No sé por qué logré sobrevivir.
No me quedaba esperanza sino fe y eso me impidió buscar la muerte.
LORD BYRON, El prisionero de Chillon
En algún momento la sangre que tenía entre las piernas se secó.
Ya no se acordaba.
Recordaba al médico, su rostro de preocupación, su bonita voz. Y la de su madre.
—Tal vez le queden dos meses, quizá menos. Dios quiera que lo pierda, le ahorrará mucho sufrimiento.
También recordaba las manos del médico sobre su cuerpo mientras le hacía la revisión. Y que la había agarrado con cuidado por los brazos y la había llevado a ese rincón mientras los vigilantes separaban a los reclusos a golpes y disolvían la espeluznante reunión. Penelope llevaba mucho tiempo tumbada en la sala que había junto a la cámara de oficiales, donde se almacenaban los barriles de ron. El médico había ido a verla varias veces con una linterna, la inspeccionaba y se sentaba en silencio. Le sujetaba la cabeza cuando tenía que vomitar porque el mar cada vez estaba más revuelto y lanzaba el barco al aire.
Recordaba su cara. ¿De verdad era la suya? ¿O se confundía con los rostros que se le aparecían en la oscuridad, que le sonreían para darle ánimos y le servían para sacar fuerzas? O con el rostro del hombre que había estado allí antes que ella encadenado y con el que soñaba a veces que la liberaba y la sacaba a la luz en brazos… Se llamaba Stephen, según su madre. Aquel nombre era como un bálsamo en sus labios. Era obvio que el médico no se atrevía a sacarla de sus pensamientos, pues no hablaba. Sin embargo, ella recordaba sus manos cuidadosas y amables, que siempre encontraban un motivo para rozarla. Y en cuanto se iba, soñaba que se recostaba en esas manos.
Sin embargo, no lograba olvidar la mirada de Liam torturada por el dolor, y a veces incluso creía oír su voz. Le rompía el corazón.
Kreuz le había llevado parte de su comida y la había alimentado en aquel rincón oscuro, cucharada a cucharada, y alguna incluso se le había asentado en el estómago.
—Come —le decía sin parar—, come, necesitas cada bocado. —Ella masticaba y tragaba con valentía, y le asombró lo que le daba hasta que cayó en la cuenta de que era un privilegiado y no tenía que comer de la olla de los reclusos.
A veces oía un gemido en algún lugar detrás de los barriles. Había un hombre al que el médico prefería cuidar allí, pues la verdadera sala de enfermería, según le había dicho Howard, uno de los vigilantes, estaba llena hasta el techo de barriles de ron desde Río de Janeiro.
—Cuando estemos enfermas, simplemente beberemos ron —bromeó Carrie. Sin embargo, Howard no entendió la broma y gracias a ese comentario la ración semanal de ron de Carrie fue anulada. Pero no era tonta: se abrió de piernas bajo el sol abrasador para el compañero de Howard detrás de los cabos, le gimió algo al oído muy excitada y a cambio recibió un barril de ron.
Penelope se sentía demasiado débil para llegar de rodillas hasta el hombre que se lamentaba detrás de los barriles. Tampoco tenía importancia quién hubiera allí escondido. Sin embargo, le picó la curiosidad al oír una maldición. Empezó a arrastrarse, pasando junto a los barriles atados con cuerdas que, aun así, se tambaleaban violentamente con las olas. En un charco tocó unas piernas semidesnudas, unos harapos mojados cubrían la piel tersa. El hombre estaba tumbado boca abajo, y cuando ella le tocó la espalda ensangrentada con la mano, se limitó a susurrar:
—Ten piedad…
Iba a morir. Nadie sobrevivía a semejante tortura. Ni siquiera Liam, al que hasta entonces no había vencido ningún golpe.
—Tú… —susurró ella horrorizada—. Madre de Dios, tú… —Notó que los dedos de Liam subían hasta sus rodillas buscándole la mano.
—Casi consiguen matarme a golpes. —Oyó que decía—. Casi, niña… casi.
—Estás vivo —musitó ella, aliviada. Se arrastró un poco más y le acarició con cuidado el brazo izquierdo, que tenía intacto. Sintió los músculos que le rodeaban el antebrazo como gruesas trenzas y un escalofrío le recorrió la piel. Le sonrió en la oscuridad.
La timidez se apoderó de ellos. Habían compartido algo que era propio solo de amantes, el día de su castigo habían compartido el mayor sufrimiento, y Penelope había rezado por él como si fuera su amado. Y ahora no sabían qué decir. Él se agarró a la pierna de Penelope e hizo acopio de todas sus fuerzas. Se estiró antes de que ella pudiera reaccionar, con la cabeza y el pecho en su regazo, y la abrazó por la cintura. Levantó la cabeza por un instante y le puso una mano sobre la barriga redonda.
—¿Eso es mío? —preguntó con voz ronca.
—Sí —susurró ella.
Se quedó callado, y luego ella supo que estaba sonriendo.
—Llámala Lily, si la niña es tan guapa como tú.
Ella sintió un extraño escalofrío. Realmente aquello los unía y era más importante que todas las palabras que jamás pudieran intercambiar.
—Lily… es un nombre muy común —dijo ella en voz baja—. Me parece…
—Mi madre se llamaba Lily —la interrumpió Liam. Luego volvió a apoyar la cabeza sobre su regazo sin decir nada. Ella lo abrazó y todo le pareció bien.
Incluso el nombre Lily.
De noche podía dormir cobijada en el cobertizo, pero durante el día tenía que volver con las mujeres, que se burlaban de ese trato especial. A Penelope no le molestaba. El médico cuidaba de ella, era lo único que importaba.
—¿Sabes que puedes ganarte el pase de oro? —le preguntó Carrie un día con una sonrisa.
—¿El pase de oro? —Penelope se limpió el sudor de la frente y se quedó mirando su plato de madera medio vacío. El cocinero se había ahorrado la sal, y el resultado no era muy apetitoso. Se empezaron a oír quejas de la comida. Esther ya había aventurado que el cocinero estaba enfermo.
—O tal vez esté muerto —bromeó—. Por lo menos así sabe esto.
—¿Qué es un pase de oro? —Penelope no aflojó, la comida quedaba en un segundo plano.
—Con el pase de oro te liberan de tu condena antes de tiempo. Si encuentras a un buen tipo en Botany Bay que se case contigo, te darán el pase. O si los señores del barco te escriben una recomendación. —Se echó a reír—. Y para conseguirlo se pueden hacer varias cosas, ¿verdad? —Por lo visto Carrie no había encontrado al hombre adecuado en el barco, pero todas conocían sus planes de pescar en Botany Bay al hombre más rico y poderoso y mostrárselo al mundo entero.
—Y, por supuesto, solo las mujeres reciben el pase —añadió Carrie.
—Si eres hombre tienes que portarte muy bien. —Esther soltó una risita, y a todas les pareció muy gracioso porque no era ningún secreto cuál era el oficial con el que prefería servirse por detrás.
Penelope se alegró de poder refugiarse en su rincón apartado por la noche para escapar de la cháchara, pero el irlandés seguía ahí. Oía su respiración y temía que le dirigiera la palabra. Sin embargo, no lo hizo. No había nada que decir. Penelope se acurrucó en silencio en su rincón.
