3

La Oscuridad no necesitaba de su ayuda.

Ella era el universo.

LORD BYRON, Oscuridad

El banco de niebla se cernía como un grueso manto gris sobre los barcos y los espectadores tenían la sensación de que se había tragado los mástiles y velas. La larga fila de barcos amarrados unos a otros, inservibles para navegar sin mástiles ni velas, parecía haber sido ensartada por el diablo como perlas que formaran una lúgubre cadena. Además la niebla pendía sobre el agua de Portsmouth…

Penelope se pasó los primeros días vomitando casi sin parar.

—Acostúmbrate, jamás volverás a pisar tierra firme —le dijo el carretero, que hacía pasar a las mujeres por el tablón que llevaba al barco con un palo, cuando Penelope pasó por el lado tambaleándose, exhausta y congelada tras el largo trayecto bajo la lluvia y la tormenta en un carro de tiro.

El cochero solo se paró para cambiar los caballos, los enganchó deprisa, hizo sus necesidades en un árbol y siguió adelante. Tenía que estar por la tarde en Portsmouth, así que ni siquiera tenía tiempo para tomar un vaso de ginebra en la taberna.

—Vaya un trabajo miserable tienes —le dijo el mozo de los caballos—. Si por lo menos pudieras fornicar con las mujeres… pero para eso hay demasiadas en el carro.

El cochero se limitó a maldecir y azotar con el látigo a los caballos porque volvía a llover, más de lo que nunca había llovido en un maldito traslado de mujeres como ese.

Nadie les había dicho a las mujeres adónde les llevaba el viaje desde Londres cuando las ataron muy juntas con cuerdas a los puntales de madera del carro. Más tarde una susurró «Portsmouth». Nadie tenía ni idea de cómo se había enterado. Una de las mujeres profirió un grito, pero el carretero le dio una bofetada y se quedó callada durante el resto del viaje.

Mary se ocupó de tener el lecho al lado de su hija. En el rincón bajo cubierta que les habían asignado el suelo apestaba a los vómitos de Penelope, que no podía limpiar porque no tenía trapos ni agua. El único cubo que había en aquel minúsculo espacio, donde la mayoría de las mujeres solo podían moverse agachadas, rebosaba excrementos. Una ráfaga de viento hizo que el barco se balanceara y el cubo se volcó. Las cadenas relucientes y la paja vieja y aplastada junto al cubo eran señal de que poco antes había alguien ahí. Ahora el lugar estaba vacío.

Penelope sintió que era como un milagro al ver una cara conocida en el barco: Jenny, la vieja recolectora de excrementos de Newgate, se le acercó desde un rincón oscuro. Su sonrisa le sentó bien, pues allí nadie sonreía.

—¿Cómo… cómo has llegado hasta aquí? —Penelope estaba perpleja, y sintió un escalofrío cuando se le cruzó un pensamiento sombrío: ¿por qué Caroline tuvo que morir y esa anciana seguía con vida?

—Me han indultado. —La vieja sonrió—. Indulto real, lo llaman, cuando les sale demasiado caro ponerte la soga al cuello y prefieren enviarte a la muerte en un barco. Niña, pronto echarás de menos la horca.

Mary sacudió la cabeza al ver que Penelope en cierto modo huyó de las palabras de la vieja, cruzó por el tablón al otro lado para no oírla y enseguida la hicieron retroceder. Reprimió la sensación de lástima: Penelope tenía que aprender cuál era su lugar si quería sobrevivir allí. Mary había encontrado su sitio, como tantas otras veces en su vida: guardaba un silencio obstinado y disfrutaba del espacio que le proporcionaba, pues las mujeres poco a poco empezaron a tenerle miedo, como en Newgate… Penelope tendría que encontrar su sitio allí, el viaje a lo desconocido acababa de empezar.

El miedo era letal, eso lo sabía Mary. Pero la dureza, a su vez, mataba el miedo. Ella prefería estar preparada. La cháchara de las mujeres le ponía de los nervios. Se comentaba hasta el último detalle, cada incidente, cualquier menudencia que diferenciara un día de otro: si había llovido más que el día anterior o si había más habas para comer que una semana antes. A algunas les provocaban flatulencias, otras llenaban los cubos de heces. Parloteaban sobre las calles donde vivían, y de los hombres a los que habían amado. Algunas mujeres lloraban por ellos, otras por sus hijos. Esas lágrimas eran las peores, ni siquiera la ginebra que daban a las mujeres cada varios días conseguía secarlas.

Penelope se acostumbró a beberse rápidamente la ginebra. Le gustaba el estado de embriaguez que enseguida se apoderaba de ella, y durante un rato flotaba en un lugar de ensueño sin pensar.

—Acéptalo tal como es —le dijo Jenny con una sonrisa—. Cuando una está borracha todo se olvida un momento, lo demás son cosas de malditos ricos.

Llamaban «cosas de malditos ricos» a aquello que parecía pequeño y distinguido. Un día hubo panecillos, los había donado una dama elegante a las reclusas porque estaban en Adviento.

—¡Adviento! —exclamó Penelope. Miró los panecillos, confusa.

—¿Lo quieres o no? —preguntó Jenny con la boca llena—. Con esas malditas cosas de ricos uno no se llena. —Como Penelope seguía sacudiendo la cabeza consternada, Jenny le cogió el panecillo de la mano sin más y se lo metió en la boca.

El tipo no dejaba de mirarla. Penelope volvió a ver el tupé pelirrojo. Lo pasaba mal con el aire enrarecido bajo cubierta, y se le había debilitado la vista. A veces le dolían los ojos de tanto forzarlos, y no conseguía ver con mayor nitidez el mundo que la rodeaba. Había visto al chico una vez de cerca, en una de las raras ocasiones en que no separaban a mujeres y hombres. Algo había ido mal durante el reparto de la comida y solo había un cubo para todos los presos. Penelope estaba muy cerca de él, y pudo ver que tenía los ojos verdes.

—Es irlandés —susurró una de las mujeres—, un maldito irlandés. ¡Aléjate de él, niña!

Él la miró de nuevo con ojos hambrientos, pero no de pan. Penelope se estremeció. Nunca la había mirado así un hombre, con tanto deseo, el mismo que vio en los ojos de la señorita Rose cuando compartía el sofá con el señor Chester. El ansia del irlandés era aún más descarada. Era el único hombre que la miraba siempre que ella se daba la vuelta. Se sorprendió mirándolo cada vez más a menudo.

Era lo último que veía por la noche antes de que la hicieran subir por la escalera hacia la oscuridad, donde siempre se resbalaba delante de la escotilla. La mirada del chico la perseguía hasta que volvía a ponerse en pie… y era el primero al que se encontraba por la mañana cuando el vigilante volvía a hacerle bajar por la maldita escalera mientras la maldecía por su lentitud y torpeza, siempre la última… El irlandés y su mirada de deseo, eso veía ella al caer sobre los duros cabos cuando el vigilante le daba una patada o la lanzaba contra la pared de su camarote porque había tropezado después de que Carrie Farlowe le pusiera la zancadilla. Veía al irlandés después de comer, no era de los hombres que iban a remo a tierra por la mañana para quitar con la pala la arena del puerto o construir andamios. Tal vez había pagado dinero para poder quedarse a bordo.

El viento trajo una brisa salada. Penelope cerró los ojos e inspiró el olor. Cualquier cosa era mejor que la peste a orín de la cubierta inferior, que se aferraba a la mente como un casco pegajoso y la agotaba.

—¿Botany Bay? —murmuraron tras ella. Ella se dio media vuelta y se encontró de frente con el irlandés—. ¿Vas a Botany Bay?

Un lugar al otro lado del mundo. Hacía tiempo que Penelope no pensaba en ese sitio, solo existían el barco y la niebla… Se esforzó en pensar, pues cuanto más tiempo pasaba allí, más le costaba.

—Yo… sí, creo que sí.

—¡Cásate conmigo! —Le brillaron los ojos—. ¡Cásate conmigo! Y huyamos en cuanto tomemos tierra.

—¿Qué? —Penelope no podía creer lo que estaba oyendo y, sin realmente quererlo, le dio una bofetada con la mano delgada—. ¡Grosero!

El irlandés se tocó la mejilla como si hubiera sido el roce de una caricia. Había algo irresistible en su sonrisa que compensaba la insolencia.

—¡Cásate conmigo! ¿Cómo te llamas, niña?

—Penelope —susurró ella.

Él asintió.

—Yo me llamo Liam, soy de Dublín. Intenté prender fuego a la casa del obispo. Un incendio provocado, eso no les hace ninguna gracia. ¿Y tú? ¿Por qué estás aquí?

Penelope sacudió la cabeza. Liam esperó un momento y ella disfrutó de su mirada como si fuera un breve baño de sol.

—Penélope —repitió él—. Así se llamaba la mujer de la Odisea. ¿Conoces la historia? —Sonrió—. Esperó durante diez años a su esposo. Penélope era la mejor esposa del mundo.

Penelope se atrevió a mirarle a los ojos. Estaba tan cerca de ella que veía hasta el último detalle, los matices cromáticos, las pequeñas púas en el borde del iris, las pestañas claras y la extensa sombra oscura que el hambre dibujaba en el rostro de las personas. El irlandés tenía el rostro plagado de pecas claras, en los buenos tiempos debía de haber sido un hombre guapo.

—Penny tiene un admirador —decían las mujeres que les habían estado observando mientras comían, y se reían entre dientes. Le agarraban el pelo desgreñado para recogérselo como si fuera una dama elegante—. ¡Penny tiene un galán!

