arqueado como el de un cisne y una barbilla pequeña pero enérgica. La señora Macquarie era muy guapa. Siempre que la veía, Penelope no se cansaba de mirarla.
—Elizabeth siempre se preocupa por todo menos de sí misma. Macquarie tendría que cuidarla más, y en cambio no pone ningún reparo en que lo acompañe en todos sus viajes agotadores, en vez de descansar en casa en el sofá. —La señora Hathaway sacudió la cabeza.
Penelope pensaba que la esposa del gobernador no tenía aspecto en absoluto de pasar ni una sola hora en el sofá. Ninguna mujer de la colonia se parecía a la holgazana de la señorita Rose. La colonia exigía que las mujeres hicieran algo, no les regalaba nada. Aun así, les encantaba parlotear de moda.
—Su nuevo vestido es muy bonito. He oído que la tela es de París.
—¡Qué suerte! Desde luego, ese desalmado de Napoleón no le ha hecho ningún favor al mercado de la moda: han bloqueado los mares sin más y nos han dejado aquí con nuestros viejos harapos.
El bloqueo continental fue un duro golpe para Nueva Gales del Sur, y todos los barcos procedentes de la patria eran ovacionados porque sabían que no todos, ni mucho menos, conseguían burlar el bloqueo. Para la señora Blaxland los barcos eran su pasión, tenía fama de ser la esposa más dispendiosa de la colonia, y hacía alarde de ello. En todo caso llevaba el sombrero más llamativo, una creación de paja decorada con flores y tul que con cada movimiento se tambaleaba un poco en su cabeza.
Penelope rodeó con el brazo a John, que casi había conseguido escaparse para estar más cerca de los caballos. Como ningún caballo pertenecía al hogar de los Hathaway, aquellos elegantes animales le provocaban una gran fascinación.
—¡Mira el marrón, qué piernas más largas, saldrá volando cuando eche a correr! ¡Y el negro de al lado es el caballo del doctor Wentworth! Viene de la India, y si le pones una yegua delante tendrás un potro. ¡Mamá, quiero un potro! ¿Cuándo podremos tener un potro? ¿Papá me traerá uno de Inglaterra? —Sus gritos provocaron algunas miradas divertidas, luego sonó el disparo de salida. Los espectadores saltaron de sus asientos. ¡Había empezado la carrera!
Los caballos pasaron veloces como sombras oscuras por el césped, sin que las piernas tocaran apenas el suelo. En la salida esperaban diez caballos con impaciencia. Ahora corrían todos, como un enérgico pelotón lleno de sed de victoria, velocidad y elegancia. Penelope forzó la vista y vio borrosos a los jinetes, que levantaban los brazos para conseguir más de los caballos con sus azotes. El grupo se acercaba a los espectadores, el suelo retumbaba bajo los cascos cuando uno de los caballos se separó del grupo y salió desbocado en zigzag por el césped. El jinete salió despedido de la silla dibujando una parábola, y el pie quedó colgando del estribo. Los espectadores soltaron un grito porque el caballo se acercaba corriendo hacia la tribuna sin jinete que lo frenara.
Lachlan Macquarie se levantó de su asiento, llamó a los mozos de cuadra, nunca los encontraba cuando se necesitaban. El caballo siguió corriendo, arrastrando al jinete, que gemía de dolor, y antes de llegar a la primera fila de asientos, donde estaba Elizabeth Macquarie sentada sola, Arthur Hathaway dio un salto y se interpuso en su camino arriesgando su vida. Levantó los dos brazos de manera que el caballo estuvo a punto de caer, se encabritó y casi le dio en la cabeza con el casco. Pero no lo hizo. Un paso por detrás estaba sentada Elizabeth Macquarie, desmayada.
—¡Sooo! —se oyó el grito de Arthur en todo el hipódromo—. ¡Sooo!