El trato cercano del médico, que aquella noche también fue a comprobar que todo estaba en orden, adquiría otra dimensión después de saber de la existencia de ese pase de oro. No pronunció ni una sola palabra más. Carrie se había reído, pero por muchas vueltas que le diera, a Penelope no se le ocurría cómo podía hacer que el alemán la recomendara para un pase de oro, no después de que él le hubiera abierto su corazón. Así que la dejó ahí sola, sacudiendo la cabeza, no sin antes haberle puesto una naranja en la mano. Al morder la fruta, hambrienta, y lamerse el zumo de los brazos, pensó si un pase de oro empezaba así…
Esther tenía razón con sus bromas, el cocinero tenía fiebre. Estuvo dos días vomitando en el almacén, sacando hasta el alma del cuerpo, luego murió sin decir palabra, según les informó Howard.
—El médico podría haberse ahorrado el láudano —murmuró el vigilante—. Quién sabe qué más ocurrirá. Tampoco se pierde nada con un cocinero así.
Era uno de esos raros días en los que el doctor Reid aparecía tambaleándose en cubierta. Su asistente se mantenía en un segundo plano educadamente, pero todos tenían claro que se trataba de nuevo de la comida. Las mujeres hicieron su ronda aquella mañana en cubierta y Jenny, que dirigía su grupo, supo arreglárselas para pasar lo más cerca posible de los caballeros.
—Sería mucho más fácil separar la cocina de la tripulación y de los reclusos, con su permiso —intervino Kreuz en la conversación que estaban manteniendo el doctor Reid y el capitán—. Cada uno podría centrarse en una tarea, y las disputas se quedarían en las divisiones correspondientes.
El capitán lanzó una mirada sombría al alemán.
—Centrarse, división… ¡vaya un vocabulario de alemanes! —gruñó.
Jenny pasó junto a ellos lentamente.
—Pero qué diablos, Kreuz, cuando tiene razón… —continuó el capitán—. Cuanto menos sepamos de esa gentuza, mejor. Estoy realmente harto de las eternas quejas. —Llamó a Haddock, su primer oficial, y le dio instrucciones de que el carpintero del barco construyera algo en la cubierta que pudiera albergar un puesto de cocina cuando hiciera mal tiempo.
—¿Quién de vosotras sabe cocinar? —gritó entonces a las mujeres que tenía cerca.
Penelope se estremeció del susto. Había olvidado el pase de oro, ahora solo pensaba en lo suelto que tenía el látigo en la mano y en que no dudaría a hacerlo restallar sobre las mujeres.
—Yo puedo cocinar para la gente. —Mary se había plantado delante del capitán.
—¡Yo era cocinera! —gritó otra, pero demasiado tarde.
El capitán se quedó mirando a Mary, primero con severidad, luego con más amabilidad.
—Tú, lo harás tú. Pareces decente —dijo.
Luego los hombres empezaron a corretear por la cubierta, arrastrando madera y tornillos, y se pusieron a dar martillazos bajo la supervisión del carpintero del barco durante medio día. Finalmente colgaron unas telas para proteger la cocina del sol, y por la noche Mary pudo instalarse en la cabaña con cajas de provisiones, una balanza y el plan de raciones calculado por el doctor Reid para preparar las comidas de los presos. Estuvieron un rato observando con atención cómo hacía el trabajo, sin parar de amenazarla con castigos, luego los vigilantes perdieron el interés por ella porque simplemente no había nada que ver, y tampoco nada que tocar, como esperaba alguno. Mary mantenía las cajas igual de cerradas que su falda, y al final en el barco corrió el rumor de que podía apagar el fuego por la noche solo con su mirada gélida. Con el fuego de un hombre, en cambio, le costaría más, podía caérsele la verga, tendrían que preguntárselo al cocinero, pero por desgracia estaba muerto.
Por mucho que fueran historias, lo cierto es que al anochecer nadie de la tripulación se atrevía a acercársele, y Mary disfrutaba de su tranquilidad.
No obstante, no pudo evitar que las raciones de comida siguieran reduciéndose. Un hombre de confianza del capitán iba y toqueteaba la balanza.
—No es correcto —murmuró—. ¡Quita las manos de ahí!
Mary sabía que había manipulado la balanza y que la comida prevista para los presos serviría para otro objetivo.
—Te reportará un buen dinero cuando la vendas, ¿verdad? —le masculló al oído por detrás, y lo hizo de tal manera que los pechos frotaron contra su espalda. El tipo se dio la vuelta y ella clavó su mirada en él. Hacía años que no tenía relaciones con un hombre, pero aún sabía cómo tratarlos—. Será mejor que vuelvas en otro momento o la gente lo notará. Ya sabes el miedo que tiene el capitán a los motines.
Él la agarró del pecho. Ella le apartó la mano y en cambio le agarró el miembro con fuerza. Su mirada fría hizo que él mantuviera las distancias, y justo eso era lo que quería. No necesitó mucho tiempo. Mary manejaba con destreza su pequeña mano.
—Más —jadeó él.
Mary se separó un poco de él para que no notara el desprecio que sentía.
—Tú vuelve —dijo.
Cuando se fue, ella paseó un poco de aquí para allá, pensativa. Quería ver cómo manipulaba la balanza por orden del capitán y prolongar así la comida. Con movimientos lentos y uniformes trituró las patatas para la mesa de oficiales: los señoritos enseguida descubrieron que realmente sabía cocinar y también le encargaron que preparara su comida. Así que pronto estuvo entre las dos cocinas, supervisando bajo cubierta en la cámara de oficiales a un joven cocinero, veía y oía esto y lo otro y se confundía de tal manera con la organización del barco que se olvidaron de ella. Nadie notó que tenía el pelo un poco más corto porque se lo cortaba poco a poco para mezclarlo con cuidado en el puré de patata del capitán. Las puntas se le quedarían pegadas en el estómago y ahí, lentas pero seguras, se tomarían la revancha. Hacía tiempo que Mary MacFadden había entendido que se trataba de seguir con vida. La vida devoraba a los débiles.
La marejada se intensificó. Al principio el Miracle se deslizaba sin esfuerzo sobre la cresta de las olas, pero el mar estaba cada vez más bravo y hacía que el barco gimiera y se tambaleara. A través de las hendiduras de su cobertizo, Penelope vio a tres marineros que se colgaban de las sogas en tensión para arrizar las velas. El agua golpeaba ansiosa por encima de la borda, lamía los tablones, los limpiaba como si fueran una mesa antes de comer. Pero los marineros eran demasiado astutos para dejarse engañar. No se veía a nadie más. Penelope dobló las piernas contra el cuerpo y se volvió a un lado con sus harapos. Estaba sumida en una niebla gris de náuseas cuando la puerta se abrió y el médico se arrodilló de nuevo a su lado.
—Ahora tienes que volver abajo —dijo Kreuz, y le posó una mano en el hombro—. Órdenes del capitán: nos acercamos al Cabo de Buena Esperanza. Todos los viajeros deben ir bajo cubierta.
—El Cabo de Buena Esperanza —se oyó en tono de sorna desde el rincón—. No me hagas reír. ¿Quién puede tener esperanzas ahí?
Fueron las últimas palabras que Penelope oyó al irlandés. Había escuchado su respiración durante tres noches. La fiebre lo había alejado a otro mundo, y como a veces daba fuertes puñetazos al aire, ya no se atrevía a acercarse.
Kreuz le agarró de la mano con fuerza mientras la acompañaba a la salida del cobertizo. Ella lo miró varias veces y vio que entrecerraba los ojos por la espuma. Se estaba helando, pero la mano del médico le daba calor y Penelope deseaba que no la soltara nunca. Delante de la escotilla se detuvo y, por un breve instante antes de entregársela a los vigilantes, esbozó su sonrisa tímida.