Mary observaba con cara de pocos amigos el rubor en las mejillas de su hija. Así empezaba, siempre era igual. Luego llegaba ese ardor en el pecho y surgía el deseo de un encuentro físico. Mary sabía muy bien lo que era consumirse de deseo por un hombre. Su hija estaba muy guapa con su cabello rubio oscuro y el rostro delgado en forma de corazón. Estaba en la edad en que las chicas aún no sabían nada de su belleza, cuando los pechos aún no habían alcanzado la forma definitiva pero ya sonreían con descaro a un hombre. Mary nunca había hablado claro con Penelope de su físico, pues de todos modos el pecado entraría pronto en su vida.

Ella también se había percatado de las miradas entre Penelope y ese maldito irlandés, y empezaba a preocuparse.

En el barco nada pasaba desapercibido. Las paredes tenían ojos, parecía que hasta los tornillos de los tablones escuchaban cuando dos personas conversaban. Nunca había soledad, ni cuando dormían ni al comer ni al defecar. Siempre había miradas, curiosidad, chácharas tontas. El aburrimiento hacía que a los demás se les ocurrieran ideas descabelladas y canalladas que a los vigilantes les importaban poco mientras no supusieran una molestia para ellos.

Así, los presos se miraban unos a otros porque no podían contemplar los bancos de niebla que separaban el barco del mundo exterior. En la siguiente ocasión, Liam le llevó algo. A Penelope le habían asignado rascar la capa de la borda que el viento y el agua marina habían desgastado. El cepillo que le había dado Mike, el vigilante de las mujeres, apenas tenía cerdas, y Penelope sabía que al final del día habría discusiones por no haber cumplido con suficiente corrección la tarea que le habían encargado. Probablemente por ese enfado se quedaría sin comida. Intentó rascar la capa con las uñas, desesperada, pero dejó caer los brazos con resignación al ver que era demasiado gruesa.

—Esas no son manos para semejante tarea.

Tenía delante de las narices el regalo del irlandés, deforme y gris: un mendrugo de pan.

—Para ti —anunció Liam, con el silbido del viento de fondo. ¿Acaso pensaba que se iría a dormir sin comer?

El pan que le ofrecía estaba enmohecido, pero el hambre le había enseñado que el asco no saciaba. Ahora devoraba todo lo que le ofrecían tal y como se lo dieran. Aun así, tuvo sus dudas. Por el ansia en la mirada del chico sabía que aquel pan tenía un precio.

—¿Es que no lo quieres? —preguntó él, atónito.

—Claro que sí —se apresuró a contestar ella, y agarró el pan. Se metió dos grandes bocados en la boca y el resto lo guardó en el escote roto del vestido.

Liam siguió con la mirada sus manos, se detuvo en los pechos medio desnudos, pero parecía contento por otra cosa. Tal vez que hubiera aceptado el pan. En todo caso, sonreía. Luego Mike le dio con el palo en la espalda. Liam gritó del susto y cayó encima de ella, y por un instante fugaz sus rostros estuvieron muy cerca, mientras él se agarraba a la barandilla para no aplastarla…

—Cásate conmigo, niña —soltó—. Cásate conmigo… —El golpe debía de dolerle, pero consiguió rozarle la mejilla con los labios antes de que Mike lo sacara a rastras soltando improperios para hacerle saber en un rincón escondido que estaba estrictamente prohibido tener contacto con las mujeres.

Las demás lo habían visto todo.

—¿Le ha dado tiempo de darte lo tuyo? —preguntó Carrie Farlowe, que dejó al descubierto sus preciosos dientes de ratón al reír—. ¿Habéis tenido tiempo suficiente? Se puede hacer muy rápido…

—No va a estar esperándote, niña. —La vieja Jenny también sonreía—. La próxima vez tienes que servirte.

—Seguro que la tiene grande. —Carrie se echó a reír—. Tienes que fijarte bien.

—Tiene razón, Penny, quién sabe cuándo volverá a acercarse un hombre. Aquí las chicas no se ponen más guapas, precisamente. —Thelma, que antes trabajaba en una tintorería, siempre era muy directa.

Penelope se quedó callada. Solo sabía cómo se llamaba el irlandés. Casarse… ¿cómo podía casarse con un hombre así? ¿Acaso unas miradas lujuriosas eran motivo suficiente para casarse? Su mirada la perseguía todo el día con ese aire sombrío hasta su lecho bajo cubierta, donde Penelope se sumía en una inquieta duermevela de la que siempre despertaba con un sobresalto desde que la habían metido en aquel bote de la desesperanza. Los pensamientos sobre el irlandés ocupaban el lugar reservado para su padre, aquel hombre que solo existía en su mente… sus sueños se volvieron más intensos, cada vez más físicos, y por la mañana despertaba bañada en sudor bajo la cubierta. Mary la escudriñaba con la mirada y le tocaba la frente.

—Tu hija no tiene fiebre. —Se reía Jenny—. Como mucho tiene la fiebre de una perra en celo. —Carrie y Thelma se retorcían de la risa tras ella—. Se le pasará en cuanto alguno se le meta entre las piernas…

Mary miró a una y a otra, despacio. Los comentarios pararon, pues temían demasiado el poder de la partera. Pellizcó a su hija en la mejilla hasta que Penelope hizo un gesto de dolor con los dientes.

—Ten… cuidado —gruñó.

El transporte de reclusos a las colonias solo salía de los puertos ingleses en tierras costeras dos veces al año, así que para algunos presos el tiempo de espera de una plaza se prolongaba durante años. No tenían derecho a reclamarla, pues ante la ley inglesa los proscritos estaban muertos.

A veces recibían visitas en los barcos. No todos los presos eran almas olvidadas, muchos tenían mujer e hijos en tierra, y Penelope oyó historias de esposas que hacían todo lo posible para ser deportadas a Botany Bay con sus maridos. Aquella tarde subió a bordo una de ellas. Se tiró a los brazos de su marido delante de todos y le limpió a besos las lágrimas que le corrían por el rostro. Luego, como todas las tardes, se lo llevaron a empujones bajo cubierta, pero se llevó un brillo de felicidad a la penumbra. Penelope envidiaba aquel soplo de felicidad.

—¡Penelope MacFadden! —rugió uno de los vigilantes—. ¡Tienes visita!

Las mujeres la miraron y empezaron a cuchichear. Les daban la comida después de los hombres, así que estaban haciendo una larga cola bajo la lluvia mientras el cocinero se quedaba mirando en vez de repartirla. ¡Una visita! Penelope puso los brazos en jarras en las estrechas caderas y avanzó, vacilante.

—Tienes visita —repitió el vigilante, que la empujó hacia la cámara de oficiales, donde unos caballeros vestidos con mucha elegancia rodeaban a una dama.

Penelope contuvo la respiración. Debajo de una sencilla capa de lana negra reconoció el rostro redondo de la señorita Rose. A diferencia de antes, estaba enmarcado en tela blanca…

—Cielo santo —susurró la señorita, que se abrió paso entre los caballeros—. Cielo santo, niña…

Repasó con una mirada confusa el pelo enmarañado y los hombros semidesnudos con heridas de picaduras de pulgas hasta llegar a los harapos que cubrían su cuerpo demacrado. Penelope llevaba el mismo vestido de aquella noche.

—Yo… cielo santo, niña… —La señorita hizo una mueca con su precioso rostro.

Penelope se quedó quieta sin decir nada, mientras le venían a la memoria las imágenes de aquella funesta noche, nítidas e imborrables. La sangre, los gritos y los injustos reproches después de que Rose hubiera solicitado ese servicio prohibido.

Penelope consideraba que la señorita no tenía derecho a presentarse allí y fingir consternación, y eso le dio fuerzas para erguirse y mirar a los ojos a su visita.

—Te he… traído algo, niña —tartamudeó la señorita, insegura—. Pero no sé si aquí… es decir… si aquí… si tú… si tal vez…

Hurgó en su bolso. Penelope sintió las miradas de curiosidad de las demás mujeres. Percibía su codicia y las ganas de arrebatarle algo antes siquiera de que lo tuviera en las manos. Se irguió un poco más, en realidad era más alta que la señorita Rose.

—No necesito nada —dijo—. Aquí no necesito nada. —Aquellas palabras le sentaron bien—. No quiero nada de usted, señora.

—Te he traído algo, niña. —La señorita había recuperado la compostura—. Como ves, llevo velo y me he puesto al servicio de Cristo. He renunciado a todos y a todas mis posesiones, he dado mis vestidos y encajes. Pero quiero que sepas que nunca había tenido una prenda tan perfecta como tu chal. Quédatelo como agradecimiento.

Con un gesto displicente propio de Belgravia, la señorita le puso a Penelope en la mano un pequeño fardo. Hizo un breve movimiento con la cabeza y se fue apresuradamente. La misericordia tenía sus límites incluso para una novia de Cristo.

Penelope la siguió con la mirada en silencio. La señorita le había dado el chal.

Las flores de melocotón brillaron en su mente: su indescriptible aroma, y las delicadas imágenes de color rosa en las que se impregnaba el olor y se hacía tangible. La época de las flores de melocotón, rebosante de olorosa limpieza y despreocupación, un sueño de aromas y felicidad…

Fin.

Agarrándose a la borda con las dos manos, Penelope se juró que, fuera cual fuera el destino de aquel maldito barco, jamás haría encaje para otros.

Mary vio cómo las manos de su hija se deslizaban de la borda. Por un momento se sintió orgullosa de la serenidad con la que la chica había despachado a la señorita. Penelope no era una blandengue, un ser miserable que se dejara vapulear como un esclavo del algodón… ¡le había hecho frente a la dama! Las mujeres se acercaron intrigadas por lo que le había querido llevar la visita. Todo tenía un valor en el bote de la desesperación; el robo y el comercio prosperaban allí igual que en su antigua vida en Londres. Mary olió el peligro. Antes de que llegaran las primeras le arrebató el paquete de las manos. No habría ningún lugar en el barco donde pudiera abrirlo sin que la vieran, y de todos modos no tenía fuerzas para defenderla de aquellas mujeres codiciosas.