Arthur llevaba su nuevo apodo con orgullo. Los oficiales, que no habían sido lo bastante rápidos porque estaban medio dormidos por el aburrimiento que les provocaba la carrera de caballos si no tenía lugar en el Newmarket de su patria inglesa, le llamaban «Arhur So». El sobrenombre se extendió en Sídney como un reguero de pólvora, y Penelope pensó que la nueva sonrisa que lucía en el rostro le hacía parecer más grande de lo que en realidad era.
—Arthur es grande —insistió Carrie—. No tienes ni idea… —Sonrió con picardía.
—Se ha hecho grande a sí mismo —opinó John—. De lo contrario no habría parado al caballo. Si uno quiere impresionar a un caballo hay que hacerse grande.
—Yo sé dónde es grande. —Elsa levantó las cejas—. Carrie lo ha tenido en la mano, arriba, en el desván. Os puedo enseñar dónde es grande.
Elsa se fue a dormir sin cenar por aquel comentario, y sus lloros de rabia llenaron la noche.
Al día siguiente Arthur So llegó a la casa antes de lo habitual, y por la manera de abrir la puerta Penelope supo que había ocurrido algo importante. ¿Un barco en el puerto? ¿El capitán estaba en camino? Dejó a un lado sus remiendos.
—El gobernador me ha notificado mi indulto. He recibido el perdón, ¡soy un hombre libre! —Agitaba un papel en la mano, abrazó a su hermana, a Carrie y a la cocinera y también estrechó a Penelope contra su pecho para darle un beso en la boca como si tuvieran esa confianza.
Penelope se zafó de sus brazos tosiendo y se le quedó mirando, pero él ya se estaba pavoneando, sujetando el documento delante como un estandarte para enseñárselo a Sídney y al mundo entero…
—¡Un hombre libre! —susurró Carrie, entusiasmada. Le brillaban los ojos.
El señor Wilkes, el sastre de Georges Street, había trabajado mucho. Así, en solo dos semanas Arthur So pudo tener un armario completamente nuevo con pantalones negros, calcetines de color amarillo claro y un chaleco de seda de color verde manzana, como correspondía a un caballero. La casa de los Hathaway se había liberado de una deshonra: ya no vivía ningún preso bajo su techo, y Pete tuvo que cortar enseguida el seto del árbol del té para que en el jardín se viera cómo ponía orden el cabeza de familia, ahora soberano, hasta el regreso del capitán. Arthur So siempre tenía un puro en la boca, como cualquier caballero elegante. A Penelope le parecía gracioso. No paraba de pavonearse como un galán, aunque lamentablemente le faltaban las damas, y aún quedaba mucho para la temporada de bailes de Navidad.
Arthur So, muy a pesar del abogado Crossley, pues no era de gran ayuda, quería seguir yendo al despacho porque sus contactos en el bufete eran la base de su economía. Ahora que era un hombre libre podía esforzarse por conseguir mano de obra. Por muy formidable que fuera la señora Hathaway, se mantenía alejada de la cárcel y de la fábrica porque consideraba impropio tener trato con presos. Sin embargo, si estaban en su casa, todo era distinto. A Penelope le parecía un poco hipócrita, pero no podía quejarse del trato. La nueva sirvienta de la cocina resultó ser una decisión acertada: había llegado con el último transporte, condenada a siete años en Cork, Irlanda, por robar pan. Sabía moverse en una casa grande y descargaba de sus ocupaciones a Carrie y Penelope, que ahora podían dedicarse por completo a los niños.
Como Carrie se había convertido en una habitual de los salones gracias a su ocupación, Arthur empezó a hacerle la corte a menudo, aunque todo el mundo sabía que hacía semanas que se veía en el desván con otra.
—¿No crees que está haciendo el ridículo? —preguntó Penelope una tarde cuando se peinaban la una a la otra y se hacían la trenza para la noche.
Carrie sacudió la cabeza.
—Solo hace lo que es debido, Penny. ¿Acaso crees que quiero cuidar niños de otros durante el resto de mis días?
