7

Con las cadenas rotas, grita que eres libre; da normas a tus reyes, sujeta al poderoso, con pasados horrores conquistarás tu dicha.

JOHN KEATS, A la paz

La habían dejado allí tirada hasta el final, al fin y al cabo era una presa.

Las lamentaciones y los gritos alrededor de Penelope se habían ido disipando, pero no el dolor de la pierna. Los pájaros gorjeaban, en algún sitio ladraba un perro, y olía a comida. Pensó a qué olía… a sémola de avena. Alguien estaba removiendo sémola de avena. El olor, un poco amargo, llegó hasta ella y se mezcló con el de la tierra seca y al abrumador jazmín dulce. Estaba tumbada en un jardín, protegida por unos árboles altos del sol, que ardía sin piedad desde el cielo. Penelope se lamió los labios abrasados. Agotada, se entregó al omnipresente calor, pues no tenía sentido pretender otra cosa.

—Una de esas presas prostitutas borrachas…

—¿Por qué está aquí fuera?

—Las presas prostitutas no pueden…

—¡Miller, modere su lenguaje! ¿Por qué está esta mujer aquí fuera en el suelo?

—Las señoras se han quejado de que olía muy mal. La señora Howard no lo soportaba. Esa mujer apesta a oveja, y además está borracha.

—Lleve a la mujer dentro de la casa, Miller. Ya encontraremos una camisa limpia para ella. El hospital está abierto para todo el mundo, yo no hago distinciones. —La voz tranquila se acercó y Penelope sintió que una mano le tocaba la mejilla—. Ha sido un accidente trágico. Y esta chica es joven, muy joven.

—No llevaba salvoconducto —susurró el hombre de apellido Miller.

Penelope cerró los ojos. Alguien la levantó del suelo. Luego subió con paso inseguro una escalera, y el olor a sémola de avena desapareció y fue sustituido por un aroma a un jabón fuerte. Le llegaban voces de todas las direcciones, quejidos, gritos de dolor y también maldiciones.

—… colóqueme la almohada así. No, así no. ¡Vaya con cuidado, idiota, me está haciendo daño! Es que aquí la obligan a una a ser grosera…

—Señora Howard, lo siento.

—Aquí hay sitio para la chica. —La voz del médico hizo que quien la llevaba se parara.

—¿Aquí?

—¿Qué me trae, doctor Redfern? ¿Dónde está mi marido, por qué nadie le ha avisado? —Una voz de mujer puso el grito en el cielo—. Me duele el brazo, cuánto tiempo tendré que soportarlo… ¿qué? ¿Cómo dice? ¿Esa persona en la cama de al lado?

—Es el único catre que queda libre —repuso el médico con indiferencia. Ayudó a Miller a colocarle las piernas sobre las mantas y Penelope se atrevió por primera vez a abrir los ojos. El médico era delgado y alto. Su rostro tenía ese color gris azulado que teñía los rasgos cuando existía un exceso de trabajo. Lo más vivo en aquella cara eran los ojos. Parecía que no se les escapaba nada, ni los labios hinchados por la sed ni el desgaste de la cofia. La repasó con la mirada, que transmitía una preocupación amable.

—Me llamo William Redfern. —Sonrió—. Soy el médico de servicio de este hospital. Te han traído aquí después del accidente de coche. ¿Te acuerdas de algo? ¿Sientes dolor?

Eran demasiadas preguntas a la vez. Sus exquisitos modales estuvieron a punto de sacar de quicio a Penelope. Ann… se había ido, sin más. Su amiga se había ido y la había dejado allí tras el accidente con toda esa gente. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

Redfern le acarició con ternura la frente.

—Ha sido un accidente horrible, y un pequeño milagro que nadie muriera. Las señoras hablan de un caballo desbocado, ¿lo recuerdas?

Penelope sacudió la cabeza entre sollozos. Cada movimiento, el más mínimo giro le dolía. No podía dejar de pensar en Ann. Luego se mareó, vomitó y la señora Howard gritó:

—¡Qué asco!

Cuando Penelope despertó de nuevo, había gente pululando por la sala. Se notaba un olor penetrante a jabón y perfume y había ajetreo por todas partes. Las telas susurraban por los bruscos movimientos, y una voz gutural lanzaba órdenes.

—Aquí, acércate más. Y el libro. Así no me puedo acercar a la taza de té. Estúpida, no te hagas la tonta. Sujétame esto. Sigue oliendo. ¿No puede pararlo alguien? ¿Qué habéis metido en la almohada, patatas? ¡No, aquí, tiene que estar aquí! Madre mía, ¿sois cuidadoras de enfermos o de caballos? ¿Habrase visto semejante tosquedad? ¡Ay! ¡Me estás haciendo daño! ¿Dónde está el médico? Necesito algo para estos increíbles dolores.

Se oyó un portazo. Fuera se oía que llamaban al médico. Alguien tosió.

—Esa tos es insoportable. ¿No podéis alejar a esa persona?

Penelope se dio cuenta demasiado tarde de que había sido ella la que había tosido. Por lo menos ya no le dolía tanto la cabeza. Tenía la pierna derecha rígida bajo la manta. La giró con cuidado con la mano y tocó dos tablillas de madera.

—Rota —susurró—. Tengo la pierna rota…

De nuevo se oyó un portazo y alguien entró en la sala.

—Señora, el doctor Redfern está en el puerto, ¿cómo puedo ayudarle? —anunció una voz masculina.

La señora gimió.

—Querido doctor, me duelen todas las extremidades, la cabeza y el estómago, y esa persona tan zafia que se supone debe cuidar a una y no sabe lo que hace… el hedor en esta habitación es insoportable, esa pastora, no lo soporto… ¿No tendría un vasito de láudano para mí? Me ayudaría a calmar la cabeza…

—La señora Howard se encuentra muy mal —murmuró alguien—. Esa mujer no le sienta bien para los nervios.

Los pasos del médico se acercaron, seguro que iba a expulsar a Penelope. Ella se colocó la manta sobre el pecho e intentó parecer invisible. A lo mejor la pasaba por alto y así ella podría descansar un poco antes de que la echara.

—Penelope —susurró alguien—. Pero esto es… es maravilloso verte. Qué… es un milagro. Penelope.

Conocía aquella voz. Bernhard Kreuz estaba junto a su cama, los ojos grises le brillaban mucho más de lo que sería adecuado al ver a una reclusa. Pero nadie lo vio más que ella. En aquel momento la sonrisa iba dedicada únicamente a ella, luego se fue de nuevo a buscar el láudano. La sonrisa había durado lo suficiente para crear un vínculo invisible entre ellos. «Ahora vuelvo», le había dado a entender el médico.

Igual que en el barco, tenía el valor suficiente para seguir su propio juicio y solucionar los problemas a su manera. En el caso de la señora Howard, por lo visto le recomendó que continuara su convalecencia en la comodidad de su casa, donde todo sería según sus deseos, y él iría a verla a diario, por supuesto.

—Me gustaría ver a D’Arcy Wentworth —refunfuñó la señora Howard—. Es el jefe de la casa, es mi médico. ¡Vaya a buscar a Wentworth!

—Señora, el doctor Wentworth ha dejado el hospital en manos de su asistente con toda confianza, se ha ido a Parramatta. Probablemente volverá mañana. ¿Desea esperar tanto? No le sería de gran ayuda para su convalecencia, por el bien de su salud debería tener toda la tranquilidad posible y recibir los mejores cuidados, y ya ve que este hospital no es el lugar idóneo —le explicó Bernhard Kreuz.

La actitud un tanto presuntuosa del médico militar alemán acertó en el punto débil de la señora Howard. Por supuesto que en casa estaría mejor atendida. ¿Cómo iba a recuperarse entre esa panda de inútiles?

—Y disculpe que se lo diga, doctor, pero el pan que me han dado antes estaba verde en la parte inferior. No se puede pretender que tome algo así —se quejó.

Kreuz le dio la razón en que el hospital no era de ningún modo adecuado para una dama de su categoría, el nuevo estaba en construcción, pero por desgracia el accidente se había producido demasiado pronto.

No había pasado ni una hora cuando la señora Howard ya estaba de camino a casa en su coche con las almohadas, mantas, camisas y pañuelos, provista de una reserva de láudano y compresas refrescantes para su pierna dolorida. Era la que mejor parada había salido de todas las implicadas en el accidente.

El médico cumplió su promesa. Cuando todo estuvo tranquilo entró en la habitación abandonada, donde Penelope estaba aún más escondida bajo las mantas. Había constatado que le habían quitado la ropa de presa hecha jirones y le habían puesto una camisa de hospital. Durante semanas fue la prostituta de un pastor, y en el barco el doctor había sido su tocólogo. El hecho de que probablemente él le hubiera puesto la camisa le causaba una gran vergüenza, aunque esa era la menor de sus preocupaciones. Kreuz regresó junto a su cama con otro objetivo muy distinto.