A Mary MacFadden nadie le quitaba nada, las mujeres temían demasiado su silencio. Con ella el paquete estaba a salvo de las manos largas. Penelope no se resistió, miraba en silencio la embarcación que se llevaba a la señora a tierra, y Mary no logró adivinar qué estaba pensando.

La tormenta rugía ya desde la mañana. Alguien había dicho que no era de extrañar porque ya se acercaba la Navidad. ¿Navidad? Estaban en plena discusión sobre si hacía ya tiempo que estaban en enero, dos mujeres habían iniciado una pelea y las habían separado con un látigo. Penelope también había recibido un golpe por no ser capaz de huir a tiempo. Su vestido andrajoso se abrió del todo en la espalda. Sintió que el aire gélido le mordía la piel, y las gotas de lluvia caían del cielo cada vez más densas. Desde el mediodía no sentía los pies. El frío le paralizaba las extremidades, pero las mujeres tenían que hacer su trabajo en cubierta hiciera el tiempo que hiciera. Si una moría, como había ocurrido dos días antes con Elsie Coburn tras un ataque de tos con sangre, arrojaban el cadáver al bote de remos y lo llevaban a la orilla, donde lo enterraban.

—¿Tienes frío? —susurró alguien en la penumbra. Penelope se estremeció y encogió las piernas hacia el cuerpo. Sin embargo, no consiguió meterse entre las maderas de las que intentaba rascar la caliza desde primera hora de la mañana. A Mike, el vigilante, le divertía hacerle rascar todos los días algo distinto—. ¿Tienes frío, niña?

¡El irlandés! Un escalofrío le recorrió la espalda. Hacía unos días que no lo veía, por mucho que lo buscara con la vista, incluso había llegado a pensar que se encontraba en el bote de los cadáveres junto a la difunta Elsie. Liam estaba tan cerca frente a ella que prefirió levantarse como pudo, dividida entre el miedo y el alivio porque estuviera vivo. Había soñado con él, lo vio claro en el momento en que dio un paso hacia ella. Había tenido sueños que sin duda no debía tener. El vestido desgarrado se le deslizó por el hombro. En un intento frustrado de tapárselo, aún se le resbaló más la tela.

—No, no tengo frío —murmuró, pero él ya la había agarrado por los hombros desnudos y la abrasaba con sus manos ardientes.

—Cásate conmigo… —Liam la apretó contra su cuerpo, posó la boca sobre su rostro y soltó de nuevo «cásate conmigo».

Penelope sintió que se le contraía el abdomen al sentir que aquello con lo que había soñado la noche anterior estaba duro entre sus piernas. El deseo tiene muchas caras, pero ella no conocía el impulso que se apoderaba de ella sin más.

En vez de apartar a Liam, se acercó a él. Sus bocas se encontraron y se fundieron durante un largo instante que no logró satisfacerla y no sirvió más que para acelerarlo todo… tal vez lo que hacían sus bocas se llamaba beso… No, había perdido la inocencia, estaba ante las puertas del infierno, y Liam tenía la llave. Deslizó la mano izquierda por la espalda dolorida y con la derecha le subió la falda, y cuando por un breve instante ella se resistió por miedo, supo convencerla con la lengua de que lo deseaba, en ese momento.

Cuando Liam la levantó, ella lo rodeó con las dos piernas. Lo buscó con sus manos inexpertas para que todo fuera más rápido. Él se bebió los jadeos de los labios de Penelope, luego los sofocó con su boca, exigió más, sujetó su cuerpo tembloroso contra él mientras con la mano preparaba el camino entre sus piernas. No tuvo que utilizar la fuerza cuando finalmente entró en su interior.

Penelope perdió el mundo de vista, se dejó llevar entre las cajas de amarras contra las que la había empujado él y fue muy fácil seguir las potentes caderas, que le proponían un ritmo rápido. Ella empujaba siguiendo las ondas de la lujuria, no sentía nada más: ni dolor ni frío ni aversión, incluso el miedo desapareció.

Cuando se separaron, se quedó tumbada sobre la caja, aturdida, sin oír el grito del vigilante ni los latigazos que destrozaban la piel de Liam.

—¿Es que nadie te ha dicho que está prohibido fornicar aquí? —preguntó Mike, que la levantó de un tirón de la caja—. En realidad a las prostitutas les cuesta unos golpes… —La sacudió del brazo y la obligó a ponerse en pie frente a él—. Pero tú me das pena, eres una mujer peculiar, maldita sea. Te lo ahorraré.

Penelope rompió a llorar cuando detectó algo parecido a la compasión en aquella mirada que solía ser implacable: era el primer llanto desde que vivía en aquel horrible lugar.

—Eh, niña —dijo Mike. Las sacudidas perdieron fuerza, y finalmente la sujetó con ambas manos en vez de hacerle daño—. ¿Por lo menos te ha fornicado bien? A veces solo ocurre una vez.

Pese a lo horrible que sonaba, la intención era buena. Mike le fue colocando los harapos hasta que el pecho al descubierto quedó tapado, y sus vergüenzas, ocultas. Ella se atrevió a mirarle a la cara y se limpió las lágrimas de los ojos. Vislumbró el contorno del rostro del vigilante, reconoció una barba rubia mal afeitada, unas arrugas profundas que parecían cinceladas en las mejillas y los ojos acuosos que la observaban. Su inesperada amabilidad estuvo a punto de hacerle perder la razón. Antes de que alguien pudiera hacer preguntas o reclamara un castigo, Mike la llevó hacia la escotilla y la obligó a bajar los escalones con menos brusquedad de la habitual. La cubierta de dormir estaba vacía, se oían los ruidos de las mujeres arriba con las cazuelas y las peleas por una ración de puchero.

—Quién sabe qué te ha traído hasta aquí, niña, pero no te lo merecías —rezongó Mike—. Deberían haberte ahorcado, así te ahorrarían el sufrimiento.

No le dio tiempo a reflexionar sobre aquella frase. Mike le enseñó con la linterna adónde la llevaba, y cuando las esposas de acero que había junto al cubo de los excrementos se cerraron alrededor de las muñecas, el rostro del vigilante se mostraba tan imperturbable como siempre a la luz de la linterna. Las cadenas resonaron mientras él comprobaba dónde se sentaba la chica. Finalmente se incorporó todo lo que podía con su altura bajo cubierta y dijo:

—Ya está.

Luego se fue, como una sombra agazapada que no deja rastro.

Penelope sintió pánico. Se incorporó e intentó seguirle en un gesto absurdo, pues las cadenas estaban clavadas a la pared de madera. Primero tropezó con el cubo, luego con sus propios pies, cayó de rodillas y de nuevo se encontró en el apestoso charco mientras la linterna se alejaba balanceándose. Luego la escotilla se cerró y la oscuridad la estrechó entre sus brazos.

Penelope gritó como nunca antes en su vida. El grito atravesó su cuerpo e invadió la cubierta completamente a oscuras con su desesperación.

—¡Dejadme salir!

Ninguna de las mujeres habló con ella cuando las empujaron escalera abajo tras una eternidad. Parecía que todas supieran lo que había ocurrido. Las noticias volaban en el maldito barco de la desesperación. Se había dejado fornicar por un hombre, a plena luz del día y en la cubierta. Todo el mundo sabía que en el barco estaba prohibido y que eran inflexibles con el castigo. No había compasión. Si alguien necesitaba hacerlo, mejor no ser descubierto. Las mujeres pasaban en silencio por su lado, cada una hacia su lecho, y se oían algunos cuchicheos, aunque normalmente hablaban mucho más alto. Penelope era la más joven, y eso empeoraba las burlas. Tuvo la esperanza hasta el final de que alguien acudiera en su ayuda, pero los susurros se fueron extinguiendo y las primeras respiraciones profundas revelaron que estaban durmiendo. Ahora solo se oían los golpes de las olas contra el costado del barco.

Penelope tiró con fuerza de las cadenas. Sintió que la impotencia le ardía en la garganta: ¿de verdad nadie la veía? ¿Nadie la oía?

—Ayudadme —susurró, con la voz ronca de tanto gritar.

Nadie acudió. Se hizo el silencio, y la noche se impuso en la cubierta inferior.

La impotencia atenazaba su cuerpo. Tiraba de ella en una lucha absurda contra las cadenas que paralizaban sus miembros y se agotó. En algún momento dejó caer la cabeza sin fuerzas en la paja. El recuerdo del irlandés y lo que habían hecho juntos en aquellos momentos la salvó de ceder ante la debilidad y simplemente dejar de respirar. Así encontró algo en lo que pensar en la oscuridad infinita. Huyó de las cadenas entrando mentalmente en un país de ensueño donde de nuevo encontraba a Liam: su boca, su lengua y el deseo, que había pasado de ser una flor rosada de aroma dulce a convertirse en una cascada espumosa. Ella había estado bajo esa cascada, se había fundido en uno con el delicioso líquido, y aquel recuerdo lograba aplacar un poco su desesperación…

Mary no sabía si debía despertarla. Tras oír los gritos y los llantos, se le rompió el corazón y finalmente se acercó a su hija. Tenía que despertarla, no había alternativa, y le dolía ver cómo intentaba, igual que un animal asustado, zafarse de ella para ponerse a salvo de más suplicios.

—Tranquila. —Mary estrechó entre sus brazos a su hija y la abrazó con toda la fuerza posible en aquel rincón. Sintió que Penelope se dejaba llevar por aquel abrazo que la mecía y sollozaba en silencio sobre su hombro desnudo. Las cadenas sonaron un poco. El tiempo se detuvo, luego retrocedió y le concedió cierto sosiego.

Cuando Penelope se hubo calmado, Mary habló en serio con ella por primera vez en mucho tiempo.

