5

La mañana llegó, y se fue, y llegó, y no trajo el día, y los hombres olvidaron sus pasiones ante el terror de esta desolación y todos los corazones se helaron en una plegaria egoísta por luz.

LORD BYRON, Oscuridad

Al principio pensaron que la puesta de sol les engañaba con su colorido, que simulaba mucho más de lo que en realidad era. Creían que el sol había dado un salto en el aire para darles la bienvenida a Nueva Gales del Sur, tanto a los voluntarios como a los proscritos, como prueba de que la nueva tierra no era un espejismo que centelleaba por el calor, y que tras la prolongada oscuridad les esperaba la luz. Sin embargo, el ocaso se ocultaba tras el fuego, que se extendió a toda prisa desde el almacén de provisiones situado junto a la cubierta femenina. Originado por una llamita en un montón de ropa olvidada, primero se propagó por la cubierta inferior y luego echó llamaradas por las escotillas enrejadas hacia el aire.

—¡Fuego! —gritó un marinero—. ¡Fuego a bordo! —Salió corriendo hacia la cámara de oficiales agitando los brazos, como si se pudiera hacer algo contra las llamas. Sin embargo, el barco llevaba el fuego en las entrañas como una cría malvada que esperaba el momento adecuado para salir a la luz del día.

Haddock se encontraba en una situación extremadamente complicada: se dirigían directamente al puerto de Sídney, los mástiles de dos barcos escondían el mar de casas de la colonia. Parecía inevitable una catástrofe. Los cañones del Miracle estaban cargados porque en la calma del océano pululaban piratas, según le habían contado. En realidad no habían avistado ningún barco pirata, pero las balas y la pólvora estaban en los cañones a punto de explotar. Era el precio de su precaución.

—¡A los botes! —gritó el capitán Haddock—. ¡Todos los botes al agua! ¡Recoged las velas, dirigíos a estribor y esperad allí!

Desde que se habían adentrado en la bahía de Port Jackson, los marineros tenían las miradas de añoranza clavadas en la orilla verde. Los oficiales se apartaban los unos a otros a puntapiés y se forzaban a trabajar, también los vigilantes tuvieron que echar una mano. El caos en el barco fue aumentando. En algún lugar se oyó un disparo. Las mujeres se colocaron asustadas contra la pared del barco, como si pudiera servirles de escondite.

—Maldita sea, vamos a saltar todos por los aires. —Presa del pánico, Carrie recogió su fardo de harapos, dispuesta a huir en cuanto tuviera ocasión.

Mary oteó por encima de la barandilla y apretó la cabecita de Lily contra su pecho.

—Vienen barcos —dijo con la voz ronca—. Seguro que nos sacarán de aquí. No sacrificarán a un barco entero de presos, al fin y al cabo les hemos costado mucho dinero.

Jenny soltó una risa sarcástica.

—¡Eso sí que es un buen motivo! ¡Y piensa en todas las provisiones que se han reservado para vender!

La risa de Jenny fue lo último que oyeron antes de que su mundo se incendiara. La cámara de oficiales saltó por los aires con un ruido ensordecedor. El fuego se propagaba por el puente a toda velocidad, ya no se veía a James Haddock tras el recinto, solo resonaban sus órdenes fantasmales a través del ruido. Había dos hombres al timón, las velas daban vueltas y bajaron el ancla. Si no conseguían girar a tiempo, el barco haría una maniobra brusca gracias al ancla y tal vez zozobrarían, pero no seguirían avanzando hacia el puerto. Los marineros, con un coraje fruto de la desesperación, trepaban por los obenques y recogían las telas. No era para salvarlas de las llamas, sino para aprovechar cada minuto y que el barco diera media vuelta más rápido antes de que el fuego impusiera su ritmo.

En el puerto doblaron unas campanas. La alarma contra incendios sonaba imprecisa y monótona en el agua. ¡Menuda bienvenida!

Desde que habían pasado junto a Botany Bay, a donde iban los primeros presos del país, Penelope sentía que su corazón latía de nuevo. «Nada de mirar atrás», se decía a sí misma, «hay que mirar hacia delante, detrás solo queda el mar… y delante la esperanza. ¡Recuérdalo! Tienes un objetivo. Tu padre sobrevivió al barco, tú también lo conseguirás».

Se aferraba a aquella idea. No le habían hecho preguntas, como si las mujeres supieran también esta vez lo que había ocurrido. Por fin era una de ellas, una flor marchita, con la diferencia de que a ellas les pagaban por sus servicios y a Penelope la engañaban en cada relación. La vergüenza que sentía le quemaba más que cualquier fuego, y el trago de ron que había tomado para celebrar la llegada tampoco pudo atenuar esa sensación. Dos mujeres compasivas le ofrecieron su cucharón en silencio, y ella bebió sin rechistar. Cuando después empezó la embriaguez, pudo incluso dirigir la mirada hacia los árboles que había a lo largo de la orilla y convencerse de que la maleza verde era el inicio de una nueva vida, con el cielo despejado y la niña en brazos. Todo era posible porque había sobrevivido.

Pero la verdad estaba en el barco. Sídney estaba a la vista: ese grupo de casas de tierra roja donde se adivinaba la filigrana que formaban los mástiles de dos barcos. Al cabo de un segundo perdió su sentido como objetivo de su viaje. Toda la estructura del Miracle estaba ardiendo en llamas, que salían de todas las escotillas. Los hombres gritaban palabras sueltas, como «¡cañones!». Consiguieron tirar dos de ellos al agua, pero ¿qué eran dos cañones en comparación con catorce más? Hombres desesperados intentaban salvar todo lo posible de los camarotes: ropa, bolsas, incluso la vajilla salió volando por la borda para que no la devorara el fuego. Uno de los soldados más jóvenes sacó a rastras por la puerta una caja y la levantó por la borda. Cuando la arrojó fuera del barco, un superior lo arrancó de allí y le exigió a patadas que retrocediera y fuera a donde se necesitaban todas las manos posibles para salvar a personas del fuego.

Una violenta explosión sacudió el barco entero. Junto a la escotilla donde antes bajaban los hombres a su prisión casi se derrumbó el techo: el primer barril de pólvora había sido pasto de las llamas y había saltado por los aires. Era el final. Penelope gritó como una posesa. Había huido a su viejo escondite junto a los cabos y salió despedida por la onda expansiva. Alguien la vio tumbada sobre los tablones, la levantó por los brazos y la empujó hacia el timón, donde el fuego aún no se había abierto paso.

—¡Adelante! —rugió el vigilante—. ¡Muévete, no queda nadie atrás!

—¡Mi hija! —le gritó Penelope—. Mi hija, ¿dónde está mi hija?, ¡mi hija!

—¡Tú procura salvar tu culo! —le contestó él a gritos, y le dio una patada con todas sus fuerzas en el trasero.

Al caer, el vigilante la agarró de la camisa y la llevó a rastras a su lado mientras caminaba. Habían reunido a las mujeres, que no paraban de gritar, junto al timón, y el capitán en persona se encargaba de levantarlas por encima del barco. Desde abajo media docena de brazos se estiraban hacia ellas: el primer bote de salvamento había llegado al Miracle.

Fueron saltando por los aires una tras otra, como si fueran bultos que daban gritos. Penelope miró alrededor aterrorizada. ¿Dónde estaba Mary, dónde estaba Mary con su hija? Tras el marinero que estaba junto a la borda reconoció el cabello rubio de Carrie y oyó sus gritos. Thelma cayó directamente en brazos de un asistente y lo arrastró por la borda del pequeño bote. Pudieron volver a meterlos dentro con rapidez. Jenny se resistía a las manos del oficial, que aun así la lanzó y no acertó por poco. Jenny golpeó primero de frente el borde del bote, luego cayó al agua inerte.

—¿Madre? —Penelope recuperó la voz, tenía a dos mujeres delante y ninguna detrás. ¿Dónde estaba? ¿Y dónde estaba Lily, si la había dejado en brazos de su madre?—. ¡Madre! —gritó, aterrorizada—. ¡Madre, Lily!

Haddock la agarró y la levantó. Pasó por encima de la barandilla sin decir palabra, pues era solo una de tantas con ropa de presa. Luego Penelope abandonó el barco. No fue la primera como le había aconsejado Liam, y además todo había sucedido de manera muy distinta a como lo había imaginado.

En el aire dio una vuelta sobre sí misma como un gato. Lo último que vio fueron los brazos tendidos y la expresión de horror de Bernhard Kreuz.

Mary vio a su hija volar por los aires. La habían dejado bajar una de las primeras por la niña que llevaba en brazos, y se sentó en un lugar seguro en el bote de salvamento, que se alejó del barco en cuanto estuvo lleno. Se prohibió gritar al ver caer a su hija. Hasta que le tocó a Jenny, que había golpeado contra el borde del bote, todas las mujeres habían caído ilesas en el bote. ¿Por qué iba a ser distinto con Penelope? Las llamas se elevaban en el cielo, un cañón explotó, luego el siguiente, y el bote se rompió bajo sus pies. Salió disparada al aire, todo empezó a dar vueltas, acabó en el agua y se hundió.