—Tendrías que contestar a algunas preguntas —dijo sin rodeos, directo al grano. Su voz había perdido el tono cálido—. Ha llegado una notificación del juzgado para una citación. Quieren saber cómo pudo producirse el accidente. Además, se habla de un brutal complot asesino en Parramatta. Harás bien en recordar lo ocurrido. —Le lanzó una mirada escrutadora y ella leyó en sus ojos que temía haber ayudado a una asesina.

—Yo… yo soy… estaba… —empezó, pero Kreuz la interrumpió.

—Yo no soy el juez. Explícaselo a él.

Tampoco esperó ninguna réplica por parte de Penelope, y abandonó la habitación sin una palabra de despedida ni de pesar. No salió de su boca ni siquiera el deseo de que su visita al juez tuviera un final feliz. Ella lo siguió con la mirada, horrorizada.

Penelope había perdido a un aliado, alguien al que consideraba de su parte porque siempre se había portado bien con ella. Sin embargo, ese alguien parecía haber cambiado de bando, creía más a los demás sin haberla escuchado. ¡No quería saber nada en absoluto! La había enviado a dar explicaciones a otra gente… se le rompía el corazón. Ya no pensaba en dormir, pero tampoco conseguía aclarar las ideas, no sabía cómo había sucedido todo en realidad…

Además, Ann la había abandonado.

Le pusieron el vestido marrón nuevo y la llevaron al despacho de un juez cuyo nombre no entendió de puros nervios. La sentaron en un taburete sin respaldo que había en la sala y que se tambaleaba cuando uno cambiaba donde ponía el peso. Empezó a marearse. Oía el susurro de los papeles, los hombres hablaban en voz baja entre sí, el secretario mojaba la pluma en el bote de tinta y colocaba en su sitio el arenillero. Su rostro transmitía que aquello no iba a durar mucho. Todo parecía estar muy claro, acabaría rápido el trabajo.

—Penelope MacFadden, nacida en Londres en 1796, sentenciada a muerte en la horca por ser cómplice en un aborto, la condena fue conmutada por la deportación durante catorce años —constató los hechos con voz gangosa leyendo su papel—. Embarcada a bordo del Miracle, desde allí trasladada a la fábrica femenina de Parramatta. No se han comunicado incidentes desde allí. Residente en… —Arrugó la nariz—. En… eh…

»No es relevante para el caso. —El juez colocó los dos antebrazos sobre la mesa—. Señorita MacFadden, usted fue encontrada bajo los restos de un coche procedente de Parramatta que atravesó la frontera aduanera a Sídney y que chocó incontrolado contra un coche que iba ocupado. Cuatro personas han sufrido daños graves. ¿Qué tiene que decir sobre el incidente?

Penelope se lo quedó mirando. No le comprendía y era incapaz de moverse. Sentía como si las cadenas se le hubieran enrollado alrededor del pecho y le impidieran respirar, y se relajó por dentro, como había hecho siempre en el barco para soportarlas.

—¿Lo recuerda, señorita MacFadden? Estaba sentada en el pescante de un coche. ¿De dónde venía? ¿Se acuerda? —La voz del juez delataba su impaciencia. No se atrevió a mirarle—. ¿Ha entendido mi pregunta? Repita mi pregunta. ¿Señorita MacFadden? Míreme.

Alguien la sacudió por detrás, y se cayó del taburete. Un hombre se rio cuando ella estaba tumbada en el suelo, impotente; otro susurró:

—A lo mejor está borracha.

—¡Ayúdela, Jones, ahora mismo! —El juez intentó tener paciencia cuando dos manos bruscas la volvieron a sentar en el taburete y las risitas enmudecieron—. Señorita MacFadden, me gustaría saber de dónde venía usted con el coche. El caballo ha sido reconocido como propiedad de James Heynes, en Double Creek. James Heynes fue víctima de un brutal asesinato la noche anterior. Hemos encontrado esto en su coche.

Penelope oyó un murmullo en el oído. El juez sacó el bumerán de debajo del escritorio. En la hoja estaba pegada aún la sangre con la que Ann lo había manchado. No sintió nada más cuando se cayó de nuevo.

Había tres hombres alrededor de su cama. Hablaban en voz baja entre sí sin parar de señalarla a ella, la pierna, la ventana. Uno desvió la mirada color azul marino hacia el rostro de Penelope, así que ella no tuvo más remedio que mirarlo. Tenía el cabello plateado, pero los rasgos desvelaban una belleza anterior, y el gesto dulce de la boca hacía pensar que era una persona bondadosa. Al ver que le miraba, se rascó la barbilla.

—¡Miradla! Está despierta. Hable con ella, Kreuz. Aclárele que nadie quiere hacerle daño.

Bernhard Kreuz se separó del grupo y se sentó en el borde de la cama de hospital.

—Buenos días, Penelope. —Se detuvo para escoger las palabras—. Nosotros… tú… te hemos dado láudano y has dormido toda la noche. El juez Bent quisiera tomarte declaración hoy otra vez. Lo mejor para todos los implicados es que digas la verdad.

¡La verdad! El láudano se fue desvaneciendo de su cabeza y dejó espacio para una idea que la hizo temblar. ¡La verdad! La verdad no era lo que ella había vivido, la verdad estaba en el coche. Ella, Penelope, estaba sola en el coche, ¡y sospechaban de ella por el terrible acto de Double Creek!

Se quedó mirando el techo. Ya no importaba que Kreuz estuviera sentado a su lado en la cama, que incluso la hubiera agarrado de la mano y le secara el sudor de la frente. No importaba si él la creía o solo hablaba con tanta amabilidad porque tenía a dos testigos al lado.

«… a lo mejor necesita otro día… demasiado pronto… no soy muy amigo de esos alojamientos para presos… demasiada gente completamente aterrorizada… ya ha pasado por… —Fragmentos de conversación llegaban a oídos de Penelope—… no es un caso especial… hay que reflexionar urgentemente sobre las condiciones de transporte… inhumanas…»

—¿Se acuerda del caso Brooks? El capitán Brooks, que hacía matar a los presos intencionadamente… intenté procesarle… las investigaciones no dieron resultado…

Penelope aguzó la vista para ver mejor a aquellos hombres. Redfern se inclinó hacia ella.

—Señorita MacFadden, comprendo su miedo. Sea valiente, le salvará la vida. —Le sonrió con amabilidad.

En el siguiente interrogatorio había aún más gente en la sala. Se podía cortar el ambiente con un cuchillo. A nadie se le ocurrió abrir una ventana, en cambio una criada sirvió té caliente. El juez Bent hojeaba su montón de papeles. Su asistente le susurró algo y no paraba de oírse: «… no ha entendido… da igual lo que digan… sin respuesta… ¿y si es tonta?»

Penelope se negaba a mirar a la fila de juristas vestidos de negro. Hombres como esos la habían enviado a la horca en Londres. En cambio miraba los pies que sobresalían por debajo de la mesa de roble. Eran unos pies grandes en unos elegantes zapatos pulidos, que le harían morder el polvo. No quería acabar por el suelo. Era lo único que era capaz de pensar.

—Venía de Parramatta, sí, exacto. —El vigilante que había sido citado como testigo asentía con fuerza—. A un ritmo vertiginoso, señorías, no se lo pueden ni imaginar, la tierra estaba llena de polvo, apenas se veía el sol…

—¿Y a usted lo arrolló? —interrumpió Bent la verborrea del hombre sin querer.

—Claro, corría que se las pelaba, y su amiga no paraba de jugar con el parasol.

—¿Qué amiga? El agente no encontró a nadie más, ¿de qué amiga habla?

—Bueno, había una rubia con ella en el coche. Se parecía a la señora Terry, pero no era la señora Terry, a esa la conozco, solo se parecía a la señora…

—Ya lo hemos oído, Tilbury —le interrumpió el juez con impaciencia—. La segunda mujer, ¿dónde está?

—No lo sé, señoría. Cuando esos desgraciados empezaron a pelearse, las dos mujeres me arrollaron y se fueron como un tornado. El accidente lo vi de lejos.

—Entonces, ¿la segunda mujer seguía sentada en el coche?

—Eran dos, sí, tan cierto como que estoy aquí.

Las murmuraciones aumentaron de tono. Ellis Bent se aclaró la garganta, pero no logró acallar a los oyentes. El caso se ponía cada vez más misterioso.

—Señorita MacFadden, creo que es el momento de que nos ilumine con la verdad. Sobre todo será de gran ayuda para usted misma, tal vez no haya comprendido bien de qué se trata. —El juez se inclinó hacia delante—. Fue encontrada bajo los restos de un coche propiedad de James Heynes, de Double Creek. Anteayer James Haynes fue asesinado en su granja con el cuchillo que también encontramos entre los restos del accidente. Nos sería de gran ayuda, sobre todo para usted, que nos dijera quién era la segunda mujer que iba en el coche de Heynes. Y sobre todo: dónde está.

