Oh, cuán débil es el poder del hombre, que si falla la suerte no puede añadir una hora más ni recordar una hora perdida.
JOHN DONNE
En la casa del número 28 tardaron un tiempo en aceptar que Penelope, la chica de Southwark, se pasaba la mitad del día con la señorita Rose en el salón haciendo encaje para ella. El ama de llaves, Anabell, no dejaba pasar un día sin manifestar su desaprobación, y en ese caso no le importaba en absoluto si la señorita estaba presente o no.
—La chica trabaja bien —afirmaba la señorita Rose, y luego se apoyaba en el reposabrazos del sofá para seguir el nacimiento de una nueva flor de melocotón—. Este chal será más bonito que el de mi querida madre, debe reconocerlo.
Sin embargo, el ama de llaves no daba su brazo a torcer, sino que abandonaba el salón disgustada y murmurando:
—Lo que más le convendría es el matrimonio.
—Siempre encuentra algo que criticar. —La señorita Rose se quitó de una sacudida las zapatillas de los pies y subió las piernas al sofá, algo que no le estaba permitido a nadie en la casa—. De verdad, no sé qué veía mi padre en ella, se pasa el día vociferando. ¿Puedes poner otro brote ahí, junto a la flor? Sería maravilloso. —Y la última galleta untada con mantequilla dorada desapareció en su boca rosada.
Nunca se veía a la señorita Rose trabajar. Era como un algodón grueso y redondo, blando por todas partes, agradable al tacto, que rodaba de sofá en sofá pero que no servía de mucho. Todo el mundo daba por hecho que pronto su padre le habría conseguido un muy buen partido. Por lo visto la señorita Anabell sabía incluso a quién había elegido.
—Gracias a la inconmensurable riqueza de su padre, los jóvenes caballeros ya se frotan las manos pensando en ella —le susurró Amy, la descarada criada de la cocina, a Penelope mientras comían—. ¡Ya verás, cuando el señor vuelva, habrá cola para hacerle la corte a su hija!
—¿Y puede recibirlos a todos? ¿Sola? —se asombró Penelope. ¡Qué casa tan rara!
—Por supuesto que no —murmuró Amy—. Pero la señorita Rose tiene cabeza y sabe cómo saltarse las órdenes, como te habrás dado cuenta. El ama de llaves siempre la llama «la señorita imposible»… La última gobernanta, según dicen, emprendió la huida después de que la señorita la dejara encerrada en su habitación para que no la molestaran con el profesor de piano… Bueno… cuando vivía la tía aún reinaba cierto orden aquí, pero murió el año pasado, y se rumorea que el señor Winfield lamentó mucho la noticia.
—Estaba enamorado de ella —susurró el mozo de cuadra.
—Pero ¿cómo sabes tú eso? —le interrumpió Amy—. Bobadas. Eran primos, nada más.
—Entonces ¿por qué no se casó nunca? Porque quería a su prima. —El mozo de cuadra no paraba de hacer gestos con las cejas—. No era fea, la prima… y no me extraña que la joven señorita tuviera ideas tan extravagantes. El profesor de piano…
—¡Aquí no se viene a cuchichear! —El ama de llaves, Anabell, dio un golpe en la mesa—. Esta es una casa honorable, no tolero esos chismorreos.
—Solo digo que… —Antes de que pudiera seguir hablando el ama de llaves ya le había lanzado un trapo de secar y todos desaparecieron de la cocina para ir a hacer su trabajo.
Sin embargo, cuando Penelope subió la escalera por la tarde veía con otros ojos a la joven «imposible», con esa familia tan extravagante.
La señorita Rose se pasaba el día entero bailando por el salón, tocaba su piano con decoración de marfil o tarareaba arias de Henry Purcell, al que adoraba profundamente. No tenía paciencia para bordar, que era a lo que se dedicaban las señoritas finas por la tarde, y tal vez, eso pensó Penelope sin ningún respeto, le costaba mucho colocar los brazos sobre la redonda barriga para sujetar el bastidor. Sin embargo, le encantaba observar a Penelope mientras hacía ganchillo. Se pasaba horas así, y todos los días el bombón de la bandeja de porcelana era de un color distinto.
