6

Cuando odiosos pensamientos cubren el alma de melancolía, dulce esperanza, derrama tu bálsamo celestial y agita sobre mí tus plateadas alas.

JOHN KEATS, A la esperanza

La arcilla de los negros curaba las heridas, se iba formando una piel fina sobre las lesiones. Al día siguiente Joshua acogió de nuevo a Penelope en su tienda, compartió con ella la comida, las mantas de la cama y también el ron. No se disculpó. No hablaron más sobre la noche anterior, sobre su ataque de ira ni sobre los motivos de los latigazos. Penelope aún no sabía qué peligro corría en realidad. Y a partir de cierto momento le dio igual…

Cuando pudo volver a moverse lo suficiente la montó y se cobró de la forma habitual la paga por su pernoctación. Todo era como siempre. Casi todo. Las heridas que se le estaban curando, hacían que su espalda tuviera un brillo blanco. Ella no quería tocarlo porque la sensación de tocar los profundos surcos le resultaba insoportable. Y no solo eso. Sin embargo, la piel que cubría su alma herida seguía intacta. Penelope empezó a buscar una salida a su situación…

Apari regresó a examinarlo una vez más. De repente se presentaba al atardecer llevado por el viento y esperaba en silencio a que alguien advirtiera su presencia. Joshua le hizo pasar con un gesto. El negro ni siquiera miró a Penelope cuando desapareció en el interior de la tienda.

Ann Pebbles la visitaba a menudo por la tarde, cuando el pastor aún estaba con sus animales y el calor plomizo reinaba en el valle del río. La mayoría de las veces no hablaban mucho. El pasado preferían dejarlo tranquilo, y el futuro no existía. Y el presente estaba bajo esa capa de embriaguez e indiferencia que ayudaba a soportarlo. El paseo matutino de todos los días hasta la fábrica con la cabeza pesada, el griterío de las mujeres de la fábrica cuando una se acercaba demasiado a la otra, peleas por nada, mujeres que se abalanzaban unas sobre otras borrachas, se tiraban de los pelos y había que separarlas por la fuerza. El incesante traqueteo de las ruecas. La grasa de la lana, tan difícil de lavar… apestaba a ovejas por todas partes, en la fábrica y por la noche en la tienda. El hedor a oveja era lo peor.

Penelope nunca había pasado mucho tiempo en la rueca, pero tenía dedos hábiles y tejía la montaña de lana que la señorita Soakes le lanzaba todas las mañanas antes que las demás trabajadoras. Aunque siempre le dolían y le lloraban los ojos del polvo, estaba contenta con el trabajo. Apenas hablaba, se sumergía en el delirio del traqueteo de las vueltas y tejía un hilo que la ayudaba a no perder el norte.

—Es una soñadora —se burlaban las demás cuando se le olvidaba la pausa porque seguía aferrada a la rueda…

—Tendrías que trabajar en otro sitio. Es una lástima, puedes hacer mucho más —dijo Ann cuando Penelope le contó que muchas mujeres le cortaban el hilo por envidia y tenía que perder tiempo en volver a colocarlo.

—Me odian —afirmó, y se encogió de hombros.

—Nadie te odia. En todo caso tú misma si no haces algo con tu vida. Mírame: me he buscado un maravilloso caballero que me trata con generosidad, me da suficiente de comer y cuya casa puedo llevar como quiera. Puedo decorar la casa, ir a comprar, y a veces me lee en voz alta por la noche. ¡Qué suerte haber encontrado a alguien así! ¡Hace un año estaba esperando la horca!

Penelope sacudió la cabeza.

—Todos estábamos bajo la amenaza de la horca. En el barco a menudo pensaba que habría sido mejor que me colgaran.

—¡Bobadas! —le reprendió su amiga—. La horca era el pase de entrada a una nueva vida. Pero eso no lo piensan los que cambiaron la condena por la deportación.

Penelope arrugó la frente. Eso ya lo había oído…

Ann sonrió.

—Créeme, aquí estamos mejor que en Inglaterra. Cuando encuentres a un buen hombre podrás esperar que te libere y salir adelante. Los hombres lo hacen: solo piensan en el dinero y en lo que comprarán cuando hayan cumplido su condena. ¿Por qué no podemos hacerlo las mujeres? Encontraremos algo mejor, nosotras dos…

Penelope sacudió la cabeza, vacilante. Ya había oído hablar del rescate. Una podía esforzarse y ser liberada durante uno dos años del cautiverio. Pero ¿cómo funcionaba? Los hombres que estaban unidos entre sí por cadenas en la cantera hacían trabajo físico o construían carreteras en el desierto, no parecía que nadie les fuera a firmar la liberación.

Cuando se reunían los colonos solo se les oía quejarse de la holgazanería de los presos, de la reticencia y la permanente predisposición a armar revuelo. Además no tenían ni idea del trabajo en el campo, pues la mayoría procedían de la ciudad y no sabían más que robar, falsificar y estafar. Los trabajadores, por su parte, renegaban porque las raciones de comida se habían reducido, les hacían trabajar en el campo descalzos o les privaban de mantas. Y las mujeres que se movían en la inmundicia en la taberna y ofrecían sus servicios baratos tampoco eran precisamente un rayo de esperanza.

¿Y quién podía liberarla en la fábrica? ¿La señora Soakes, que repartía golpes cada vez más furiosa? No se podía buscar otro trabajo sin más. ¿Cómo se le ocurría a Ann? Pero estaba demasiado cansada para discutir, la energía de su amiga para aportar buenos ejemplos y dibujar una imagen de color de rosa de su destino parecía inagotable, así que dejó que su cháchara le resbalara como agua caliente mientras removía en la caldera del pastor la sopa de cebada.

—No seas tan miedosa —continuó Ann, que le habló de un tipo que había amasado una fortuna fabricando barriles y cuya mujer, que había sido condenada a catorce años por robar ropa en el Reino, se paseaba por el puerto de Sídney con vestidos elegantes y tomaba el té con las damas de la ciudad en tacitas de porcelana china. Penelope no preguntó cómo podía haberla visto Ann Pebbles desde la granja situada al otro lado de Parramatta, pero la imagen que dibujaba era bonita. Una institutriz ladrona con un parasol decorado con puntilla que ahora bebía té en los círculos de sus anteriores amos y llevaba el hijo bastardo de un trabajador.

Ann deslizó una mano seductora por la espalda desnuda de Penelope hasta las caderas, sobre las que, gracias a las generosas raciones de comida de Joshua, se iba acomodando una fina capa de grasa poco a poco.

—El miedo lo hemos dejado en Inglaterra. Esta tierra está abierta para nosotras. Lo tenemos todo por delante, si queremos. Vámonos de esta apestosa Parramatta, Penny.

Siempre decía lo mismo. Luego se bebían un vaso y luego otro y se tumbaban entre las mantas. Pero los planes de Ann no se traducían en nada, ni aquel día ni el siguiente.

En cambio, los días pasaban uno tras otro, y la monotonía de su existencia casi le hizo olvidar que no había llegado sola a Nueva Gales del Sur. En los momentos de lucidez Penelope tenía ganas de largarse y ponerse a buscar. ¿No tendría que hacer indagaciones sobre la muerte de su madre y de la niña?

Pero el ron le paralizaba los pies, además de su voluntad.

La granja de Heynes se encontraba a un buen trecho a pie al sur de Parramatta junto al río. Penelope se había puesto en marcha justo después de trabajar, antes había terminado su tarea especialmente rápido. Las demás se habían burlado de ella por querer hacer una visita en vez de ganar un buen dinero.

—Nuestra Penelope es un poco peculiar, ve cosas que nosotras no vemos —se burló de ella la señora Soakes.