—Penelope… —Notó lo inadecuado que era despedirse de ella con las habituales fórmulas de cortesía, y le apretó la mano por un momento. La acompañó con los ojos grises a su cárcel.
Durante los días soleados habían limpiado bien y fumigado la cubierta de los reclusos, pero el único recuerdo que quedaba de eso era el olor a carbonizado. Todo lo demás estaba como antes: el suelo resbaladizo, los colchones húmedos, el aire tan enrarecido que se podía cortar. El capitán había dispuesto que los presos tenían que estar encadenados, aunque no había motivo para ello, tal y como uno de los vigilantes comentó en voz baja.
—Sois una panda de furcias, pero no por eso…
—¡Panda de furcias! —le interrumpió otro—. ¡Las mujeres se lo merecen, eso dice el capitán!
Las cadenas sonaban como una cascada de acero en la penumbra. Sin embargo, la contundencia de aquel ruido ya no resultaba tan amenazadora como otras veces. No sabía si eran los ojos grises o el hecho de saber de su padre lo que le daba fuerzas, ¿o era el niño que cada vez sentía con más claridad en su interior? Ahora Penelope tenía fuerza suficiente para soportar la oscuridad.
El Miracle estuvo anclado en el Cabo de Buena Esperanza durante unas tres semanas para subir a bordo provisiones y agua potable, además de madera para el carpintero, cuya tarea consistía en llevar a cabo las reparaciones necesarias debido a las tormentas. Desde primera hora hasta la noche se le oía dando martillazos y golpes, arrastraba madera por los tablones y los vigilantes gritaban más de lo normal. Dejaron a los presos en cubierta, donde vegetaban con la escasa ración de agua bajo el sol de Sudáfrica.
Hacía mucho que Penelope había perdido la noción del tiempo, que era como las olas de ahí fuera: cuanto más tiempo las contemplabas, más insensible te volvías a ellas. Pasaban bailando, todas con el mismo sombrerito de espuma, y era imposible averiguar si una era más bonita que la otra, porque al cabo de un instante habían desaparecido. Entonces ¿qué importaba ese instante concreto?
—Pero ¿es que no lo ves? ¡Mira, ahí vuela un pez! —Jenny señalaba el brillante océano gris azulado.
Penelope siguió su gesto con la mirada cansada.
—¿Dónde? —Las pequeñas olas le provocaban náuseas, o tal vez fuera por el sol o la sed.
—Vuela un momento antes de sumergirse en el agua. —La anciana la agarró de la mano—. Cada instante lo es todo, niña —dijo—. Solo tienes el presente, disfrútalo. —Su rostro arrugado desprendía un brillo melancólico—. Eres joven, disfruta de la vida, por muy duro que sea estar aquí. Todos los días tienen algo que ofrecerte. Hoy es un pez volador, a ver qué te depara mañana. —Sonrió.
Penelope se la quedó mirando. ¿Qué sabía de la vida una mujer que se había pasado los últimos años de su desgraciada existencia recogiendo excrementos de perro para las curtidurías? ¿Había vida fuera de ese barco, de las cadenas, los harapos y la perspectiva de seguir encadenada en un país lejano? La orilla estaba lejos, como si fuera un sueño, así que era mejor no mirar hacia allí. Había perdido toda esperanza, se recluía en los recuerdos que en otras ocasiones la habían ayudado a aguantar.
El niño que llevaba en sus entrañas estaba tranquilo, y la tierra que tenían delante, en cambio, llena de color y vida. Había árboles verdes, casas blancas como la nieve y gente junto al paseo del puerto con vestidos tan coloridos que apenas se notaba que muchos tenían la piel negra. Penelope no veía nada, los colores seguían grises y apagados.
Todos los días había para cenar fruta cuyo nombre Penelope no había oído jamás. El velo gris de sus ojos parecía enturbiar la dulzura de esos alimentos.
—Es lo que pasa cuando estás embarazada —dijo Carrie—. Todas las embarazadas son un poco raras. Ya verás que cuando el niño haya salido te volverá a gustar la comida y también podrás reír de nuevo. Ya verás. —Sonrió—. Es mucho más divertido hacer niños que tenerlos.
Las demás mujeres asintieron y se echaron a reír, luego se turnaron para contar historias de partos. Carrie se quedó con ella, la comida era un tema mucho mejor para las embarazadas que las escalofriantes historias de las demás mujeres.
—Una vez oí que… —Movió la naranja, cuyo zumo goteaba en el suelo— que en Botany Bay caen cosas parecidas de los árboles, y que se pueden recoger sin más.
—¿Y por qué llevamos entonces toneladas de provisiones por los mares del mundo si en las colonias la comida cae de los árboles? —preguntó Esther, cuya mayor preocupación era el hambre y que había sido condenada a siete años de deportación por robar dos panecillos—. ¿Lo has pensado? Además, estas naranjas no llenan. —Fue royendo con esmero la parte blanca de la piel hasta que dejó de percibir el sabor amargo—. Yo creo que ahí abajo no hay nada de comer —concluyó.
Cuando de nuevo estuvieron en el mar, Penelope pensó que probablemente Esther tenía razón. Tal vez el médico podría aclararle algo, pero no lo había vuelto a ver desde que la sacaron del cobertizo. Quizás estaba enfermo o no había regresado de su paseo por tierra. Tal vez estuviera paseando con una dama elegante como la señorita Rose bajo las palmeras, sujetándole el parasol. Quizá tenía un objetivo y había encontrado su hogar. Penelope se quedó un rato pensando y le sorprendió ver hasta qué punto le entristecía pensarlo.
Pero el médico no estaba enfermo. También hacía unos días que no veían al capitán, y Burns, el locuaz timonel, les dijo a las mujeres que el hombre de Inverness de actitud insensible estaba en cama recibiendo los cuidados del médico.
—También ha llamado a mi Ida para que vaya a su lecho —alardeó. Burns era uno de los marineros que iba acompañado por su mujer porque quería quedarse en la colonia y empezar una nueva vida allí.
—Voluntariamente —murmuró Esther—, ¿cómo puede alguien ir voluntariamente…?
—Si vas sin cadenas, tal vez la calle esté llena de oro —dijo Carrie, y se encogió de hombros—. Solo se puede coger si eres libre. Y mirad lo que os digo. —Estiró los delgados hombros—. Un día seremos libres. Ya sea allí o cuando estemos de nuevo en Inglaterra. Ningún castigo dura para siempre, siete años se cuentan con los dedos de las manos. Se pueden ir contando, un año tras otro, ¡ya lo veréis! Igual que aquí hemos ido contando los días. ¡Yo seré libre!
—¡Yo también! —gritó otra.
—¡Libre! —exclamaron cada vez más mujeres desde el rincón, como animales tímidos que miraban alrededor con prudencia.
—¡Libre! —Sonó una vez más cuando un oficial acudió corriendo para ver si las mujeres se estaban amotinando.
Entonces se cogieron de la mano y susurraron su canción acompañadas por el viento, que soplaba intrigado alrededor del barco, recogió sus voces y las elevó hacia los aparejos que daban golpes.
—¡Libre, libre, un día seré libre!
—Libre —murmuró Penelope, y soltó una carcajada. Su pena era de catorce años. Eso no era tan fácil de contar. Los dedos de las manos ya no bastaban para contar catorce años.
Al capitán no le quedaban ni dos semanas. Los oficiales caminaban con gesto adusto, los vigilantes se reunían en grupitos y cuchicheaban, y esta vez ninguno estaba dispuesto ni a un favor rápido detrás del puesto de la cocina.