Penelope envidiaba a su amiga por su resolución. Ahí estaba de nuevo el tema de conseguir un objetivo y un hogar. El objetivo necesitaba tener un nombre, ahora lo sabía con certeza. Arthur So y Carrie hacían una pareja estupenda, pues él también se dedicaba a construir su futuro con pragmatismo y ambición. Pese a estar por obligación en casa de su cuñado, allí empezaba todo. Con sus alardes por todo el salón de todo lo que se puede conseguir cuando uno se comporta como un hombre capaz en el momento y el lugar adecuados, convertía la colonia de presos en un auténtico paraíso de posibilidades.
—Han soltado a uno de los grupos de presos, podría conseguir un preso para nosotros —informó Arthur una tarde—. Parece tener un buen físico, será de gran ayuda para Pete en el establo. —Arthur sonrió satisfecho. Su cuñado estaría encantado al ver lo bien que se ocupaba del hogar de su mujer.
—¿Un preso? —La señora Hathaway lo miró dudosa por encima de sus bordados—. Preferiría no tener a esa gente en casa…
—¡Pero si son todos presos! ¿Qué diferencia hay? Ellos ejercen de mano de obra para nosotros, y a nosotros nos dan su ración de comida. ¡Es un negocio redondo! ¡Imagínate, tendríamos que contratar a alguien por un sueldo y además alimentarlo!
—Querido Arthur, sí que hay diferencias si mis sirvientas me roban porque lo llevan en la sangre… —levantó las cejas, y Penelope no supo si se refería a alguien en concreto— o si dejo la azada del jardín en manos de un criminal peligroso.
—Me he informado sobre ese preso, querida. Es irlandés, pero siempre ha sido muy trabajador. No tiene ideas políticas, por lo que se cuenta. Ya sabes lo difícil que se ha puesto encontrar buenos trabajadores que hagan algo y no se quejen todo el rato del dolor de espalda. Necesitamos a alguien más en el establo. No se puede pretender que yo…
La puerta se cerró detrás de Penelope y su cesta de ropa. Sonrió. No, no se podía pretender de Arthur So que fuera al establo mientras no hubiera un caballo. Carrie se había enterado de que después de recibir el indulto del gobernador buscaba un caballo, además de un terreno. Para ser más exactos, había querido cambiar el terreno por el animal. La concesión de tierras había sido aceptada, pero su deseo de tener un caballo rechazado. En casa de los Hathaway seguirían teniendo cabras, gallinas y las dos vacas lecheras. Pete seguiría tirando del carro de carga solo porque el buey que había sido escogido para esa tarea tendría que ser sacrificado por tener una pata rota. Y Arthur seguiría alquilando un coche para los viajes. Aún no hacía viajes, pero ahora era un hombre libre y pronto sería propietario de tierras.
—Sé que un día será propietario de un caballo, señor Arthur —dijo Carrie, zalamera, tras el seto del árbol del té—. Y no solo uno, también tendrá un caballo de carreras de pura raza de la India, como el doctor Wentworth.
—¡Bah, Wentworth y sus caballos escuálidos! —Arthur escupió con desdén—. Corren tan bien porque el jinete les pone pimienta en el trasero. Salen del barco tambaleándose y piojosos, siempre están medio muertos. —Sus palabras rezumaban envidia—. ¿Qué sabrá ese hombre de caballos? Tal vez sepa algo de enfermedades, pero de caballos no tiene ni idea.
—Sus caballos serán los más rápidos —susurró Carrie—, igual que su hijo será el más guapo.
Penelope tenía las manos sobre el regazo. Elsa no paraba de cavar agujeros en el suelo y mancharse el vestido de tierra roja. ¡Un hijo! Carrie no le había dicho nada. Sintió una puñalada en el corazón. Siempre pensó que era posible sobreponerse a aquello, pero era mentira…
—Mi hijo será el más guapo, sí, querida, mi queridísima Carrie —susurró Arthur So tras el seto. Los caballos ya estaban olvidados.