Mary luchó por regresar a la superficie, con la niña apretada contra el pecho, pero le costaba nadar con un brazo, y cada vez que respiraba le entraba agua en la boca. Alrededor había personas por todas partes que luchaban contra las olas que provocaba el barco, que se hundía. Piezas del barco, cajas, cascotes, todo bailaba sobre las olas, y cuando eran demasiado grandes cortaban a la gente que intentaba nadar. Mary avanzó a nado, tosiendo. La niña que llevaba en el brazo no paraba de sumergirse en el agua, no sabía si seguía con vida. Las fuerzas iban menguando. Aprovechó el último impulso para subir a la niña a un baúl de viaje que vagaba a la deriva, pero cuando intentó agarrarse al asa que tenía en un lateral se le resbaló de las manos y el baúl se fue alejando. Una ola la engulló. Cuando volvió a aparecer tosiendo e intentando respirar, el baúl de viaje había desaparecido con Lily.

Se fueron acercando más botes desde tierra. Mary oyó campanas de iglesia, una lúgubre música de fondo para su húmedo entierro. Mientras pensaba que la muerte tenía un sabor salado, las manos enérgicas seguían saliendo del agua y se agitaban con todas sus fuerzas para alejarse del barco en llamas, que estaba medio de costado. Tras una última explosión se hundió en el mar. Los cascotes volaban como proyectiles por encima de sus cabezas, la onda expansiva en el agua atrapó un bote y lo volcó con todos sus ocupantes.

Carrie estuvo sentada un rato a su lado. La había encontrado en la orilla, donde habían colocado a los presos en fila para contarlos y contabilizar las pérdidas. Thelma. Jenny. Mary MacFadden. Por mucho que Penelope mirara alrededor, no vio a su madre entre los supervivientes, así que el nombre de Mary fue incluido en la lista de desaparecidos. Penelope era incapaz de pronunciar siquiera el nombre de su hija, solo podía temblar y apoyar la cabeza en el hombro de Carrie.

Los oficiales se dispersaron para llevar a los heridos a un lugar mejor. Haddock llamó a su primer oficial, y el médico del barco se encontraba vomitando bajo la sombra de una palmera. La mayoría de los náufragos estaban en cuclillas en la arena caliente, con la mirada perdida al frente, sin ni siquiera reaccionar cuando les colocaban mantas encima y les llevaban jarras con vino fino.

Con la última luz del día se había hundido en el horizonte el barco en llamas junto con los cañones cargados: el peligro había pasado definitivamente.

—Y a nadie le interesarán ya los chanchullos de ese putero —dijo alguien junto a Penelope.

—¿Qué…? —Levantó la mirada, aturdida.

Carrie se arrimó más a ella. El cabello rubio y mojado le colgaba hasta el pecho desnudo.

—Bueno, se ha quemado todo, todos los libros donde registraban quién era golpeado y quién moría. Y cuánta comida habían repartido. Más de un capitán ha tenido que pagar por su crueldad.

—Pero el capitán ya está muerto. —Aquella palabra tenía un eco tétrico. No podía seguir pensando.

—Cierto, y de qué manera. —La voz de Carrie sonaba demasiado animada.

¿Por qué hablaba así? Penelope no soportaba la charla, tenía ganas de levantarse e irse, pero las piernas se le doblegaron al dar dos pasos, y cayó sobre la arena caliente… la arena ardía sobre la piel del rostro, se le metía entre los labios resecos. Quería quedarse ahí tumbada, esperar a que el dolor sordo que sentía en el corazón desapareciera. Esperar a que ocurriera algo bueno, a que llegara su madre, con la niña…

—Rápido, siéntate, niña, vienen los hombres. —Carrie la levantó por detrás y la arrastró para colocarla a su lado—. Arréglate el pelo, ¡que vienen! ¡Los hombres que buscan esposa!

—Pensaba que íbamos a la cárcel.

—¡Si tenemos suerte, iremos a un hogar!

—Pero… ya hemos sido juzgadas: ¡catorce años! —Le costaba tanto hablar… Penelope se frotó los ojos como si le fuera a ayudar a entender mejor la emoción de Carrie. No le sirvió, aunque Carrie se esforzaba mucho.

—Olvida el pasado, Penny —insistió ella—. No mires atrás. Ahora tienes que labrarte tu camino, ¡ahora! ¡Mira, ahí vienen! Solo tienes esta oportunidad, Penny. ¡Uno de esos tipos libres tiene que ser para ti!

Sídney no conocía la compasión. Ahora que los presos del Miracle estaban en tierra, aunque no hubieran llegado por la vía habitual, ya podían repartírselos, como hacían siempre que llegaba un barco. La playa y el muelle se llenaron de gente, carros y coches de caballo. Chuchos peludos correteaban husmeando entre los náufragos, persiguiendo las manos que los rechazaban. Señores rechonchos escogían a los hombres más fuertes y los cargaban en carros. «Hombres de campo», se oía, «tendrán que matarse a trabajar, que Dios se apiade de ellos». Los agarraban del brazo y les levantaban las camisas desgarradas para ver los músculos del pecho. Penelope gritó horrorizada cuando un hombre se plantó frente a ella, la puso de pie y con la mano derecha le apretó el brazo y con la izquierda los pechos doloridos.

—¡Esta aún tiene leche! —Soltó una carcajada grosera y la dejó caer en la arena.

Ella se acurrucó llorando y ya no reaccionó cuando el hombre le dio una patada.

Otras mujeres eran más listas. Con la cabeza entre los brazos vio cómo se hacían trenzas rápidamente y se las peinaban, vio rostros con sonrisas esperanzadas… mujeres que se ofrecían. Su cerebro iba demasiado lento… ¿qué hacía esa mujer en brazos de aquel tipo? ¿Y qué pasaba con las que nadie quería?

—Es tu única oportunidad.

Penelope levantó la cabeza demasiado tarde para ver quién tenía delante, pero ya no había nadie. El gentío y el lío de voces habían terminado, y la arena estaba llena de pisadas. La habían pasado por alto. Ahora la gente se acumulaba alrededor de un puesto de madera donde alguien meneaba una lista y gritaba nombres de presas. «¡Thelma Brown!», oyó. «¡Elizabeth Smythe!» La mayoría los de hombres tenían una mujer al lado a la que querían rescatar… Ahora entendía lo que Carrie intentaba explicarle: la mano de un colono libre era el pase de oro, y su propuesta de matrimonio la única vía legal para evitar el destierro.

Carrie se había ido.

Todas las que Penelope conocía se habían ido. Dominó el pánico. Las mujeres de alrededor se juntaron más, como si quisieran hacerse fuertes aunque nadie las hubiera querido por ser demasiado viejas, débiles o feas. O, como Penelope, porque se les había pasado el momento. Miró alrededor con cuidado. Ninguna de las mujeres había advertido su presencia. Ahora solo había una persona en el mundo que podía ayudarla: ella misma.

—Esas mujeres tienen que vestirse antes de subir al bote. Tienen un aspecto deplorable: tenéis que darles ropa. No se puede aguantar una cosa así. —La voz sonaba un poco gangosa, pero en el fondo amable—. Todo el mundo pensará que solo vienen prostitutas a nuestra tierra.

—Pero es que solo vienen prostitutas a nuestro país, señora —replicó otra voz, de alguien que se aclaró la garganta antes de dar la siguiente explicación—: Son prostitutas de las peores, de lo contrario estas mujeres no estarían aquí y llevarían una vida decente en Inglaterra con un marido e hijos.

—¡Pero no por eso tenemos que humillarlas con su desnudez! —La mujer no cedía.

—A esa chusma no se le puede ni humillar, señora Macquarie…

—No quiero oír más tonterías. Que les traigan ropa, y vista a esas lastimosas criaturas antes de que caiga la noche y se congelen. —Las faldas crujían, tal vez llevaba dos, una encima de la otra, olían a jabón cuando pasaban por delante sujetas por una mano delgada.

El viento intentó salvar a Penelope. Hizo que el pañuelo de encaje de seda de la dama cayera delante de sus pies, se quedó enredado, ella lo recogió y sus dedos reconocieron enseguida un precioso encaje. Ella acarició con nostalgia la pieza de color amarillo brillante que la dama sujetaba delante de la nariz para protegerse del hedor que emanaban las recién llegadas. Una dulce ráfaga de perfume le llegó desde el pañuelo y le envió saludos desde un salón blanco en la otra punta del mundo.

—¡Aparta tus mugrientas zarpas, ladrona! —le gruñó el criado, que se inclinó para arrebatarle el pañuelo.

La dama se volvió sorprendida.

—Pero, Thomas…

«Ahora», le susurraba el viento, «¡ahora!».