El silencio en la sala del juicio parecía un pedazo de vidrio finísimo. El más mínimo ruido lo rompería en añicos diminutos.

Penelope se quedó mirando los dedos. Era el final. El final de la espera. La vida le había dado una patada en el trasero, como solía decir Ann Pebbles. No, no era eso. Ann le había dado una patada en el trasero. La había hecho sentarse, había emprendido la huida porque sabía perfectamente qué les ocurriría a dos presas fugitivas. Desde el momento en que abrió la sombrilla, Ann sabía que se trataba de un juego a vida o muerte. Había escogido la vida y la había empujado a ella a la muerte. La vida devora a los débiles. Penelope ya no quería pertenecer a los débiles.

—Yo solo era una invitada en el coche. —Se oyó decir—. La concubina del señor Heynes me pidió que la acompañara. El señor Tilbury tiene razón: éramos dos cuando ocurrió el accidente.

—Mira por dónde, tiene voz —dijo el juez—. Entonces, ¿nos va a dar el nombre de la… dama?

Se hizo el silencio por un momento. Penelope tenía su vida en sus manos.

—Se llama Ann Pebbles. Vino como yo con el transporte del Miracle desde Londres y servía al señor Heynes como… como… —Todo el mundo sabía a qué se refería, por eso ni siquiera siguió hablando. Bent balanceó la cabeza. Parpadeó. Ella no le veía el rostro, pero percibió qué estaba pensando: dos mujeres en el coche complicaban aún más el caso.

—¿Y? ¿No quiere hablar más? Señorita MacFadden, es usted sospechosa de asesinato. Hemos encontrado un cuchillo ensangrentado en su coche, ¿continúo? —El maldito cuchillo que Ann se había llevado solo para intimidar. Ahora era su perdición.

—¡Yo no maté al señor Heynes! —gritó—. ¡No lo maté!

—Bueno, ¿entonces quién fue, señorita MacFadden? ¡Una de las dos tuvo que ser! —Su voz era afilada como la hoja de un cuchillo.

«Tienes tu vida en tus manos. Delátala, te abandonó».

Penelope calló. Tenía el nombre de Ann en la punta de la lengua. La frase «ella lo mató» resonaba en su cabeza, pero no la pronunció.

No pronunció una sola palabra. El juez lo interpretó como una provocación. Se levantó de un salto, le gritó y agitó los papeles. Luego se sentó de nuevo, clavó una mirada furiosa en ella, amenazó con la horca, pero ella oía esas palabras a lo lejos, estaba en su propia corriente y se dejaba llevar por ella.

Finalmente Ellis Bent sacudió la cabeza, consternado.

—Nunca había visto nada igual, señorita MacFadden. No sé qué pensar. ¿Es usted una asesina? ¿No lo es? ¿Está encubriendo a una asesina?

Alguien murmuró que era una pena que el desagradable interrogatorio hubiera llegado a su fin: era un caso clásico en el que una empulguera obraba milagros y conseguiría abrir una boca de mujer cerrada.

El caso causó sensación en todo Sídney y más allá de las fronteras de la ciudad. La presa callada que delataba a su cómplice, pero que no hablaba sobre el asesinato que habían perpetrado juntas: nunca se había visto nada igual en la colonia.

«Deberían colgarla, así la otra saldría arrastrándose», opinaban los que creían saber algo. «Pero se mantienen unidas como uña y carne». «Está usted mal informado, querido. ¿No ha oído hablar de esos fugitivos que se mataron el uno al otro y se comieron? ¡Es de una bajeza insuperable! Espere y verá cómo entrega a su cómplice a la horca. Tarde o temprano lo hacen todos. Maldita panda de irlandeses». Y el magistrado, que era quien debía saberlo, dejó caer su pañuelo en la mano del sirviente.

El hecho de que la acusada no fuera irlandesa no molestaba a nadie. Penelope estaba en su lecho de enferma, curándose por completo de la pierna, y tenía que oír cómo las cuidadoras hablaban de ella. También eran reclusas, con la diferencia de que con sus trajes de enfermera se sentían superiores y así se lo hacían saber en cuanto tenían la oportunidad. Ella era la prostituta que había delatado a su amiga para protegerse. Las mujeres de las calles londinenses conocían la infamia, pero nunca se delataba a un igual…

En caso de que uno de los médicos tuviera la idea de mantener a Penelope en el hospital y ponerla a trabajar, enseguida la descartaron. El hospital de Sídney era demasiado pequeño y estrecho, se había creado durante los primeros días de la ocupación y recordaba a la época de miseria y pura supervivencia… aunque entretanto hubieran crecido flores y arbustos alrededor de las barracas y los asistentes hubieran creado caminos a toda prisa, los edificios se encontraban en un estado ruinoso. La discordia reinaba entre los cuidadores, y quien no podía defenderse se hundía. Penelope se había propuesto ser valiente, y cuando una de las cuidadoras la hizo caer con malicia, se dio la vuelta y golpeó a la mujer con la muleta hasta que Redfern acudió corriendo y las separó.

—¡Es una mala persona! —se quejó la señorita Briggs, la supervisora del departamento femenino. Fue deportada por estafa en el matrimonio y llevaba un año esperando en vano un pase de liberación—. Debería estar en las minas en cuanto pueda volver a mover la maldita pierna. Esa gente debería estar toda en las minas, se lo he dicho muchas veces al doctor Wentworth, pero él cree en la bondad de las personas.

—¡Señorita Briggs, no dice más que tonterías! Una mujer tan dulce no puede acabar en las minas —dijo una voz de mujer indignada.

—¡Bah, una mujer dulce! He visto ir a las minas a muchas otras cuando lo merecían.

—Pero ella no se lo merece. Todas sabemos que a veces las sentencias de Londres…

—Señora, fue condenada por practicar un aborto. No es un delito de caballeros.

—Qué tragedia. Muy trágico…

Aquella voz suave sonaba en medio del concierto matutino de crujir de hojas, los cantos de los pájaros y la cháchara del servicio mientras apaleaban la ropa que una chica había dejado en la cuba de la colada. Tras su visita diaria al hospital, Elizabeth Macquarie se había instalado en el banco que había bajo la ventana y removía el azúcar en su taza de té. Penelope estiró el cuello para ver mejor a aquella bella mujer. Solo vio borroso desde la ventana el cabello recogido con esmero, los rasgos seguían siendo confusos. Sin embargo, transmitía una elegancia sosegada, de modo que Penelope no podía apartar la mirada de ella. Y no era la única. La criadora de ovejas de Parramatta, Elizabeth MacArthur, estaba sentada a su lado y daba vueltas al parasol para que les ofreciera una mejor sombra.

—La mala gente no mejora. —La señorita Briggs seguía obstinada y no parecía darse cuenta de que acababa de emitir un juicio sobre sí misma. Se había sentado junto a las damas con arrogancia, olvidando que seguía llevando el vestido marrón bajo el delantal. Ninguna de las señoras se lo hizo saber.

Penelope avanzó un poco hacia la ventana. Le habían quitado las tablillas cuando se redujo la hinchazón de la rodilla y quedó patente que la pierna no estaba rota. Ahora tenía que volver a aprender a caminar, y tenía que agradecer a un misterioso benefactor que le dieran más tiempo que a cualquier otro preso.

—Tal vez a la señorita Briggs le gustaría visitar las minas para que sepa de qué travesuras estamos hablando. —La señorita MacArthur tenía una manera ingeniosa y fuerte de coger de la mesita la taza de té llena sin derramar una sola gota—. Será mejor que piensen con nosotras dónde alojamos a esta pobre. Al fin y al cabo ha sido declarada inocente y no me gustaría saber lo que le espera cuando el doctor Wentworth le dé el alta del hospital.

—Pero ¿de qué puede trabajar? ¡Mírele las manos! Seguro que será la siguiente… —La supervisora no aflojaba con sus calumnias, pero la dama ya estaba harta de ella, así que se volvió en su asiento de manera que la señorita Briggs solo podía verle la espalda, y siguió conversando con su amiga.

—Es demasiado fina, en la granja no sirve para nada. Además es de ciudad… esa gente no sabe nada de animales. Estoy buscando para mis hijos una colona libre, no una presa. La educación es demasiado importante para dejarla en manos de cualquiera… ¿qué hacemos con una mujer así? No paran de enviarnos año tras año a esta gente de ciudad y piden que construyan un país con sus manos, y luego tengo que ver cómo me arruinan el huerto porque no diferencian las patatas de las malas hierbas.