—Igual que su padre —susurró Carrie entre los arbustos, y luego ya solo se oyeron suspiros. En aquel rincón del jardín el seto de árbol de té no era lo bastante espeso para ocultar los juegos amorosos de los curiosos.
—Es usted una mujer muy inteligente y hermosa, Carrie —se oyó al final—. Es usted más lista que el hambre y sabe comportarse en los mejores círculos. Sea mi esposa, y construyámonos la finca más grande y bonita de todo Sídney. ¡Cásese conmigo!
El brote de Carrie había echado raíces. Sus esfuerzos durante meses habían tenido éxito, las prácticas amorosas del desván daban sus frutos. Arthur So sabía perfectamente que no encontraría una compañera en los círculos de los hombres libres respetables y los oficiales debido a su pasado en Londres. La alta sociedad llevaba la misma vida tradicional y oscura que en Londres, y cada carga de un barco de mermelada, brochas de afeitar y botellitas de perfume, cada nueva familia de oficiales recién llegada reducía la distancia con la vieja patria. La alta sociedad había llegado con espíritu aventurero, pero era un círculo cerrado. Para ellos el regreso a Inglaterra no era un sueño que debían ganarse tras años de condena, sino una posibilidad que se podía aprovechar… o no. Arthur había dado un pasito hacia la alta sociedad gracias a la concesión del indulto, y sabía que tendría que trabajarse su puesto. ¿Qué mejor que escoger a una mujer joven y de una belleza sin igual, además de ser astuta? Le sería de gran utilidad como esposa.
Carrie se lanzó a sus brazos, tartamudeó un «sí» y luego, «¡sí, amor mío!».
Cuando Arthur comunicó su decisión, la señora Hathaway no se esforzó por disimular la cara de alivio, ya que así su hermano ponía fin definitivamente a su farsa con las mujeres.
—¿Ves? Así se hace. —Carrie tenía un brillo aún más intenso en los ojos que de costumbre, había conseguido una botellita de belladona y se había puesto unas gotas en los ojos como hacían las damas elegantes. Ya no veía con claridad, pero como futura esposa del señor Arthur Hathaway eso era lo de menos. Como futura cuñada, la señora Hathaway la tenía desterrada en el bastidor de bordar. No se le notaba hasta qué punto encontraba cada vez más inadecuada la elección de su hermano, pero Penelope la oía suspirar de vez en cuando. Y también tenía la impresión de que evitaba a Carrie.
—¿Y de verdad te ha dejado embarazada?
—De eso me he ocupado yo. —Sonrió—. No podría permitirse el escándalo de tener un hijo bastardo. —Se acarició satisfecha la barriga, ya un poco inflada—. Y te digo más: sabe de mujeres, sabe tocar las teclas como ningún otro… podría haberlo evitado. Podría haberse puesto una bolsita o utilizar una esponjita. Hasta el más tonto sabe cómo evitarlo. Pero siempre me metía el miembro en todo su esplendor, así que tenía que venir. Ahora se casará conmigo y me liberará, así de fácil. —Levantó las cejas. Luego lanzó un suspiro—. Ay, Penny, ¿y ahora dónde encontramos uno para ti?
El capitán Hathaway había construido un cobertizo para los presos trabajadores en el establo, donde habían instalado también un pequeño puesto de cocina para que los hombres pudieran hacerse la comida. Tras la multitud de quejas presentadas ante el tribunal por el mal cuidado de los presos, se había limitado a abordar el tema de la comida. Ahora su gente entregaba las raciones semanales. Si no había suficiente, tenían que buscar sus propias soluciones y preguntarse dónde habían ido a parar las provisiones: si la comida era mala, no era culpa de la cocinera. Esa solución velaba por la paz y además mantenía a los trabajadores alejados de la casa, algo que al capitán, que estaba lejos, le importaba especialmente porque no tenía contratados vigilantes. En su momento asignó a su cuñado la función de vigilar a los hombres, pero Arthur So había preferido el bufete de abogados al establo.