El calor apretaba menos que de costumbre, y Penelope se sentía con el valor suficiente para dar la espalda a la ciudad y adentrarse en la impenetrable naturaleza para hacerle una visita a Ann Pebbles. ¡En ningún sitio de Londres había tantos árboles como allí! En el sendero trillado encontró excrementos de oveja que anunciaban a los pioneros. La tierra roja contrastaba mucho con la gris monotonía del bosque. Penelope apenas levantó la cabeza, de todos modos no se veía mucho entre los árboles. Llevaba bien atados los zapatos nuevos y daba fuertes golpes con un palo en la hierba para ahuyentar las serpientes y escorpiones, como le había aconsejado Joshua. También le había indicado el camino a la granja.

—Ten cuidado con Heynes —le dijo también.

—¿Por qué? —preguntó ella.

—Ya lo verás —murmuró, y se dio la vuelta para dormir.

Sobre un lecho de color verde claro de cortezas de eucaliptos, la casa dormitaba bajo la sombra de los inmensos árboles. El bosque quedaba delimitado por una valla baja tras la cual vio cabras lecheras pastando. Las ovejas saltaban entre los árboles y arbustos, se movían al son de los corderos lastimeros. Construida con esmero en un pequeño recodo del río, la granja estaba lo bastante alejada del terreno pantanoso. Solo unas cuantas moscas bailaban delante de la cara de Penelope, y el aire llegaba fresco y agradable a través de los árboles.

El señor Heynes, según le había contado Ann, había llegado a Nueva Gales del Sur como colono libre, así que pertenecía al grupo de «los mejores» de la colonia y por tanto el reverendo le había adjudicado aquellos maravillosos pastos junto al río. Allí intentaba ganarse la vida como agricultor y criaba como su benefactor ovejas merinas, cuya apreciada lana alcanzaba un buen precio en Inglaterra. Sin embargo, cuando llegó cansada y sedienta al patio y espió por la rendija del pajar, Penelope descubrió que la mayor parte del dinero lo conseguía con el comercio de ron. Los barriles estaban en fila en la sombra, a la espera, como pasajeros silenciosos bajo los toldos de una superficie de carga del coche para desaparecer en algún lugar donde su contenido reportaba mucho dinero y provocaba indolencia en las personas.

Ann Pebbles nunca se cansaba de destacar las cualidades de Heynes como agricultor. En sus campos se cultivaban las mejores patatas de la colonia, al lado brillaban los repollos más grandes, sus gallinas ponían los huevos más hermosos y eran la base de los asados dominicales más jugosos. La granja de Heynes era un paraíso, pero el dinero más fácil se ganaba con el comercio de ron.

En la casa se oían portazos. La madera crujía, los perros se pusieron a ladrar, el ruido se cernió sobre el tranquilo patio como un pájaro enorme.

—¿Estás sorda, puerca? ¿Cuántas veces te he dicho que mis pantalones van dentro del arcón y no encima del arcón? ¡Vieja cerda, los vas a doblar ahora mismo! ¡Ahora! ¡Abajo, ahora mismo!

—Pero yo no quería, yo quería…

—¡Ya sé qué querías! ¡Lo único que quieres siempre es tenerlo todo! Te doy el maldito jabón que ni siquiera te corresponde, y azúcar con el té, te doy un maldito vestido. ¡No vas a recibir nada más, a partir de ahora se han acabado las recompensas! ¡De rodillas, puerca, límpiame los zapatos con la lengua!

Asustada, Penelope echó un vistazo al pajar, porque uno de los chuchos la había descubierto. Se acercó corriendo y ladrando y se abalanzó sobre ella con un movimiento brusco. Clavó los dientes en su falda y la tela se desgarró. Ella perdió el equilibrio y cayó al suelo. El señor de la casa dejó caer la pata de la silla con la que quería pegar a Ann Pebbles y se quedó mirando a Penelope intrigado.

—¿Quién eres tú? ¿Qué quieres? ¡Aquí no hay nada para ti! ¡A las mendigas las tiro a los perros, lárgate por donde has venido! —Un silbido agudo salió de sus labios, y los perros se quedaron a su lado expectantes y jadeando. Los dientes blancos emitieron un destello voraz bajo las encías. Otro silbido y salieron corriendo de nuevo…

—¡Para, es amiga mía! —gritó Ann, pero al cabo de un segundo él bajó la mano y le dio un golpe en la cabeza.

—Tú no tienes amigas. ¡No tienes nada! ¡No quiero visitas aquí, ni curiosos, no quiero chismosas ni mucho menos más rameras! —Aun así, hizo que los chuchos volvieran.

—Un vaso de agua. —Penelope reunió todas las fuerzas que la habían llevado hasta allí.

Los dos perros se sentaron delante de ella, como dos vigilantes amenazadores cuya tarea consistía en mantener el patio limpio de gentuza. Ella, Penelope, era gentuza. Levantó la cabeza. No, ella no era gentuza, en todo caso lo era ese tipo que obligaba a su amiga a arrodillarse y hacía el gesto de seguir pegándole.

Nadie se movió, ni el hombre ni los perros.

El corazón le iba a mil revoluciones. La tenía controlada con esas bestias, y nadie le reprocharía que quisiera proteger su finca. Apareció en su rostro ese aire triunfal. Su granja, sus perros: su reino.

—A la mierda —dijo, y agarró a Ann con fuerza por los hombros.

—Por favor —lo intentó de nuevo Penelope—. Le ruego que me dé un vaso de agua. Por el amor de Cristo, solo un vaso de agua. —Por dentro estaba temblando de miedo por Ann, que se tapaba la cara con las manos. Su maravilloso pelo largo colgaba desgreñado sobre los hombros y caía hasta el suelo, la camisa se le había salido de la falda y dejaba al descubierto en un punto los hombros ensangrentados.

Seguramente ya la había pegado dentro de la casa.

—Sea usted tan amable y deme un vaso de agua —repitió Penelope, que se atrevió a pasar junto a los perros, que ahora gruñían. Por su amiga sí tuvo el valor de hacerlo y aceleró el paso—. Solo quiero agua, por Cristo nuestro Señor.

Detrás de la casa se movía algo: aparecieron por la esquina dos hombres con rastrillos, arrastrándolos cansados tras de sí. La ropa deshilachada de preso colgaba de sus cuerpos esqueléticos, y los ojos negros sobresalían de sus rostros demacrados. Dudaron, dieron un paso y luego otro. Penelope esperaba que acudieran a ayudar a Ann contra su jefe. Tal vez se lo pensaran un momento, luego uno abrió la boca.

—Ya hemos acabado con un huerto —dijo con indiferencia, y su mirada no volvió a posarse en Ann. El otro se quedó mirando a Penelope.

Heynes se dio la vuelta.

—¿Es que no he dicho que luego hagáis el otro huerto? ¿De verdad sois tan estúpidos? ¡Maldita panda de presos! —gritó.

Los perros le siguieron cuando se acercó corriendo a los hombres, con la pata de la silla aún en la mano izquierda, para explicarles con gestos furiosos a qué huerto se refería. El viento vespertino se coló con suavidad entre los árboles e hizo susurrar a las hojas de eucalipto. Se llevó los gritos con él, acabó con las ondas del miedo y acarició las almas amedrentadas. El pájaro del ruido alzó el vuelo en silencio…

—¿Cómo estás? —Penelope se agachó junto a su amiga e intentó apartarle las manos de la cara.

Ann se enderezó. Por un momento se quedó sentada con la mirada fija en las pantorrillas, como si intentara recobrar la compostura. Luego se dibujó una sonrisa en su rostro y Penelope comprendió hasta qué punto le resultaba difícil.