Hacia mediodía de un día muy soleado, cuando no tenían nada delante más que el océano, el médico alemán salió del camarote del capitán. Todo el mundo sabía que el doctor Reid, que en realidad era el responsable de la salud de los viajeros, estaba mareado o borracho y seguramente ni siquiera sabía lo que anunció Kreuz en su lugar.
—Tengo que comunicarles la triste noticia de que el capitán MacArthur acaba de fallecer. Hacía unos días que vomitaba sangre, pero no he podido hacer más por ayudarle. —Las palabras del médico sonaban muy sobrias, y no solo por el peculiar acento alemán, duro—. Que Dios se apiade de su alma —añadió.
Los oficiales y marineros se quitaron los sombreros en silencio, algunas mujeres se levantaron, pero no todas. Los reclusos estaban encadenados bajo cubierta desde que el barco había zarpado en el cabo: uno de ellos se había quejado por el agua salada. Seguramente, en vez de dar el pésame habrían preferido escupir al suelo, igual que hizo Mary.
—¡Vete al infierno! Yo ya te he abierto la puerta.
Penelope, horrorizada y en silencio, escudriñó el rostro de su madre y empezó a sospechar. ¡No, no podía ser! Sin embargo, el gesto de satisfacción tenía que tener algo que ver con la muerte del patrón. Penelope pensó que jamás obtendría una respuesta si lo preguntaba, y se mordió los labios. Y cuando entregaron al capitán muerto al mar envuelto en una sábana blanca, pensó que rara vez la vida repartía bien las cosas: para todos ellos era el infierno, pero para el alma diabólica del capitán debía de significar su salvación.
El primer oficial, James Haddock, se hizo con el mando. Era un hombre grueso y parco en palabras al que le unía una curiosa amistad con el médico alemán. Se les veía juntos con frecuencia, moviendo las cabezas, pensativos, y la mayor parte del tiempo era el médico el que hablaba. De vez en cuando se oían las palabras «ministerio de Marina» o «situación insostenible», así como expresiones complicadas como «delicada en cuanto a la salud».
—Lo sabemos todos —no paraba de afirmar el médico, y se quitó el sombrero para limpiarse el sudor de la frente enrojecida—. Lo hemos estudiado y publicado. ¿Por qué no hacemos nada aquí para evitarlo?
Haddock movía la cabeza de un lado a otro, miró alrededor y luego, para sorpresa de los presentes, siguió las recomendaciones del médico del barco, que solo actuaba como sustituto, pero con una gran pasión. Parecía que Haddock no pudiera quitárselo de encima. Tal vez simplemente era una persona débil a la que le resultaba más fácil obedecer a alguien que pensar por sí misma, como decía la vieja Jenny.
—Ese alemán es un pelmazo y un aguafiestas —dijo entre risas.
—Le llaman el sabelotodo —les informó Carrie—. Incluso les dice a los marineros cómo tienen que lavarse.
—No me había dado cuenta de nada —dijo Anna, morena, una de las preferidas para ofrecer sus servicios a los marineros—. Si nos pusiéramos a contar ladillas, encontraría más en los chicos que ellos en mí.
—El doctor no se calla hasta que hace lo que pide —dijo Jenny.
Haddock no paraba de suspirar atormentado, pues las explicaciones del médico cada vez eran más extensas, y al final dispuso que se abrieran las cajas de provisiones, se volvieran a pesar los productos frescos que se habían cargado en el cabo y se repartieran. La cocina de los presos recibió un nuevo plan, elaborado por el médico del barco, que ahora intervenía cuando ponían la sal en la sopa. Mary sonreía satisfecha cada vez que cortaba las piezas de carne y contaba las remolachas.
Habían colocado delante el barril de chucrut, y en vez de una vez por semana ahora había col a diario mezclada con malta para todos, y Mary supervisaba junto con el médico que en las cajas de limones no hubiera humedad para que la fruta no se pudriera antes de tiempo. El sangrado de las encías seguía atormentando a los presos, las heridas sin tratar continuaban supurando, algunos seguían sacando hasta el alma del cuerpo, pero ya no hubo más enfermos del maldito escorbuto, que era el azote del mar, tal y como Kreuz le hizo saber al nuevo capitán con aire triunfal.
—Contra un enemigo conocido se puede luchar —dijo, y se puso tan rígido que realmente uno creía que llevaba un largo servicio militar.
La rutina se extendió como un manto por el Miracle. De noche los presos dormían bajo cubierta en sus colchones, y de día se sentaban en la cubierta, hacían bajo vigilancia las rondas previstas, comían, cantaban y charlaban. Estaba prohibido bailar, pues el peligro de libertinaje era demasiado alto. Sin embargo, todo el mundo sabía que las mujeres lo hacían en los rincones y que el comercio con ron, botones y cucharas de plata era próspero en las cámaras de los oficiales, donde las más astutas ofrecían servicios de higiene y limpieza y trabajaban en sus pases de oro, como Jenny comentó de pasada. El nuevo capitán encargaba a un joven falsificador rubio que le lavara la ropa, lo que le costaba las burlas de sus compañeros. Él no soltaba ni una sola palabra de sus servicios, pero todos se fijaron en lo bien alimentado que parecía el joven al poco tiempo.
—Tienes que alimentar también la verga, que tantos resultados te da. —Las mujeres esbozaron una sonrisa de complicidad—. Una mano enjabona la otra, siempre ha sido así.
A veces Penelope tenía la sensación de que el médico la espiaba. ¿Acaso quería que se ganara el pase de oro? No sabía interpretar sus miradas, seguro que todo eran imaginaciones suyas, su rostro quemado por el sol era un círculo rojo sin contorno delante de la puerta de la cámara de oficiales. Igual que ella apenas lo reconocía, todo lo demás también se desdibujó en su pequeño mundo aparte de los montones de aparejos de detrás del puesto de cocina, donde Mary, gracias a su poder como cocinera de los presos, le había reservado el mejor sitio. Las nubes parecían un puré gris, y las gaviotas eran sombras lóbregas que dibujaban círculos lentos y amenazadores alrededor de los mástiles y graznaban a la espera de ver qué caía por la borda de la basura.
A veces se podía cazar una de esas aves si era demasiado audaz y bajaba a cubierta. Todos estaban ansiosos por comer la carne de pájaro. Con los huesos los hombres tallaban agujas y cucharas que decoraban durante las largas horas que pasaban en cubierta y las intercambiaban por botones de madera o un vaso de ron, o por dinero, que corría de forma inexplicable entre los presos sin bienes.
En el barco se había instaurado una cotidianeidad con el desayuno, el trabajo, las pausas y la hora de acostarse, con domingos y sermones que pronunciaba un capellán bajito y pálido que había acabado en el barco por casualidad, o tal vez por una noche de borrachera en el puerto de Portsmouth, pues pasaba la mayor parte del tiempo enfermo en su camarote, como el doctor Reid. A veces escuchaba confesiones, durante las cuales siempre se le ponían las orejas rojas. Tal vez ni siquiera fuera cura, pues las mujeres contaban con una sonrisa maliciosa que le horrorizaba lo que oía. O tal vez fuera un santo que no entendía en absoluto lo que le estaban confesando. Una vez visto, enseguida lo volvían a olvidar, sus sermones se desvanecían con el susurro del viento.