Por tanto, al cabo de unos días Penelope vio por casualidad al nuevo preso cuando Hilda la envió al establo a buscar huevos.
—Si te cruzas en mi camino una tercera vez, serás mía —dijo Liam tras el montón de leña que había descargado del carro con Pete y que ahora colocaba junto al granero. Chorreaba sudor por el torso desnudo, que le daba un brillo a los músculos.
Ella lo miró anonadada: se decía de los presos que los duros meses en las minas de carbón y las canteras les pasaban factura. No pocos reventaban de debilidad.
Sin embargo, Liam parecía aún más fuerte, esta vez la mirada borrosa de Penelope no la engañaba. Acercó el carro al pajar empujándolo casi sin esfuerzo y levantó el saco de leña solo hasta dejarlo detrás de la puerta porque Pete estaba descansando bajo la sombra. Luego escupió con energía y sonrió a Penelope.
—Yo no pertenezco a nadie —dijo, y dio media vuelta dispuesta a irse.
—¡Eh! —le gritó él por detrás—. ¿Eso es todo?
Penelope se volvió y se lo quedó mirando.
—Sí.
En aquella palabra residía la esencia de su último encuentro en el barco: el deseo, la herida, la vergüenza y, en lo más profundo de su corazón, una soledad indescriptible desde que su hija no estaba a su lado. Nunca había transmitido tanta tristeza como con aquel «sí», ya no se permitía derramar más lágrimas. Tenía que continuar, en la vida no había tiempo para esas cosas. Pero volvía a asaltarla el recuerdo: los dos habían provocado el fuego, los dos tenían parte de culpa en el accidente.
Las lágrimas se abrieron paso por sus mejillas. Penelope no se esforzó en ocultarlas, luego se las secó. A Liam no le importaba nada, nada le afectaba… la sonrisa en su rostro había desaparecido.
—Pero… te quiero —dijo él, y se encogió de hombros como si tuviera que disculparse por ello.
—Sí —contestó ella, y se fue.
Igual que Arthur So había cortejado a Carrie, Liam se esforzaba por estar con Penelope. En la casa se reían a escondidas, pero a Arthur no le parecía divertido.
—¡Tiene que hacer su trabajo en vez de perseguir faldas! —exclamaba—. Si lo pillo otra vez hablando con las mujeres, acabará en el ayuntamiento. ¡Seguro que en la espalda le queda sitio para algún que otro latigazo!
—Tenías que cogerlo… —le reprochó la señora Hathaway a su hermano—. Ya te dije que un delincuente solo trae problemas. Ninguna de mis amigas tiene a alguien así trabajando para ellas, en todo caso fuera, en las tierras, ¡pero no a un tiro de piedra de su dormitorio! —Cruzó los brazos sobre el pecho y observó cómo Liam arrancaba solo del suelo la raíz de un árbol para ampliar el establo, como le había indicado Arthur.
Aún no había caballos, pero estaría bien tener un establo grande, según él, y ahora tenía un trabajador que podía levantarle el techo sobre los postes sin ayuda. La idea de que no podía quedarse se fue diluyendo.
—No te preocupes: en cuanto suceda lo más mínimo, adoptaré medidas —dijo con firmeza.
Así que ahora habían amonestado a Liam y sabía evitar los altercados con el patrón. Era peligroso encontrarse con Penelope, hasta las paredes tenían ojos. La siguiente vez se quedó escondido en los arbustos mientras la abordaba.
—Bajo techo o en el bosque, ¿qué diferencia hay? —preguntó él cuando ella llegó donde estaba escondido, sacudiendo la cabeza—. El diablo se esconde para que nadie lo vea. —Esbozó una sonrisa maligna.
—Pero bajo techo saben exactamente dónde estás. —Penelope sonrió sin querer—. ¿O es que el señor Arthur te ha asignado este bosque para que no te muevas del sitio?