—Ha dormido mal. Por la mañana ya tenía dolor de cabeza… él… le duele la cabeza, y a veces es… difícil… —Se detuvo—. Ven a tomar un vaso de agua. Hace tanto calor hoy…

Se puso en pie con un gran esfuerzo y rechazó la mano que le ofrecía Penelope para ayudarla. Con un movimiento torpe se metió la camisa por dentro de la falda y se recogió el pelo en un moño. Durante la huida había perdido la cofia, que yacía como una inocente mancha blanca cerca de la puerta de entrada abierta. Penelope sintió que Ann dudaba de entrar en la casa y corrió a darle la cofia.

—Ay, sí, me la he… —Ann se colocó la cofia en el pelo mientras murmuraba. Con los dedos temblorosos se metió los mechones sueltos debajo de la cinta, se la puso bien hasta que por delante se liberaron algunos mechones infantiles por debajo de la cinta. Cuando volvió a alzar la vista era la Ann Pebbles de siempre, con su sonrisa cautivadora en el rostro, la que prometía aventuras, anunciaba historias y hacía olvidar las cicatrices que la desfiguraban.

—Ven, vamos a tomar un trago: en el jardín no nos buscará —susurró en tono de conspiración, y tiró de Penelope hacia la casa.

Ella se quedó quieta en la puerta de entrada: la omnipresencia de Heynes era como una barrera infranqueable, pero pudo echar un vistazo desde fuera y admirar el interior de la casa que tanto alababa Ann. A juzgar por el tamaño, la casa de Heynes era más bien modesta, construida con tablas gruesas y de una sola estancia. Una escalera conducía a los lechos en un altillo bajo el tejado. No había armarios como en la casa de Belgravia, en cambio había pesados arcones de madera y baúles de viaje en los que por lo visto guardaban la ropa que había encendido la ira del amo de la casa. Había unas sillas de roble negras y brillantes alrededor de una reluciente mesa pulida, adornada con servilletas de encaje bordadas, y detrás había un sofá con cojines de seda que no encajaban en absoluto con su propietario.

Para cocinar había un moderno horno de hierro con tapa, no era de extrañar que Ann se burlara de la pobre hoguera del pastor. Una pesada vajilla de barro esperaba en la estantería a que la llenaran de comida, y había una escoba de pelo de crin apoyada en la pared. Entonces Penelope se detuvo y aguzó la vista para ver mejor. ¡Maldita capa marrón que le nublaba la vista! Pero no se equivocaba: junto al horno se veían unas mantas deshilachadas en el suelo. Era el lecho de una mujer, pues encima de unos cojines cosidos provisionalmente había una camisa de encaje rosa bien doblada.

Ann Pebbles dormía como una esclava en el suelo y tenía que taparse con trapos. La camisa rosa debía de ser la ropa de trabajo para la cama alta de Heynes. También era una prenda de fantasía que la liberaba con falsas promesas de la ropa marrón de presa y para vestirse al amparo de la noche como solo les estaba permitido a las damas. Ann no era una dama, y la camisa de encaje era una mentira. Pero probablemente era el mayor tesoro de su vida.

—Te he… —Ann entró con dos vasos grandes llenos y se quedó quieta. Por un breve instante permaneció indefensa en la puerta, descubiertas sus mentiras, de las que el mundo entero se reiría. Las dos mujeres se miraron en silencio.

Penelope comprendió que Ann podía sobrevivir allí porque encontraba en las servilletas de encaje y la camisa rosa el apoyo suficiente. Debía pagar un precio muy elevado, a su juicio, pero ¿acaso ella estaba mejor con la protección y la abundante comida de un pastor maloliente que la utilizaba noche tras noche para luego hacerlo con las ovejas? Tragó saliva.

Cada mujer tomaba sus decisiones. Así funcionaba.

Los jardines de Heynes recordaban a Inglaterra. Las rosas trepaban por una estructura, los arbustos de trompetas emitían un aroma dulce. Debía de haberlo diseñado alguien que supiera algo de jardines y tuviera sensibilidad para las plantas, Penelope vio incluso un melocotonero en un rincón. Acarició con cuidado las ramas rojas que antes sostenían flores rosadas. El melocotonero de Heynes estaba seco, las hojas crujían marchitas bajo su mano.

—Tuvo a un recluso que lo plantó todo —le contó Ann—. Un falsificador que sabía de rosas. En Londres era jardinero de un joyero adinerado. Tenía unas manos muy finas, casi demasiado para una laya, siempre llevaba guantes hasta que se le cayeron de las manos y el señor Heynes no le pudo dar unos nuevos. Murió el año pasado. Ahora todo se está secando. Creo que estaba enfermo. Sí, estaba muy enfermo. —Iba paseando por el jardín tarareando. Los colores de las hojas secas recordaban a las flores funerarias.

Penelope sacudió la cabeza. ¿Qué le pasaba? Antes jamás se le habría ocurrido algo así. Antes tejía punto a punto, daba vida a los puntos en la rueca y rara vez miraba más allá de su trabajo. Tenía planes. Quería hacer encaje para ganar dinero, para ella y… cerró la mano en un puño cuando la invadió la tristeza. Se había acabado. Ella había quedado atrás, y los puntos de su vida que con tanto cuidado había ido tejiendo eran víctimas de un fuego que ella misma había provocado con su deseo demencial y su estupidez, se habían deshecho y quemado. Ella había provocado el incendio junto con Liam. Los vasos dieron un golpe y la devolvieron al presente.

—Nunca había estado en un jardín así. —Miró alrededor y aquella imagen rompió el conjuro de la tristeza. La sombra de una acacia la alivió mientras veía cómo Ann preparaba dos asientos y les colocaba mantas que del uso estaban deshilachadas. Sin duda, el amo de la casa no pasaba mucho tiempo allí.

—En el jardín no hace calor, a veces duermo aquí cuando hace mucho calor en casa —Ann charlaba sobre la mentira de su vida, probablemente Heynes la echaba de casa por las noches cuando le venía en gana. El jardín no la protegía de los escorpiones ni de las serpientes curiosas, pero el sillón de mimbre era lo bastante grande para taparle las piernas.

—¿Dónde duermen los dos… vuestros…?

—¿Nuestros esclavos? —respondió Ann—. Tienen su propia cabaña ahí abajo. Reciben la harina y la cebada y una vez por semana pesan carne, y si Heynes está contento con ellos, también añade azúcar y un poco de té. —Se tocaba la cofia, nerviosa—. Son muy holgazanes y tontos. Muy pocas veces está contento, casi siempre tomamos solos el té chino.

Aunque la historia pudiera ser cierta, el ron era robado. Ann se lo tragó rápido y llenó enseguida el vaso con agua de una lata para que el olor del interior no la delatara. Penelope la imitó. Disfrutó de la leve sensación de mareo cuando el ardor fue pasando despacio en la boca para dejar paso a esa sensación maravillosa…

Transcurridos unos días el carro de Heynes se paró delante de la tienda.

Penelope acababa de llegar del río, donde se había lavado y había recogido agua, como siempre aterrorizada por los cocodrilos de los que tan a menudo le hablaba Joshua. Por la mañana habían estado allí, una sombra peculiar bajo el agua, y volvió a la orilla de un salto. No estaba segura de que la vista le estuviera jugando una mala pasada. «Son grandes y largos», le había descrito Joshua. Y tenían una boca enorme con la que engullían a personas, sin más. Penelope en realidad no podía imaginar cómo era un cocodrilo, pero al pensar en la boca enorme dejó caer el cubo de agua y se frotó la mano dolorida.

—Podría venir todo un regimiento con tambores y no los oirías. —Ann se rio—. Pensaba que solo tenías la vista mal, pero tampoco tienes el oído muy fino. —Tenía una expresión risueña en el rostro cuando se apoyó como un cochero con el codo en la rodilla para parecer más importante, aunque con los pliegues del vestido ondeando al viento le daba un aire más bien grotesco—. Ven, sube, nos vamos.

—Has conseguido el carro —dijo Penelope—. ¿Cómo te las has arreglado?