—Yo… sé hacerlo —tartamudeó Penelope—, sé hacer encaje… —El pañuelo se le resbaló de los dedos.

El criado frunció el ceño, y cuando le entregó el pañuelo a su señora se acercó a Penelope con una mirada de curiosidad.

—¿Sabes hacerlo? ¿De verdad? —le preguntó, incrédulo.

Penelope asintió con energía.

Los ojos severos de Elizabeth Macquarie la escudriñaron con atención, repasaron su rostro enjuto y las manos temblorosas de la agitación, que tras tantos meses en el mar en realidad no tenían aspecto de haberse dedicado a las labores.

—Yo era encajera en Londres, señora —susurró Penelope.

Entonces alguien se acercó corriendo a la señora.

—Señora, su esposo la está buscando, espera en el coche. Ha dicho…

—Yo hacía encaje. —Penelope intentó dar un salto para que la señora no se fuera, pero era demasiado tarde. El momento mágico había pasado. Elizabeth Macquarie se había dado la vuelta sin decir nada y siguió a aquel hombre. «Boba», le reprendió el viento, y luego regresó al mar. «Tú verás cómo te las arreglas».

Penelope se vino abajo.

—De verdad que sé hacer encaje —no paraba de decir en voz baja para sus adentros, pero nadie la oía.

Hacía tiempo que la señora había desaparecido de la playa. Sin embargo, por lo visto sus deseos fueron escuchados, pues dos hombres con ropa de reclusos descargaban de un carro mantas y ropa para que las que quedaban pudieran tapar sus vergüenzas. Se repartieron pantalones, camisas y vestidos sencillos que se ataban a la cintura con una cuerda. La tela áspera tenía el mismo color que el suelo que pisaban. Entre los árboles habían levantado un campamento provisional, controlado por dos vigilantes que se tomaban su trabajo muy en serio. El pago especial de dos jarras de ron los hacía más rigurosos. Un intento de fuga acababa en paliza. Penelope observaba su comportamiento: cómo empinaban el codo, se pavoneaban o hacían girar el látigo. Era inútil intentarlo, esos dos lo veían todo. No tenía sentido buscar a Mary.

El puerto de Sídney se vació y la noche se cernió sobre Nueva Gales del Sur.

Era su primera noche como presa de la colonia británica en la otra punta del mundo.

A nadie le interesaban ya los que habían quedado cuando atravesaron Sídney. La mayoría estaba demasiado débil para caminar, así que los habían cargado en carros. Un anciano murió durante el trayecto. Las mujeres lo colocaron en el suelo entre sus pies. Por lo menos una le tapó la cabeza con un pañuelo.

—Qué calor —murmuró la vecina de Penelope—, maldito calor… nadie nos habló de él.

—Nadie nos contó nada —replicó esta. Comprobó que le sentaba bien hablar porque la distraía. De noche temía enloquecer por el dolor que le causaba tanta pérdida—. ¿Sabes adónde nos llevan? —le preguntó Penelope, que se sentía más valiente.

El nuevo día amaneció con un sol como jamás había visto en Inglaterra. Consiguió infundir confianza en los corazones y cubrir a los náufragos con un calor agradable. Penelope se metió en la boca el último pedazo de pan. Todos habían aceptado agradecidos el pequeño desayuno por la mañana, ella incluso se lo comió con hambre. Luego le resultó más fácil ordenar los pensamientos y reflexionar sobre cómo podía buscar a Mary. Su madre fue la última que estuvo con la niña, así que tenía que encontrar a Mary.

—He oído que nos llevan a la fábrica de Parramatta —dijo la mujer—. Se ve que es muy bonito.

—Parramatta. ¿Y no a Sídney? —Penelope frunció el ceño. Parramatta sonaba a desierto. ¿Cómo iba a buscar entonces a su madre?

El carro traqueteaba sobre el pavimento irregular al pasar junto a unas casas bajas que se protegían del calor entre árboles altos. Penelope aguzó la vista y vio unas vallas, arbustos en flor y pequeños huertos. La imagen era en cierto modo parecida a Inglaterra. De todas partes salía gente para observar a los ocupantes del carro. El cochero se detuvo en una conversación.

—¡No llevas nada para mí, Jones! —le gritó un hombre bronceado que agitaba su sombrero de ala ancha—. La próxima vez que sean más jóvenes…

—Pero, Sam, las más guapas se las repartieron ayer por la tarde. Seguro que estabas acostado borracho otra vez —contestó el cochero.

El otro se echó a reír.

—Sí, por la tarde tengo otras cosas que hacer.

—La próxima vez haremos más ruido cuando hagamos saltar el barco por los aires para que en medio de la cogorza oigas que han descargado a presas nuevas. —Una mujer que acababa de llegar para ver al resto de los recién llegados soltó una fuerte carcajada.

—Ya, el barco, vamos, cuéntanoslo, ¿de verdad se incendió? —preguntó un tercero.

La gente se quedó quieta, comentando los dramáticos sucesos de la tarde anterior y a qué altura se habían elevado las llamas en el cielo, y Sam no paraba de sacudir la cabeza al comprobar que en realidad no se había enterado de nada. Con un fuerte acento escocés rogó que la próxima vez llamaran a su puerta y le dijeran a la empleada que le hacía la comida que lo sacara a rastras.

—Grita mucho cuando se ocupa de ti —soltó un anciano con una risita—, de todos modos no nos oiría.

—Ya tienes una empleada, ¿para qué necesitas otra? —se sorprendía otro.

—Una para la cama y otra para la cocina, y las dos tienen mucho que hacer —dijo la mujer entre risas.

Luego el carro siguió su camino con los presos, y nadie se volvió para mirarlos.

Mary había conseguido con sus últimas fuerzas enterrar las manos en la arena húmeda para luego arrastrarse por la orilla. El agua le había deformado el rostro. Apenas podía resistirse a que le entrara en la boca, y tenía náuseas del sabor a sal. Tosió. Más sal.

—¿A quién tenemos aquí?

Alguien intentó ponerla de costado con el pie. Estaba demasiado débil para oponer resistencia, pues la lucha contra las olas la había dejado exhausta. Cuando abrió los ojos vio que estaba sola en la arena. Cerró los ojos con resignación.

—Debe de venir del barco incendiado, ¡cielo santo!

Miracle —susurró Mary, como si sirviera de ayuda—. Miracle

—¡Madre de Dios, pero si está viva! —Una mujer se arrodilló a su lado y le apartó el cabello mojado de la cara—. Necesita ropa seca, Paul. ¡Ve a buscar el carro y ayúdame! ¡A qué esperas!

Jemimah Harris era una colona decidida y enérgica de Cornwall. Dirigía junto con su marido una pequeña granja de cría de ovejas al este de Sídney que les daba suficiente para alimentarse los dos y dar de comer durante unos días a una náufraga como Mary MacFadden hasta que recuperara las fuerzas.

—Pero ya sabes que tenemos que entregarte —le dijo al cabo de unos días por la tarde, mientras estaban sentadas en el banco de madera que había delante de la humilde casita, mirando cómo los gatos jóvenes alborotaban—. No necesitamos trabajadores. Tal vez el año que viene…

—Mi hija estaba en el barco —dijo Mary sin rodeos—. Mi hija y su hija pequeña.

Jemimah se la quedó mirando y luego asintió despacio.

—¿Sabes? Los días después del incendio encontraron muchos cuerpos. A lo mejor hay listas, quizá tienes suerte. Mañana lo veremos. —Vertió el agua caliente sobre las hojas de menta que cogía todos los días en el jardín—. Pero hoy aún tienes que descansar. —La menta de Jemimah emanaba olor a hierba y tenía un sabor peculiar. Daba energía y ánimos. Mary esperó con fuerzas a que llegara el nuevo día.

Tal vez el motivo por el cual la tarde anterior Ann Pebbles no había encontrado a un hombre que le comprara el pase de oro eran los dientes que le faltaban. Era una de las mujeres que se había pasado todo el trayecto desde Inglaterra en los camarotes de los oficiales, y según contaba al final su último bienhechor la molía a palos.

—Me pegaba hasta que escupía todos los dientes. —Antes de que la mataran el pus y la fiebre fue lo bastante lista para enjuagarse la boca con agua salada—. El dolor era horrible, pero era mejor que morir. —Se esforzó en sonreír—. La sal también ayudó a sobrevivir a los que habían recibido latigazos. A mí el látigo me dio en la cara. —Se encogió de hombros—. Podría haber sido peor, a algunos los mataban a golpes.

Penelope le colocó los dedos en la mejilla con cuidado. Cada vez tenía más calor. La hinchazón había convertido el rostro antes bello en una mueca grotesca.

—Supongo que los tipos de ayer tenían miedo de que los devorara si me llevaban con ellos. —Ann tragó deprisa la papilla que había aclarado con agua de su vaso. Comer le ocasionaba mucho dolor, pero eso no le interesaba a nadie: el médico que había examinado a los presos había pasado por delante de ella sin prestarle atención.