¿Qué mantenía en pie a Penelope? No pensaba que Dios manejara su destino. Durante las horas de oscuridad bajo cubierta, la idea de que su padre había sobrevivido a todo aquello le daba fuerza y energía. Él la animaba todas las noches, la cogería de la mano y la acompañaría a tierra. Su padre había sobrevivido a aquel viaje, y ella también lo haría. Y cuando hubiera salido del barco iniciaría la búsqueda de su padre. El nuevo país lo cambiaría todo. Recordó la conversación con el médico.
¿Era suficiente aquel objetivo?
El niño cada vez le provocaba más dolores. Intentaba con los brazos y las piernas liberarse de la estrechez de su vientre. Penelope trataba de aguantarlo todo. En la sala de las cadenas había aprendido que era inútil luchar contra una cárcel. Se quedaba quieta y le dejaba luchar, pero Mary temía lo peor en el parto. Tenía un mal presentimiento. La chica estaba demasiado débil, aunque últimamente le había puesto a escondidas más carne de la normal en el cuenco. Cuando las primeras contracciones hicieron que a Penelope se le saltaran las lágrimas, Mary abandonó su puesto de cocinera, pasó su trabajo a otra y fue a buscar al médico alemán a su camarote.
—¿Qué hace aquí? —dijo Penelope entre jadeos cuando su madre regresó con el médico. Se daba golpes con los puños en la barriga porque así mitigaba el dolor.
Mary le apartó los puños.
—¡Para!
—Nunca habías necesitado un médico…
—Pues será la primera vez —la interrumpió Mary—. Y no es asunto tuyo cómo hago mi trabajo ni quién dejo que lo haga.
Kreuz hizo una mueca de sorpresa cuando le contó dónde había aprendido su profesión. No le explicó a qué se dedicaba en realidad, pero probablemente lo sabía de todos modos. Cuando terminó su breve relato, él asintió despacio.
—Entiendo por qué no quieres hacerlo tú. Yo haría… yo… —Enmudeció.
Fuera lo que fuese lo que intentaba decir, Mary le dio a entender sin palabras que él iba a asistir el parto. Le daba igual lo mucho que le importara Penelope, pues era obvio que le importaba. Sin embargo, se mantuvo objetivo, escuchó su evaluación y luego fue a buscar su maletín para desplegar su contenido metálico y tintineante junto a Penelope.
—No —jadeó Penelope—, ¡vete! ¡Llévate esos cuchillos! —Y con una fuerza que en realidad debería haber reservado para su hijo, intentó zafarse y apartar al médico con las manos.
La agarraron entre tres personas por los brazos y la obligaron a tumbarse de nuevo, y Penelope se derrumbó, llorando. Mary la abrazó. Le costaba mucho disimular su enfado al ver la debilidad de su propia hija.
—Escúchame bien, solo te lo diré una vez —refunfuñó—. Tu estupidez y mi torpeza nos trajeron hasta este barco. Tu estupidez te ha hecho echar tripa. Traerás este niño al mundo como yo considere que debes hacerlo, y mantendrás la boca cerrada. —Le daba miedo que Penelope se diera cuenta de que ya no se fiaba de sus propias manos, antes tan expertas. Por eso repitió con aspereza—: Vas a mantener la boca cerrada, maldita sea.
La vieja Jenny tendió los retazos de lino de manera que a Penelope no le diera el sol en la cara. Hacía días que un calor despiadado los atormentaba, incluso el viento era como una mano cálida en la nuca. Las contracciones se prolongaron eternamente, constreñían su cuerpo como una cinta de calor. Penelope apenas notaba las pausas entre las contracciones. Las manos frías, los ánimos, el agua servían de poco, porque el dolor que se producía era como el de las cadenas hasta que Jenny susurró sacudiendo la cabeza que era la primera mujer que no tenía la voluntad de dar a luz a su hijo.
Tuvieron que sacárselo del cuerpo cuando llegó el momento. Ni siquiera las caricias en las mejillas de su madre hicieron que Penelope soportara las contracciones con valentía. Finalmente el médico no se anduvo con contemplaciones. Deslizó los dedos por última vez en su interior y pasó la otra mano por la barriga contraída.
—Si está ahí, todo tiene sentido. Ya veremos. Sé valiente. —Sus palabras llegaron hasta ella. Él sonrió.
Penelope cerró los ojos y le agarró la mano. Él presionó durante un rato y le dio confianza. Luego unos fórceps metálicos brillaron al sol. Penelope intentó gritar, pero su madre y Jenny la sujetaron mientras Bernhard Kreuz untaba los fórceps con grasa y los introducía en su cuerpo.
Las cadenas se abrieron.
Se rompieron en mil pedazos cuando la mano de apoyo agarró y sujetó al niño. La mano lo mantuvo agarrado con cuidado y lo sacó de su interior con amable insistencia al ritmo de las contracciones. Mary y Bernhard sabían lo que tenían que hacer, y durante los segundos en que Penelope abrió los ojos vio un rostro concentrado y sereno tras el de su madre, que se había colocado en perpendicular a su barriga para oprimir al niño. ¿Era Kreuz? ¿O era esa cara conocida de su imaginación que ahuyentaba el miedo por las noches? Se aferró a sus rasgos con la mirada y por fin comprendió cuál era su tarea. Con las últimas contracciones Penelope encontró el valor y la fuerza para colaborar, y logró respirar al ritmo adecuado. Entregó el niño en las manos del médico. Luego se desmayó.
Fue como si el bebé hubiera tendido un velo de inocencia sobre el Miracle. Desde su nacimiento el sol no parecía tan despiadado, sino amable y como si atravesara una capa de vapor. Una brisa ligera mitigaba el calor. Ahora permitían a las mujeres quedarse en cubierta también de noche después de que una de las viejas más debilitadas fuera atacada por las ratas en su lecho abajo mientras dormía. Los marineros se burlaron del incidente, pero el médico del barco asumió el mando de la situación y volvió a meter en la cabeza de su superior ciertas decisiones. Los vigilantes se quejaron porque ahora tenían que vigilar a los odiados presos todo el día.
—Limpiaréis la cubierta de vuestra mierda tres veces al día —soltó uno de los hombres, al tiempo que repartía cepillos.
Así que las mujeres estaban arrodilladas frotando la cubierta. De todos modos, ya no las pisaban siempre que tenían ocasión, como si quisieran proteger a la niña. El vello dorado que tenía en la cabeza y los ojos azul marino le daban un aspecto angelical. Tal vez había llegado un ángel.
La niña determinaba en su entorno la vida de las mujeres. Todas estiraban el cuello cuando lloraba e intentaban echarle un vistazo, y todas observaban a Penelope en sus intentos inexpertos de calmarla. Al principio todo eran gestos de impaciencia y consejos, pero Jenny y Mary la protegieron del exceso de curiosidad y tomaron a la niña bajo su protección.
Penelope les estaba muy agradecida. La niña era un milagro en su vida con el que aún no acababa de arreglárselas. A menudo se la quedaba mirando inmóvil y maravillada, en vez de dedicarse a algo más práctico. Ahora era madre, como Mary. Cada vez con más frecuencia se le dibujaba una sonrisa cuando tenía a la pequeña en brazos y dormía plácidamente.
Como el capellán estaba demasiado indispuesto, el capitán James Haddock bautizó a la niña con el nombre de Lily y la encomendó al cuidado de Dios. Una madre tan joven en aquel viaje lo necesitaría, en eso coincidían todos. Solo muy al principio algunas mujeres preguntaron por el padre, intrigadas, pero también con interés sincero. Penelope respondía a la pregunta con un silencio obstinado. No había vuelto a ver a Liam. El irlandés estaba muerto, no había padre.