La pregunta no encajaba con la imagen de paraíso de Heynes, donde todo estaba disponible en cualquier momento, los ojos de Ann así lo reflejaban. Se le ensombreció el semblante, pero enseguida recuperó la compostura.

—Está enfermo —dijo—. Y el almacén está casi vacío, tengo que ir sola a hacer la compra. Así que nosotras dos podemos pasar un bonito día. —Sonrió ilusionada.

—Enfermo —murmuró Penelope. Se estiró con las dos manos el vestido marrón raído—. ¿Cómo de enfermo?

Su amiga sonrió.

—Bastante enfermo. Le he puesto hojas del árbol que quema entre la ropa.

—Has… ¿estás loca? —Penelope apenas podía disimular el susto. El pastor le había advertido sobre las hojas, el río estaba plagado de ellas—. ¿Y cuando se recupere qué?

—Está demasiado enfermo. Se rasca el miembro hasta que le sangra y me ha agarrado de la mano como un perro lastimero cuando le he prometido que voy a ponerle una pomada que le alivie. —Su sonrisa se volvió malévola—. Pero a lo mejor no encontramos ninguna.

En realidad ni siquiera la buscaron. Parramatta era demasiado emocionante cuando uno tenía la posibilidad de ir en carro como para acordarse de la verga escocida de un hombre que de todos modos tampoco iba a agradecer la pomada. Era mucho más divertido escuchar cuáles eran los síntomas de la enfermedad y reírse cuando Ann lo imitaba. Entretuvo así con arrogancia a la clientela de la tienda de los Terry hasta que la señora Terry fue a ver quién provocaba tantas risas.

—Ann Pebbles —dijo entre risas—, debería habérmelo imaginado. —Y como le gustaban las historias que contaba, además de que hubiera tanta gente, le dijo a su empleada que fuera a buscar agua y regaló té caliente con galletas a los inesperados invitados.

Fue una tarde divertida con muchas conversaciones graciosas hasta que la lista de la compra estuvo preparada, y al final Penelope conoció también a la señora MacArthur, la esposa de un oficial caído en desgracia que desde que se fue de Inglaterra dirigía su granja de las afueras de Parramatta sin ayuda de ningún hombre. Por supuesto, la señora MacArthur no dirigió la palabra a ninguna de las dos mujeres vestidas de marrón, pero no tenía nada en contra de que escucharan sus conversaciones sobre cultivo de huertos y los efectos de la sal en la alimentación de la oveja merina.

—Su esposo puede estar orgulloso de usted, señora, es toda una experta en ovejas —elogió la señora Terry los conocimientos de su clienta.

La señora MacArthur se limitó a encogerse de hombros.

—¿Qué remedio me queda? A decir verdad, me parece mucho más divertido reunir a mis ovejas con el caballo que aburrirme en los salones de Londres con señoras que se pavonean. —Guiñó el ojo en un gesto cómplice—. No me importa que lo sepa toda la colonia, señora Terry.

—Tiene siete hijos —murmuró Ann cuando salieron—. ¿Te lo imaginas? Siete hijos y una granja enorme, y ni un hombre en casa. El tipo se enemistó con el gobernador y se fue a Inglaterra a rehabilitarse. Y la señora Elizabeth vive desde entonces sola y lleva la granja mejor que todos los criadores de ovejas del distrito, según el señor Heynes. La tiene en gran consideración. Además, no es granjera, sino una dama de verdad, todos sus hijos tocan el piano y saben francés…

Estuvieron mucho rato hablando de la señora Elizabeth y de cómo era posible llevar una vida que se considerara correcta.

—Te lo digo yo, funciona. Aquí todo funciona. Las convenciones se cayeron por la borda durante el viaje en barco. Estamos en el país adecuado, Penny. —Ann obligó al caballo de Heynes a ir al trote.

A Penelope se le ocurrió demasiado tarde que podría haber preguntado a la gente de la tienda por Stephen Finch, el hombre que en principio era su padre. La próxima vez, se dijo para calmarse. La próxima vez no se le olvidaría.

Las dos iban sentadas en el pescante del coche un poco cansadas pero contentas mientras el sol se ponía y la tierra roja se sumergía en una luz ardiente tras el bosque de eucaliptos. Las rocas empezaron a brillar, y en algún lugar Penelope creyó ver a hombres negros que trepaban a las rocas. Por todas partes veía esas sombras a las que todo el mundo temía y sobre las que corrían historias horribles. Sabía que esas habladurías no tenían sentido. Apari, el amigo negro de Joshua, tenía un comportamiento peculiar, pero nunca le había hecho daño. La mayoría de la gente encontraba especialmente escandaloso que fueran desnudos. Por lo visto habían olvidado que a ellos también se les cayó una vez la ropa podrida del cuerpo en los barcos.

—¿Te parece que los negros son inquietantes? —preguntó Penelope.

—Hasta ahora siempre han sido amables, pero roban como cuervos. —Ann tiró de las riendas del caballo, husmeó el aire del establo y espontáneamente se puso al galope—. Heynes los echa porque roban. Nos han robado cabras.

Penelope había oído hablar de eso. A veces Joshua le contaba pequeños robos. Su amistad con el hombre negro le hacía tolerar esos hurtos, y se inventaba excusas para el reverendo para explicar que faltara un cordero. A lo mejor él también se lo atribuía a ellos en secreto. No quería ni pensar en cuántos latigazos le daría el cura si se descubriera. El pastor había dicho una vez que prefería ver el látigo de Marsden en la cara que ser apuñalado por los negros mientras dormía. No paraban de oírse historias de que atacaban las tiendas solitarias de los pastores, y Joshua solo se preocupaba por su seguridad. Penelope no se fiaba de los negros. Esa gente que iba en cueros y miraba con desprecio a personas bien vestidas porque trabajaban para otros, le daban el mismo miedo que esos curiosos animales saltarines, llamados canguros, que cazaban por la carne y la piel. Pero los negros eran peores.

—¿No te parecen siniestros? —preguntó ella, incrédula. Con el ceño fruncido intentó ver entre los arbustos impenetrables de la zona ribereña de Parramatta.

Los papagayos salían volando y gritaban al oír el traqueteo de las ruedas de los carros. Sus graznidos eran inquietantes, se le puso la piel de gallina. Tal vez no debería haber tomado tanto ron con ese calor.

—Yo creo que deberían cedernos el espacio —opinó Ann—. No han hecho nada con su tierra. Mira alrededor. No hay más que desierto por todas partes, no hay esperanza, ni casas ni negocios. Nada más que tierra y hierba seca, y en el medio esos salvajes desnudos que se dan por satisfechos con un puñado de orugas al mediodía. —Soltó una risita—. Heynes dice que comen orugas. Crudas. Pero nosotros somos ingleses, y haremos algo con su tierra. ¡Deberían estar contentos!

Penelope se quedó callada. Los negros eran distintos, según le había explicado Joshua. No tomaban posesión de nada, y probablemente todo lo que Ann consideraba digno de esfuerzo a ellos les resultaba completamente indiferente. Un motivo más para temerlos. Penelope prefería pensar en los blancos a los que había conocido aquel día, como la señora MacArthur, de mirada valiente.

—¿Crees que la señora MacArthur podría ayudarme a buscar a mi hija? —Su pregunta atravesó la oscuridad.

Ann tardó un poco en contestar.

—Si se lo pidieras, tal vez lo hiciera. Pero solo se puede buscar a un niño en el orfanato, y para eso tendríamos que ir a Sídney.

Sídney… en Sídney encontraría a Lily, si seguía con vida. Y tal vez a su madre. Y a Stephen Finch… era necesario tener un objetivo en la vida, le había dicho el médico alemán. Penelope había vuelto a encontrar el suyo. Tenía que ir a Sídney y buscar a su familia. El caballo bufó. Solo quedaba medio kilómetro junto al río y por fin estarían en casa.