—¿Cómo era el médico? —preguntó Penelope con el corazón acelerado, pues tenía la esperanza de encontrar como mínimo a un conocido en su descripción, el médico alemán al que había perdido de vista con el naufragio.

Ann se encogió de hombros de nuevo.

—No lo sé, ni siquiera me examinó, sabía que estoy sana. Al fin y al cabo es médico. —La última frase rezumaba una ironía amarga, así que Penelope no se atrevió a hacer más preguntas.

Tras una breve noche en una barca de río, donde apenas durmieron, acurrucadas muy juntas por miedo a los animales salvajes que podían saltar a la barca desde la orilla, el bote atracó en medio del bosque por la mañana. No había habido desayuno, el barquero era de la opinión de que eso era asunto de la fábrica para la que iban a trabajar a partir de entonces.

—¡Pero nos prometieron una comida! —le gritó Ann Pebbles—. ¡La estás robando, maldito ladrón!

Las perlas que se había atado el barquero en la barba enmarañada temblaron primero, rompió a reír y luego le dio un puñetazo en la cara con tal rabia que la chica se tambaleó hacia atrás hasta caer en brazos de Penelope. Después se puso a llevar a la orilla las cajas de comida llenas, donde las cambió por un barril de ron.

Penelope comprendió cómo iban los negocios allí.

La fábrica de mujeres, un edificio inclinado y ruinoso, se encontraba cerca del embarcadero, junto al agua. Las crecidas habían corroído los fundamentos y dejado zonas mohosas. Dos pájaros de colores salieron volando desde la azotea y sobrevolaron las cabezas de las mujeres con ganas de atacar. Penelope agitó los brazos por instinto por encima de la cabeza para protegerse de los violentos picotazos. Más tarde se enteraría de que al señor Hershey, el supervisor de la fábrica, le divertía adiestrar a sus papagayos para que atacaran al vuelo.

Continuamente había que agachar la cabeza, igual que cuando las empujaban hacia el patio por la estrecha puerta de la fábrica, que apenas merecía ese nombre porque solo estaba compuesta por una sala alargada que en la planta baja estaba dividida en celdas y en la superior albergaba los talleres. El taller era una sala estrecha que olía a moho, tan baja que casi no podían ponerse de pie. La inmundicia resbalaba hasta las celdas a través de los tablones agujereados del suelo. En algún momento caería la primera trabajadora por un agujero y se rompería los huesos.

Los taburetes y los tornos de hilar estaban tan juntos que casi era imposible trabajar sin estar apretadas. Sobre las montañas de fieltro y de lana había unas mantas gruesas: por lo visto era el campamento nocturno de las presas que habían sido trasladadas a Parramatta. El dueño tenía las reglas vigentes muy claras.

—Quien no obedece es expulsada —anunció Hershey antes de que las mujeres ocuparan sus asientos junto a las ruecas.

Aquella misma tarde Penelope averiguó que lo mismo podía ocurrir sin haber hecho nada malo. Había estado todo el día sentada en la rueca junto a Ann Pebbles, tejiendo montañas interminables de lana afelpada para convertirlas en hilos más o menos rectos, estimulada por la señorita Soakes, que supervisaba el trabajo en la fábrica con la rabia de un bulldog y utilizaba una caña que hacía bailar sin previo aviso sobre las espaldas de las mujeres. Una de las mujeres mayores se dio la vuelta asustada hacia ella y gimió de dolor cuando la caña le impactó en la cara. Como castigo, la anciana tuvo que desmontar su lecho y dejar sitio para una más joven.

—Pero ¿por qué? —replicó Penelope, que llevaba todo el día soportando en silencio los gritos y la cháchara de la supervisora, como había aprendido en Londres con madame Harcotte.

La arbitrariedad en la colonia era de una dureza muy distinta del taller de madame Harcotte, pues la señorita Soakes se dio media vuelta, la observó con el ceño fruncido y le señaló la puerta.

—¡Fuera!

—Pero ¿por qué?

—¡Fuera!

Al ver que Penelope no se levantaba lo bastante rápido de la rueca, recurrió a la varilla, le pegó y le dio tal golpe por detrás en la espalda que Penelope cayó de cabeza por la escalera que tanto le había costado subir por la mañana.

—En mi casa no duermen rebeldes —resonaba la voz de la supervisora por el pasillo mohoso—. ¡Mañana a las ocho estarás aquí trabajando, de lo contrario mandaré que te vayan a buscar y desearás que no te encuentren!

Penelope estuvo vagando hasta el atardecer, entre las pocas casas de Parramatta. El calor despiadado hacía que se desplomara, y el estómago se rebelaba contra la grasienta sopa de carnero del mediodía. Tenía que luchar sin cesar contra las náuseas: agacharse, respirar. Levantarse, dar unos pasos, sin objetivo. No paraban de acercarse tipos que la agarraban, la llamaban prostituta y se reían de ella. La anciana que había sido expulsada de la fábrica antes que ella lo hacía con un colono en plena calle, junto a la taberna. Su trasero blanco y flácido brillaba en la penumbra. Penelope se apretó más la manta contra el cuerpo, asqueada.

—Así se consigue una cama aquí —comentó alguien tras ella—. Si quieres una cama para pasar la noche, ese es el precio. ¿Te parece demasiado?

Penelope quiso salir corriendo, pero una zarpa la agarró del brazo.

—¿Buscas una cama? Eres nueva por aquí, no te había visto nunca. Te daré una jarra de ron si ahora mismo…

—¡Búscate una prostituta, de mí no conseguirás algo así! —gritó ella sin mirar al hombre.

El tipo se echó a reír.

—Aquí todas son prostitutas, niña, y se puede conseguir todo de todas si se pregunta correctamente. Ya lo descubrirás. —Él le dio la vuelta y le obligó a mirarle a la cara. Los ojos reflexivos no encajaban ni con la barba enmarañada ni con la conversación insolente—. Me llamo Joshua Browne. He cumplido cuatro años de mi pena, solo me quedan tres, luego seré libre y volveré a Irlanda. Cuido el rebaño del reverendo Marsden. Me dio una tienda para que estuviera día y noche con sus malditas ovejas, pero es muy solitaria y fría. Si durante la noche mantienes el fuego y me cocinas algo, te puedo ofrecer protección. Piénsatelo. —Tenía una expresión sincera en el rostro.

Penelope no pudo evitar reírse para sus adentros. ¿Sincero? Allí nadie era sincero, todo el mundo tenía algo en mente, pensaba en su propio beneficio y no se detenía ante nada, eso lo había aprendido en poco tiempo.

—Déjame en paz —dijo ella finalmente.

—Como quieras. —Joshua se alejó unos pasos, luego se dio la vuelta una vez más—. Eres nueva en Parramatta. Aún no sabes cómo funcionan las cosas aquí. En este lugar la noche oculta algo tras cada roca.

Ella lo dejó plantado. Había sobrevivido al viaje en barco y había logrado llegar hasta allí sola. No necesitaba consejos, y mucho menos un protector que la manoseara entre las rocas.

Cuando caía la tarde Penelope tuvo que admitir que probablemente aquel hombre tenía razón.

Al anochecer el calor era obstinado y pegajoso. El viento se había detenido del todo. Penelope echaba de menos una tormenta de alivio, pero el cielo azul marino no parecía anunciar lluvia. Con la garganta seca le costaba tragar. Continuó su camino con gran esfuerzo. Parramatta no era grande, pronto llegó al final de la población sin ver apenas diferencias entre las casas modestas en el polvo. En todo caso unos habitantes tenían más cabras que otros, que balaban sin fuerza tras las vallas ladeadas, vigiladas por perros encadenados. Las casas estaban cerradas a cal y canto, no se veía ni un destello de luz tras los postigos. Quien estuviera deambulando por las calles no tenía nada decente en la cabeza, en eso la colonia no se diferenciaba de Londres.

Sombras tenebrosas pasaban con sigilo, y los gritos de los borrachos resonaban en las paredes de las casas. Voces femeninas estridentes como cacareos destacaban sobre el fondo de los gritos procedentes de la taberna, cuyo fuerte olor a alcohol llegaba hasta la calle. Penelope tuvo que agudizar la vista para distinguir algo en la oscuridad. En realidad estaba demasiado cansada, así que se acurrucó debajo de uno de los árboles altos para descansar un poco…

Unos pájaros de colores salieron volando y entonaron su horrible canto como un coro de almas perdidas, tal vez las de los muertos del Miracle. Quizá fuera solo un canto a la desesperación. Luego llegó la oscuridad, antes de lo que había imaginado. La confusión era insoportable. Hasta entonces Penelope había sacado fuerzas de la esperanza de llegar a un sitio, un lecho que poder considerar propio. Pensaba que dormiría profundamente y que tendría nuevas perspectivas para el día siguiente. Aunque solo fuera tejer en una fábrica de lana y recibir un almuerzo, algo que la ayudaría a mirar hacia delante. Pero ya no lo creía, aquella noche era el final, un final horrible.