—Penny. —La última vez que la llamó así era una niña, y hacía tiempo que no lo era. Había llegado el momento de darle algo. Apartó un poco a su hija—. Penny, tengo que decirte algo. Tu padre… tu padre también estuvo en un barco como este. —Sintió que la chica levantaba la cabeza y volvía a la vida. Su plan funcionaba. Las ganas de saber sobre su padre mantendrían con vida a Penelope, había acertado al contarle la verdad en ese momento—. Fue juzgado por falsificador, Penny. Se lo llevaron encadenado a Nueva Gales del Sur. Le pusieron las mismas cadenas que a ti…

—¡Madre! —exclamó Penelope.

—Tu padre era un hombre fuerte y bueno. —Mary se alegraba de que la oscuridad ocultara sus lágrimas—. No lograron vencerle.

—Mi padre —susurró la chica con dificultad.

—Sobrevivió a este barco. —Mary se acercó un poco más y abrazó de nuevo a la niña—. Se llamaba Stephen Finch. Nos conocimos en el hospital. Las cadenas no pudieron con él, piénsalo cuando te aprieten demasiado…

—Sí —susurró Penelope—, sí, sí…

Su desconcierto era evidente, pero por suerte no hizo preguntas, así que Mary no le contó el resto de la historia. Ya era lo bastante duro soportarla. ¡Stephen! Era increíble el tiempo que pasó esperando noticias de él. Su hija llevaba el nombre de Penelope, la que espera, la esposa del héroe mitológico que aguardó su regreso durante veinte años. Stephen no volvió. Se enteró de su muerte cuando su hija tenía dos años. Había fallecido por el tifus en un campo de prisioneros en Sídney, según le habían comunicado a su familia. Aún sentía el dolor, pero Mary se lo sacudió de encima. No servía de nada.

—Penny, has tenido la valentía de romper las reglas, ahora tendrás fuerza suficiente para soportarlo todo. —Mary se levantó y se fue. Se sintió aliviada tras tantos años de silencio.

En algún momento aquellos hombres le volvieron a abrir las cadenas, y la vida en el barco continuó… Penelope no tenía ni idea de cuánto tiempo había estado encadenada bajo cubierta, pero tampoco importaba. Desde que se fue su madre tras su visita nocturna, había estado pasando de un sueño a otro, rodeada de historias que se confundían unas con otras: Liam, su padre, Liam…

Al final el tiempo que había pasado encadenada se fue borrando. Solo las cicatrices que le habían dejado las esposas en las muñecas le recordaban un contratiempo en su vida que había terminado en silencio y en el que procuraba no pensar. Sin embargo, conservaba como un preciado tesoro la información sobre su padre en un rincón de la memoria. Siempre había sabido que existía. Ahora tenía un nombre, y eso había cambiado algo. No volvió a ver al irlandés. Tal vez lo habían matado a golpes.

Las mujeres no hablaban de él. Trataban a Penelope de otra manera, de vez en cuando se burlaban de ella, pero no la molestaban porque Mary las vigilaba en silencio. Solo la vieja recolectora de excrementos miraba a Penelope con compasión.

—No era el hombre adecuado —dijo—. Tenía la mirada salvaje, niña.

Penelope asintió en silencio.

Jenny le acarició el hombro delgado y siguió hablando.

—Aún eres joven, ya verás que hay tipos que son mansos y, cuando llega el momento, pueden ser salvajes. Ya entenderás lo que te quiero decir.

—Entiendo lo que quieres decir. —Penelope sonrió—. Pero suena bien lo de ser salvaje, Jenny. ¿O acaso hay que querer tener a un tipo manso?

—Mientras no sea manso en la cama… —La vieja le guiñó el ojo y sus rasgos adquirieron un brillo de juventud—. Un día recibirás al hombre adecuado con un vestido elegante, niña. Con una puntilla de encaje en el cuello y una cofia delicada. Conocerás al hombre adecuado, niña.

—¿Cómo? —susurró Penelope.

Un rayo de esperanza se coló a través del pesado cansancio del día. ¿Un hombre adecuado para ella…? Sonaba demasiado bonito para ser verdad. Sacudió la cabeza. Estaban allí sentadas en el barco de la desesperanza, en caso de que llegara el hombre adecuado encontraría su rostro surcado por las horribles arrugas del hambre. ¿Y quién iba a fijarse en ella? Jenny reflexionó un momento. Luego esbozó una sonrisa con su rostro acongojado.

—Lo reconocerás porque te abrirá una puerta —dijo, ensimismada—. Tal vez también te dará la libertad. Ten los ojos bien abiertos, lo encontrarás.

Penelope vio mentalmente una puerta. Estaba bien cerrada, pero un día se abriría sola y los rayos de luz que en el barco solo intuían a través de las rendijas deslumbrarían a Penelope. Y alguien se plantaría delante de ella para protegerla…

Cuando llegaron los botes de remos y los obligaron a subir a fuerza de golpes y patadas no hubo lágrimas, ni gestos, ni un último saludo. Algunas se quedaron en cubierta sin saber por qué. A los convictos les negaban el derecho a saber cuál sería su destino. Los reclusos del barco habían sido sentenciados por la ley sin que les hubieran colgado en el patíbulo, su traslado era únicamente cuestión de tiempo. Algunos llevaban años esperando ese bote y anhelaban su llegada. Todos sabían que con el bote de remos empezaba una etapa nueva en su vida: el traslado a Botany Bay.

—Thelma dice que podríamos morir —susurró Penelope—. Dice que nos ahogaremos todos.

—El barco de la desesperación es como una muerte a plazos —rugió la vieja Jenny, a la que habían embarcado con ellas en el bote de remos—. Preferiría tirarme al mar, a lo mejor consigo escapar en algún momento.

—¿Escapar? —Penelope no podía creer lo que estaba oyendo. ¿Huir del laberinto de cadenas, candados y collares?—. ¡Estás loca! ¿De verdad crees que es posible?

—Siempre hay alguien que consigue huir, niña —murmuró la anciana—. Algunos incluso logran regresar a Inglaterra, ¡yo conocí a uno! Recorrió en un bote de remos todo el trayecto por mar a China hasta llegar a los hombres amarillos.

—¡No!

—¡Pues sí! Remó hasta China y allí se escondió en casa de un holandés, que lo llevó de regreso a Inglaterra, donde ahora…

—Está en Newport —se apresuró a interrumpir a la vieja Eliza Cornell—. Ya me sé la historia, ¡no expliques mentiras! ¡Nadie sale impune de Botany Bay! Tienen vigilantes y perros rabiosos por todas partes, y si te atrapan hacen que el látigo baile sobre tu espalda, ¡quinientos azotes, eso me han dicho! Y si por casualidad consigues escabullirte, te estarán esperando los negros salvajes, con sus lanzas venenosas, que encuentran a todo el mundo porque vuelan a una velocidad increíble, y si te dan agonizas durante horas, si no mueres antes de sed por el calor. —Eliza era una narradora nata, pero ¿hasta qué punto lo que decía se correspondía con la verdad?

—Bueno, esperemos a ver qué pasa —dijo Jenny para calmar a Penelope—. No conviene subir con miedo a un barco nuevo.

Penelope estaba temblando. Tenía ganas de vomitar mientras los remos golpeaban el agua a un ritmo monótono y no había ninguna pista de adónde las llevaban ni cuándo llegarían. Últimamente se mareaba con frecuencia. Mary se había recluido de nuevo en su silencio lleno de reproches tras aquella noche en el calabozo, y Penelope no se había atrevido a romperlo, pues sabía cuánto odiaba su madre las quejas, sobre todo porque estaban en aquel bote por culpa de Penelope. La vieja Jenny, en cambio, la reconfortaba con su amable cercanía, y a ella sí le hacía confidencias. Cuando vomitó estando aún en el barco le dijo que era por la mala comida, y ahora también la cogía de la mano mientras se desahogaba por encima de la borda al agua.

—Ya está, niña —dijo, y le acarició la espalda.

Poco después el bote de remos atracó con las mujeres en el puerto de Portsmouth, donde estaban ancladas las embarcaciones grandes. Allí no había una niebla tétrica ni barcos de la desesperación. Penelope oyó los gritos y cantos de los marineros, y por encima de la frenética actividad las gaviotas planeaban con el viento y esperaban a que los barcos izaran las velas y se adentraran en mar abierto.

Los presos tuvieron poco tiempo para echar un vistazo. Una minoría había estado alguna vez cerca de esos barcos enormes, y cuando los vigilantes colocaron la escalera de cuerda no se resistieron y se concentraron en cruzar, pues debajo se abría el profundo abismo del mar. Penelope intentaba controlar las náuseas y olvidar la idea de lo bonito que sería soltar los travesaños sin más y dejarse caer…

—¡Vamos, continúa! —gruñó un hombre con el látigo para bueyes con el que empujaba a las mujeres para que subieran tres a la vez por la escalera.

A Penelope y Mary las habían separado ya en el bote, y cuando Penelope pasó junto a la borda intentó salir de la fila de mujeres para buscar con la vista a su madre. Sintió un golpe directo en la espalda y un ardor.

—Tenga compasión —gimió—, mi madre… por favor, déjeme ir con mi madre.

—Déjela, es una niña. —Sonó una voz masculina más conciliadora de lo habitual.

El hombre del látigo soltó un insulto.

—Levántate, niña, enseguida estarán todas arriba y podrás seguir. —El hombre de la voz bonita tapó el sol cuando se agachó para acercarse a ella. Los años al aire libre habían grabado arrugas profundas en su rostro, cuyos rasgos transmitían una amabilidad sosegada, algo poco habitual en aquel sitio. Los botones brillantes de su chaqueta le delataron como un hombre de rango, tal vez fuera un oficial. Penelope no podía apartar la vista de los botones. De pronto se sintió aún más mareada y perdió el conocimiento.

Alguien volcó un cubo de agua salada del puerto encima de Penelope. Por un momento pensó que la habían arrojado al mar. Se puso de costado, tosiendo y escupiendo, pero solo vio tablones.