—¿Cuánto se tarda en llegar a Sídney?

—Sé el camino. —Ann sonrió. Los ojos le brillaron en la penumbra como una promesa. No dijo nada más, y su promesa fue como un pañuelo de encaje hecho de palabras: no era suyo, así que tenía que dejarlo encima de la mesa. Pero era muy bonito.

Penelope se apoyó somnolienta en el hombro de Ann. Pensó en cómo sería la búsqueda, a quién preguntar, dónde mirar. Los chirridos y el traqueteo de las ruedas fueron como una nana para ella. Sin embargo, luego oyó un ruido diferente, que no era por la oscuridad. La tensión fue penetrando en el carro muy despacio. Penelope se agarró a la tabla del asiento y se levantó. ¿Llegaban tan tarde por miedo a lo que pudiera decir Heynes? ¿O por el hecho de que ella estuviera sentada en el pescante junto a Ann? No, el día siguiente era domingo, y no tenía que ir a la fábrica. Además, Joshua llevaba dos días en el bosque, y le daba miedo estar en la tienda del pastor sin él. Era agradable estar en compañía de una mujer, hacer planes de ir juntas a Sídney a iniciar la búsqueda. Penelope sonrió para sus adentros en la oscuridad. Sí, la compañía de Ann era lo mejor de todo. Volvió a apoyarse en el hombro de su amiga sin hacer caso de lo que le había parecido oír antes.

El caballo bufó. Habían llegado al bosque local. La puerta de la granja de Heynes les arrojaba una luz blanca. Penelope no sabía nada de caballos, pero esos bufidos sonaban a advertencia. Ann siguió charlando con alegría de Rosemary y sus mocosos, del propietario de la taberna, de este y de aquel de Parramatta, pero su voz no conseguía aplacar el creciente desasosiego.

—¡Para! —Penelope tocó el brazo de Ann. Una curiosa sensación de asfixia se había apoderado de ella, apenas podía respirar. Nunca le había parecido tan amenazante la oscuridad del bosque.

La vista le había engañado. No eran perros que correteaban por el patio gruñéndole a algo… intentó ver mejor. La luz de la luna que brillaba entre los árboles la ayudó a reconocer a los dingos que se estaban comiendo la carne de los perros muertos de la granja. El ruido del coche provocó su huida. Desaparecieron en silencio y con la cola entre las piernas en dirección al río, probablemente para ocultarse tras el siguiente matorral y allí esperar a poder continuar con su festín.

La granja parecía un campo de batalla. Delante de la puerta de entrada entreabierta yacía un preso degollado. Por encima de la barandilla del balcón colgaba el segundo. Tenía una lanza rota clavada en la espalda. Los gemidos del hombre llegaban al carro, donde ni Ann ni Penelope osaban moverse.

—Ven —susurró Ann finalmente, y agarró a Penelope de la mano—. Ven, tenemos que ir a ver… —Sin embargo, seguía sentada porque no tenía valor suficiente para levantarse.

—¿Y si siguen aquí? —se atrevió a decir Penelope.

—Entonces nos han visto y también vamos a morir. Pero esto está muy tranquilo, seguro que se han ido.

—Se mueven con el viento. —Penelope se estremeció—. Nunca los oyes, ni los ves hasta que están delante, y entonces es demasiado tarde. —Era lo que siempre ocurría con Apari cuando iba a visitar a Joshua: simplemente aparecía allí, sin que ella supiera de dónde había salido. Apari siempre llevaba las armas encima, pero nunca les había amenazado con ellas.

—Tienes razón, tenemos que entrar. Ven.

¿De dónde sacó el coraje necesario? Las dos mujeres se cogieron de la mano y se dirigieron con sigilo a la entrada de la casa, donde la linterna que colgaba encima de la puerta se balanceaba con un leve quejido al ritmo de la brisa nocturna. El viento y los gemidos de los moribundos llenaron la noche con su triste canto.

—Ayudadme… —dijeron desde la barandilla.

Penelope hizo de tripas corazón y dio un paso hacia el hombre.

—¿Quién os ha hecho esto? —preguntó tartamudeando.

El hombre estaba tan débil que ni siquiera podía levantar la cabeza.

—Negros —susurró—. Ladrones negros…

Penelope le puso una mano en el hombro y notó el temblor que sacudía su cuerpo demacrado. Luego murió. Con el corazón acelerado, ella retiró la mano. Nunca había tenido la muerte tan cerca…

—Ladrones negros —murmuró Ann, que ni siquiera se había acercado—. Maldita sea, ya sé lo que buscaban.

—Ven. —Penelope le agarró la mano y la llevó al interior de la casa, donde la lámpara seguía ardiendo sobre la mesa.

Había un plato medio lleno y comida esparcida por la mesa con la cuchara porque Heynes se había puesto en pie de un salto para defenderse del atacante. Al final no le había servido de nada no separarse nunca de su pistola: ellos habían sido más rápidos, pero no muy minuciosos.

Penelope apretó los labios. Heynes no estaba muerto, estirado en su sofá de seda. La sangre había teñido de oscuro el camisón y goteaba en el suelo, roja y viscosa. En la mano derecha sujetaba una lanza rota que él mismo debía de haberse sacado del pecho. La mano se agitaba inquieta de un lado a otro, y también movía los labios sin decir nada.

—Jesús, María y José. —Ann se quedó quieta.

Él ya la había visto y giró con cuidado la cabeza. La respiración sonaba a gemido, como si se fuera a apagar de un momento otro.

—Ven aquí. —Apenas se oía la voz, pero no había perdido el tono imperativo—. ¿De dónde… de dónde vienes a estas horas? ¿Qué… qué has estado haciendo, furcia? —Tosió, le faltaba el aire. La inminente muerte le obligó a elegir entre una maldición y una última petición—. Les has ofrecido el trasero a otros… ¡ayúdame, furcia!

Ann dio un paso hacia él, y luego otro. Heynes tendió el brazo hacia ella, y en lugar de agarrarla le metió la mano con firmeza entre las piernas y apretó. Ann soltó un grito.

Antes de que Penelope pudiera acudir en su ayuda, Ann le había arrebatado la lanza a Heynes y se la había clavado en el cuello con todas sus fuerzas.

—Nunca me vas a volver a llamar furcia.

Luego se hizo el silencio. Solo las moscas zumbaban en la noche, y fuera el eucalipto entonaba su canto de eternidad.

—Y… ¿ahora? —A Penelope le costó un esfuerzo inhumano pronunciar aquellas dos palabras.

Ann retrocedió del sofá y apartó la mirada del fallecido. No estaba muy distinto de antes, la sangre le caía del cuello sobre la seda clara. Las primeras moscas se reunieron alrededor del cadáver. Penelope esperaba que aquella imagen le provocara más estupor, pero no sentía nada. La casa de Heynes estaba en silencio, igual que el bosque. La noche esperaba, muda.

—¿Qué… hacemos ahora? —preguntó en medio de aquel silencio frío.

Ann se frotó los brazos, tiritando. Miraba alrededor inquieta, posó la mirada en el cadáver, el sofá, las arcas saqueadas.

—Tenemos que irnos de aquí, Ann. —Penelope hizo otro intento de hacer hablar a su amiga.

—Negros —murmuró Ann—. Lo han hecho los negros. Negros asesinos. Tal vez vuelvan. —La voz se volvió más estridente—. A lo mejor quieren más ron. Siempre les daba un poco para que nos dejaran en paz. Heynes no lo sabía, yo llenaba el barril de agua para que no se notara. A lo mejor vienen a buscar ron…

Se acercó un paso a Heynes. Luego se agachó y puso al hombre de costado.