Una sombra delgada salió del fresco de la noche y pasó por delante de ella. La arena rojiza resplandecía en la piel negra, el blanco del globo ocular desprendía un brillo inquietante. Junto al hombre destacaba una lanza desde el suelo. Iba desnudo excepto por un taparrabos y se aguantaba sobre una pierna, hasta donde ella pudo ver. Le tendió una mano enorme al tiempo que profería gritos guturales.

Penelope se puso a gritar con todas sus fuerzas. Dio un salto hacia atrás, pero solo estaba el árbol y el fuerte choque casi le hace salir despedida. ¡Era uno de los salvajes que metían a sus víctimas en una caldera y las cocinaban hasta que se podían comer! ¡Se lo habían contado en el barco! No fue lo bastante rápida para recuperarse y huir, y el negro se puso a gesticular delante de ella, parecía que cada vez se acercaba más a la pata coja, le cortó el camino, llamó a otros…

Los perros aullaban en la noche. Eran toda una manada, tal vez fueran lobos. Sintió un nudo en la garganta de puro miedo. Nadie había reaccionado a sus gritos, nadie la había oído.

Echó a correr hacia la oscuridad. Le daba igual dónde acabar con tal de dejar atrás a esos negros… su carrera terminó pronto en brazos del pastor.

—¿Has cambiado de opinión? —preguntó Joshua.

Penelope creyó reconocer algo parecido a la compasión en su voz.

—Tienes suerte de que aún estuviera cerca… —Olía a alcohol, probablemente había estado en la taberna esperándola.

—¡Ese negro me quería matar! —exclamó, al tiempo que se apartaba de él.

—No va a matar a nadie. Se llama Apari. Habla un poco de inglés y aparece de vez en cuando. Dice que aquí en Parramatta viven sus padres. Aquí, alrededor, en el aire. —Soltó una risa bondadosa—. No tengo ni idea de qué quiere decir. Están todos un poco locos, esos negros. Pero también son peligrosos si aparecen unos cuantos en la oscuridad. Si vas a vivir conmigo, tienes que llevar siempre encima un cuchillo. Te daré uno.

Así consiguió Penelope su alojamiento: el miedo al negro y su lanza era mayor que sus reparos a seguir al pastor para salir de allí hacia el campo, donde la hierba seca arañaba las plantas de los pies y crujía debajo de la falda. El pastor siguió avanzando. Por lo visto no necesitaba luz, seguía su camino en la noche como un gato, pasando junto a los arbustos tras los que se ocultaban animales al acecho. A veces daba un golpe con un palo en el suelo y algo susurraba en la hierba.

—También necesitas zapatos —dijo él, sin detenerse—. Por aquí hay serpientes venenosas.

Penelope iba tras él tropezando, muda del miedo por sí misma, por estar siguiendo a un tipo al que no conocía, que apestaba a ganado y la llevaba al bosque, donde nadie la oiría gritar si le ocurría algo. Aquella noche no había luna, tal vez en aquel país no había y nunca encontraría el camino de vuelta.

—Ya hemos llegado, aquí vivo. Tienes que agacharte, pero si vienes del barco ya lo sabes. —Se rio en voz baja de su broma.

De hecho la tienda era un alojamiento inhumano. Desprendía un olor penetrante a oveja y lana, mucho antes de que abriera la entrada para iluminarle con la linterna el camino hacia el interior. Desde unos delgados troncos de árboles y unas telas que probablemente antes eran la vela de un barco se elevaba por encima de ellos la estructura en forma de cono, y en el medio ardía débilmente una hoguera. Eran excrementos secos de oveja, le explicó Joshua.

—No cuesta dinero, ahuyenta las moscas igual de bien y no arde en llamas. —Hurgó en las brasas—. El arroyo está a un trecho. Tienes que ir a buscar el agua a la luz del día, hay cocodrilos. No te metas descalza en el agua.

Penelope se lo quedó mirando desconcertada mientras él encendía una linterna y la sujetaba a un gancho. Luego sacó de las cenizas calientes una cazuelita tapada. Probó el contenido con una cuchara de madera y luego añadió en silencio un puñado de cebada perlada y trozos de remolacha picada a las gachas, que olían a grasa de oveja.

—¿Trabajas en la fábrica?

Ella asintió.

—¿Cuántos años…?

—Catorce —contestó ella en voz baja.

Joshua asintió y le dio un cuenco de madera donde la comida caliente humeaba. Allí todo apestaba a oveja: la sopa, el hombre que estaba a su lado, las mantas donde la había colocado… después de tantas semanas en el barco pensaba que ya no le importarían esas cosas, pero tal vez el hambre lo agudizaba todo. Finalmente Penelope consiguió superar el asco al pensar en el negro que estaba ahí fuera en algún lugar esperando con sus compinches. Engulló deprisa la comida: pasara lo que pasase, tendría el estómago lleno…

—Así que en la fábrica. Pues no es el peor lugar, que lo sepas —reanudó la conversación el pastor—. Te dan raciones de comida decentes, y cuando tienes la tarea terminada puedes trabajar en otra cosa y ganar dinero. Yo también lo hago. Aquí todo el mundo lo hace, y al Estado le da igual, siempre y cuando lleves a cabo el trabajo que te encargan ellos. Conocí a uno que era tan rápido que siempre había terminado después del mediodía. Luego hizo una pequeña fortuna con la tala. Dos años más y habrá cumplido su condena y será un hombre de fortuna. Se comprará un terreno y será más libre y más rico que antes en la maldita Irlanda. —Joshua le quitó de las manos el cuenco vacío—. Así funciona aquí. Mientras vives como un preso haces lo que dicen y ellos hacen lo que quieren. Pero todo el mundo intenta sacar el mayor provecho. —En el resplandor de las brasas Penelope vio que sonreía—. Es diferente que en casa, ya lo verás. Aquí no te ponen obstáculos con arrogancia y leyes para que hagas lo que quieras con tu miserable vida.

—¿Por qué estás aquí? —susurró ella con timidez.

El pastor hablaba con tanta amabilidad y sensatez que no imaginaba que pudiera haber cometido un crimen.

—Esquilé a escondidas las ovejas de mi jefe para que mi mujer tuviera lana que tejer. Solo me llevé un poco de lana, casi ni lo vieron. Entiendo de ovejas. —Sonrió—. Pero alguien me delató. Me espiaron… y ahí se acabó todo. Esperé medio año en la cárcel de Cork a que me llevaran a la horca, luego de pronto me trasladaron al barco. Mi Moira quería venir voluntariamente conmigo, pero no teníamos dinero. Cuando hayan pasado los siete años iré a trabajar para ganar dinero y poder pagarle el pasaje del barco. El reverendo Marsden ya me ha reservado terreno. Sabe que soy un buen pastor.

Penelope lo miró atónita. Nunca había oído una historia semejante de un preso. No era un delincuente, no era una persona que después de una pequeña falta se hubiera convertido en un criminal porque la vida, el hambre implacable o incluso el deseo de delinquir le hubiera llevado hasta allí. Alguien era el culpable de que hubiera acabado ante un tribunal… Joshua Browne aceptó la condena, en vez de luchar contra su destino o buscar culpables como casi todos los demás condenados que había conocido hasta entonces. Intentaba sacar lo mejor de la situación, y su fe en el futuro parecía inquebrantable.

—¿Y tú, por qué estás aquí? —Sacó de una caja una jarra de hojalata que olía a alcohol, sirvió dos vasos de barro de ron y le pasó uno—. ¿Bebes ron? Todas las mujeres beben ron… hace que se les suelte la lengua y se les aligere el espíritu. Y al final todo parece la mitad de desastroso. Ese es el ritmo de este maldito país: todo parece la mitad de malo cuando has bebido ron.

Joshua brindó con ella y se bebió su vaso de un trago. Penelope dudaba. Luego hizo lo mismo, cogió el caso, se lo colocó en los labios y tragó el ron. Sin embargo, enseguida se arrepintió de su ingenuidad infantil: ese ron era distinto del del barco. Le llenó la boca de una dureza gélida. El sabor era frío y extraño, y cuando al cabo de un momento se reavivó, se le instaló como un hierro candente en el paladar y empezó a toser de dolor.

—No tan deprisa, niña. Las prisas las abandonamos al llegar a Nueva Gales del Sur. —Joshua deslizó el brazo apoyándolo en los hombros de Penelope—. Esto de aquí no es como lo de los ricos. Con esto tienes que andarte con cuidado.

Mientras tosía el pastor le dio miedo, pero él no hizo nada más, se limitó a esperar.

Las brasas resplandecieron con furia cuando el pastor las removió con un palo. Llegó un momento en que Penelope no veía, pues tenía los ojos llorosos por las nubes de humo. Se sorbió los mocos, y, sin mediar palabra él le sirvió otro vaso lleno.