—Hace poco se hundió un pajar en Toongabbie porque los tipos no sabían cómo sujetar bien las vigas —les informó la señorita Briggs.

Al final encontraron un hogar que a las damas les pareció adecuado, y hasta el último momento Penelope no averiguó qué mano protectora había intercedido por ella, si era uno de los médicos o las propias damas. Lo más fácil habría sido meterla en la fábrica sin más, donde centenares de mujeres tejían medias o fabricaban jabón en unas cubas que apestaban. Sin embargo, Penelope escapó de milagro a la fábrica. Las cuidadoras coincidían en que nunca se había montado semejante jaleo por una presa.

Mary MacFadden se agachó contra la pared de la casa. Con su mugriento vestido marrón en realidad era fácil confundirla con el entorno rojizo, pero los vigilantes habían desarrollado una habilidad especial en la vista precisamente para eso: encontraban a todas las fugitivas, por mucho que se escondieran en agujeros o detrás de rocas. Los vigilantes de la colonia eran probablemente los únicos que se tomaban en serio su trabajo, pues por cada huido había una buena recompensa.

Mary ni siquiera había cruzado las fronteras de la ciudad, pero se había alejado de la fábrica y la cárcel, y no podía presentar un salvoconducto por ese camino. La historia que corría desde hacía unos días por la fábrica tampoco la había tranquilizado.

—Y ahora está en el hospital y no paran de alimentarla, es una pequeña ramera muy lista —había contado Malcolm, el que repartía el trabajo, con una sonrisa despectiva—, y cree que por tener un nombre tan elegante la perdonarán. ¡Como si los nombres sirvieran de algo!

El nombre lo había escogido Mary. Cuando dio a luz a la niña, aún albergaba muchas esperanzas de que su amado regresara. Por eso puso a la niña el nombre de una heroína griega que esperaba a su amado, que finalmente volvió a casa. Su amado, en cambio, no lo consiguió y solo quedaba ese nombre de la esperanza de un reencuentro. Los dioses convirtieron a la Penélope griega en inmortal tras la muerte de su amado. Mary sonrió. ¿Podía ser que el nombre ayudara? Durante todos esos meses pensó que su hija se había ahogado, como casi todas las que había conocido en el barco. Se había muerto de tristeza, intentando pedir las listas de los desaparecidos, pero nunca le dieron una respuesta.

Le habría contado a Malcolm la historia de la inmortal Penelope, pero él prefería escucharse a sí mismo, y Mary decidió también en Sídney que era preferible callar. La gente le tenía tanto miedo que pronto los rumores sobre su delito y sus orígenes también se desvanecieron por miedo a que les lanzara su mirada de ira. Su gran suerte de abrir la boca en el momento justo le ayudó después de que el matrimonio Harris la entregara en Sídney a los magistrados. A pesar de su edad la pusieron en un grupo de mujeres más jóvenes y acabó en la fábrica de Sídney. Allí no se tenían en cuenta las canas, las ancianas enfermaban a menudo y no eran buenas para trabajar, pero Mary hizo saber a todo el mundo lo que sabía hacer y por eso pudo quedarse. Cosía solapas de adorno a zapatos de mujer y ensartaba cordones por agujeros durante todo el día hasta que al caer la noche la enviaban a su alojamiento en la prisión de mujeres de la montaña.

—¿Por aquí se va al hospital? —Había hecho esa pregunta miles de veces, siempre después de pensar con detenimiento a quién se la planteaba para no tener que presentar un salvoconducto. Para todo se necesitaba un permiso. Ya le había costado bastante alejarse de la fila de mujeres que formaban una larga cola hacia el trabajo por la calle principal y luego subir la colina hasta la cárcel donde pasaban la noche.

Se podía desaparecer, pero nunca hasta quedar fuera del alcance de la vista, de eso se ocupaban las demás mujeres, que se delataban entre sí en cuanto olían que alguien disfrutaba de ventajas. En Sídney cada traición tenía su recompensa. Mary pasó en silencio por la calle lateral y se puso en camino hacia el hospital.

El portero estaba royendo un hueso de pollo, era evidente que tenía pocas ganas de oír su petición. Él también era un preso, como indicaba su ropa, pero eso no le impedía tratar a los demás con desdén.

—¿Quién? ¿Cuándo? ¿Qué? ¿Qué dices? —Seguía masticando al otro lado de la rendija de la puerta, y el aroma de la carne de pollo cocido penetró en su nariz.

Mary miró por encima del hombro del vigilante.

—Busco a la chica a la que han procesado, Penelope —explicó Mary.

El hombre sacudió la cabeza, luego escupió un trozo de cartílago delante de los pies de Mary y cerró la puerta de un empujón.

—¡Eh! —gritó ella, fuera de sí—. ¡Qué respuesta es esa!

El portero volvió a abrir la puerta y le sonrió con malicia.

—¿Tienes un salvoconducto para poder hacer esa pregunta?

—¿Tienes permiso para pedírmelo?

—Eres una fresca insolente —afirmó él.

—Es mi hija —dijo Mary.

—Tenía unas buenas peras. —Esbozó una sonrisa de oreja a oreja y no la dejó pasar pese a los ruegos ni le dijo nada.

Mary pensó por un momento en ponerse a gritar y fingir un ataque de histeria, pero el riesgo de acabar en el manicomio era demasiado alto. Tuvo que irse del hospital con las manos vacías. Tuvo suerte. En la cárcel nadie preguntó qué hacía ahí sin el grupo y tan tarde, había habido una pelea y la atención estaba centrada en los contendientes.

Mary estuvo durante días en la fábrica en silencio trabajando en los zapatos de piel, a los que daba el último retoque en su producción porque apreciaban sus manos habilidosas. No paraba de darle vueltas en vano a cómo podía acercarse a su hija. Pero por lo menos ahora sabía que Penelope estaba viva.

—El esposo de la señora Hathaway está en Inglaterra ahora mismo. Ella dirige la finca sola, no cuenta más que con un hermano de apoyo. —Elizabeth Macquarie levantó las cejas y empujó a Penelope hacia la puerta de la casa a la que acababa de llamar—. Espero que comprenda a qué me refiero. La señora Hathaway es una mujer muy capaz y sabe imponerse. Todo el mundo recibe de ella lo que merece. Necesitamos gente así en la colonia. Así que si ustedes son trabajadoras y honradas, tendrán un buen puesto allí. Si no… —Encogió los hombros delgados y no dio lugar a dudas de cómo castigaría la señora Hathaway la holgazanería.

Penelope asintió. Habría dicho a todo que sí después de que Elizabeth Macquarie la salvara de la soga, pues después del proceso por el asesinato de Heynes había estado a punto de ir a la cárcel.

Penelope entró en su nuevo hogar con el corazón acelerado, y pasados unos instantes supo que Elizabeth tenía razón y no la tenía al mismo tiempo. La señora Hathaway llevaba su casa como la de una respetable familia de oficiales, con el pequeño defecto de que su hermano era un preso condenado a catorce años de deportación por falsificación. El esposo de la señora Hathaway viajaba con regularidad entre Londres y la colonia, así que ella había seguido con gusto a su querido hermano. Por supuesto, para el miembro del regimiento había sido fácil ofrecerle una vida en casa de su hermana en vez de en las barracas de presos en la parte alta de la ciudad, como solía ocurrir con los convictos, sin importar su procedencia. Ante la sentencia, todos los recién llegados eran iguales. Cuando empezaba el reparto de patrones se abrían caminos para influir en su destino. Tal vez había costado unos cuantos galones de ron llevarse al hermano a su propia casa: la menuda señora Hathaway no daba la impresión de amedrentarse ante soluciones poco convencionales.

Allí donde las cosas del día a día se le escapaban de las manos porque faltaba la mano dura de un hombre, simplemente lo dejaba y veía con una sonrisa condescendiente el desastre que provocaban sus hijos y el servicio. La cocinera había cumplido la mayor parte de su condena, pero debido a sus borracheras demasiado frecuentes nunca había conseguido un pase de liberación. Llegaban invitados y si ella estaba en un rincón aturdida por el ron, la señora Hathaway se arremangaba y con los ingredientes medio preparados hacía una comida aceptable, algo que no era tan fácil teniendo en cuenta que todo el mundo se servía de los armarios de la casa, que no estaban cerrados.

Carrie era una de las que conocía hasta el último rincón de la casa. Penelope no podía creerlo al verla, ataviada con un bonito vestido gris, salir al porche con dos niñas pequeñas de la mano.

—Eres niñera —susurró, y dejó sobre la mesa el trapo con el que la habían enviado a limpiar la plata—. ¡Tú, en esta casa! —Las dos mujeres se fundieron en un abrazo.

—Sí, a veces una tiene suerte. —Carrie sonrió—. Les conté que en Londres era institutriz.