—Mira, se han olvidado de una cosa. Seguro que vendrán a buscarlo. —Sacó de debajo del cuerpo una pieza de madera ovalada—. Lo llaman bumerán. Sirve para arrojar lanzas muy lejos. También se puede… —No terminó la frase, era obvio para qué servía además el arma con el canto afilado—. Podría sernos de ayuda.

—¡No puedes llevártelo, Ann!

—¿Se supone que tenemos que dejarnos matar? —replicó Ann disgustada—. Eran negros, negros asesinos. ¡También nos van a matar, ya lo verás! —Penelope vio horrorizada que metía la punta de la falda en el charco de sangre de Heynes y manchaba la hoja con ella—. Así. Así creerán que podemos defendernos. Es peligroso ir solas por el bosque…

—¡El bosque! Quieres entrar en el bosque, ¿estás loca? —Penelope no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Por qué a su amiga se le ocurría semejante locura?

—Ya, ¿y qué propones? ¡Yo no me voy a quedar aquí para que me lleven ante un tribunal en la maldita Parramatta, donde se conoce todo el mundo y todos se protegen unos a otros! Todo el mundo sabe quién soy. —Se detuvo. Le corrían lágrimas por el rostro pálido, y Penelope comprendió que los distinguidos caballeros de Parramatta no solo habían sido invitados a la cocina de Heynes.

—Pues no vamos a Parramatta. Vayamos a Sídney —probó suerte de nuevo Penelope. Solo la palabra «bosque» le hacía sentir escalofríos. «La muerte vive en el bosque», decía siempre Joshua. Y el problema era que uno siempre la reconocía cuando era demasiado tarde. Sídney sonaba bien. Allí podrían contarle a alguien lo que había ocurrido. De alguna manera podrían explicar algo, ya se les ocurriría durante el largo camino.

Ann ni siquiera la escuchaba. Tenía la mirada clavada en el hombre muerto y seguía murmurando:

—¿En serio crees que darán credibilidad a una mujer como yo cuando un colono rico ha sido asesinado? ¿Cuando todo el mundo sabe cómo me trataba? ¿Crees que alguien me creerá cuando les diga que he visto a los negros?

La sangre se había derramado por el pañuelo de encaje de Ann y había manchado y destruido el castillo de naipes que con tanto esfuerzo había levantado. Se derrumbó ante sus ojos y detrás aparecieron las cadenas que la habían acompañado desde el barco, por mucho que las hubiera disfrazado con encaje rosa para que se adaptaran mejor a su nueva vida. Pero el encaje no está hecho para las cadenas, el tejido es delicado y se hacen agujeros.

—¡Nadie creerá en serio que has matado a tres hombres! —intentó intervenir Penelope. Sin embargo, sus palabras sonaban vacías. Y además eran mentira: Ann había matado a una persona a la que podría haber ayudado.

—¿Y entonces por qué no estoy yo al lado de ellos, con el cuello degollado? —masculló Ann—. ¿Por qué faltan todos los cuchillos, por qué han saqueado todas las arcas? ¿Quién me va a creer? —Sacudió la cabeza con energía—. Dirán que lo he tramado todo con los negros, que he pagado para que sucediera. Ya sabes lo que piensan de nosotras, oyes al reverendo todos los domingos. Somos malas, malvadas, no tenemos más que el mal en la cabeza, somos malas mujeres, reclusas, deberíamos ir directas al infierno. —Cuando se calló no había nada que pudiera mitigar su amargura.

—Vámonos a Sídney —propuso Penelope de nuevo. Habría propuesto cosas muy distintas para poder irse enseguida de aquel horrible lugar, pero Ann no parecía tener prisa—. En Sídney no te conoce nadie…

—Sídney. —Ann soltó una carcajada—. Sin un salvoconducto nos detendrán y acabaremos en la cárcel. Y tendrán un motivo real para juzgarnos.

Penelope se quedó mirando a Ann desconcertada. ¿Es que había olvidado lo que había ocurrido? ¿Ahora pensaba en ser arrestada por no tener un salvoconducto? Una sensación desagradable se apoderó de ella. Ann empezaba a darle miedo. Le costaba disimularlo y no pensar en ello, igual que Ann obviaba a los muertos. No obstante, Penelope había aprendido algo durante los meses que había pasado encadenada.

—Intentémoslo —continuó—. En Sídney hay un juez, iremos a verle y… y… bueno, Joshua siempre hablaba de un tipo que denunció a su jefe porque no le daba ropa de cama. Le dieron la razón, y en Inglaterra había sido condenado a catorce años. Joshua siempre dice que no somos esclavos. Tenemos algunos derechos. —Le quitó el arma de la mano a su amiga y le dio un abrazo—. Intentémoslo. Vámonos juntas a Sídney.

La idea de hacer un viaje sin el salvoconducto que todos los presos debían enseñar en cuanto se alejaban un poco de la casa de su patrón era descabellada, más aún yendo sin compañía por los pantanos y sin conocer realmente el camino, ya que en su momento habían llegado a Parramatta en barco. Buscar la casa del juez era probablemente la idea más absurda de todas, pero fue la que las puso en marcha.

De pronto Penelope sintió una determinación desconocida hasta entonces. Tal vez fuera fruto del terrible acto cometido por Ann y la sangre de Heynes, que le producía un gran desasosiego, quizá tuviera que ver con la desesperada frialdad con la que había actuado la única persona que aún significaba algo para ella. El miedo de Ann a acabar entre rejas era completamente justificado. La vida devora a los débiles. Penelope ya no quería ser débil, ni perder a nadie más.

Con una tranquilidad que ni siquiera era consciente de poseer, Penelope cogió dos mantas de la cama alta, llenó dos cubos de agua y buscó alimentos en el caos de la cocina. Los negros habían sido muy minuciosos y se habían llevado hasta los restos de comida de los cubos de los cerdos. Finalmente Ann se animó a ayudarla. Los ladrones no habían encontrado las tiras de carne seca que había en un rincón oscuro encima de la cama alta, así que cortó todas las provisiones de la cuerda. También se llevó de allí arriba la lata de la bebida embriagadora, la sumergió en el barril de ron y les sentó muy bien vaciarla juntas fuera, delante de la casa, donde no tenían que ver los cadáveres.

—No deberíamos hacerlo —dijo Ann.

—Da igual. Ahora me siento mejor —murmuró Penelope. El fuego del ron despertó su espíritu y le hizo olvidar la imprecisión del mundo alrededor. La luz de la linterna era una perla; el suelo, un cojín blando. Disfrutó del ardor del ron en la garganta, que poco después le relajó las extremidades con eficacia. Le dio ánimos, y sin duda los iba a necesitar. Ánimos para hacer el viaje y para afrontar lo que estuviera por llegar. Se rieron medio borrachas de los ojos nocturnos que solo Penelope veía, de los dingos cobardes y de lo que el bosque haría con la casa si nadie lo impedía. ¿Acabaría creciendo en el interior?

—Pongámonos en marcha —propuso Penelope finalmente.

Era agradable ver la expresión relajada de Ann. Al final la cesta de provisiones pesaba tanto que tuvieron que sacarla a rastras entre las dos para salir de la casa. Poco antes de llegar al coche, Ann se detuvo y se volvió por última vez.

—Buen viaje, James Heynes —dijo en un tono sombrío—. Que Dios te devuelva todos los golpes uno a uno.

—El reverendo Marsden te diría que Heynes no se va ni a acercar a Dios porque hacía tiempo que ardía en el infierno. —Penelope se frotó el brazo en un gesto pensativo: no quería ni pensar dónde se encontraba Ann en la jerarquía celestial de Marsden.

—Heynes no está en el infierno de Marsden, no es un preso. —Ann hizo un gesto altivo—. Le deseo que el castigo de Dios sea peor que todos los infiernos juntos.

Sus palabras resonaron en la noche.