A medida que pasaban los días, Penelope estaba más convencida de haber topado con el paraíso. La buena comida se asentaba como una manta blanda en las costillas y le confería un tono saludable a las mejillas, según revelaba el espejo de la señorita. Cuando no la veían se observaba y daba media vuelta de aquí para allá para contemplar la forma de los pechos y pasarse las manos por la cintura… Era solo una chica sencilla, pero más guapa que la mayoría. Se lo había dicho el hombre que se colaba en sus pensamientos por las noches…
Su aspecto de estar bien nutrida provocó aún más envidia en sus antiguas amigas.
—¡Mira la cara tan gorda que se le ha puesto! —chillaba Prudy cuando se encontraban junto al campanario de San Salvador.
—Nuestra zurcidora de calzas. —Su amiga Heather soltó una risita—. ¡Se deja cebar como un pato!
—Bueno, de todos modos es mejor tener a una costurera gorda en la cama que a una prostituta flaca, diría yo. —Los ojos de Prudy brillaron de odio.
De nuevo a Penelope no se le ocurrió nada para defenderse, así que huyó de las risas de las chicas y salió corriendo hacia el laberinto de callejones de Southwark.
Había empezado a lloviznar. La humedad tejió un velo de gotas finas sobre la inmundicia y olía a moho. Penelope intentaba contener las arcadas. El olor a humedad intentó llevarla con sus largos tentáculos hasta el arroyo y engañarla, como siempre hacía. Asqueada, sacudió la cabeza y se tapó la nariz. ¡Qué raro! Antes jamás se le habría ocurrido ofrecer resistencia.
Algo había cambiado desde que trabajaba en la casa número 28. El aroma de las flores de melocotón se había clavado como si fuera un fino encaje en su alma y le había hecho olvidar a qué olía la realidad…
—Eso sí que es algo que de verdad puedo enseñar. ¡Eres toda una artista!
La señorita retiró los pies del sofá y bailó por el salón con el chal a medio hacer que le había quitado a Penelope para probárselo.
—¡Precioso! Mi padre volverá pronto de su viaje. ¡Tu trabajo le gustará mucho! —Se dio media vuelta con tanto ímpetu que la vitrina tintineó un poco—. ¿Y sabes qué? Han atracado aún más barcos, nos lo ha contado el cochero. Recibiré visitas. —Sus ojos reflejaban cierto aire de conspiración—. Recibiré visitas. Visitas…
Penelope se quedó perpleja al ver que la señorita se volvía hacia la ventana. Se quedó ahí quieta por un momento, ya no parecía tan gruesa ni hinchada. Estiró el cuello, y la mano acariciaba distraída la piel blanca de la sien, mientras la otra quedaba apoyada en la gruesa cintura y dejaba vagar los dedos con cariño arriba y abajo… ¡la señorita se estaba acariciando! Penelope abrió bien los ojos para ver si era cierta aquella imagen pecaminosa, pero no tuvo ocasión de seguir pensándolo porque el ama de llaves Anabell entró corriendo en el salón y avisó a la criada para que retirara la ceniza de la chimenea.
—¡Y tienes que hacerlo bien! ¡No quiero volver a ver ceniza en el suelo! —gruñó.
Penelope agachó la cabeza hacia su labor de ganchillo y se alegró de que fuera Emma y no ella quien tuviera que hacer esa desagradable tarea.
La señorita Rose se quedó de pie junto a la ventana. Las manos estaban quietas, parecían a la espera de que alguien asumiera su función…
Pronto todo el mundo se enteró de la inminente visita.
—¿Dónde ha estado el padre de la señorita Rose? —osó preguntar Penelope cuando se quedaron sentados un momento después de comer.
El ama de llaves Anabell no solía aceptar muestras de curiosidad, pero aquel día reinaba un ambiente distinto en la casa. Sonreía, algo para lo que rara vez encontraba motivo.
—El señor Winfield ha estado de viaje en la India. Vuelve a casa tras casi siete meses. —Su sonrisa adquirió un rictus más severo—. Y también el joven señor Chester ha llegado de nuevo a puerto tras cuatro meses: estaba prestando su servicio a la corona británica en el mar. La señorita Rose le tiene mucho cariño, y al señor Winfield no le hace mucha gracia.
Comprobó que llevaba bien colocada la cofia impoluta y se levantó. Había terminado la hora de la cháchara. Las chicas se separaron con gran alboroto, cuchicheando, susurrando lo increíblemente guapo que era el señor Chester… pero era demasiado pobre, decían que el señor Winfield no lo quería como yerno, ¡por el amor de Dios!
Aquel día tan emocionante destinaron a Penelope a la cocina de forma excepcional, después de pasar una eternidad examinando manteles y servilletas en busca de agujeros.