—Mi madre… ¿dónde está mi madre? —dijo entre jadeos.

Mary se inclinó sobre ella. Junto con la vieja Jenny, pusieron a Penelope en pie y la sujetaron mientras el del látigo seguía gritando:

—¡Vamos, vamos, furcias… moved esos culos grasientos, adelante, vamos!

Entonces una ola golpeó el barco por la proa y de pronto se encabritó delante de ellas, Penelope resbaló y perdió el equilibrio. No sintió nada más cuando aquel hombre simplemente la arrojó por la escalera. No sentía los huesos, ni el dolor… nada más que entumecimiento. La oscuridad se apoderó de ella, interrumpida de vez en cuando por linternas oscilantes y los llantos desgarrados e incesantes de las mujeres que eran llevadas bajo cubierta. El ruido de cadenas se aferró a la conciencia de Penelope. Ya lo conocía, sabía lo que se sentía cuando las esposas de acero se cerraban alrededor de las muñecas y una pesada cadena colgaba entre las piernas.

El hombre de la voz bonita se había quedado en cubierta, así que no había nadie que le dijera cuánto tiempo estarían encadenadas. Una sola linterna se balanceaba desde la cubierta, pero no tenía luz suficiente para ver dónde se había instalado su madre.

—Dicen que estaremos todo el viaje encadenadas —susurró una mujer a su lado—. Dicen que algunos se mueren de debilidad… —Luego rompió a llorar.

—Deberían habernos ahorcado, maldita sea —afirmó Jenny con aspereza—. Por lo menos así sabes a qué atenerte. —Sus cadenas resonaron sobre el suelo de madera desnuda mientras buscaba una postura más cómoda—. No parece que nos vayan a traer almohadas de plumones. Por lo menos no tenemos pulgas.

—No creo que sea tan horrible —susurró otra—. Conocí a un hombre que regresó después de su pena. Le dieron comida suficiente…

—¿Como en los botes? —preguntó Jenny, y soltó una carcajada—. Os diré algo. Primero dejarán que nos pudramos aquí abajo y, cuando la mierda llegue hasta la cubierta, nos sacarán fuera para que la limpiemos. Ya lo veréis.

Tal vez tuviera razón en eso. Nadie se inmutaba ante los gritos y las lágrimas. Nadie acudió cuando una mujer se puso a gritar como una histérica al final de la cubierta inferior y solo se calló al perder el conocimiento. Al principio hubo algunas palabras de consuelo y gritos de indignación, pero ninguna tenía fuerzas suficientes para ayudarla. Todas estaban atrapadas en su propio miedo e intentaban combatir el pánico y la claustrofobia. Las horas pasaban volando. En algún momento Penelope olvidó que la mujer había gritado, olvidó quién había a su derecha y quién a la izquierda… El barco se había puesto en movimiento… ¿hacía días? En la oscuridad que reinaba bajo la cubierta uno perdía la noción del tiempo. Tal vez llevaban ya un año metidas en esa cárcel asfixiante. El tiempo era un invento de los seres humanos que la habían condenado por sus actos, así como los que se paseaban por cubierta y dividían la existencia de los reclusos en gritos durante el día y silencio de noche. El tiempo no estaba en manos de los presos. El único tiempo que les habían concedido era el de su pena.

Siete años.

Catorce años.

La mayoría no era capaz ni de hacerse una idea.

El barco se balanceaba de aquí para allá, gemía, crujía, retumbaba, los tablones proferían amenazas oscuras de romperse y entregar a todos los presos al mar, y marcaban un ritmo terrorífico. Penelope hizo fuerza contra la pared del barco. Tenía el trasero llagado, y le escocía por mucho que cambiara de postura. Al principio se resistió a las necesidades de sus intestinos, pero en algún momento se rindió. A sus vecinas les ocurrió lo mismo. Estaban agazapadas entre sus propios excrementos. Era imposible arrodillarse, y las cadenas no permitían tumbarse. De las mujeres que tenía al lado solo oía gemidos o discretos sollozos. La mayoría se había quedado inmóvil, igual que ella aquella vez en el barco de la desesperación, cuando le pusieron las cadenas por primera vez. Penelope, que ya conocía la sensación, sabía cómo huir de la angustia para ahorrar fuerzas. La vela de la linterna hacía tiempo que se había extinguido. Nadie la había sustituido.

Solo entraba luz cuando la escotilla se abría hacia arriba. Entonces dos hombres bajaban la escalera con gran alboroto y linternas relucientes, cargando con una caldera, y uno de ellos con un saco al hombro lleno de cuencos de madera. El reparto de comida se llevaba a cabo con tal rapidez que algunas mujeres apenas lograban despertar de su sopor y no recibían nada.

—Una de nosotras debería hacer guardia —propuso Carrie.

—¿Cómo vamos a organizarlo? —refunfuñó la gorda galesa, a la que apenas se le entendía porque el vigilante le había dejado la mandíbula torcida a golpes en la gabarra—. ¿Quieres quedarte despierta? ¡Pues que vaya bien, lista!

—Haremos turnos —la interrumpió Carrie, enfadada—, y si vienen nos despertaremos unas a otras. ¿O queréis morir de hambre? ¡Eso es lo que sucederá si no se nos ocurre algo!

No, nadie quería morir de hambre, en eso estaban todas de acuerdo… así que en el siguiente reparto de comida hicieron el puntapié de la vecina, como lo llamaba Carrie: todas daban puntapiés a derecha e izquierda para que nadie quedara olvidada y todas estuvieran despiertas cuando llegaran los hombres con la comida.

La escotilla se abrió. Dos hombres bajaron la caldera por la estrecha escalera y la arrastraron a lo largo de la fila de reclusas. Era toda una proeza recoger el cuenco a pesar de las cadenas y sujetarlo de manera que el puré no se derramara cuando aquellos dos lo repartieran. Esta vez Penelope había sido demasiado lenta, y la papilla de avena caliente se le cayó al suelo entre las piernas.

—¡No! —le salió, furiosa, luego calló de repente porque los hombres dejaron la caldera y se acercaron con la linterna.

—¿Algún problema? —preguntó uno.

—¿Es que no te gusta? —interpeló el otro con aspereza.

—¿Necesitas sal?

—¿O a lo mejor un poco de pimienta en el culo? —se burló el segundo.

Penelope no veía bien a ninguno de los dos porque le cegaba la linterna.

—Vamos, come, no se puede repetir, y menos las vacas flacas como tú. —El que sujetaba el cucharón soltó una risa sarcástica y lo movió en el aire.

Penelope consiguió esquivarlo.

—A lo mejor quiere que la ayudemos a lamer.

—¡Ja! —gritó el tipo de la linterna—. ¡Prefiero esperar a una puta limpia en Ciudad del Cabo!

—Dejad en paz a la niña —rugió Jenny—. No puede hacer nada…

El cucharón silbó de nuevo en el aire y le dio a Jenny en la cabeza. Penelope se quedó petrificada. Solo se atrevió a moverse cuando la escotilla estaba cerrada y las envolvió la oscuridad de siempre.

Nadie decía nada, solo se oían los ruidos al comer y los lametazos de las demás, que se esmeraban en vaciar sus cuencos sin cuchara lo antes posible. Penelope intentaba reprimir las lágrimas. Solo tenía para comer lo que se le había quedado pegado en las piernas. La vergüenza que sintió al recoger los restos de comida antes de deslizarse hasta Jenny la mantuvo en vela toda la noche…

Su malestar aumentó durante los días siguientes.

Tenía la mirada perdida al frente. El barco cada vez se movía más debajo de ella, como si cobrara vida. El agua rompía rítmicamente contra la pared del barco. Se dio la vuelta, todo lo que le permitían las cadenas, y espió por una hendidura lo que estaba perdiendo en ese momento: Inglaterra se alejaba en un día espléndido. La costa cretácea de Dover que solo conocía por dibujos brillaba a modo de despedida bajo el sol matutino. Le asaltaron los recuerdos: las casas de Southwark, la pequeña habitación, el ganchillo, su vestido marrón preferido, los pasteles de sirope en Navidad, los cojines de lavanda y el tafetán blanco en un sofá, los pétalos rosas en una rama granate sin hojas, unas flores cuyo aroma se desvanecía cuanto más se alejaba de ellas.

El barco surcó las olas y comenzó un baile para el que el ser humano simplemente no estaba hecho. Todas bajo cubierta empezaron a vomitar bilis verde y sintieron las náuseas del mar, que les acabó de sorber de los huesos el último resto de fuerza.

—Ni siquiera hemos llegado a la costa española. ¡Haced el favor de controlaros! Es mucho más divertido vomitar en el Cabo de Buena Esperanza. —Se oyó poco después. El tipo de la caldera se rio y sujetó en alto la tea—. Vaya, huele peor aquí que en un establo…

Se apresuraron más aún en repartir la comida y cerrar la escotilla tras de sí.

Penelope se metió con ansias la papilla en la boca, que estaba un poco más sabrosa. Incluso encontró un trozo de carne en el cuenco.

—Dicen que hay un médico a bordo —anunció Carrie a su lado.

—Dos médicos —dijo una mujer que se había instalado delante de la escalera y siempre lo sabía todo.

—A lo mejor están haciendo pócimas. —La risa de Carrie se cortó, luego se le cayó el cuenco de las manos y vomitó lo que acababa de tragar.

Penelope se apartó. A veces espiaba por la hendidura de la pared del barco. La luz que penetraba en los ojos desacostumbrados le ayudaba un poco a combatir las náuseas. Ya no recordaba qué era no tener esa sensación de debilidad en el estómago.

—¿Cuánto más va a durar este viaje? —susurró Penelope a través de la rendija. Pensaba en Liam, en sus ojos irlandeses y en la libertad que había sentido en su interior, y en el hombre que había sido su padre y que también había estado en un barco así.