—¿Y es verdad? —preguntó Penelope, atónita. En el barco la mayoría de las mujeres no hablaban de su pasado, era como una norma tácita. Al final solo se contaba lo que uno se atrevía a decir—. ¿Eras institutriz?

—No —contestó Carrie—. A veces lo había sido de chicos bastante mayores. Pero aquí no lo sabe nadie. Estos niños de Hathaway solo son mocosos. La señora Hathaway estaba escéptica, pero su hermano me contrató enseguida.

—¿Cómo puede contratarte? Pero si él mismo es…

—Ya te darás cuenta, querida. En esta casa nada funciona sin Arthur Hathaway. Él es el verdadero patrón. —Puso cara de suspicacia—. Él es el brote que yo voy regando. ¿Me entiendes? Ay, si rascas la corteza…

Penelope no vio en ningún momento que Arthur Hathaway mostrara interés por Carrie, aunque entendiera el temerario plan que tramaba su antigua compañera de viaje. Arthur era un hombre de categoría, atractivo, ingenioso, decidido. Durante las comidas conversaba con su hermana o bromeaba con los niños, que a todas luces le querían como si fuera su padre. Sabía hablar con las visitas sobre los grandes temas del mundo y mantenía conversaciones encendidas sobre la supresión de impuestos y otras situaciones que consideraba absurdas. Probablemente el prestigio del que gozaba el ausente señor Hathaway en Nueva Gales del Sur le protegía de que sus discursos fueran analizados con más detalle.

—A nadie se le ocurriría que ese hombre es un recluso, ¿no te parece? ¿No tiene un aspecto señorial? —Carrie no se cansaba de mirar a Arthur. Cuando iba por ahí en mangas de camisa elogiaba sus imponentes hombros y las caderas estrechas.

—Dicen que se equivocaron con él en el barco. Nadie pensaría que detrás hay un falsificador de dinero —gruñó Penelope, que en poco tiempo en casa de los Hathaway había visto los pequeños matices con los que se establecían diferencias en la colonia de presos.

Todos eran condenados con una pena, pero no todo el mundo cumplía mucho tiempo lo que indicaba el juez de Londres. El factor más importante en aquel negocio era el dinero: a nadie le interesaba de dónde procediera, todo el mundo sabía que detrás estaba el ron, y por tanto a nadie le ponían objeciones, pues al fin y al cabo allí todo el mundo comerciaba con ron. Pero no todos los presos podían ganar el dinero suficiente con el comercio de ron para marcar esa diferencia. Con las raciones de comida todo el mundo recibía también su ración de ron, y si eras listo podías multiplicarla por dos o por tres a base de intercambios. Solo los libres y los ricos hablaban de galones y podían comprar caballos para transportarlo. O tierra, como el patrón de Arthur Hathaway, el abogado Crossley, que hacía años había tenido la desfachatez de comprar tierra con cheques fraudulentos. Llegó a Sídney en calidad de preso condenado por estafa y perjurio y se había peleado con casi todos los poderosos, uno detrás de otro, lo que un año hizo que acabara en las minas de carbón. Sin embargo, al gobernador Macquarie le gustaban esos buscavidas y lo sacó de la mina. Entretanto Crossley pudo dedicarse de nuevo a su trabajo en el edificio de los juzgados, para gran disgusto del juez Ellis Bent, que no veía motivo para que un jurista condenado por perjurio fuera un representante de la justicia. Sin duda no era casualidad que precisamente Arthur encontrara un puesto con Crossley. Como escritor avezado se encargaba del papeleo. Penelope pensaba en secreto que eran tal para cual. Sin embargo, era divertido recordar por las noches los rumores y las anécdotas que oía y unirlos con las caras conocidas en una red de nuevas historias. Luego se tumbaba con Carrie en la cama, bebía ron y se reía de las bromas que había oído. Le gustaba su nueva vida.

En casa de los Hathaway se llevaba una vida sencilla y extravagante. La señora Hathaway se definía como una buena cristiana. Había aceptado a Penelope en su servicio por indicación de Elizabeth Macquarie, la había lavado y vestido, y luego la había enviado a la cocina. Como apenas sabía disimular la mala vista que tenía, había poco trabajo para ella. Se ocupaba de lavar y servía las bandejas, y a veces ayudaba a Carrie con los dos niños. Por primera vez en su vida Penelope se pasaba la mayor parte del día sentada, con las manos sobre el regazo, a la espera de que le encargaran una tarea. A veces se miraba las manos y pensaba que sería maravilloso volver a tejer y ganar un dinero. Las damas de la alta sociedad de Sídney estaban igual de obsesionadas con el encaje que en cualquier otro sitio. Entonces se acordó de cuál había sido su última labor, y cerró las manos en un puño por el dolor…

La calle cobró vida cuando los encadenados, de camino a la cantera desde la cárcel, avanzaron por la calle principal y pasaron por delante de la casa de los Hathaway. Largas filas de presos arrastraban los pies a través de la ciudad: los encadenados abandonaron Sídney, y las mujeres que trabajaban en la fábrica se encaminaron en dirección contraria hacia a la ciudad. A veces se oían gritos de broma, algún tipo intentaba coquetear cuando los vigilantes no los veían. Sin embargo, la mayoría de las veces enseguida recibían golpes.

Al principio a Penelope la imagen de aquellas siluetas cansadas y polvorientas le parecía horrible, y el monótono ruido de las cadenas la perseguía en sueños.

—¿Cómo podéis soportarlo?

La señora Hathaway había oído la pregunta que había pronunciado en voz baja y que no iba dirigida a nadie. Sacudió la cabeza.

—Querida niña, estos hombres fueron justamente condenados. ¿Qué problema hay? En Inglaterra los habrían ahorcado, pueden estar contentos de seguir con vida. La mayoría de ellos no se lo merecen.

Casi todo el mundo en Nueva Gales del Sur habría sido ahorcado si no le hubieran conmutado la pena por la deportación. Penelope también estuvo a punto de acabar en el patíbulo, igual que Arthur, pero la señora Hathaway no veía la relación. O tal vez sí se daba cuenta, pero le resultaba más fácil no hablar de ello y borrar de su vista a aquellos que habían tenido menos suerte que Arthur.

—Nadie mira hacia allí —le explicó la cocinera poco después—. Nadie se fija en esos tipos, simplemente están ahí y hacen su trabajo, pero nadie quiere verlos. Son malos, ¿entiendes? Es mejor no mirar. Alégrate por no tener que caminar ahí abajo. Podrías haber acabado en la fábrica, niña, donde trabajarías encorvada y dormirías en la cárcel. Así que no te preocupes por los que les ha tocado eso. Y no preguntes tanto, eso no les gusta a los patrones. Tú olvida lo que ves en la calle.

Pero Penelope no podía evitar mirar. ¿Acaso no era ella también una de ellos? Si no mirara por estar contenta de haber tenido más suerte sería como olvidarse de sí misma.

Penelope se acercaba a la ventana cuando oía el tintineo del hierro en los adoquines y acompañaba a los hombres con la mirada hasta que desaparecían tras la curva que llevaba a la iglesia. Siempre reconocía a Liam a pesar de su mala vista. Era el único que iba a trabajar a pecho descubierto aunque estuviera prohibido. El gobernador Macquarie le había castigado el año anterior en público por quitarse la ropa, pero aun así Liam seguía haciéndolo, tal vez para dejar al descubierto sus cicatrices. Pero si esperaba compasión o un escándalo, se había llevado una gran decepción. A nadie le interesaba cómo se había hecho las cicatrices. El pasado empezaba ayer, y los latigazos ayudaban a mantener el orden en la colonia. El que tuviera una cita con el látigo seguramente lo merecía, de eso estaba todo el mundo convencido en la colonia.

—¿Cómo? ¿Doscientos latigazos? Bueno, mira —dijo Hilda, la cocinera de la casa, que ni se inmutó y la dejó ahí para terminar de desplumar el pollo, pues tenían invitados por la noche. Hilda había llegado ocho años antes en un barco en el cual la mitad de sus ocupantes había muerto por el tifus. Ella se había quedado tumbada entre los moribundos y había sobrevivido milagrosamente a la enfermedad. No había nada que le diera miedo de verdad.

—Me parece maravilloso —susurró Carrie por detrás de Penelope—. ¿Por qué no me fijé nunca en el barco? —Siempre se levantaba un poco tarde para asegurarse de que se encontraba con el señor Arthur en el pasillo. Las mejillas sonrosadas delataban que su plan estaba funcionando. Tal vez Carrie le había dejado ver algo, como le contó la última vez entre risitas. Los pechos firmes eran su mayor orgullo, a lo mejor se había abrochado la camisa cuando el señor Hathaway ya estaba convencido con el contenido. Penelope sonrió al pensar en lo fácil que era manipular a los hombres. Elsa y Britt daban saltitos alrededor aún con los camisones puestos, como siempre Carrie había confiado en que la señora Hathaway pasaría por alto su retraso y no la reprendería porque sus hijas aún no hubieran pasado por su aseo matutino.