—Al señor Winfield le encanta comer en abundancia —le explicó la cocinera—. Odia la comida en mal estado del barco. No hay nada fresco, solo cosas fermentadas y maceradas, al final del viaje solo quedan montones de pan y agua salobre para beber, puedes imaginarte lo mucho que se alegra de disfrutar de una buena comida. —La cocinera sacó una hogaza de pan blanco caliente del horno y se la puso a Penelope debajo de la nariz—. Hago para él migas de azúcar de caña. ¡Huele!
El calor casi estuvo a punto de cortarle la respiración a Penelope, pero el azúcar olía a través del vapor. ¡Qué lujo tan increíble mezclar azúcar con el pan!
Antes de que el alboroto en la cocina llegara a su punto álgido porque en realidad el señor Winfield debería haber llegado hacía tiempo, Penelope aprovechó un momento en que no la veía nadie para subir a hurtadillas la escalera y recoger su preciosa labor de ganchillo, que siempre se llevaba a casa y el día anterior había olvidado en el salón. Todo el servicio correteaba por el sótano siguiendo las instrucciones de Anabell, mientras que arriba reinaba una calma celestial. La última vez que habían visto a la señorita Rose había sido en el jardín, donde cortó algunas ramas para los jarrones.
Penelope llegó al salón y se estremeció del susto: se oían voces. Era obvio que la señorita no se encontraba en el jardín, ni estaba sola.
—Habéis pasado por delante de todos a escondidas por mí… humm, humm —susurró con dulzura—. Os habéis puesto en peligro… humm, humm… no conocéis al ama de llaves…
—El ama de llaves no me conoce. —Se oyó una voz masculina. Luego una tela se rompió.
»¡Rosie! ¡He soñado todas las noches contigo! —El hombre gimió y luego crujió el sofá.
Penelope se quedó de piedra. Ella solo quería… era el momento de huir, pero la puerta estaba entornada y le pudo más la curiosidad.
La madera crujió, se oyó más tela que se rasgaba y la mesa rayó el suelo a modo de advertencia. Los ruidos y gemidos lo acompañaban como una melodía clásica, y cuando Penelope le dio un empujón suave a la puerta comprendió por qué; la señorita estaba debajo de su visita masculina en el sofá. El vestido blanco de seda tapaba los cojines y el tapizado y caía hasta el suelo, sus gruesos muslos blancos pataleaban en el aire de un lado a otro mientras la visita masculina se afanaba boca abajo.
El hombre estaba encima y medio apoyado en ella, con los pantalones de felpa blancos por las rodillas. Los movimientos enérgicos de la espalda, clara y estirada de costado, demostraban que se esforzaba por entrar en aquel voluminoso cuerpo de mujer. Una rodilla estaba en el suelo de apoyo, pero no podía evitar que el sofá se desplazara por el salón, con todo lo que había encima, un poco más con cada empujón.
—Peligro… chico… ¡peligro! Quiero más… humm, humm… más… con eso no basta, no basta, no basta. —La voz de lady Rose ya no recordaba en absoluto a la chica que comía bombones y se pasaba el día en el salón. La señorita había desaparecido y en su lugar se contorneaba una furcia lasciva, medio desnuda en manos de su visita.
Cuando de repente levantó la cabeza con un fuerte gemido para lamer con la lengua el rostro de su visita, sus ojos se encontraron con los de Penelope y esta cerró la puerta enseguida, como si la hubiera atravesado un rayo.
Los gemidos rítmicos de la señorita Rose seguían resonando en sus oídos cuando bajaba la escalera, hacia los aromas de la cocina y el horno que ennoblecían la mesa del café en honor del invitado. Nadie sabía que él estaba saciando su apetito en otra parte. Penelope se agarró a la barandilla sin aliento e intentó recobrar la calma para que nadie se percatara de que tenía las mejillas sonrosadas. No era la primera vez que lo veía. En casa de Elly, la prostituta de Southwark, ocurría lo mismo todo el día, a veces con dos o tres hombres a la vez, y se veía por la ventana, que siempre tenía abierta.
Penelope sacudió la cabeza. No estaba en Southwark, aquello era Belgravia, maldita sea.
En la cocina había un gran ajetreo. Las chicas corrían de aquí para allá con bandejas, sacaban brillo a la plata por última vez con trapos suaves y luego correteaban en el gran salón, bajo la atenta mirada del ama de llaves Anabell, alrededor de la mesa, que estaba dispuesta a la perfección cuando el señor de la casa por fin volvió por la noche.