—El señor Arthur So en persona, el administrador supremo de bosques —confirmó él—. El misterio es cómo quiere aplicarme los latigazos en caso de que me mueva. Al contrario que mis compañeros de cautiverio, yo tengo delante los bosques.
Se quedaron callados mientras el atardecer se cernía sobre Sídney. Ella se acercó con una ligera oscilación, pidió calma a las aves coloridas y, solo por un instante, el susurro de las hojas de eucalipto se detuvo hasta que la gente se durmió. Nada más cambió. Liam estaba sentado en su arbusto, Penelope de pie delante, solo las hojas afiladas y duras los separaban. Penelope sabía que sería mejor irse a casa, pero se quedó.
Liam no desistió. Separó las ramas con cuidado para verla mejor.
—¿Te quitaron a la niña? —preguntó—. Me han dicho que envían a los hijos de las presas al orfanato.
Penelope sacudió la cabeza.
—¿No? —El tono de voz era de alegría, algo que Penelope jamás habría imaginado—. Entonces, ¿está en la casa? ¿Puedo verla?
Penelope se volvió antes de que él viera las lágrimas. De pronto se levantó de un salto, la agarró del brazo y le dio la vuelta.
—No te vayas corriendo. ¿Puedo verla, Penny?
—Está muerta —se le escapó. Al pronunciar aquella frase por primera vez, Lily murió definitivamente.
—Vaya, Penny. —Intentó estrecharla entre sus brazos con cierta torpeza, y ella se resistió—. Penny, no estés triste. Puedo darte otro.
—Vete.
Liam tenía poder sobre ella, no paraba de atraerla hacia el establo. Penelope se convencía a sí misma de que iba a buscar huevos todos los días o para ver a los becerros, a recoger leña… había motivos suficientes para ir al establo. Se avergonzaba de ello en cuanto salía de la casa, pero regresar era peor que seguir adelante. Últimamente se encontraba con el señor Arthur en los lugares más insospechados por el camino, para llevarle la cesta de la ropa, sujetarle la puerta o darle los buenos días. Su nueva función de terrateniente en ciernes lo había convertido en un tirano posesivo del que incluso su hermana se quejaba.
—Pero ya se ha asegurado una mujercita —dijo Liam cuando Penelope se lo contó en un encuentro secreto en el gallinero. Arrugó la frente, enfadado—. Ese tipo tiene que dejarte en paz o tendrá que vérselas conmigo.
A Penelope casi le parecía divertido: ¿qué iba a decirle un preso irlandés a alguien como Arthur So? Aun así, le escuchaba embelesada. Era el hombre más guapo que había conocido jamás, simplemente no podía separarse de él. Liam no volvió a tocarla, y tampoco volvió a mencionar a la niña. Hablaban de cosas intrascendentes, de lo que circulaba por la colonia. Chismorreos e historias sobre Napoleón, que ahora llevaba a la guerra a Alemania. Sin embargo, los franceses no lo tendrían fácil, según decía el patrón.
—¿Y qué sabrá ese de la guerra? —dijo Liam con desdén—. No sabe nada. Ni siquiera ha llevado cadenas. Es un ex convicto fino, nada más.
Una vez Liam le habló de los presos con los que había pasado mucho tiempo en Nueva Gales del Sur por contestar a un vigilante de la cárcel.
—Lo mejor es cerrar la boca. En cuanto la abres, eres un descarado —le explicó—. Un vigilante oye cosas que nadie había dicho. Es asombroso, de verdad.
También le contó cómo las cadenas les unían. Casi lamentaba que se hubiera terminado su época allí.
—Los chicos te aguantan. Al principio se despedazan unos a otros: si tienes a un imbécil de vecino, alguien que ronca o uno que tiene que ir al lavabo cinco veces al día del miedo. Pero en un momento dado lo superan, entonces se unen, comparten la comida, se ayudan unos a otros. Uno nunca está solo. Eso puede ser el infierno o una bendición. —Sonrió—. Si tienes que cumplir catorce años, solo la palabra ya es el infierno.