—Es muy guapo, ya en el barco me parecía…

—Es un maldito irlandés —murmuró Penelope. Todas las mañanas la asaltaba el mismo recuerdo, siempre ese estremecimiento en el vientre del que se avergonzaba. Las cosas le iban bien. ¿Por qué tenía que angustiarse con el recuerdo de Liam?

—Es un maldito irlandés guapísimo. —Carrie sonrió y se restregó con descaro los pechos—. Debe de tener la cola como un tronco.

Penelope se echó a reír sin querer, y el momento del recuerdo se desvaneció. Carrie siempre conseguía hacerla reír.

—No lo sabes tú bien —dijo, al tiempo que le guiñaba un ojo.

—Oh, ahora me has dejado intrigada —exclamó Carrie, sin dejar de tocarse los pechos.

Elsa se paró delante de ellas.

—¿Qué es eso? ¿Una cola como un tronco? —preguntó, y se frotó la camisa para comprobar con desilusión que no cambiaba nada.

Penelope se quedó boquiabierta del susto: ¡los niños lo habían oído todo! Carrie hizo un gesto intencionado. Se arrodilló delante de la niña, se desabrochó el vestido y tiró tanto de la camisa hacia abajo que se le salió un pecho. El pezón de color marrón oscuro se estiró hacia la niña. Ella estiró los dedos intrigada y lo tocó.

—Oh, está muy duro —declaró—. Es muy bonito.

—¿Ves? Una cola como un tronco puede ponerse así de dura. —Carrie sonrió.

La pequeña abrió los ojos de par en par.

—¿De verdad? ¿Cómo lo hace? ¿Y dónde están las colas como troncos?

—Bueno, algunos hombres la tienen. Pero no todos, ni mucho menos, claro. Hay que buscarlas, ¿sabes?

Elsa asintió pensativa.

La señora Hathaway era conocida por ser una madre muy liberal. Valoraba mucho que sus hijas conocieran la vida social lo antes posible, y les permitía estar en las cenas con invitados. Penelope había puesto en sus sitios unos delicados cubiertos infantiles de plata y unos platitos chinos, y, desde su sitio junto a la puerta, donde esperaba instrucciones de Hilda, observaba la habilidad con la que las dos niñas manejaban los cubiertos. Elsa se metió el último rábano en la boca y sonrió al hombre al que la señora Hathaway había sentado a su lado por deseo del invitado.

—Bueno, veo que te gusta —dijo, y elogió a la encantadora hija de la anfitriona.

—Gracias, señor Lord. —La señora Hathaway sonrió—. Son hijas de un padre excelente.

—No, señora: son hijas de una madre de lo más encantadora, cultivada y elegante.

—Será pelota repugnante —masculló Hilda detrás de Penelope, y le puso la cesta del pan en la mano. El aliento le olía a una buena ración de ron, pero esta vez la comida estaba siendo un éxito—. Come como si no tuviera nada en casa que llevarse a la boca, y es el hombre más rico de todo Sídney.

Penelope echó a andar con el corazón acelerado: debido a su miopía, solo la llamaban a la mesa en caso de necesidad. A la señora Hathaway no le gustaba tener que discutir sobre la incapacidad de su personal, esas quejas omnipresentes sobre el servicio la aburrían. Pero a Hilda no parecía preocuparle, al fin y al cabo el pan no podía derramarse. Aunque sí podía caérsele de las manos, como ocurrió cuando Elsa se limpió la boca rosa con toda educación con la servilleta blanca y sonrió al señor Lord.

—¿Usted tiene una cola como un tronco, señor Lord? Me gustaría tocar una.

Un día soleado Penelope hizo de tripas corazón y se dirigió al señor Arthur para preguntarle si podía averiguar una cosa para ella. Él la escuchó con el ceño fruncido, además de repasarle los pechos con la mirada. Penelope intentó que aquello no le hiciera perder los estribos.

—¿Stephen Finch, dices? No había oído nunca ese nombre. Si es tu padre, debería tener una condena perpetua o hace tiempo que es libre. Lo de la madre es más fácil…

Pero se olvidó. La siguiente vez que Penelope habló con él y notó que le salían manchas rojas en el cuello de los nervios, solo se acordaba del nombre masculino.

—Finch, sí, ya lo sé. ¿Y cómo se llamaba tu madre? Me informaré, niña.

La señora Hathaway estaba disgustada porque Penelope se atrevió a importunarla incluso a ella con el tema cuando vio que no averiguaba nada.

—Cielo santo, mi hermano es un hombre ocupado, ¿qué haces dándole la lata? ¡Ya preguntará por tus padres cuando tenga tiempo!

No lo hizo, y ella no se atrevió a preguntárselo de nuevo.

Penelope creyó ver a su madre en alguna ocasión. En la calle principal de Sídney, en un grupo de reclusas demacradas. Aguzó la vista e intentó reconocer los rostros. Un coche estuvo a punto de arrollarla, y cuando se dio la vuelta de nuevo las mujeres habían desaparecido. Nadie recordaba haberlas visto. Las columnas de presos eran invisibles, la colonia había aprendido a pasarlos por alto.

El pasado cobró vida cuando Ann Pebbles fue detenida. El señor Arthur le contó un día tomando el té que tenía buenos contactos en la policía porque escribía textos para ellos. Su despacho, donde por lo visto se pasaba el día recibiendo a personalidades importantes, se encontraba en el edificio de la policía del distrito. Según el señor Arthur, allí era donde confluían todos los hilos, por supuesto en su escritorio, como siempre resaltaba.

—Han detenido a Ann Pebbles en un antro en el puerto. Uno de esos establecimientos sucios y pecaminosos donde el ron corre a raudales y las mujeres bailan desnudas.

Todo el mundo había oído hablar de esas casas en el puerto en las que de momento todo intento de derribarlas y poner fin al libertinaje que allí reinaba había fracasado. Aquellas casas parecían tener vida propia en la próspera Sídney, como una pequeña urbe dentro de la ciudad. Era el primer lugar adonde iban todos los marineros y el último de las desesperadas que vendían su cuerpo por un trago de ron. Las casas ofrecían sitio para todo aquel que no tuviera otra salida, eso se decía, pero ese recibimiento tenía su lado puntiagudo, y una vez alguien había huido a su interior, era muy difícil salir. Los pinchos no eran la borrachera, sino los pecados, destacaba el señor Arthur. Ahí se reunía la escoria de la colonia, y de noche también los llamados caballeros de las casas ricas, de lo contrario el señor Arthur no tendría información tan detallada. Penelope se calló y escuchó sus explicaciones.

—Hacen un ruido insoportable —continuó el señor Arthur con sus floridas descripciones, y se tapó los oídos en un gesto elocuente—. Los violines no están afinados, claro, y algunos tocan con solo tres cuerdas, esa música parece de gatos maullando, ¡te lo digo yo! El piano emite un martilleo metálico como el mecanismo de un reloj, y de vez en cuando la cabeza del pianista cae sobre las teclas porque está demasiado borracho.

Sacudió la cabeza, pesaroso. Los pianos eran propios de salones con damas educadas tocando sus teclas. En su salón no había piano… todavía. Tampoco era aún su salón.

—¡Y por todas partes! La inmundicia se acumula hasta los tobillos, en los rincones huele a opio, mujeres negras embaucan a hombres de ojos rasgados y gritan a los cuatro vientos su lujuria… y se ofrecen a los hombres con descaro en la calle, en cueros, como Dios las trajo al mundo. ¡Cielo santo, si Dios supiera cómo le pagan su creación!

Las descripciones del señor Arthur parecían fruto de un amplio estudio en persona. Sin embargo, su hermana era demasiado distinguida para intervenir. En cualquier caso, sabía contar buenas historias. Aunque no fuera en absoluto una conversación propia de damas, todas le escuchaban bastante absortas. La señora Hathaway se sirvió té recién hecho en la taza y enderezó el parasol. Tras los lluviosos meses de verano, por fin el sol se atrevía a salir de nuevo y disfrutaban del calor, aunque buscaba las sombras para mantener el color claro de la cara.

—¿Y allí han encontrado a esa persona? —preguntó la vecina, intrigada.

Había pasado medio año desde el asesinato de Heynes, pero los ánimos seguían caldeados: Heynes era un respetado comerciante de ron. Comerciaba sobre todo con ron bengalí de la mejor calidad y siempre entregaba la mejor mercancía. Penelope sonrió para sus adentros. El ron era ron, y solo era malo si se le añadía agua. ¿Qué sabían los ricos de la embriaguez? Bebían sorbos de vino en sus copas elegantes y armaban un gran revuelo cuando se rompía una de esas copas. Se inclinó sobre sus remiendos y aguzó el oído.