—Bébetelo muy despacio hasta que te acostumbres.

Penelope asintió, se secó la cara y decidió que el pastor tenía razón en todo. En primer lugar, mañana sería otro día. Por lo menos hoy tenía algo que comer y una cama. ¿Qué más quería? Por un momento se extrañó de que ya nada le pareciera raro.

Joshua colocó los cuencos vacíos uno encima del otro y los dejó en el borde de la tienda. Cerró la olla y la volvió a meter en las brasas.

—Aquí no tienes que contar nada de tu pasado, cada uno tiene una historia, cómo era su vida y qué se torció. No son más que historias de mierda, te lo digo. De todos modos llegará un momento en que ya no querrás oír más. —Joshua jugaba con la tapa de la lata de ron, no paraba de abrirla y cerrarla, una y otra vez—. En todos los casos aquí solo pueden ir a mejor. Todos nosotros hemos venido con una historia de mierda. La maldita sentencia te enseña a soltarte, a deshacerte de tu pasado y empezar algo nuevo. —La agarró de la barbilla y sonrió—. La cuestión es que los hijos de perra que nos han enviado aquí no piensan exactamente lo mismo.

Penelope lo miró desconcertada. El ron del segundo vaso le susurró que un día lo entendería. Luego hizo sus efectos y tendió una capa de indiferencia sobre su alma. Aquella capa transparente, blanda y pesada colgaba de ella y la dejaba hundirse y quedarse quieta voluntariamente en las mantas. Sin energía, se dejó coger en brazos por Joshua. Se hundió en la manta y cerró los ojos mientras el pastor la montaba y se cobraba el alojamiento. Incluso la piel le olía a oveja.

—Así que aquí te escondes. Te he buscado varias veces con la vista.

El rostro de Ann Pebbles se torció para esbozar una sonrisa al ver a Penelope junto al fuego.

—Ah… ¿te has buscado a un pastor? ¿Cuida bien de ti? —Se agachó y entró a gachas en la tienda para colocarse junto a Penelope y acariciarle la espalda—. ¿Te pega?

Penelope se esforzó por reconocer a su vieja conocida entre la nebulosa que el ron había provocado en su cerebro. Ahora bebía a diario, pues Joshua era generoso con el ron. Cuando salía de la fábrica para ir con él a la tienda, la lata siempre estaba llena junto al fuego y no pedía nada extra a cambio. No era que le hiciera falta, pero estaba bien que la lata estuviera allí. Todos los días desde que vivía con él…

—Le hago la comida —dijo para describir sus tareas tras pensarlo bien.

—¿Te pega? —Ann le giró la cara hacia ella—. Estás completamente borracha, niña.

Penelope ya no pensaba que estuviera borracha. Su embriaguez había llegado justo a ese estado en que soportaba que el pastor volviera a casa, engullera la comida que le preparaba, hablara un poco con ella, la montara siempre de la misma manera y luego se quedara dormido encima de ella entre gruñidos. Se despertaba al amanecer, se apartaba, se ponía la ropa y se iba con sus ovejas. No, de hecho Joshua aún no le había pegado.

—Es un buen hombre —insistió ella. Se esforzó, buscó en la memoria, había habido algo—. Es un buen hombre. —Luego se le ocurrió una cosa—. Lo hace con sus ovejas. —Esbozó una sonrisa de oreja a oreja, como si fuera intencionada, como si revelara su descubrimiento secreto, luego se rio en voz baja.

Ann la agarró del brazo.

—¿Que hace qué? —susurró—. ¿Fornica con sus ovejas? Penny, podrían ahorcarlo por eso.

—Supongo que lo sabe, pero le encanta. Una vez lo seguí a escondidas. De verdad que le encanta. —Con la mano temblorosa, hundió una cuchara sopera tallada en la lata y llenó un cuenco para Ann—. ¡Toma, come! Añadiré agua, no se dará cuenta.

—¿Y si se da cuenta?

Penelope se encogió de hombros.

—Entonces lo olvidará enseguida. ¿Sabes? Ahora puedo hacerlo. Sé cómo tengo que tocarle.

La otra la observó con dureza.

—Has aprendido muchas estupideces, niña. No está bien, eres demasiado joven. —Ann comió unas cucharadas de la sopa grasienta.

Penelope la contemplaba en silencio. Le corría sudor por las sienes. Siempre hacía calor, daba igual dónde estuvieras. En la fábrica no había ni una brisa, en la tienda no corría el aire, fuera el sol ardía sin piedad hasta bien entrada la tarde en un cielo de color azul metálico, por lo que lo mejor era quedarse en la tienda, no moverse y soportar el sudor hasta olvidarse de él. Eso lo aprendió en el barco. Sin embargo, allí no había polvo, que se posaba como una máscara pegajosa sobre el rostro sudoroso. En el barco había sal que se enterraba en el rostro, allí era el polvo, que cubría la piel de tal manera que uno olvidaba la risa. Aunque también olvidaba el llanto.

—Demasiado joven —repitió ella en tono despectivo—. ¿Hasta cuándo una es demasiado joven para… cosas? —Sin querer se le llenaron los ojos de lágrimas que le quemaron las mejillas—. ¿Qué significa «demasiado joven», Ann?

Rompió a llorar, maldito ron, siempre le ponía así de sentimental, por eso a veces se quedaba en los brazos de Joshua cuando él terminaba con lo suyo y se dejaba besar por él, aunque no quisiera. Maldito ron, que la debilitaba a una cuando no había bebido suficiente… nunca era suficiente, le susurraba la tarde.

La vida devoraba a las personas débiles, le dijeron en una ocasión.

—Eres demasiado joven para todo lo que ocurre aquí.

—Mi vida se ha terminado, Ann —exclamó ella—. Tenía una hija y la he perdido. Una dulce niña pequeña, cayó al agua con mi madre, simplemente se cayó, no sé si están vivas o muertas, se han ido, Ann, se han ido…

—Una niña… —Ann la interrumpió—. ¿Cuánto tiempo tenía tu niña?

—Unas semanas —contestó Penelope entre sollozos.

—Vaya, tan pequeña. —Le acarició la espalda—. Lo superarás.

—No he sabido cuidarla. Está muerta porque no he sabido cuidarla. Está muerta porque yo… —El recuerdo le devolvió todo lo ocurrido y que el ron había colocado en su nube de embriaguez durante los últimos meses. Su estupidez, su deseo, su egoísmo… su culpa.

Ann fue muy comprensiva, pero también muy curiosa, así que siguió preguntando: en el barco no se había enterado de nada porque había pasado todos los meses en el camarote del oficial. Penelope le habló de su madre. Cuando averiguó que su padre también había sido deportado a Nueva Gales del Sur, Ann soltó una carcajada.

—¿De verdad? Quiero decir… suena a cuento de hadas.

—A lo mejor lo es. —Penelope se limpió las lágrimas del rostro.

—Sí, puede ser. —Ann se puso seria de nuevo—. Tu madre y tu hija, ¿estás segura de que están muertas? ¿Las has buscado?

Penelope se la quedó mirando y sacudió la cabeza, despacio. Encajaba las preguntas como si fueran golpes. ¿Cómo iba a buscarlas? ¿Por dónde empezaba? ¿A quién preguntaba?

Ann esbozó una sonrisa compasiva.

—Entonces no están muertas. Lo estarán si tú consideras que lo están.

Penelope tuvo que reflexionar un rato sobre aquella frase, y ambas se quedaron calladas.

—Querida, de todos modos te quitarían a la niña —dijo Ann finalmente, con la intención de que fuera un consuelo—. Llevan a los niños a un orfanato en cuanto dejan de mamar para que las mujeres puedan volver a trabajar. Aquí ninguna presa se queda con su hijo.

A Penelope se le llenaron los ojos de lágrimas de nuevo. Se sentía completamente desbordada.

—Ay, cariño. —Ann la estrechó entre sus brazos—. Si aún no has llorado tus penas, hazlo ahora. Estoy aquí, puedo aguantar tus lágrimas, niña. Déjalas correr, luego todo será más fácil. Déjalas correr…

Ann tenía el hombro blando, y una montaña de mantas hacía que el lecho fuera más blando. Por primera vez desde aquella tarde en el puerto, Penelope lloró por Lily, por su madre y por el padre desconocido a quien tal vez nunca encontraría. Y al final lloró también por sí misma. Eso era lo que más le dolía, porque era lo que menos alivio le proporcionaba…

Ann la abrazaba con fuerza, consciente de que no había consuelo para ese tipo de pérdidas. Así que se calló y la abrazó lo mejor que pudo. Penelope hundió la cara en el hombro de Ann, frotó las mejillas con la piel salada por las lágrimas y cuando Ann la tocó como una mujer sin duda no debería, no opuso resistencia.

—Quiero irme de aquí, niña. En cuanto tenga ocasión.