La niña también hizo revivir los cantos en el barco. Al principio del viaje los hombres cantaban mucho, pero con las tormentas, los mareos y los duros castigos del antiguo capitán se extinguieron las melodías. El látigo finalmente acalló las últimas voces. Desde que James Haddock estaba al mando, los grupitos de cantantes habían vuelto a sus canciones, y durante las horas vespertinas, cuando la luz de los Mares del Sur se reflejaba con suavidad en las velas, sonaba la melodía con la que habían abandonado Londres, como una canción de cuna, no solo para la niña pequeña de ojos azules, sino para todos los que echaban de menos un hogar y un abrazo cariñoso.
«When we dwell on lips of the lass we adore, not a pleasure in nature is missing. May his soul be in heaven, he deserves it, I’m sure, who was first the inventor of kissing…»
La canción ayudaba a combatir el mareo constante y las leves náuseas que tras muchas semanas en el mar no les abandonaban y fatigaban a algunos. Sin embargo, las mujeres se animaban entre sí a comer, cada una cuidaba de la vecina. El tiempo que estuvieron encadenadas había fortalecido su pequeña comunidad.
Los hombres estaban muy animados, según les contó Carrie. Pasaban el tiempo sobre todo con juegos, algo que estaba totalmente prohibido y que los aburridos oficiales observaban con recelo. No obstante, de un modo misterioso el juego les había abierto el camino a los barriles de ron, esos dichosos barriles por los que habían sacrificado el agua potable. Al final del viaje el ron generaba dinero, y un tonel de agua, en cambio, no tenía valor alguno. El difunto capitán ya no dispondría del dinero que esperaba. Ya no había más puertos hasta Botany Bay donde se pudiera subir agua a bordo, así que un trago de ron aumentó considerablemente de valor.
El rostro de Penelope fue perdiendo poco a poco la palidez, y Mary se alegró de que volviera a participar de la vida en el barco. De vez en cuando incluso cantaba con los demás. Era el momento de darle algo que hacer para que no se recluyera en la antigua apatía. Mary se puso a trastear detrás de sus cajas.
—Yo… tengo algo para ti. —Tal y como sujetaba Mary el paquetito en la mano parecía un regalo, y se sonrojó al darse cuenta. Nunca le había regalado nada a su hija. Southwark no era lugar para regalos.
»Te lo trajo esa mujer, en Portsmouth. —Mary respiró hondo—. Es tuyo. —Sacó de los jirones el pequeño fardo que la señorita Rose había dejado en su visita al barco de la desesperación. Era un ovillo de hilo de seda de color rosa—. Cuando una está criando a un niño es el momento de hacer algo bonito.
Penelope alzó la vista, perpleja. Su madre había sabido guardar el regalo durante todos aquellos meses de manera que ni el moho ni los bichos pudieran dañarlo. Tenía el ovillo en la mano, nuevo y esperanzador. La luz del atardecer del sur acarició con suavidad los colores y liberó con toda precaución los recuerdos de aquel salón blanco, de las hojas de color verde claro en el enrejado y las aromáticas flores de color rosa que recibían el beso de un dulce sol primaveral…
Penelope estuvo días sentada en su sitio a la sombra en cubierta con el ovillo, acariciando los hilos. Inspiraba el aroma que desprendía en busca de una idea que la ayudara a convertir el hilo en otra cosa. Igual que antes, cuando nunca le faltaban ideas cuando se trataba de hacer una labor. Sin embargo, aquel hilo rosa parecía sonreírle y decirle que había perdido el inicio del hilo y tenía que quedarse así, completo y entero. Penelope se rio al pensarlo y con una sensación de felicidad sentía el precioso ovillo en las manos.
—¿Vas a necesitar esto? —preguntó una voz ronca. Uno de los marineros aprovechó la ocasión porque no había nadie cerca y le dirigió la palabra, aunque no estuviera permitido. Había dejado caer la cuerda que estaba enrollando y buscaba algo en el bolsillo del pantalón.
—No… no necesito nada… —Penelope se incorporó e hizo el amago de irse. No tenía el estómago de ofrecer a los hombres con tanto descaro lo que otras mujeres hacían a diario cuando querían conseguir algo. Aquel tipo no podía tener buenas intenciones, y la manera que tenía de rebuscar en los pantalones le dio miedo. Sin embargo, no se alejó mucho, porque él se atrevió a agarrarla del brazo y ella sintió ganas de gritar.
—Solo quiero darte una cosa, niña —susurró él—. Hace unos días vi el precioso hilo que tienes. Entonces pensé… —En su mano apareció una aguja de coser llena de filigranas, hecha con un hueso de pájaro—. Mi madre me lo enseñó —dijo él a modo de disculpa porque la delicada aguja no encajaba en absoluto con aquella mano callosa—. Hacía puntilla…
—Yo también me dedicaba a eso —se apresuró a interrumpirle Penelope.
El marinero sonrió contento por poder darle una alegría.
—Es muy delicada —dijo—. Así puedes hacerme una camisa con el ovillo o tejerle algo a la niña. —Señaló el pequeño bulto de mantas que tenía ella al lado—. Sí, hazle algo a la niña. Vivirá más que yo. —Le hizo una señal tímida con la mano para despedirse.
La aguja era preciosa, brillante y suavemente pulida, parecía haber estado esperando el hilo rosa. Penelope apretó su tesoro contra el pecho. Estuvo ahí sentada la mitad de la tarde sin empezar, extasiada con el color intenso y disfrutando de la sensación de notar los hilos ligeros y frescos entre los dedos.
Luego se puso a hacer encaje como antes. Despacio y con cierta torpeza, porque tenía los dedos entumecidos por la humedad y la brisa marina, fue enlazando punto por punto, hacía girar los hilos con la delicada aguja y fue creando de memoria una pieza más pequeña que una moneda que le llevaba hasta su regazo el aroma del salón blanco de Belgravia. No se atrevía a tejer las flores de melocotón tan exuberantes como quiso la señorita Rose aquella vez, pues habría agotado el hilo demasiado rápido. Así que creó una pequeña flor con muchas hojas que sobresalían como si tuvieran que crecer. El aroma que aportó ella de su recuerdo le dio nuevas fuerzas a su alma.
Penelope tejió como una posesa, creaba una hoja tras otra, y luego formó una delicada cenefa de puntos. Como no hablaba, la dejaban tranquila, pero las mujeres estiraban el cuello, intrigadas, para averiguar qué hacía detrás de la cocina, donde Mary y Jenny la protegían con su hija. No se les ocurría chismorrear. Era como si el largo viaje en barco hubiera agotado todos los cotilleos.
Además, en el barco iba aumentando la inquietud… «tres días más», oyeron que murmuraban los marineros, y: «¡pronto habrá terminado, pronto!». Los vigilantes también se recostaban en la borda en vez de cumplir con sus funciones, y cada vez había que recordarles con más frecuencia que tenían que vigilar a los presos. ¡Tenían delante Nueva Gales del Sur, solo era cuestión de tiempo ver tierra! ¡Tierra, después de tantas semanas! Penelope era la única que no miraba al horizonte. De todos modos no habría visto nada, pues el agua salada y el viento le nublaban la vista, quizá también aquella luz tan peculiar. Era la única que hacía algo constante con las manos. Era un consuelo tener tan claro aquel trabajo. No sabía lo mucho que echaba de menos hacer encaje, esos movimientos conocidos y la leve sensación de felicidad cuando creaba algo con los dedos. El pensar tranquilamente en los puntos, el aislamiento espiritual en el espacio tranquilo que había entre ellos. Siempre se sentía segura tejiendo, y sabía que ahora estaba trabajando en algo maravilloso. Cuanto más crecía la flor, más segura estaba Penelope de que un día podría dedicarse de nuevo a eso: a crear piezas preciosas, pero esta vez no para una patrona codiciosa, sino para ella. Se ganaría su sustento, el suyo y el de la niña, con una profesión honrada, no como su madre.