—Sí, ahí han encontrado a Ann Pebbles, una prostituta borracha y medio desnuda con la cara picada de viruelas y ni un solo diente en la boca. —El señor Arthur se estremeció del asco—. Dicen que era polizona en un barco. ¡Una mujer! ¡Es repugnante! Pero bueno, ahora está en la cárcel, se empeña en no hablar y parece que no entiende que la van a ahorcar si no habla.

La señora Hathaway sacudió la cabeza.

—Pobre criatura descarriada. Debió de pensar que tendría un camino mejor que en Londres, pero se equivocaba…

—La van a ahorcar —explicó Arthur.

La señora Hathaway le pasó el azúcar.

—Ya.

Se pasaron la bandeja de galletas.

—Pueden castigarla con azotes —berreó el pequeño John Hathaway desde los matorrales. Salió corriendo, agarró a su hermano pequeño y lo presionó contra el árbol—. ¡Doscientos azotes para ti, mequetrefe! ¡Doscientos azotes porque le has dado un mordisco a mi tostada del desayuno!

—¡Yo no he sido, yo no he sido, ha sido el perro! —se lamentaba el pequeño, pero su hermano era más fuerte y lo ató al árbol en un abrir y cerrar de ojos con la cuerda de saltar de sus hermanas.

—Ahora tienes que quedarte quieto —le ordenó—. Tienes que quedarte quieto hasta que haya terminado con los doscientos azotes. —Se colocó detrás de él con las piernas abiertas, levantó el brazo e hizo restallar un látigo imaginario en el aire—. Y… ¡uno! Y… ¡dos! Y… ¡tres! —gritó, mientras su hermano emitía un aullido de dolor y pedía clemencia.

—Jugad un poco más lejos —les pidió la señora Hathaway—. Y no gritéis tanto.

—Es irlandés, tiene que gritar —le explicó John, que volvió a coger carrerilla con su látigo invisible.

—Los irlandeses no gritan.

Todas las cabezas se volvieron hacia Penelope. Hasta los niños interrumpieron su juego y se dieron la vuelta.

El señor Arthur soltó una carcajada.

—¿Es que eres irlandesa para estar tan segura? Hasta ahora los he oído gritar a todos, esos malditos…

—Los irlandeses no gritan —repitió ella con gran aplomo. Se le hinchó el pecho. Por muchos crímenes que hubieran cometido Liam y Joshua, nadie podía acusarles de cobardes. El valor que habían demostrado al enfrentarse al látigo en silencio y con la cabeza bien alta no caería en el olvido, ella se encargaría de que no ocurriera.

El señor Arthur se echó a reír de nuevo. Luego se detuvo y la fulminó con la mirada.

—Por cierto, amiguita de los irlandeses, he descubierto algo. Querías saber qué ha pasado con ese Finch —dijo. Torció el gesto para esbozar una sonrisa insidiosa.

Penelope se levantó de un salto. El corazón se le salía del pecho… ¡había llegado el momento que ya apenas esperaba!

—Murió de tifus. Poco después de llegar en… vaya, se me ha olvidado. Tampoco importa ya, está muerto. No hace falta que sigas buscando. ¿Lo conociste? —Le pasó a la señora Hathaway su taza de té con evidente indiferencia y luego continuó con sus descripciones del barrio de las prostitutas de Sídney.

Nadie fue a buscar a Penelope cuando se fueron del jardín. A pesar de no saber nada de su padre, la noticia supuso un golpe para ella. Las lágrimas que derramaba por él no le procuraban alivio, pero hicieron que aumentara la ira contra su madre por haber callado la verdad durante tantos años y haberle revelado solo el nombre en el barco. Quería saber más, seguro que su madre sabía mucho más. ¡Tenía que averiguar dónde estaba Mary!

Penelope empezaba a adaptarse a la casa de los Hathaway. El día a día lo pasaba a salvo a costa de sacrificar sus planes. Había té para el servicio, cofias almidonadas, una cama limpia y comida decente. Limpieza, tranquilidad y reposo nocturno al caer la noche. El cansancio llegaba solo como consecuencia de la monotonía, que la satisfacía de una manera curiosa. Penelope dormía como nunca. En casa de la señora Hathaway no se pegaba a nadie, ni siquiera al pequeño John, que muy a pesar de su madre últimamente orinaba en el jardín, de manera que le podían ver los que pasaban por ahí. No imaginaba que se lo había enseñado Carrie, como tampoco sabía que todas las palabrotas que salían de la boca rosada de Elsa también se debían a la niñera.

—Putero —le dijo Elsa al vecino, el señor Benthurst. También hizo saber a los que pasaban, mientras jugaba en el jardín, que su mujer era una víbora. Carrie bajó la preciosa cabeza en un gesto comedido cuando Benthurst llamó furioso una tarde a casa de los Hathaway para quejarse.

—¿Por qué lo haces? —preguntó Penelope exaltada al ver que en la casa se iba elevando el tono y los niños se reían delante de la ventana.

Carrie se encogió de hombros. Luego se echó a reír.

—Algo habrá que hacer contra el aburrimiento, ¿no crees? —El brillo en sus ojos delataba el placer furtivo que le proporcionaba hacer enfadar a la señora Hathaway, tan elegante ella.

A pesar de las reprimendas ocasionales de la patrona, la nueva vida de Penelope era bastante agradable. Había encontrado incluso una nueva amiga con la que, además de la cama, compartía todo lo que robaba en sus incursiones a los armarios de provisiones sin cerrar: bombones, almendras, licor francés.

—La próxima vez te toca a ti —dijo Carrie con la boca llena, y le sirvió licor.

—Yo no robo. —Penelope se dejó caer de nuevo en la manta, saciada y satisfecha.

Se acarició la barriga con las dos manos. Hacía tiempo que los huesos de la cadera ya no sobresalían tanto como en la época en que vivía con el pastor. Cerró los ojos y lo rememoró. El licor la había mareado un poco y la hizo regresar a Joshua, le ahorró el hedor y la suciedad y le permitió recordar solo al hombre. No, Joshua no había sido tan malo. No la había humillado ni le había pegado nunca. El licor dulce suavizó los recuerdos. Si Joshua no estuviera siempre con sus ovejas, tal vez habría sido un hombre aceptable. Soñaba despierta, jugaba con los recuerdos de los ojos grises, el cabello rojo y la satisfacción, la añoranza era como un caramelo en el cristal de un aparador. A veces robaba uno y disfrutaba de su dulzura cremosa…

Soñaba con un hombre con quien esperar el final de la condena, con quien solicitar juntos la liberación y labrarse un futuro. Un hombre que le contara historias y la hiciera reír, alguien a quien echar de menos y que cuando volviera a casa le hiciera saltar el corazón de alegría. Un hombre que le provocara pensamientos dulces.

Tal vez fuera mucho más fácil encontrar a un hombre aceptable. Bastaba con que se ocupara de que no tuviera que caminar sola de noche. Penelope suspiró. Joshua Browne lo consiguió, pero luego siempre se iba con sus ovejas. Además, su mujer le estaba esperando en Irlanda. Aunque dejara de fornicar con las ovejas, no estaría libre para ella.

No era tan fácil el tema del futuro. La vida le parecía un ovillo cuyo principio no encontraba. Primero había que encontrar el hilo para ir deshaciéndolo poco a poco… y al final del largo camino tal vez encontrara la libertad. Entretanto todo el mundo tenía la oportunidad de tejer algo con ese hilo. Según Bernhard Kreuz, si tenía un objetivo encontraría un hogar, pero ese objetivo necesitaba un nombre.

Comprendió por qué el médico alemán se sentía tan perdido.

—¿Por qué no te buscas un hombre? —preguntó Carrie sin rodeos—. Hay muchos, y somos jóvenes. Necesitas un hombre si quieres ser algo, Penny. —Una sonrisa de satisfacción apareció en su rostro—. Yo pronto tendré el mío. Anoche me besó.

—¡No! —Penelope se apoyó en los codos para ver mejor a su compañera—. ¿Te besó?

—¿Quieres verlo? —Carrie ladeó la cabeza en un gesto triunfal y dejó caer sin tapujos el camisón por los hombros. Tenía rasguños rojizos y una mancha oscura en el cuello—. Eso no fue lo difícil… me costó mucho más frenarlo cuando acabamos contra la puerta. Sabe manejar los cubiertos, pero no puede comérselo todo de una vez.

Penelope soltó una carcajada.

—Carrie, eres tremenda. Un día se te llevará el diablo. —Siguió acariciándose la tripa.

Carrie hizo un gesto coqueto.