Se habían olvidado del tiempo, y de que el pastor podía regresar en cualquier momento, pues el cielo nocturno ya había tendido su manto negro sobre ellas. Estaban las dos juntas, medio desnudas, contemplando a través de la entrada de la tienda el bordado de estrellas. A Penelope se le había pasado la embriaguez del ron y la había sustituido una maravillosa sensación de felicidad. Nunca se había sentido así, quería guardárselo en su interior para siempre.

—Es demasiado peligroso —murmuró Penelope, y se dio la vuelta de costado de manera que podía contemplar los rasgos desfigurados de Ann a la luz de las ascuas. Desde tan cerca distinguía con claridad hasta la última arruguita y cada cicatriz. Un escarabajo, uno de los muchos que convivían con ella en la tienda, había trepado por el hombro de Ann y paseaba entre los pechos en dirección al ombligo. Penelope lo atrapó y lo aplastó. Como le resultaba agradable, dejó la mano justo encima del pecho de Ann.

—¡Cariño! —Ann sonrió—. Tienes que venir conmigo, eres maravillosa. —Apretó la mano primero contra el pecho, luego rodeó las caderas de Penelope con una pierna—. Penny, me han llegado rumores. Algo pasa en Parramatta. Los malditos irlandeses están inquietos, alguien me dijo que están tramando algo. Siempre son los irlandeses los que se buscan problemas.

—¿Qué están planeando? —Penelope tragó saliva. Demasiado a menudo Liam se colaba en sus pensamientos entre ella y el pastor cuando el ejercicio nocturno se volvía demasiado aburrido—. Nadie está tramando nada, hace demasiado calor, demasiado.

—Se dice que están haciendo acopio de provisiones para largarse —susurró Ann—. Pero por lo visto también ha desaparecido pólvora.

—Está muy de moda encender fuegos. —Después de tantas semanas, el incendio del Miracle también había dado que hablar en la colonia, y en algún momento a Penelope le quedó claro que era la única que conocía al autor del incendio—. Una vela es suficiente para hacer saltar por los aires un barco si uno sabe cómo colocarla… —Dejó la mirada perdida al frente y se prohibió seguir pensando.

—Si los jueces van a la caza de los irlandeses, también se acabará la calma para nosotras, aunque no tengamos nada que ver —continuó Ann—. Ya lo verás. Buscan culpables y recriminarán algo a todo el que se interponga en su camino. Hay que desaparecer antes. En cuanto Heynes me envíe con el carro para comprar tela me iré.

—¿Puedes conducir sus carros? —Penelope se sobresaltó de la sorpresa. Heynes era el tipo que había sacado a Ann de la fábrica de mujeres para que cocinara para él. Y luego se servía el resto. Ann sonreía. Como estaba bien alimentada y tenía la piel agradable al tacto, el «resto» no podía ser tan malo. Pero Penelope nunca había visto en Parramatta a reclusas en el pescante de un carruaje.

—Lo mío me ha costado, créeme. Es asqueroso. —Los ojos de Ann brillaron en la oscuridad—. Tal vez más asqueroso que tu pastor que fornica con ovejas. El ron no solo ha reducido el tamaño del cerebro de Heynes. Me cuesta bastante hacerlo con él. Pero no quiero quejarme: tiene una casa bonita en el bosque, y el trabajo es mucho mejor que en la maldita fábrica. Puedo conducir su carro y tocar su valioso caballo. Así puedo hacer planes, pensar en algo nuevo y dar el golpe en el momento adecuado. —Esbozó una amplia sonrisa—. ¿Y tú qué puedes hacer? ¿Qué te retiene aquí? En esta porquería de tienda, con ese…

—Tengo un sitio seguro donde dormir —replicó Penelope, desconcertada.

Cuando dejó de horrorizarse por cómo pagaba su intercambio, en algún momento pensó que había tenido suerte con el pastor. La utilizaba como una prostituta, pero no la pegaba ni la humillaba. Escuchaba estremecida las historias de otras mujeres de la fábrica. Y por lo que se oía en ocasiones, en las casas con porche y jardín también se imponía la brutalidad: había golpes y silencios. Algunas colonas llevaban cadenas de seda brillante cuyos hilos les provocaban cortes profundos en la piel, pero los ojos las delataban… Sin embargo, el hilo que había tejido ella rodaba fino e inmaculado por la rueca de su vida, se dijo Penelope. No había nudos en el hilo porque Joshua no le daba motivos para ello. ¿Acaso eso no tenía ningún valor? Su confusión no tenía límites, o al final era el ron la fuente de su satisfacción, que la hacía olvidar que antes tenía planes. Planes y un objetivo. Lo había perdido todo en el Miracle. Sin objetivos era imposible encontrar un hogar.

—¿Y adónde voy a ir? —murmuró.

—Ya encontraremos algo para ti. —Ann sonrió—. Nueva Gales del Sur tiene preparada un poco de suerte para cada uno. Encontraremos la tuya. Ven conmigo. —Se inclinó y le dio un beso cariñoso en la boca—. Tampoco somos tan desgraciadas, nosotras dos… en absoluto, Penny.

Y cuando Penelope la abrazó, prolongó con manos expertas su excitante compañía entre las mantas del pastor.

Al final no fue decisión suya quedarse o irse. Dios la cogió de la mano, Dios en forma de uno de sus fervorosos servidores de Nueva Gales del Sur. El reverendo Samuel Marsden había llegado hacía muchos años a la colonia para predicar la palabra del Señor y cuidar de ovejas, y tenía la costumbre de comparar sus ovejas de cuatro patas con las personas y echar pestes de que los seres humanos vivían al borde del abismo del infierno.

—¡Si tuvierais tan solo una ligera idea de los tormentos del infierno! —gritaba un domingo desde el púlpito cuando Penelope se sentó al lado de Joshua en la estrecha casa de madera y, como muchos otros, disfrutaba más del frescor de la iglesia que del sermón. Parpadeó para ver mejor a Marsden, pero seguía sin distinguir el contorno del rostro del predicador.

»¡Si os hicierais una idea del tipo de tormentos que os esperan cuando la sangre de los azotes y los látigos vuele junto a vuestros oídos y tengáis que sufrir la sed de mil años sin agua, seríais mejores y llevarías una vida temerosa de Dios! Vuestra indiferencia os llevará directos al fuego del que no hay escapatoria, y os encadenará a la reja con argollas afiladas. Vuestra indiferencia será vuestra carcelera y os arrancará las entrañas hasta que os arrepintáis de vuestros pecados.

—Primero tendrás que sacarme las entrañas del cuerpo a golpes para poder arrancármelas —murmuró Joshua con una sonrisa.

Tras él alguien se rio en voz baja.

—¿Cansado de la vida o enamorado, Joshua Browne? Mejor cierra la boca y sigue cuidando tus ovejas. He oído que hay confidentes.

—Pues que los ponga entre sus rejas —contestó Joshua sin inmutarse.

—¡La simiente de la rebelión nació en el infierno! —les gritó Marsden, con el rostro grueso y redondo brillante por el sudor—. ¡Y nacerán entre vosotros hombres malos, y expulsarán su simiente e invadirán también a aquellos que aún estén a las puertas del infierno y tal vez podrían salvarse! Si los malos no pudieran extender sus redes… ¡abajo la maldad! ¡Confesad, arrepentíos, salvad vuestras almas condenadas, pobres criaturas!

—Los soplones hace tiempo que arden en el infierno. A mí nunca me convencerá —gruñó el pastor, y entrelazó las manos callosas.

—¿Por qué tendría que convencerte? —susurró Penelope, inquieta—. ¿Has hecho algo malo?

—Depende de cómo lo mires —le contestó con una sonrisa—. Los chicos y yo hemos urdido algunos planes que tal vez no son del gusto del reverendo.

—¿Estás loco? —cuchicheó ella—. ¿Qué tipo de planes?

—Nada malo —la tranquilizó él en voz baja—, solo les he ayudado a buscar un sitio para la pólvora, nada más. Pero ese no me convencerá.

Sin embargo, en eso se equivocaba Joshua, y probablemente había hecho más que buscar un sitio para la pólvora. Le estaban esperando delante de la iglesia, apartaron a un lado a Penelope con tal brusquedad que cayó en el arroyo que corría junto a la iglesia y tuvo que ver cómo el pastor de ovejas del reverendo Marsden, que en segunda instancia también era juez, era condenado a cien azotes por incitación al desorden público. El cura fue asistido en el juicio por un juez de cara macilenta al que no había visto nunca en Parramatta, que sin embargo enseguida subrayó el papel que le correspondía para no dar lugar a habladurías, pues todo el mundo sabía que Joshua estaba al servicio del reverendo.

Les ayudó en el cumplimiento de la condena un hombre alto y aspecto de estar hastiado con el pelo blanco como la nieve: el médico de Parramatta, según le susurró alguien con desdén.

—¡No te puede pasar nada por los azotes, el médico está de tu lado! —le animó una voz del público.