«Eternamente», borboteaba el agua, eternamente como las olas, olas, olas…

Y en las mejillas las lágrimas se mezclaban con la fina niebla que desde el mar penetraba a través de la rendija entre los tablones. La sal se posaba como una máscara sobre su rostro y finalmente cubrió con su costra también el corazón. En los momentos de profunda desesperación sentía como si unos dedos acariciaran esa costra, como si dos manos formaran una armadura suave para el corazón. Su padre siempre la había acompañado cuando tenía miedo de la oscuridad. Allí, bajo cubierta, lo sentía especialmente cerca: había llevado las mismas cadenas, y había sobrevivido a ellas. Ella también lo haría…

Sin embargo, cuando abría los ojos no había nadie en la oscuridad. Ni su padre ni el recuerdo de Liam, que también se iba disipando para dejar espacio a la idea de que solo se había aprovechado de su deseo. La madre tenía su lecho muy cerca, pero no decía nada, y Penelope no se atrevía a llamarla.

—¿Estás viva? —preguntaba Jenny de vez en cuando, y siempre dejaba escapar su risa suave y demencial.

—¿Por qué lo preguntas? —contestó una vez Penelope.

—Bueno, pensaba que estaría bien saber si la vecina seguía viva para comer su ración. Podría llegar el día en que tal vez tú te comas mi ración, niña. Y no se lo dirás a nadie porque tienes hambre.

Penelope tendió la mano hacia ella.

—Jamás haría eso, Jenny. —Nada más decirlo se avergonzó de mentir, pues probablemente Jenny tenía razón. Ya se estaban peleando por el saco de mendrugos caídos. Pero aún estaban vivas todas las que habían llegado al barco desde el barco de la desesperación.

—Tu madre está bien —le confirmaba Carrie después de cada reparto de comida, pues Mary estaba a su lado.

Penelope se acariciaba con calma la barriga, el mejor lugar donde poner las manos, pues era curioso, pero allí se calmaban.

Al cabo de unos días la escotilla no se abrió para el reparto de comida. Los dos hombres solo llevaban una llave encima, y poco después hicieron sonar las cadenas con un ruido ensordecedor entre las argollas de los pies y las manos de las mujeres. Eran libres…

—¡Fuera, vamos! —rugió el vigilante—. ¡Al aire! ¡Moved esos culos de furcias! ¡Moveos si no queréis pudriros aquí!

Tardaron un rato en llegar todas a cubierta. Mary comprendió que los empujones no les ayudaban a ir más rápido. Le pareció que tardaban una eternidad en subir los escalones. Como las demás mujeres, ella también tuvo que agarrarse y en cubierta acabó a rastras, más que caminar. Estaban demasiado débiles, les fallaban las rodillas como si fueran de pergamino.

—Dios mío —gimió Carrie tras ella—, el sol, ¡el sol! —Llorando de la conmoción, se vino abajo.

Uno de los vigilantes pasó deprisa a su lado y dio un latigazo junto a ella en los tablones. Al ver que no se movía le pegó con las manos profiriendo insultos horribles. Penelope, que estaba agachada en los tablones delante de Carrie, cometió el error de darse la vuelta y levantar las manos para apaciguarlo… entonces le golpeó el látigo. Mary sintió que se le encogía el corazón al oírlo, no soportaba ver las heridas abiertas y sangrantes de su hija. Pero Penelope no emitió un solo sonido. Había aprendido a no hacerlo.

—Dejad a las pobres criaturas en paz —dijo aquella voz que una vez la había tratado con tanta amabilidad en el barco. Era obvio que el hombre era extranjero, tenía un acento peculiar, pero muy cálido, eso aún lo recordaba Penelope—. Dejad en paz a las mujeres, no están causando problemas. —Miró de arriba abajo al hombre bajo de rostro rubicundo, era evidente que le afectaba más el calor que las náuseas. No le dio miedo poner freno a los todopoderosos vigilantes.

—¿Es usted el defensor de las mujeres? —El hombre del látigo se dio la vuelta, furioso—. ¿Es que ahora tenemos un defensor de las mujeres a bordo?

—Soy uno de los médicos a bordo del Miracle —contestó el otro, impertérrito—. Ayudo al doctor Reid.

Mary asintió en silencio, ya lo sabía. La medicina formaba personas honradas.

—Es médico —se burló el vigilante—. Ayuda al doctor Reid.

—Es médico de verdad —explicó otro vigilante—. Reid lleva todo el día borracho en el camarote. Alguien tiene que hacer su trabajo. Se llama Kreuz…

—Bernhard Kreuz —aclaró el médico—. Deberían haberos presentado a los compañeros de viaje. No podíais saber quién soy.

Mary vio que Penelope levantaba la cabeza. El médico no dejaba de mirarla, como aquella vez cuando la llevaron del bote al barco. El hombre ya no era joven, había pasado sus mejores años, pero tal vez fuera eso lo que ayudó a la chica a mirarlo, quizá para librarse del dolor después del golpe. Quizá también lo mirara porque le quemaban los ojos de tanto llorar y él tenía el agua para apagar el fuego. Aquellas miradas fueron como una puñalada para Mary.

Él dio un paso hacia Penelope, vacilante, se arrodilló a su lado y se quitó la chaqueta azul. Se la colocó con cuidado sobre los hombros para tapar el sol y ofrecerle una agradecida sombra fresca. El pelo escaso y plateado le brillaba bajo la luz del sol. Mary no podía apartar la mirada de él, de sus ojos cálidos, que calmaban a Penelope. Era especial, aunque nadie parecía darse cuenta.

—Lo que yo decía, el defensor de las mujeres —murmuró el vigilante del látigo, que lo hizo restallar en el aire.

—¿Puedo quedarme con su camisa, doctor? —Una mujer se echó a reír—. ¿O con los pantalones?

El médico tenía la mirada perdida al frente, pensativo, y desvió la vista hacia la chaqueta. Penelope se derrumbó y Mary vio que se le llenaban los ojos de lágrimas y le empezaban a caer una tras otra por las mejillas.

—Perdona, niña —dijo Bernhard Kreuz en voz baja, y se volvió a poner la chaqueta—. No puedo hacerlo.

—Qué hombre más listo —murmuró Mary—. Muy listo. Ha hecho lo correcto.

Penelope dejó caer la mano que tenía tendida hacia él cuando el médico se fue.

—¿Por qué lo dices? —preguntó con la voz ahogada por las lágrimas y llena de desilusión.

Mary disimuló la compasión que sentía y buscó las palabras adecuadas para que la chica comprendiera que ese médico no era tan común como los vigilantes.

—Te ha protegido, niña —insistió—. ¿Qué crees que te pasaría si llevaras la chaqueta del médico? —Le dio la vuelta a Penelope a rastras y la agarró por la barbilla—. Solo te estaba protegiendo —repitió con insistencia, y leyó en sus ojos que aquellas palabras eran un consuelo.

Durante el reparto de comida, que esta vez se realizó en cubierta, uno de los vigilantes agarró a Penelope del brazo y la separó del grupo de mujeres que se cobijaban del sol y el viento bajo una de las velas que ondeaban al viento. No dijo nada, solo la arrastró tras de sí pasando por enormes montones de sogas, cajas atornilladas y mástiles gruesos. Luego se detuvieron delante de la parte del barco donde se alojaban los pasajeros libres.

—¡Eh, doctor! Usted quería a esta mujer, aquí la tiene —gritó el vigilante a través de la puerta entreabierta del camarote, y sonrió—. Pero vendré a recogerla. Si quiere quedarse con la hembra tiene que pedir permiso al capitán, hay que pedir autorización para las furcias.

Sonaron unos pasos quedos y apareció Kreuz en la puerta. Se había quitado la chaqueta, llevaba la camisa bastante abierta y estaba muy sudoroso. Era una de esas personas de piel clara con sobrepeso que no aguantaba el sol y a la que tampoco le sentaba bien un viento excesivo…

—Ah, eres tú —dijo un tanto confuso—. Quería… quiero… —Señaló el arañazo, que ya había formado una costra, sobre el que Penelope se sujetaba el resto del vestido para que no se le viera el pecho—. Quiero curártelo para que no tengas fiebre. El doctor Reid y yo, bueno, estamos aquí para ocuparnos de que la gente que está bajo cubierta esté bien.

Desde el camarote se oían fuertes ronquidos y el olor a ron lo inundaba todo. Reid combatía las náuseas con ron, y para no tener que caminar tanto tenía un barril junto a la cama.

—Entra. —Kreuz se detuvo—. No, no, espera aquí.

A Penelope ni se le ocurrió dar un paso por iniciativa propia, solo siguió al médico con la mirada.

—Para que no tengas fiebre —se burló alguien tras ella. Los hombres se rieron. Una ola salpicó la cubierta—. Fiebre, imagínate, fiebre.

Penelope se dio la vuelta despacio. El Miracle hospedaba también a un pequeño grupo de presos que se alojaban justo al lado de la cámara de oficiales y eran controlados por dos vigilantes. Pese a estar igual de pálidos y escuálidos que las mujeres, aquellos tipos seguían teniendo energía para reírse de todo lo que ocurría ante sus ojos. Eran figuras andrajosas y medio desnudas con barbas enredadas que desprendían un intenso olor, y aun así no se les apagaba la risa.

Uno no se reía. Estaba sentado fuera del grupo, con los hombros apoyados en la borda. Los rizos pelirrojos le habían crecido y le llegaban por los hombros. Su mirada verde, aún penetrante, le conmovió el corazón. Como si Liam hubiera notado que tenía la mirada clavada en él, esbozó una sonrisa y dibujó con los labios las únicas palabras que ella aún recordaba: «cásate conmigo».

El médico la salvó. Volvió con una botella, vio a los tipos que se reían y la invitó a pasar con un gesto.