Era entretenido charlar con Liam. Tenía la mente clara y era lo bastante listo para alejarse de los rebeldes irlandeses. De todos modos no tenían muchos vínculos, él llegó a Londres de niño para probar suerte después de que un invierno de hambre le arrebatara a sus padres y hermanos.
—El resto de mi vida me lo pasaré pensando en si mi suerte consistió en llegar hasta aquí —dijo, pensativo.
—Algunos consiguen algo, si tienen suerte. —Penelope ordenó los huevos en la cesta por tercera vez para tener un motivo para quedarse un rato más.
—¿Y tú? ¿Cuál es tu suerte?
Ella se encogió de hombros.
—¿Mi suerte? Estoy aquí. Aquí… —Miró alrededor, señaló la casa, el jardín.
—¿Cómo, aquí? Todo esto pertenece al capitán Hathaway. ¿No tienes sueños? —Su voz sonaba como la de un niño pequeño que busca piedras brillantes en la orilla del Támesis.
—¿Sueños? —Se lo quedó mirando. Las niñas no buscan piedras brillantes—. No, Liam. No tengo sueños.
Elsa llevaba toda la tarde lloriqueando porque había desaparecido su muñeca preferida. Todas las recetas posibles para calmar a la niña habían fracasado, estaba en la cama sin parar de gritar, así que finalmente Penelope se dispuso a salir a la oscuridad con la linterna a buscar la muñeca. No era tarea fácil, pues el juguete preferido de Elsa se llamaba «presa», por lo que llevaba unos harapos que se confundían con el suelo de tierra. Además, probablemente la había enterrado en algún sitio. A Penelope le parecía un juego absurdo, pero la señora Hathaway se limitaba a sonreír, pues a su juicio los niños podían convertir todo lo que se les ocurriera en un juego.
—Así es la vida, no la he inventado yo —solía decir. El hecho de que su servicio antes luciera los mismos harapos no tenía ninguna importancia. Sus sirvientas llevaban ropa limpia y tenían que lavarse bien todas las mañanas.
—Querida Penelope, es peligroso adentrarse sola en la oscuridad, permítame por lo menos que lleve yo la linterna. —Arthur So apareció tras ella como un fantasma, tenía que haberla seguido—. Seguro que está muy triste por perder a su amiga. Pero Carrie y yo, y por supuesto la señora Hathaway, estaríamos encantados de que se quedara con nosotros.
Nadie había hablado de que la boda de Arthur fuera a poner fin a su época en casa de los Hathaway, no dependía de ellos. Penelope frunció el ceño. No se atrevió a seguir buscando el juguete de Elsa, pues la conversación aún no había terminado. Él quería algo más. Arthur se acercó un paso más, lo que claramente superaba al decoro necesario entre un patrón y una sirvienta.
—Me encantaría seguir contando con usted —repitió—. Sería maravilloso si usted… si usted… —Avanzó un paso más hacia Penelope y ella sintió su aliento en el rostro. Era el momento de emprender la retirada, pero su presencia la paralizaba—. Si usted además me… me… se me ofreciera personalmente, de vez en cuando. Querida Penelope, ¿lo haría, ofrecérseme, solo para mí, un poco?
No esperó a su respuesta, la agarró del brazo y la acercó hacia sí con un movimiento tan rápido que ya no pudo apartarse. Su boca exigente ahogó el grito que Penelope quería proferir. Las manos de Arthur la manoseaban y hurgaban en el vestido, la tela se rasgó y luego Penelope cayó en la hierba húmeda. Arthur parecía tener cien brazos, era inútil competir con cada uno de ellos. Prácticamente la arrasó con su deseo y la colocó a su conveniencia por la fuerza.
Cuando finalmente se apartó de su boca para seguir con los pechos, Penelope pudo gritar, pero solo le salió un ruido ahogado porque él le tapó la boca con la mano.