El médico se volvió hacia ella sacudiendo la cabeza, con el látigo en la mano, que por lo visto examinaba para determinar su idoneidad y que luego entregó a Bert Cowles, el carnicero local que también hacía funciones de verdugo para el juez. Todos los presentes se miraron con el semblante serio y Cowles levantó el brazo.

—¡Eh! —gritó Penelope, que se levantó del lodo para salvar a su protector del látigo porque no soportaba ver cómo daban una paliza a otra persona delante de sus narices.

Entonces el primer golpe rompió el silencio.

Penelope profirió un alarido. Sintió que una mano la agarraba por la nuca.

—Cálmate y mira, ramera, mira lo que hacemos aquí con los rebeldes y los ladrones —masculló alguien a su lado. Sintió un golpe en la nuca que la obligó a arrodillarse—. No te preocupes, te dejaremos la verga, pero no te será tan fácil reconocer el resto.

Penelope conocía el lenguaje del látigo. Sabía lo que podía hacer con una persona: las palabras sencillas, el silbido, los bufidos, lo había conocido todo en el barco. Siguió resistiéndose cuando el látigo empezó con sus restallidos y sus garras se clavaron en la espalda del pastor. El silbido atravesaba el silencio. Una nube se elevó ante el sol, la primera en muchos días. Joshua apretaba el rostro contra el árbol al que lo habían atado. El médico había recorrido con las manos todas las cuerdas y las había considerado suficientes: el delincuente no podía moverse ni un centímetro.

La mano que la agarraba por la nuca solo se relajó cuando Penelope vomitó. Sufría convulsiones por una tos que la asfixiaba, pensaba que después de los latigazos a bordo del barco podría aguantarlo todo, pero allí estaba ante un maestro. No se oía ni un ruido de Joshua Browne, ni siquiera tras veinte azotes. Los espectadores guardaban silencio, Penelope era la única que lloraba.

—¡Qué asco! —exclamó su torturador y, como si se mofara de ella, el sol salió de detrás de las nubes para darle brillo a su cabello rubio. La desesperación le dio fuerzas para zafarse de él y arrastrarse entre las piernas de los hombres que no se querían perder el espectáculo del reverendo que daba azotes, como llamaban temerosos a Marsden. Además de sus sermones, el cumplimiento de sus penas era legendario.

Cuando hubieron aplicado los cien latigazos, el médico se encargó de cortar las cuerdas. Hicieron una señal y llegó un carro traqueteando, pero para sorpresa de todos Joshua Browne se dio la vuelta, lanzó una mirada sombría al médico y dijo:

—Meteos vuestro asqueroso hospital en el culo. No pondré un pie en esa fábrica de cadáveres. Prefiero morir en mi cama. —Abandonó la plaza de la iglesia tambaleándose pero erguido.

Alguien aplaudió.

—¡Maldita peste irlandesa! —Marsden escupió tras él. No hizo nada más: la pena se había aplicado y en cuanto estuviera curado el pastor volvería a trabajar para él.

En Parramatta pasaron al orden del día, siguieron hablando un poco entre ellos, pasearon bajo el sol y más tarde se encontraron como siempre para tomar el té.

La misa aquella mañana había durado un poco más de lo normal.

Joshua ya estaba en su tienda cuando llegó Penelope a primera hora de la tarde. Primero lo había buscado en el hospital, con la temerosa esperanza de que hubiera cambiado de opinión y hubiera recurrido a la ayuda del médico. Pero en eso no conocía bien al pastor…

—Por mí que reviente —había dicho el médico con frialdad—. Es un maldito irlandés, no pasará nada porque haya uno menos. Si hubiera venido, le habría expulsado. Pregúntale tú misma por qué. —La enfermera le dio a entender a escondidas que también podía preguntárselo a la mujer del médico. Si hubiera bebido ron suficiente, le habría contado unas cuantas historias.

Penelope no quería oír más, solo eran chismorreos sobre quién iba con quién y con qué frecuencia. Nunca sabía si eran una invención de personas aburridas o la amarga realidad. Había deambulado por toda la ciudad buscándolo. En un sitio lo habían visto, y en la taberna, pero no hubo suerte en ninguna parte. Así que no le quedó más remedio que volver a la tienda al atardecer, mientras pudiera ver el camino sin linterna. Sus gemidos lo delataron. Estaba tumbado boca abajo y daba puñetazos contra las mantas, una y otra vez, como hacían muchas mujeres cuando tenían contracciones. Entretanto levantó la cabeza y bebió un vaso de ron. Cuando la oyó llegar le dio el vaso sin decir nada para que lo llenara. Penelope se apresuró a llenarlo y también le dio un buen trago a la lata.

—¿Qué más puedo hacer? —susurró horrorizada.

—Nada —dijo entre jadeos en sus mantas—. Esperar. Ahora vendrá Apari.

—Pero…

—Cierra la boca, vendrá —dijo Joshua—. Si no puedes aguantarlo, vete.

—Yo… yo puedo… yo quiero… —balbuceó, pero el pastor no la escuchaba.

Ella se quedó sentada a su lado sin hacer nada, bebió de la lata y pensando en cómo había curado Bernhard Kreuz la espalda de Liam.

—Apari sabe qué hay que hacer —soltó finalmente Joshua.

Y Penelope cometió un error.

—¿Qué va a saber ese de medicina? —dijo.

—Más de lo que crees —rugió.

—Es un salvaje.

—¡No es un salvaje! Tiene más honor en el cuerpo que tú y todas las que son como tú —dijo con acritud.

—Pero el honor no te va a curar la maldita espalda. —Penelope soltó una risa malévola.

—La mano de una maldita ramera tampoco me va a curar.

Ella se calló, consternada por lo que acababa de decirle.

—Me has llamado prostituta —susurró—. ¿De dónde sacas… cómo…?

—¿Es que eres otra cosa? —replicó él.

—Yo… Joshua…

—¡Si no te gusta, vete! —le gritó de repente—. Es mi espalda, y mi tienda, ¿por qué iba a tenerte en consideración? ¡Si no te gusta lo que hay, lárgate! ¡Lárgate y ya está!

Debía de haber enloquecido de dolor. Penelope tomó aire para volver a hablar con él. Entonces el pastor se incorporó y la miró a los ojos. Tenía el rostro desfigurado por el dolor.

—No te necesito, mujer. Eras tú la que querías algo de mí, no al revés. ¿Lo has olvidado? Déjame en paz, me las arreglaré sin ti. No te necesito.

Ella se lo quedó mirando.

—Pero… ¿adónde voy a ir? —Estaba mareada, tal vez del ron—. ¿Adónde voy a ir, Joshua?

Ni siquiera se encogió de hombros. Tal vez le causaba demasiado dolor, o quizá no quiso hacerlo. ¿En realidad lo conocía? ¿Conocía algo de él, aparte de su miembro? Él la miró y su mirada la dejó helada.

—Ni idea —dijo entre jadeos. Se dejó caer de nuevo en su cama y cerró los ojos.

Penelope tenía un dolor de cabeza insoportable. No estaba segura de si ya lo tenía antes de beber ron. Estuvo un rato largo sentada delante de la tienda, incapaz de moverse o tomar impulso para hacer algo. Ni siquiera podía pensar un plan. Las cadenas se habían vuelto a cerrar sobre sus muñecas, y Joshua había tirado la llave. Así fue después del ron.

El negro llegó sin hacer ruido a última hora de la tarde. Ni siquiera la miró, entró directamente en la tienda. Un joven negro introdujo tras él un recipiente con un contenido que apestaba. Probablemente habían recogido excrementos de animales, habían mascado hojas ardiendo y toda la maldita tribu de salvajes había orinado en la mezcla. Ahora estaban untando esa masa en la espalda de Joshua. Penelope se rio para sus adentros al pensarlo. Pero cuando oyó voces sosegadas desde la tienda se le cortó la risa, pues la voz de Joshua sonaba de nuevo amable e incluso le daba las gracias al negro. Luego empezó a oler a sopa, y oyó el ruido de los cuencos. Nadie la llamó para comer, aunque estaba a un tiro de piedra de ellos.

Tal vez eso fuera lo peor.

Se despertó en plena noche. Alrededor reinaba el silencio. Tardó un momento en comprender que por primera vez en su vida no tenía un techo. Se encontraba a unos metros de la tienda, sola, igual que cuando había llegado de la iglesia. Se oían ronquidos desde la tienda. Se dio la vuelta con cuidado para ponerse de costado sobre la hierba. Era horrible oír los sonidos nocturnos sin estar protegida. Los crujidos parecían el doble de fuertes, los perros el doble de cerca, las serpientes…

Empezó a temblar. Las serpientes no se oían. Tenía la falda enredada entre las piernas de haber dormido mal, intentó liberarse de ella y se hizo un agujero en el dobladillo.

El joven negro estaba sentado a su lado como una estatua, con la lanza clavada en el suelo, vigilándola.