—Pasa, aquí no nos molestarán.

El corazón le iba a mil revoluciones cuando pasó por su lado para entrar en la fría cámara de oficiales: ¡nunca un hombre le había sujetado la puerta para que pasara! No notó lo que le hizo después en la herida porque el taburete duro le provocaba casi más dolor en el trasero atormentado que el vendaje.

—Enseguida pasará, solo te dolerá un momento —se disculpó Kreuz.

Se le acercó mucho. Penelope notó el olor a jabón bueno, como cuando se ponía junto a la señorita Rose al lado del cubo de la colada. Le colocó las dos manos sobre los hombros y le dio unos golpecitos en la herida por última vez con el líquido que escocía… quizá para poder contemplarla un poco más. Eso fue lo que hizo…

—¿Qué te trae a este barco? —preguntó en voz baja y un tanto presuroso.

Penelope levantó la mirada.

—Una sentencia.

—¿Qué delito cometiste? —preguntó él.

Ella dudó un momento.

—Eso ya no importa.

Kreuz no se rendía.

—¿Cómo te llamas?

Por un momento se hizo tal silencio que parecía que las olas hubieran dejado de romper contra el barco.

—Eso tampoco importa ya, señor —contestó Penelope.

—Dime tu nombre —suplicó él.

Aquellos ojos grises le inspiraban confianza, era incapaz de desprenderse de ellos. La dejaría marchar cuando supiera su nombre.

—Penelope, señor.

—Penelope —repitió él, casi al mismo tiempo, como si ya supiera cómo se llamaba. Luego le agarró la mano para contemplarla—. ¿En qué… trabajabas? ¿En Londres? Tienes unas manos tan finas…

—No son manos de obrera, ¿verdad? —dijo ella con aspereza.

—No —contestó él para su sorpresa—. No son manos de obrera.

Ella se lo quedó mirando. Su interés parecía sincero, y no le había soltado las manos. Por eso se decidió a abrirle la puerta a su pasado.

—Hacía ganchillo, señor. Hacía encajes preciosos. —Disfrutó con la mirada de asombro del médico—. Era de las mejores —añadió, testaruda.

El médico asintió despacio.

—Entonces tienes algo que te motiva —le explicó él, pensativo.

—¿A qué se refiere? —Seguro que no debería hacer preguntas tontas, pero a Bernhard Kreuz no le importaba, tampoco qué la había llevado hasta ese barco…

—Necesitas un objetivo —dijo con énfasis—. Tener un objetivo ayuda a la gente a encontrar su hogar.

—Yo ya no tengo hogar —respondió ella, vacilante.

—Entonces ese objetivo puede ayudarte a encontrarlo —insistió. Aquellas palabras sonaban estupendamente, como una maravillosa mentira. Por un breve instante logró que olvidara las esposas que le pesaban en las extremidades.

—¿Tiene usted un objetivo? —preguntó en voz baja.

—Yo… —Se la quedó mirando—. Yo… no lo sé. —Se le ensombreció la mirada—. ¿Sabes la historia de tu nombre, Penelope?

Ella asintió, sin entender qué pretendía.

—Mi madre me la ha contado. Penélope era una reina griega que esperó a su marido. Mi padre…

—Yo soy como un Odiseo —le interrumpió él—. Era soldado, y después de la guerra cuesta encontrar un hogar.

—¿Qué es lo que le mueve a usted? —susurró ella, consciente de que era una pregunta atrevida.

—Mucho menos que a ti, Penelope —le contestó en un murmullo.

Ella se estremeció al oír la respuesta y retrocedió. Él quiso agarrarla, pero ella se zafó y pasó corriendo por su lado hasta la puerta, aún medio desnuda y muy confusa por la extraña conversación. El sol la encontró en el umbral. Se deslumbró y Penelope echó de menos el agradable frescor y la aromática oscuridad del cuarto del médico.

La reacción de las mujeres no se hizo esperar.

—Has estado mucho tiempo ahí dentro. ¿Qué ha hecho contigo? —gritó una.

Y otra:

—¿Te ha tocado?

—Podrías quedarte con él, ¿lo sabes? —gritó una tercera.

—Ann vive con un oficial —le informó una mujer—. Come de su plato…

—Y duerme en su cama —terminó otra.

—Tal vez no es lo que quiere.

—Tampoco está tan mal el doctor.

—Que se ocupe de que haya buena comida, da igual cómo sea en la cama. —Carrie se echó a reír.

—¿Le han gustado tus tetas? ¿Te las ha tocado?

La tarde no terminó ahí. Los dos doctores fueron bajo cubierta y echaron un vistazo a los lugares donde dormían las reclusas. El doctor Kreuz, según contó una mujer después, se desmayó ahí abajo, y el otro vomitó en la paja.

—No soportaban la peste, los muy señoritos —murmuró.

Luego se produjo una fuerte discusión en la cámara de oficiales. Reid, mareado, había ahogado las penas en otra jarra de ron en la cama, y Kreuz se había retirado a meditar.

—¿Cómo sabéis todo eso? —preguntó Penelope. Se sentía un poco mejor desde que Kreuz le había curado las heridas. ¿O desde que habían hablado? Había relegado la conversación a un rincón de la memoria, como si fuera un preciado tesoro. Solo su amistad había sido como un bálsamo para ella, y estaba más relajada cuando se estiraba en la sombra. Para colmo ahora les daban una ración de fruta. Todavía sentía los dedos pegajosos del dulce zumo, y lo lamió con deleite.

Jenny se rio con un cacareo.

—Si prestaras atención a los vigilantes, tal vez tú también te enterarías de cosas.

Penelope calló. «Prestar atención» a los vigilantes significaba abrirse de piernas para ellos. Había chicas a las que eso les divertía, o a las que no les parecía un precio muy alto por una jarra de ron, un pedazo de pan o algo de información. Además, no había castigo por tener a un vigilante entre las piernas, siempre y cuando no te sorprendiera un oficial. Las reclusas más bellas realmente podían elegir, si se atrevían a hacerlo. Penelope nunca se había atrevido.

Sin embargo, esta vez parecía que había algo de verdad en las historias de Jenny, pues por la tarde los vigilantes lanzaron gruesos paquetes de tela a los dos grupos de presas.

—¡A coser ropa! —ordenó uno con nariz de viruela—. El médico alemán no quiere veros más desnudas, tullidas.

—¿El médico es un mojigato y un puritano o somos feos para él? —Se oyó que decía con insolencia alguien del grupo de hombres.

Nariz de viruela estaba de mal humor. Hizo restallar su látigo de bueyes, agarró al descarado y lo tumbó de un golpe. Tras el tercer latigazo paró, su ira se había evaporado. Nadie dijo nada, ninguno de los oficiales lo había visto.

A Penelope se le estaba redondeando la barriga. Era el refugio para sus manos, el lugar de retiro, el único sitio de su maltrecho cuerpo donde encontraban la calma. Mary notó que ponía las manos en la barriga muy a menudo, igual que las embarazadas. Intentó reprimir su preocupación. La chica era demasiado joven y débil de cuerpo y de voluntad para dar a luz. Habría que hacer algo a tiempo, pero en el barco no había nada, ni instrumentos, ni hierbas, ni jabón, nada. Mary no podía plantearse salvar a su propia hija de la desgracia. Tuvo que limitarse a ser testigo de cómo el cuerpo de su hija engordaba cada vez más.

La tela se había repartido de forma justa, de eso se encargó el médico. Mary trabajaba en su vestido en silencio. Con una pieza de madera hizo agujeros en la tela de lino, arrancó un jirón en forma de franja estrecha y ató las piezas de lino. No había agujas ni herramientas, pero las reclusas lograron apañárselas. Las mujeres habían dejado espacio a Mary de forma natural al lado de su hija, así que de nuevo estaban juntas. A Penelope no se le ocurría nada de lo que hablar, y la costura exigía toda su concentración. Mary vio que su hija parpadeaba. Tal vez fuera también el viento el que hacía que asomaran las lágrimas. Se pasó la mano por la cara con un suspiro. La luz era igual de perjudicial que la penumbra en la que habían dejado a las encajeras. Mary sabía de una mujer que había quedado ciega. Su hija había tenido más suerte, aunque cada vez tenía peor la vista. Stephen también había tenido que llevar gafas…

Un joven oficial pasó por su lado. Su espada golpeaba a cada paso contra la costura de los pantalones, y con la mano derecha sujetaba un pañuelo contra la nariz.

Carrie tenía ganas de bromear.

—Ya he terminado mi vestido, ¿quiere que le haga uno? —le dijo al joven con voz ronca.

Él la miró horrorizado, era obvio que jamás le había dirigido la palabra una reclusa. Entonces entrecerró los ojos y, con toda la arrogancia que le otorgaba su situación privilegiada, retiró el pañuelo del rostro.

—La tela era para un proyecto médico en Sídney. El médico alemán lo ha repartido sin que lo sepa el doctor Reid. Mejor que te cubras con este regalo antes de que despierte y se entere de esta barbaridad.

—¡La ha cogido sin pedir permiso! —murmuró Jenny con los ojos desorbitados—. ¡Es todo un héroe!

—Nos volverán a quitar la ropa —vaticinó Carrie en tono sombrío, y apretó su labor contra el pecho.

Las mujeres que habían oído la conversación se apresuraron a ponerse los vestidos, estuvieran terminados o no. El hecho de tapar sus cuerpos desnudos y protegerse del sol les devolvió algo de dignidad. Jamás volvieron a poner verde al médico alemán.

El vestido de Mary estaba casi terminado. Lo extendió sobre sus piernas delgadas y lo estiró en el medio para comprobar que aguantaba.

—Es para ti —le dijo a su hija—. Lo necesitarás de este tamaño.