—Ya… y a ti lo que te pasa es que tienes envidia. Eso es lo que necesitas, Penny. Eres muy guapa con tu cabello largo y el rostro menudo. ¡Y eres tan joven! Los hombres sueñan con alguien como tú, créeme. Pero no se van a tirar a nuestros brazos, tenemos que salir a buscarlos. Ten el valor de estar abierta a esa posibilidad. No se trata de observar siempre a los demás, Penny. Mirar es demasiado aburrido.

La conversación había dado un giro inquietante, ya que Penelope no pudo evitar pensar en Liam. La única vez que se había abierto y se había lanzado a sus brazos había puesto fin a la vida de muchas personas. Liam había provocado el incendio, pero sin su ayuda no habría podido hacerlo. Intentó no pensar en ello y decidió que lo mejor era seguir observando a la gente.

—¿Quieres volver a Inglaterra cuando hayas cumplido tu condena? —Intentó distraer a Carrie con su pregunta y se colocó la almohada detrás de la cabeza para verla mejor.

Le rondaba a menudo por la cabeza cuando oía hablar a los dos mozos de cuadra, los dos hombres de la verde región de Anglia que sentían nostalgia y se pasaban el día soñando con volver a casa. Pete había dejado mujer e hijos, el otro estaba preocupado por sus padres. Cada vez que recibían una carta la sacaban, alisaban las arrugas y la leían hasta aprenderse cada renglón de memoria. Penelope envidiaba a esos dos hombres por aquel precioso tesoro, pues era el testimonio de que en algún lugar alguien pensaba en ellos. A ella también le habría gustado tener eso, alguien que se acordara de ella. ¿Seguiría el pastor pensando en ella? ¿Qué estaría haciendo? Sin embargo, tuvo que admitir que en realidad no le interesaba. Él tampoco preguntaría por ella.

—¿Y qué hago yo en Inglaterra? —Carrie la sacó de sus pensamientos.

—¿Tienes familia allí?

Carrie sacudió la cabeza y se puso más cómoda. En la casa había regresado la calma nocturna. Solo los sueños seguían despiertos, en aquella pequeña habitación y tal vez también en otras camas solitarias.

—No —dijo en voz baja—. No tengo a nadie. ¿Y adónde iba a regresar? A las calles de Southwark, a servir ginebra a tipos groseros por unos peniques, levantarme la falda por medio chelín, y por uno, con dos tipos a la vez. —Bebió un trago de licor directamente de la botella—. A todos los tipos groseros de este mundo les digo: ya no los necesito. Tendré mi propia vida. Aquí hay sitio suficiente para mí, para ti, para todos nosotros. ¡Cumpliremos los años, y luego viviremos bien, Penny!

—¿De verdad lo crees? —Penelope le quitó la botella de las manos—. ¿No acabaremos igual que en Inglaterra? ¿Uno no sigue siendo siempre el mismo que cuando nació? Mi madre también tenía sus sueños. Quería trabajar en un hospital, ayudar a los médicos, incluso encontró a uno que quería casarse con ella… pero lo único que consiguió al final era ganarse la fama de practicar abortos. Sí, por eso la conocían, sabía hacerlo como nadie. ¿Y ahora? Ahora está tal vez a quinientos kilómetros de allí en el fondo del mar. ¿Qué habría sido de ella aquí? Habría hecho lo que mejor sabe hacer. Todo el mundo hace lo que sabe hacer si quiere sobrevivir, es así. —Se le empezó a quebrar la voz.

—¿Y tú qué sabes hacer? —preguntó Carrie.

—Yo hacía encaje —susurró Penelope—. Para las damas elegantes. Cuellos, pañuelos…

—¡Oh, es maravilloso! —Carrie abrió los ojos de par en par—. ¡Podrías ganar una fortuna con eso!

—No puedo… —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Malditos sueños.

Sus ojos ya no pudieron contener más las lágrimas, que cayeron calientes por el rostro y le gotearon en el pecho.

—Es muy difícil ponerse a hacer algo nuevo, Carrie.

Carrie se sentó a su lado y la cogió de la mano.

—Vamos, Penny, quién sabe qué habría ocurrido. Es totalmente inútil pensar en ello, ¿no crees? Deja el pasado tranquilo. Todos se han perdido, todos los que queríamos. Todos éramos iguales. Fuimos condenados a muerte en Inglaterra, y a algunos la muerte los atrapó. Pero nosotras dos hemos sobrevivido, tú y yo. —Le acarició la mano—. ¿Sabes? Han fundado esta maldita colonia porque querían deshacerse de nosotros. Pero míralo así: nos han creado un país nuevo. Ahora nosotros somos la nueva Inglaterra. —Sonrió—. Bueno, ¿cómo suena eso? Tenemos que seguir adelante por todos los que no lo consiguieron. Por tu madre, por la pequeña Lily. Conserva los buenos recuerdos de ellas, sécate las lágrimas y demuéstrale al mundo que puedes sobrevivir.

Carrie agarró la botella de nuevo y la levantó para brindar.

—¡Por nosotras! Sé valiente, Penelope MacFadden. Aprovecha todo lo que puedas y constrúyete una nueva vida. Toma las riendas y coge todo lo que puedas. ¡Enséñale al mundo cómo se sobrevive! ¡Para eso naciste!

Mary consiguió de nuevo escaparse de su fila. Aquel día había mucho tráfico porque un barco había atracado en el puerto. Todo el mundo había ido a mirar cómo desembarcaban la carga, y en el gentío la fila de reclusas se deshizo. Mary aprovechó la ocasión, se agachó detrás de un coche y desapareció por el callejón que conducía al hospital. Se apoyó contra la pared para tomar aire. Le dolía la espalda del arduo trabajo, y se rascó el hombro con los dedos escocidos. El sebo le habría ayudado a mantener los dedos blandos, pero nadie pensaba en eso en la fábrica. Quien no podía desempeñar su trabajo era desechado.

Antes de que alguien reparara en ella, se dirigió por una callejuela al otro lado de la calle principal y se puso en camino hacia el hospital. ¿Cuántas semanas habían pasado desde su última visita? Allí acababa olvidando el tiempo, aunque se propusiera contar los días. No tenía el período desde mucho antes del traslado en barco, la edad le pasaba factura, así que ya no tenía la opción de pensar en meses.

El portero seguía siendo el mismo. Esta vez olía a nueces, y por lo visto había olvidado que Mary ya había llamado una vez.

—¿A quién buscas? ¿Eh? ¿Mac qué? —Parecía que el nombre se había perdido, pues hacía tiempo que había pasado el proceso. Había demasiados apellidos escoceses e irlandeses, y demasiada indiferencia. Mary también olió el ron.

—Una chica. Pelo rubio oscuro, cara delgada, más o menos igual de alta que yo. Ojos amables… —Mary se quedó pensando y vio que no conseguiría nada con aquella descripción.

—¿Por qué fue ingresada? —Ya ni siquiera la miraba.

—Eso no lo sé. La estoy buscando.

—Esto es un hospital, mujer. Aquí solo hay enfermos. —Quería cerrar la puerta cuando apareció por detrás una bata de médico.

—¿A quién estás echando? Aquí no echamos a nadie —le dijo el doctor Redfern al portero—. No dejamos a los pacientes en la puerta si sufren dolores. —Estudió con atención el pelo de Mary y su rostro enjuto, y ella pensó si se fijaría en lo mucho que Penelope se parecía a ella.

—Estoy buscando a alguien —dijo Mary con firmeza—. Busco a mi hija, a lo mejor usted sabe algo de ella.

Redfern la hizo pasar al edificio, era evidente que estaba intrigado.

—Querían procesarla —continuó Mary presurosa, antes de que la volvieran a echar—. Querían… querían ahorcarla porque no había delatado a su cómplice.

—Penelope —dijo el médico—. La chica del accidente.

—Sí. —Mary asintió—. Penelope es mi hija.

El médico apretó los labios y asintió a su vez. El rostro agotado parecía ahora más animado que antes. Era uno de esos médicos a los que un día la muerte le sorprendería junto al lecho de un enfermo. Mary ya lo había vivido, así que agarró con valentía la mano del médico.

—Dígame dónde puedo encontrarla. Hace tiempo que la busco.

El médico la había enviado a una casa elegante en la calle principal. Era el hogar de un oficial británico, con un seto en flor en el jardín y cortinas de encaje en todas las ventanas. Mary sacudió la cabeza, incrédula. Dios debía de querer mucho a su hija para haberla salvado de la muerte y haberla dejado en buenas manos de nuevo. Primero la casa de Sloane Square y ahora ese oficial. Se hablaba bien de las casas de oficiales, hacían un reparto justo de la comida y cuidaban la limpieza, era el mejor lugar para una chica. Dividida entre el orgullo y la envidia, probablemente estuvo demasiado tiempo delante de la casa de los Hathaway. Lo suficiente para llamar la atención del alguacil, que le dio un golpecito por detrás y le pidió el salvoconducto.