El caballo había esperado, paciente. Parecía que ya no había negros en las inmediaciones, y los dingos se habían esfumado. Un poco mareada por el ron, Penelope colocó sola la cesta en la superficie de carga. Ann seguía mirando la casa. La linterna que había cogido le dio un golpe suave en la falda e iluminó desde abajo su rostro. Le caían lágrimas sobre el pecho: era duro despedirse de su cuento de hadas.

—¡Ven! —Penelope la agarró del brazo—. Nos vamos y haremos lo que nos hemos propuesto. Da igual lo que ocurra. Lo peor lo hemos dejado atrás.

El gruñido de los dingos las siguió al salir por la entrada blanca de la propiedad de Heynes al bosque, ambas llenas de esperanza. El caballo encontraría enseguida el camino a Parramatta y desde allí las llevaría a Sídney, en algún lugar lejano al sur.

Estuvieron toda la noche viajando. Hacían pausas, comían carne seca, vaciaban la lata de ron y se sentían estupendamente. Se perdieron en la monotonía del bosque impenetrable de eucaliptos, les daba miedo parar en las lúgubres cabañas por si había alguien al acecho con un arma en la oscuridad.

Finalmente el caballo encontró el camino. Lo conocía de los innumerables trayectos que había hecho con su anterior propietario. Al amanecer se volvieron a encontrar en un camino transitado y vieron el puesto de aduanas de Sídney a lo lejos. El cerro descendía con suavidad, y, tras un esfuerzo, Penelope vio una casita de la que salía humo hacia el cielo matutino.

—Mira, la casa del usurero. En todas partes quieren dinero de nosotras —rugió Ann.

—¿Qué dinero?

—Es el puesto de aduana. Tienes que pagar si quieres utilizar la carretera que lleva a Sídney.

—¿Dinero? ¿Tienes dinero? —preguntó Penelope asustada, pues ella no tenía. ¡Ojalá hubiera hecho encaje para ganarse unas monedas! En cambio había empleado su tiempo libre en holgazanear.

—Bueno, creo que en la bolsa de Heynes quedan unas monedas. —Ann hurgó en la bolsa.

—¿Cuánto puede costar? —Penelope estaba cansada. Se habían turnado con las riendas, y le dolían las manos inexpertas. Se las frotó con cuidado en la falda. La casa era solo una silueta. Se difuminaba en el centelleante calor.

—¿Y si pasamos corriendo? ¿Será lo bastante rápido para atraparnos? —Ann sonrió. La inspección de la bolsa de Heynes por lo visto no había dado ningún resultado útil.

—¡Cruzar corriendo! Y luego te preocupas de que te busquen por asesinato, Ann Pebbles. —Penelope sacudió la cabeza. Sin embargo, azuzó al caballo. Con un poco de viento en contra el sudor de la frente se secaría. Habría preferido quitarse la cofia, pues la cinta se le clavaba en la piel. Debajo del vestido marrón estaba empapada en sudor, añoraba los bosques frescos de Parramatta. Tras el cerro tal vez irían más rápido. Parecían ir a la carrera con los canguros. Solo les quedaba rezar porque en el puesto de aduanas no surgieran dificultades, pero Penelope sabía que no era más que un deseo piadoso…—. Vayamos a Sídney a pie —dijo—. Así no podrán atraparnos. Podríamos bajar la colina a hurtadillas y luego huir de todos los vigilantes y los recaudadores de aranceles.

—¡Bobadas! Es el momento de que las mujeres se atrevan a hacer algo. —Ann sacó la lata de ron de la cesta que tenía detrás. Le dio un buen trago que le fortaleció el cuerpo y el espíritu, y sobre todo le ayudó a olvidarse que llevaban muchas horas sin comer. Pese a que llevaban la cesta de provisiones llena, se les había quitado el apetito. En la mente de Penelope el difunto Heynes comía con ellas. Se volvió asustada, pero en la superficie de carga no había nadie.

—¡Vamos! ¡A por ello! —La voz de Ann sonaba grave.

Cuando Ann le dio un golpe en el costado, Penelope le dio un golpe con las riendas al caballo, que empezó a descender el cerro a buen ritmo hasta que otro sonido se mezcló en la mañana con el trote. El caballo redujo el ritmo, estiró el cuello y levantó las orejas. No imaginaban lo que les esperaba. Penelope hizo que el caballo fuera a paso ligero y dio la vuelta a la colina. Una nube de espeso polvo rojo rodeaba a unos hombres encadenados medio desnudos que, de rodillas unos al lado de otros, hacían rodar piedras talladas hasta una zanja. Dos vigilantes hacían volver a las piedras a los que querían levantarse. Se oía el restallido de un látigo en el aire, al ritmo de los gritos del vigilante: «rueeeda, y rueeeeda, y rueeeeda…».

El caballo bufó. Luego clavó la pata delantera en el suelo y se quedó quieto, resoplando. Los hombres encadenados se hicieron a un lado para desbloquearles el camino, y delante de ellas estaba el hombre del látigo. Tendrían que ser valientes para pasar por el borde de la construcción, pues a un lado del camino se abría una zanja profunda.

Ann respiró hondo.

—Siéntate —susurró—. Voy a abrir el parasol.

—¿Qué? ¿Qué pretendes? —susurró Penelope, nerviosa.

—Solo las damas elegantes utilizan parasoles. Tal vez piensen…

—¿Un parasol? ¡Pero si verán el vestido marrón y sabrán enseguida quién eres, Ann Pebbles! —La ira se adueñó de ella. Por otra parte: ¿cuál era la alternativa?

El vigilante bajó el látigo con el ceño fruncido. Penelope agarró las riendas con más fuerza y aguzó la vista para maniobrar y evitar el precipicio. Tal vez aquel hombre les dejara pasar, pero también podrían haber caído en una trampa. Pese a la amplitud del terreno que tenían ante sí, no había otro camino que llevara a la ciudad.

¡Cielo santo, Ann sujetando su parasol y ella nunca había conducido un coche! Penelope estuvo a punto de desesperarse por su mala vista y frenó el caballo, que bufaba de miedo porque ningún preso dejó su trabajo.

—¿Adónde se dirigen, señoras?

Se le paró el corazón. El vigilante se había dado la vuelta hacia el coche y había agarrado al caballo por la cabeza. No paraba de dar patadas con los cascos, nervioso, le costaba respirar por el calor, el esfuerzo y ahora toda esa gente… amagó con encabritarse.

—¡Cuidado! —gritó Ann.

Penelope saltó del pescante y se dio cuenta demasiado tarde de su insensatez. Agarró con todas sus fuerzas las riendas, que estaban hechas para manos masculinas, otra insensatez, pues así el caballo tiraba de la mano delantera. El animal sacudía la cabeza con tanta rabia que la crin ondeaba mientras el caballo agitaba las patas delanteras en el aire, Penelope intentaba mantener el equilibrio agarrando las riendas, y el animal se resistía cada vez más contra el tirón de las riendas.

Le dio al vigilante en el pecho con el casco. El hombre soltó un grito, el caballo dio un salto desesperado y al hacerlo tiró del carro, que acabó en una situación peligrosa. Penelope salió disparada del pescante dibujando un arco elevado y cayó entre los hombres. Uno de ellos se dio la vuelta en el acto y la recogió en brazos antes de que la roca le rompiera el cuello. Tenía sudor pegado en las mejillas y el corazón se le salía del pecho. Lo conocía, era él, sabía…

—Estás viva… ¡maldita sea, estás viva! —tartamudeó Liam junto al cabello de Penelope, y la rodeó con los brazos como si fuera un precioso tesoro—. ¡Pensaba que estabas muerta!

Ella se lo quedó mirando.

—No —susurró—. Pero tú…

—El fuego lo tengo controlado, Penny —susurró.