Sintió una dolorosa punzada en el pecho cuando terminó la labor. La flor de melocotón parecía una pequeña sonrisa en la mano, dulce, representada con excelencia. Solo había un lugar en el mundo donde la flor y todos los pensamientos que había depositado en ella estarían a buen recaudo. Sintió una felicidad incontenible al observar a su hija. Estaba junto a ella, envuelta en los harapos que le habían dado las mujeres, y le devolvió la mirada. Esbozó una enorme sonrisa cuando le puso el collar sobre la cabeza dorada y le escondió la flor en el pecho, entre los harapos, para protegerlo de miradas curiosas. Sí, tenía algo a lo que dedicarse. El médico tenía razón.
—Lily es un nombre maravilloso —susurró Penelope con una sonrisa.
Cuando apareció la costa ante sus ojos, se pusieron todos a correr de aquí para allá y a darse empujones junto a la barandilla. James Haddock demostró una severidad inusitada porque temía que alguien se lanzara por la borda para llegar antes a la orilla. Dio instrucciones a los vigilantes de separar a hombres y mujeres y vigilarlos de cerca. Además, a los hombres les pusieron argollas en los pies. Aun así, les permitió quedarse en cubierta. Las mujeres solo llevaban esposas: si se rebelaban, enseguida les pondrían las cadenas… Refunfuñando, se apretujaron y estiraron la cabeza para echar un vistazo a lo que la tela de lino del puesto de cocina que ondeaba al viento les impedía ver.
El sol se esforzó mucho por presentarles Nueva Gales del Sur con todo su colorido: una tierra de color rojo intenso rodeada hasta la orilla por árboles verdes. Las olas de color verde claro lamían la arena blanca de la playa, el calor centelleaba en el aire. Las gaviotas se deslizaban por encima del agua. Habían desaparecido durante muchas semanas, lo que no hizo más que reforzar la sensación de inmensa soledad en el mar. Habían navegado por lugares donde ni siquiera las gaviotas se atrevían a volar, murmuró una mujer. Pero ahora revoloteaban de nuevo por el barco, y sus gritos y lamentos eran como música para los oídos de los reclusos.
—Vaya, pensaba que no llegaríamos jamás —dijo un vigilante, pensativo, junto a Penelope. Ella se volvió, asombrada. Nunca uno de ellos la había tratado con amabilidad—. Pero siempre es así —añadió—. Ya he navegado hasta aquí dos veces. Luchamos con la depresión y nos pudrimos por el escorbuto, uno tras otro. Bajo cubierta mueren de tifus y por la fiebre… pero cuando no hay nada que llevarse a la boca, no hay elección. Mi chica en Brighton se ha buscado a otro, uno que vuelva por las noches y le caliente la cama. Ya no había nada para mí allí, así que me volví a enrolar. Por lo menos en el barco te dan de comer, no tienes que robar. —Una sonrisa cohibida deformó sus rasgos duros—. Pero ya basta. Esta vez me quedo aquí…
—¿Voluntariamente? —soltó ella.
—¿Por qué no? Algo habrá aquí para un hombre libre, más que en el maldito Londres, donde casi no ves el cielo y los prestamistas te arrancan la piel de los huesos. A veces en la vida hay que empezar de nuevo. Bueno, vosotros los reclusos no tenéis elección. —Sonrió por su mal chiste—. Pero de verdad, niña, creo que si uno es listo y no es un maldito irlandés, puede llegar a algo aquí. Piénsalo: lo que tienes delante de ti es tierra firme. Solo se puede caminar sobre tierra. Nunca mires atrás. —Agarró la soga de los obenques con las dos manos como si quisiera demostrar cómo pretendía abordar su nueva vida.
A Penelope se le contagió su fuerza de voluntad, pero aun así titubeaba. La resignación que había sentido en la sala de las cadenas quería regresar, la tenía colgada de la espalda como un saco pesado, impidiendo que se recuperara. Era el momento de deshacerse del saco.
—Mira los colores que tiene esta tierra —exclamó él—. Cuando la luz vespertina cae sobre las montañas rojas, parece que alguien las haya incendiado. Y los enormes árboles… ¡en ningún sitio de Inglaterra crecen árboles tan altos! Y he visto unos animales muy raros que saltan, y pájaros de colores…
—¿Puedo ir bajo cubierta antes de llegar a tierra? —preguntó Penelope, pues se le había ocurrido una idea.
El hombre, asombrado, la miró de soslayo.
—Yo… mi… —Penelope tartamudeó que los restos harapientos de una capa le podrían servir en tierra. La había escondido por miedo a que se la robaran. Durante las últimas semanas habían robado todo lo que se pudiera cambiar por ron, a algunos realmente solo les quedaban los trapos que llevaban sobre el cuerpo.
—Bueno, date prisa —dijo el vigilante—. ¡Aún no había visto nunca que alguien quisiera bajar voluntariamente! —Le guiñó un ojo para animarla y ella se alegró de que no hiciera más preguntas—. Pero date prisa, que nadie piense que allí abajo estás mejor atendida. —Encendió su linterna y se la dio.
—Gracias —susurró Penelope.
¿Era la imprudencia la que le hizo bajar la escalera, por los escalones resbaladizos, con la mano apoyada en la cuerda putrefacta? Antes era lisa, pero las largas semanas de quietud habían hecho que se salieran las fibras, estaba áspera y extraña al tacto.
Parecía que quisiera reprocharle que no se le había perdido nada por allí.
—Quiero terminar algo —susurró ella.
No era solo la capa escondida la que la impulsaba a bajar: ahora que vislumbraba la penumbra sabía que debía despedirse para poder empezar de nuevo. Tenía que tocar por última vez las argollas, respirar el aire enrarecido, pensar por última vez en el miedo terrible que la había atenazado durante semanas. Despojarse de ese temor que se había aferrado a su espalda, que la paralizaba y le quitaba el aire. Quería tomar tierra sin ese lastre.
Se sentía un poco perdida sin la niña que últimamente dormía cada vez más tranquila con ella, como si por fin se hubiera acostumbrado a su madre. La había dejado en brazos de Mary, no le pareció bien llevarla a la oscuridad con esos cabellos dorados y brillantes de ángel.
Los tablones estaban cubiertos de moho verdoso que se colaba entre los dedos de los pies y le subía por el empeine. Hacía tiempo que nadie había estado allí. Las ratas se habían repartido la cubierta y chillaban enfurecidas por la intromisión. Una le saltó a la pierna e intentó morderla. Ella se quitó el animal de encima con un grito y dio un pisotón en el suelo para ahuyentar a las demás por un instante. Levantó un poco la linterna, asqueada, y se esforzó por no mirar al suelo. ¿Cómo había soportado aquello durante tantas semanas, agachada en el suelo, encadenada? ¿Cómo lo habría soportado con una niña en brazos, víctima de la crueldad del capitán MacArthur? Pero el capitán se hallaba en el fondo del mar y no llegó a ver a su hija…
Ralentizó el paso y finalmente se quedó quieta, inmóvil. Parecía que las paredes se inclinaban hacia ella por todas partes. Su madre siempre le decía que no había casualidades en la vida, que el azar formaba parte de un plan que les había ayudado a sobrevivir… recordó el gesto de satisfacción de Mary cuando el cadáver cayó al mar. Le estremeció su sangre fría. ¿Qué le había puesto en la comida?