Penelope se la quedó mirando sin entenderla. Mary frunció el ceño. ¿De verdad no sabía que estaba esperando un niño? Sacudió la cabeza y le dejó el vestido sobre los brazos, cogió el trabajo que Penelope tenía a medias y se levantó con mucho esfuerzo.

—Come todo lo que puedas, también lo necesitarás durante las próximas semanas. Ya no estás sola, Penny. —Luego se fue tambaleándose hacia el otro lado del grupo, rígida como una anciana, pues le costaba mucho mantener el equilibrio con los movimientos del barco.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Carrie, intrigada.

—¿Qué te ha dicho, Penny?, dínoslo —insistió también Emma, que se acercó a rastras.

—Me ha regalado el vestido. —Oyó Mary que susurraba su hija. Luego la chica se retiró.

Cuando hacía buen tiempo dejaban que las presas pasaran día y noche en la cubierta porque los médicos habían encontrado demasiado sucio el suelo donde dormían y de momento no habían tenido ocasión de limpiarlo. Las reclusas estaban demasiado débiles para acometer la tarea. Los vigilantes destacaban por su holgazanería, y de todos modos la mayoría de ellos estaban borrachos, aunque se decía que las raciones de ron se habían repartido con todo rigor. Sin embargo, algunos solo soportaban el mareo con una jarra en la mano.

Para que tuvieran menos trabajo, las mujeres estaban amontonadas en un espacio tan reducido que cada una tenía menos sitio que bajo cubierta. Por más vueltas que dieran, siempre sentían cuerpos semidesnudos y sudorosos al lado, detrás, delante, además del parloteo incesante, los cuchicheos y risitas, y durante el día, cuando el sol ardía sin piedad, las quejas y lamentaciones por las quemaduras en la piel, la sed y el dolor de cabeza.

Mary vio que Penelope se sentaba en su sitio. Tenía los ojos cerrados la mayor parte del tiempo. Mary notaba que su hija intentaba prepararse para el niño que tenía que venir.

África ya no estaba muy lejos. Era el país donde vivían los negros y se comían a las personas, donde había monstruos, serpientes y arañas del tamaño de una cabeza. A Esther, de pelo largo, le divertía inventar historias cada vez más abstrusas y cuentos horripilantes, y luego las mujeres discutían sobre hasta qué punto eran ciertas.

When we dwell on the lips of the lass we adore —sonó un día desde el otro lado del barco—, not a pleasure in nature is missing.

Uno de los presos se había puesto a cantar, por primera vez desde que los habían dejado en cubierta. Su voz profunda y plena penetró sin esfuerzo el rumor de las olas, y el viento no se atrevió a llevársela. Incluso las gaviotas, que siempre graznaban, callaron al vuelo para escuchar su canción.

May his soul be in heaven, he deserves it, I’m sure, who was the first inventor of kissing

May his soul be in heaven —se unieron más hombres, que repitieron el verso y el coro de sus voces ascendió en el cielo azul y envió a las mujeres un saludo alegre por encima de todas las barreras.

El buen tiempo aguantó. El sol ardía sin compasión y no aumentaron la ración de agua. Si uno tenía la mala suerte de no encontrar un sitio con sombra, con toda seguridad hacia mediodía habría perdido ya el conocimiento. El doctor Kreuz se paseaba con regularidad por cubierta y ayudaba a recoger a los que estaban inconscientes y llevarlos a la sombra. Él tampoco tenía más agua.

Es decir, el médico no podía dársela. Reid seguía acostado en su camarote, borracho, y le había prohibido cualquier intervención tras enfadarse con él por repartir la ropa sin autorización. El capitán tenía milimetrada la cantidad de barriles de provisiones que llevaban para tener más espacio para las mercancías que tenía que cargar a bordo en Ciudad del Cabo. No había más agua potable, así que había que aguantar con poca. Nadie se atrevía a quejarse, pues el capitán tenía fama de irascible e irreflexivo.

Las mujeres se hicieron toldos con los restos de lino, y Carrie consiguió que cada una tuviera sitio debajo de ellos durante un rato para refugiarse del calor.

—Intentad disfrutarlo, un tipo me dijo que pronto tendremos que ir bajo cubierta.

El día que las reclusas bajaron la escalera porque el viento era peligroso y las primeras presas volvieron a marearse, un hombre perdió los estribos. Empezó a gritar y a dar golpes alrededor, Penelope lo vio porque aquella mañana Jenny le había conseguido un sitio delante del toldo, cerca del mástil, donde estaba mejor protegida de la espuma de las olas.

El hombre intentó salir de la cola, y, aunque los que aún no esperaban junto a la escotilla intentaron detenerle, él los esquivó y consiguió ir corriendo hasta la borda. Con la fuerza de la desesperación se subió sobre la madera mojada y agarró el cabo. Alguien gritó:

—¡Déjalo! ¡No lo hagas, estúpido!

Pero ya era demasiado tarde. Con un grito agudo e inhumano aquel hombre se arrojó al mar embravecido, como una pequeña mancha oscura que las olas hambrientas agarraron con mil dedos para devorarlo. Sus compañeros se abalanzaron sobre la borda, gritando perplejos hacia el fondo del mar… Uno que destacaba por su pelo rojo gritaba con más fuerza que los demás.

—¡Ni se os ocurra! —gritó Liam—. ¡Mañana se suicida el siguiente, y pasado mañana vosotros! Luchad contra vuestro destino, luchad…

Un compañero le dio un puñetazo en la cara al irlandés, obviamente para que callara, pero hacía tiempo que el vigilante lo había visto y había oído las palabras de Liam. Uno salió corriendo por el puente, y el capitán, al que Penelope no había visto nunca, salió corriendo tras él. Entre los gritos exaltados se oía la palabra «¡Motín!».

Los vigilantes y oficiales reunieron a todos los presos, esta vez sin distinguir entre hombres y mujeres. Los nervios estaban a flor de pie por miedo a que se produjera un motín, la pesadilla de todos los navegantes.

Fueron reuniéndolos con palos y látigos, alguien cogió a Penelope del brazo y sintió que Jenny se aferraba a ella por detrás. Luego fue la anciana quien recibió el golpe, y no Penelope. Jenny se derrumbó en silencio.

Entretanto dos vigilantes habían tirado al suelo al irlandés y le habían puesto los brazos a la espalda. El capitán estaba delante de ellos, deliberando con su suboficial. El sosiego con el que hablaba transmitía una enorme frialdad.

—Pobre tipo —murmuró Carrie por detrás—. Seguramente están contando cuántos latigazos le costará, y nosotras tendremos que mirar. Esos malditos cerdos, ¡al infierno todos!

Pero al infierno solo fue el irlandés. Carrie tenía razón, Liam recibiría los azotes delante de toda la jauría de presos. Los vigilantes no esperaron mucho: la situación les parecía demasiado peligrosa con los hombres fuera de sí y las mujeres llorando, una incluso se atrevió a suplicar piedad para el irlandés.

—¡Doscientos latigazos! —sentenció el capitán con un grito—. Y ya veremos luego si sigues amotinándote.

—¡Doscientos! —se oyó un murmullo entre la gente—. Doscientos…

Nadie sobrevivía a doscientos latigazos.

Fueron a sacar al doctor Reid de la cama para llevarlo a cubierta a comprobar los latigazos y que supervisara la flagelación: era la tarea habitual de un médico. Según una mujer, Kreuz se había negado en redondo a hacerlo, pero el capitán no había prestado atención a sus protestas.

Los dos vigilantes escogidos para el cumplimiento de la pena ataron al irlandés al mástil como si quisiera abrazarlo. Luego le pegaron. Tenían práctica, conocían bien los látigos, los llamaban «gatos de nueve colas». Le azotaban por turnos. Como si siguieran el ritmo de un tambor, el extremo del temido látigo impactaba en la espalda del preso una y otra vez. Devoró primero la piel, luego clavó los dientes en la carne. Habían reunido al resto de los convictos cerca del lugar donde se cumplía la pena, y Penelope estaba en primera fila.

Liam la miró cuando recibió el primer golpe. Torció el gesto con una mueca violenta de dolor. Sin embargo, no emitió un solo sonido. Solo se le ensombreció la mirada, que se volvió más intensa y quedó clavada en ella, como si fuera su único apoyo mientras la sangre salpicaba por todas partes.

Una de las mujeres se puso a rezar. Su voz monótona acompañaba el sonido del látigo, con un ruego tras otro…

—Padre nuestro, apiádate de él. Dios, apiádate de tu hijo.

—Apiádate de él —se unieron dos mujeres más.

—Dios todopoderoso, apiádate de él —rezó una tercera mujer. El látigo restallaba en el aire—. Santísima Trinidad… líbranos del mal y la desgracia, del orgullo, la vanidad, la hipocresía, la envidia, el odio y los celos, y de todos los males líbranos, Señor.

Penelope nunca había rezado mucho, pero ahora que sentía hasta qué punto era un apoyo y una esperanza para aquel hombre maltratado las palabras salían de su boca con naturalidad, para él. Liam cerró los ojos cuando el látigo se clavó de nuevo y se comió un pedacito de espalda.

—De los pecados de cuerpo y alma, de las tentaciones del mundo, de la carne y del diablo, líbranos, Señor. —La ropa de los presentes estaba salpicada de sangre del condenado.

—En los momentos de tristeza, en los momentos de alegría, en la hora de nuestra muerte y el día de nuestro nacimiento, líbranos, Señor…

El látigo gritó con furia cuando su víctima lanzó una última mirada a Penelope y quedó inconsciente. Penelope sintió una punzada en el corazón y se puso a chillar. Aun así, los verdugos llevaron su siniestra tarea hasta el final. Aún faltaban diez latigazos, y el doctor Reid, atrapado en la niebla del ron, no supo dar ningún motivo para detenerlos. Penelope ya no presenció el último azote: cayó sobre los tablones del barco.