Sí, ya lo sabía. La explosión había sido cosa suya. Aquel hombre encadenado bajo cubierta, sus súplicas para que lo liberara de las cadenas… pero ella le había dejado la linterna. Él era el autor del incendio, y la linterna había costado la vida de Lily y Mary. Ella era tan culpable como él, y no quería tenerlo en su vida. Penelope tosió de dolor e intentó zafarse de su abrazo.

—¡Suéltame! No tenemos salvoconducto —exclamó—. ¡Maldita sea, suéltame!

—Entonces, ¿qué hacéis aquí con el coche? Estáis locas, allí delante está el puesto de aduanas. No lo pasaréis jamás —le susurró al oído, mientras la llevaba paso a paso hasta el coche y la tocaba más de lo necesario—. ¿Cuál es vuestro plan?

—Largarnos —dijo Penelope jadeando—. Queremos ir a Sídney.

—Te quiero, Penny. —La besó en la oreja—. Te quiero. Fíjate en lo que voy a hacer ahora. Y sé rápida.

Habían llegado al coche. Penelope oyó a Ann sollozar. Liam la empujó a los brazos del vigilante, que la siguió empujando hasta el pescante para que subiera y se quitara del medio porque el caballo no paraba de patalear inquieto. Ann ya casi no podía refrenarlo.

—¿Quiénes sois en realidad? ¿Adónde queréis ir a estas horas de la mañana? —preguntó el hombre.

Detrás de él se incorporaron cada vez más hombres, que se rascaban el pelo sucio y polvoriento, con los rostros sudorosos. Eran siluetas andrajosas con cadenas de hierro alrededor de los tobillos ensangrentados que les rozaban con el más mínimo movimiento. La cadena que tenían entre las piernas tenía longitud suficiente para dar medio paso, pero era demasiado corta para huir. Estaban en fila uno al lado del otro porque las cadenas les obligaban a estar así, y observaban con los ojos bien abiertos y curiosos.

—¿Dónde están vuestros salvoconductos? —El vigilante se acercó, amenazador. Se fue enfureciendo al confirmar la sospecha de la identidad de las mujeres, y el látigo le temblaba en la mano.

—Nosotras… —Ann giró el parasol con ambas manos.

Penelope estaba fuera de sí al verse desamparada de repente.

—¡No tengo todo el día! ¿O es que tengo que ir a buscar a la comisión de aduanas? El señor Wentworth estará encantado de que le despierten a estas horas de la mañana porque han llegado dos prostitutas.

—El señor Wentworth estará encantado de verme. Justo la semana pasada estuvo en mi casa —replicó Ann, que consiguió erguir la cabeza con orgullo. Había quedado muy claro qué tipo de anfitriona había sido, sin duda no le había resultado fácil pronunciar esa frase, pero ahora tenía que aprovechar el momento.

—Ah, se trata de eso… —El vigilante se acercó a ella con una sonrisa, tal vez con la idea de imitar al señor Wentworth.

Como si le hubieran tirado un cubo de agua fría, Penelope despertó del susto. Vio con el rabillo del ojo que Liam le hacía un gesto con la cabeza, como una señal. Al cabo de un momento su puño voló por el aire, le dio al vecino en la barbilla y este cayó al suelo con un grito. Enseguida otro se abalanzó sobre Liam. El primer vigilante se volvió al oír el griterío por detrás. El látigo del segundo ya restallaba en el aire y se oían gritos de dolor.

—¡Maldita panda del infierno! —rugió el primer vigilante al coche.

Penelope se puso en tensión como un gato a punto de saltar. Había perdido de vista a Liam en la pelea, pero tenía que aprovechar la vía que él le había abierto. Todo eso lo había hecho solo por ella. Con un grito salvaje dio un golpe con las riendas en el lomo del caballo, que salió disparado con tanta fuerza que se inclinó de manera alarmante a un lado y arrolló al vigilante. Las ruedas no le dieron por muy poco. El coche pasó a toda velocidad muy cerca de la zanja, envuelto en una espesa nube de polvo…

A Penelope se le resbalaron de las manos las malditas riendas, tenía que sujetarse de alguna manera. El caballo corría desbocado del miedo. Ann no fue de gran ayuda, pues estaba agarrada en silencio a su reposabrazos con la mirada fija en el camino que tenían delante. Al lado brillaba el río Parramatta bajo el sol matutino, y a la izquierda se elevaba aquella insuperable cadena montañosa que llamaban las Montañas Azules, de donde, según los colonos libres, solo salían cadáveres o desesperados.

Penelope consiguió retomar las riendas, que bailaban en el lomo, que se habían quedado enredadas y no hacían más que aterrorizar aún más al caballo. Las primeras casas de Sídney aparecieron en el campo visual como manchas blancas con tejados rojos, blanquísimas, como les gustaba a los ricos. Y solo los ricos iban en coche por placer, como el que se acercaba a ellas de frente, un landó lleno de parasoles, cháchara y las risas de damas respetables. Penelope solo distinguió los parasoles redondos de colores, ni siquiera tuvo tiempo de aguzar la vista para enfocar mejor. El caballo de Heynes corrió aturdido hacia el otro coche, los dos caballos chocaron primero con los cuellos, luego se oyó un ruido horrible al impactar de costado y cayeron al suelo. Los coches saltaron despedidos sobre los cuerpos de los animales. Los pértigos se rompieron con la fuerza de la colisión, luego reventaron con un ruido ensordecedor. Los parasoles salieron volando por los aires, las mujeres gritaban…

Penelope salió catapultada del coche. Medio escondida bajo un arbusto, medio enterrada bajo pedazos de madera, necesitó un tiempo hasta que comprendió que seguía viva. Oía gemidos, gritos, unos quejidos profundos y horribles. Un caballo agonizaba. Oyó el llanto incesante de una mujer, y de nuevo los gemidos. No era una pesadilla.

El sol matutino intentó penetrar bajo el arbusto, Penelope parpadeó y levantó despacio la cabeza. Apenas podía mover la mano, y la pierna, ¡la pierna! La tenía atrapada en la falda, casi más inmovilizada que cuando estaba bajo cubierta en el barco. No podía moverse ni un centímetro. Las cadenas volvieron a sonar alrededor de ella, estaba encadenada, encadenada…

—Ann —murmuró en la arena roja—. Ann.

Los gritos alrededor ganaron en intensidad.

—… buscar ayuda, ¡ayuda! ¡Mirad, ahí viene…!

—… ¡camilla, heridos! —Una mujer se puso a gritar histérica e intentaron calmarla.

Por fin el caballo había dejado de gemir. Los ruidos se fueron perdiendo. Penelope cerró los ojos.

—Penny. —Alguien le sacudió del brazo—. Penny. Larguémonos de aquí. Vamos, ven. —La voz se volvió más apremiante—. Penny, muévete. Tenemos que irnos antes de que nos descubran. Vamos, no te quedes aquí.

—¿Qué? —murmuró Penelope, cansada. Por lo menos consiguió levantar la cabeza dolorida.

Su amiga estaba agachada delante de ella, sucia, casi se confundía con el suelo de tierra. Solo veía la silueta de Ann.

—Maldita sea, vienen. —Ann la volvió a sacudir con fuerza—. Penny, yo me largo. Procura largarte también.

Se oyó un crujido en los arbustos.

—¡Aquí, mire! Cielo santo, ha sido un accidente horrible. ¿Cómo ha podido pasar? ¡Señora, la ayudaremos en cuanto podamos, sujétese, agárrese a mi brazo!

—Seguro que se ha roto la pierna…

—Llévatela al hospital lo antes posible. Chico, ve corriendo allí abajo y diles que vamos con heridos. ¡Dile al médico que lo prepare todo!

—Mire esto… cielo santo…

—Deben de haberse desbocado los caballos.

—¿Hay también un cochero?

—Bueno… solo ropa marrón… ropa de presos…

—Aquí hay otra.

Entonces aparecieron unas botas relucientes ante la vista de Penelope.