—¿Te han enviado ellos? —Una voz masculina la sacó de sus pensamientos—. ¿Es que son demasiado cobardes para venir a ver si sigo vivo?
Penelope se dio media vuelta y estuvo a punto de dejar caer la linterna del susto.
Enseguida supo a quién pertenecía aquella voz. No, en la vida no había casualidades. Liam no estaba muerto, seguía vivo allí, en aquella pesadilla de hedor y moho.
—Estoy donde nos esconden cuando nos tienen miedo —continuó. Ella sintió su sonrisa, en algún lugar en la oscuridad y muy cerca de ella—. En la pared, encadenado, Penny, ¿dónde quieres que esté? Donde estabais las mujeres hay más ratas que en ningún otro sitio. O pensaban que el olor a mujer aún sería mayor tormento para mí… —Se rio con desdén.
Probablemente fue pura casualidad que lo encadenaran en la cubierta de las mujeres, u holgazanería de los vigilantes, que no dieron ni un paso más estando tan cerca de su destino. Sin embargo, el capitán Haddock hizo que le pusieran las cadenas durante las últimas millas, subrayando lo peligroso que consideraba al irlandés rebelde. Penelope sintió que un escalofrío le recorría la espalda y se preguntó por qué se sentía atraída precisamente por un hombre así.
—¿Qué has hecho? —susurró ella.
—Uno de los chicos me llamó «cerdo irlandés». —Liam soltó una carcajada sarcástica—. Tuve que aclararlo, y acto seguido llegaron ellos. Malditos cerdos.
Por encima de ellos se oía ruido sobre los tablones. Por un momento escucharon juntos. Algunos marineros volvían a llevar zapatos de madera de la ilusión que les hacía ver tierra. Por lo visto se estaban preparando para atracar, se oían órdenes a gritos y arrastraban sogas por la cubierta. El viento hacía trizas los gritos de los oficiales, metía esos fragmentos entre los tablones y allí se quedaban atrapados, impotentes, mientras en las órdenes de los oficiales faltaban palabras como «estribor» o «atrás» y nadie entendía lo que querían. A Penelope le gustó la idea.
—¡Ven aquí! —le gritó el irlandés—. Penny. —Era la única persona que la llamaba así sin que sonara a nombre infantil.
Sonaron las cadenas y en la penumbra Penelope vio que tenía la mano tendida. Ella se arrodilló y la linterna cayó con un golpe al suelo. La vela desapareció en su lecho de cera, pero no se apagó del todo.
»Ven —repitió él.
Penelope lo olvidó todo. La tierra que tenían delante, la niña, la esperanza que se había apoderado de ella antes. Entre la maloliente inmundicia se deslizó hacia él con la esperanza de poder tocarle. Quería acariciarle, y recorrió su cuerpo con las manos, temblando al pasar sobre los profundos surcos que le había dejado el látigo. Él la rodeó y le dio un abrazo. Sus labios toparon con el rostro de Penelope y sin vacilar recorrió su piel con la lengua hasta introducirla en su boca. Se bebieron el uno al otro, y por un momento ella creyó que él iba a continuar donde lo habían dejado aquella vez…
—¿Estás ahí abajo? —gritó el vigilante por la escotilla.
Aquella pregunta fue como un cuchillo en el silencio de su beso. Lo destrozó, y nadie podría volver a reunirlo.
—Chisss —dijo Liam. Sonó la cadena mientras él le acariciaba la cara con la mano—. Tienes que hacer algo por mí, Penny, antes de irte.
—¿Qué? —preguntó ella, incapaz de alejarse de él por el deseo—. ¿Qué tengo que hacer?
—La llave —dijo él—. La llave de las cadenas está colgada de la escalera, tienes que ir a buscarla. Dejarán que me pudra aquí…
—No lo harán —susurró ella—. No podrían…
—Quiero irme antes de que vengan a buscarme. Tienes que ayudarme, Penny. ¡Coge la llave! —Y como para seducirla, jugó con la mano y el bajo vientre de Penelope.
—Por favor —dijo ella entre jadeos, pero Liam se movió y Penelope ya no lo veía. Solo le quedaba su mano tentadora entre las piernas y el tono de súplica al oído: «la llave, Penny, la llave».
Casi no podía caminar de la excitación, después de dar tres pasos se arrodilló y siguió a rastras por la escalera donde en principio colgaba la llave, y donde el vigilante seguía con la escotilla abierta buscándola con la mirada.
—¿Hola? ¿Sigues ahí? —repitió la pregunta.
—Sí —contestó ella con la voz entrecortada, con miedo a desvelarlo todo y traerle mala suerte de nuevo a Liam—. Sí, ya voy… yo… quería llevarme algo.
—Bueno, estoy ansioso por verlo. —El hombre se echó a reír—. Llama cuando quieras salir. —Dejó caer la tapa. La oscuridad era absoluta bajo cubierta, y ella solo podía fiarse de sus dedos, recorrió a tientas los escalones y encontró la cuerda y la tabla atornillada de donde colgaban un látigo, cadenas de acero y un manojo de llaves.
—La tengo —susurró, emocionada—, tengo la llave, Liam…
—Bien —susurró él—. Vuelve hasta mí, Penny, ven con la llave.
El leve ruido de las cadenas le indicó el camino, él se movió, tal vez estiró los brazos hacia ella. Penelope presionaba el manojo de llaves contra el pecho y recorría el camino de vuelta a rastras, segura de sí misma y contenta de poder ayudarle, y al mismo tiempo sintiendo ardor por él. La vela de la linterna se había recuperado de la caída y volvía a emitir una luz serena sobre el suelo. La silueta de Liam junto a la pared era solo una sombra, y ella se acercó con todo el cuerpo temblando.
—¿Dónde está la llave? Dámela, Penny —susurró él con la voz ronca.
Ella encontró sus piernas y se deslizó a gatas y abierta como una puerta hacia él. Volvieron a sonar las cadenas. Él le arrebató la llave y soltó una leve risa triunfal.
—Buena chica. ¡Espera! —Con un movimiento fugaz le abrió las piernas y se colocó a la chica encima… le levantó el vestido, la agarró de la pelvis y la penetró con todas sus fuerzas. Empujó varias veces con dureza como un tronco de tal manera que ella estuvo a punto de desgarrarse. No le dejó nada más que su sello frío. Tras la última estocada se retiró y la bajó de su cuerpo.
»Lárgate, niña, antes de que sospechen. Yo tengo que hacer una cosa. —Mientras ella lloraba, él la cogió por la nuca y se acercó de nuevo a ella—. Eres la mujer más bonita que he tenido jamás —dijo con la voz ronca—. Cásate conmigo, maldita sea. —Al ver que ella no reaccionaba, la besó por última vez con labios ardientes y susurró—: Entonces sal la primera del barco, Penny. Ve la primera a tierra, ¿me oyes?
Penelope ya no recordaba cómo había subido los escalones. Mil peldaños, tal vez más, le quemaban bajo los pies. Le abrieron la tapa, salió a la luz, luego la dejaron sentarse. Sentía el corazón entumecido, no podía coger en brazos a la niña ahora que la tenía Mary. El dolor era demasiado profundo para contestar preguntas.