De pronto alguien arrancó a Arthur So de allí.
—¡Cerdo canalla, toma esto! —murmuró alguien en la oscuridad. Se oyó un golpe, Arthur soltó un gemido y se puso a blasfemar.
—¡Gentuza, maldita sea! ¡Un ataque! ¡Ayuda, me atacan!
Penelope salió rodando a un lado en un segundo. Se enrolló en su vestido, pero la tela se rompió al quedar enganchada en una raíz. Los hombres forcejeaban con rabia por encima de ella, bajo la luz de la luna vio que uno iba con el torso desnudo. Liam había agarrado a Arthur del cuello y lo sacudía como a un conejo, aunque no le impedía gritar. Al contrario, su voz aumentó el tono y en las casas de alrededor la gente se despertó. Se acercaban linternas balanceándose, sonaban pasos presurosos sobre el adoquinado, el primero en llegar fue el vecino Benthurst, mientras la señora Hathaway pedía ayuda en la casa.
Liam se resistía como un animal salvaje. Finalmente lo vencieron entre tres y lo ataron con una soga larga. Incluso atado intentó dar patadas alrededor y soltaba exabruptos de una manera que dolía a la vista y los oídos de los presentes.
—Pero ¿qué ha pasado? —preguntó Benthurst.
Penelope se puso de rodillas y se expulsó con las dos manos la tierra y la hierba del vestido cuando la señora Hathaway llegó al jardín.
—¡Arthur, cielo santo! ¿Qué ha pasado aquí? Quién, quién… ¿con quién te has pegado? —Le tocó los brazos, le palpó la cara con todos los dedos, le tocó la cabeza y encontró sangre—. ¡Dios mío, hay que llamar al alguacil! —gritó—. ¡Estás herido, estás sangrando, Arthur! —El escándalo y la manera de revolotear alrededor de su hermano recordaban a un ave espantada, y todo el mundo se esforzó por calmarla sin hacer caso a Penelope, ya que estaba de pie y no sangraba.
—¿Qué ha pasado aquí?
Dos hombres pusieron en pie a Liam, un sable desenvainado lo mantenía a raya. Arthur So observaba al irlandés. Seguía con el rostro impertérrito incluso bajo la luz de la vela. Cuando empezó a hablar, Penelope por fin comprendió a quién se enfrentaba.
—He pescado a estos dos juntos —dijo—. La sirvienta lo estaba haciendo con este preso.
—¡Eso no es verdad! —gritó Penelope.
—He conseguido separarlos y echar al hombre —siguió hablando Arthur sin inmutarse—. Entonces se me colgó del cuello e intentó acabar conmigo por la fuerza como si fuera un perro en celo. ¡Y el tipo volvió y me atacó por detrás como una bestia! ¡Dios mío, han llegado en el momento justo, podría haber ocurrido una desgracia!
—¡Increíble! —soltó la señora Benthurst, y se ajustó la bata para que no se le viera el camisón bajo ningún concepto—. Esas rameras… yo también tuve una que intentó con mi hijo…
—Yo no he… —Penelope sintió una bofetada en la mejilla.
Arthur se había separado del grupo y estaba delante de ella, tan cerca que solo le veía la cara deformada por la ira.
—Cierra la maldita boca —masculló él—. Si no hubieras gritado, todo esto no habría pasado… has sido tú…
—¡Cómo se atreve! —exclamó en voz alta, fuera de sí de la rabia al ver que la culpaba a ella—. Cómo se atreve a…
—¡Cómo te atreves a ser tan insolente! —la increpó la señora Hathaway—. ¡Desagradecida, cómo te atreves a alterar la paz de mi casa, cómo te atreves a contestar! ¡Fuiste un incordio para mí desde el principio!
Se oyó un golpe sordo. Liam se había levantado con las cadenas para acudir a ayudar a Penelope. Una pala de jardín le dio con toda la fuerza en la espalda, y el irlandés se desmoronó en el suelo.