La señorita Rose sabía perfectamente cuándo podía recibir su visita sin que la molestaran. Penelope sintió una gran indignación por el comportamiento de la señorita, tenía ganas de delatarla, pero entonces perdería su pequeño paraíso, probablemente para siempre. Por eso se calló y bajó la mirada cuando la señorita se tiró al cuello de su padre y, sin parar de hablar, desenvolvió como un pajarito las joyas que él le había llevado, y fue bailando de espejo en espejo, mientras los invitados esperaban con paciencia a que tomara asiento en la mesa para por fin poder servir la cena.
El comerciante de algodón no duró mucho en casa. Era un hombre flaco, sin sentido del humor, mucho más interesado en los números que en las personas, con una excepción: el señor Winfield sentía un amor desmedido por su hija. Le concedía todo lo que le pedía y no se le ocurría ni en sueños que la querida niña de sus ojos tuviera una relación íntima con un señor al que no tenía en gran estima.
El señor Chester no era de su agrado como marido, pero aun así era recibido como pretendiente, y como el señor Winfield daba prioridad a los números ni se le pasaba por la cabeza que su hija pasara tanto tiempo sin compañía con su admirador. Penelope sabía qué hacían y dónde. Tal vez los demás también.
Sin embargo, nadie los delataba. ¡No quería ni pensar cómo pondría la señorita Rose el grito en el cielo! Al final el problema se solucionó por sí solo, porque pronto el señor Winfield se embarcaría de nuevo para intentar romper el bloqueo marítimo de Napoleón. El señor Chester desapareció de improviso y se fue con un regimiento a la costa. El servicio ni siquiera osaba cotillear sobre aquellas curiosas coincidencias.
De nuevo regresó al número 28 la calma refinada, el crepitar del fuego de la chimenea, las bolas que olían a canela y el chal de flores de melocotón rosas que iba creciendo día a día y Penelope ya tejía de memoria porque las flores del mirador se habían marchitado, y las dos observaban en tensión cómo iban creciendo pequeños frutos de los cálices.
Sin embargo, en la memoria de Penelope las flores seguían en las ramas. Como si fueran pequeñas hadas de color rosa, lanzaban nubecitas de aroma sobre su alma y soplaban polen hacia las mejillas y los párpados. Gracias a él le daban un soplo rosado al rostro pálido y brillo a los ojos.
Un día de primavera el sol calentaba de tal manera que Penelope se atrevió a abrirse el botón superior de la chaqueta. Disfrutó de la caricia del viento en el cuello, que jugaba con el pelo en la nuca, en la esquina de la calle de pronto ganaba fuerza e intentaba levantarle la falda. El viento primaveral era como un amante: embaucador, cariñoso, juguetón y cuando no le observaban tensaba la cuerda con suavidad. Penelope sonrió y se abrió otro botón de la chaqueta mientras inspiraba con avidez el aroma de la tierra del jardín que despertaba y que alguien removía entre las casas. Llegó al número 28 de buen humor, y se disponía a bajar los escalones hasta la entrada del servicio cuando se abrió la puerta de la casa y apareció el rostro redondo de la señorita Rose. Estaba blanca como una sábana.
—¡Ven! —susurró en voz baja—. Ahora mismo, ¿me oyes? Yo… ¡ven enseguida a mi salón!
Penelope se quedó estupefacta. Era obvio que la señorita la estaba esperando, ¿qué podía ser tan importante para necesitar así a la costurera? ¿Y cómo iba a pasar por delante del ama de llaves Anabell, que todas las mañanas la cubría con montañas de ropa para remendar, como si intentara evitar que le quedara tiempo para hacer ganchillo en el salón? Aun así, no lo conseguía porque la señorita Rose la llamaba si no aparecía en el salón a la hora acordada.
Por suerte el ama de llaves se encontraba en el comedor comentando el menú de la cena de la tarde. Cuando el señor Winfield regresaba de un viaje era un fastidio porque el ama de llaves se inmiscuía en todas las tareas de la casa. Su voz estridente penetraba por el hueco de la escalera, pero la puerta del salón estaba cerrada, así que Penelope no lo dudó y subió a toda prisa la escalera hasta la primera planta, donde se sumergió en las sombras del pasillo pintado de rojo.
Un rayo de sol se extendió ante ella por toda la pared, que cobraba vida de un modo inquietante y brillaba como si alguien hubiera derramado sangre fresca encima. Penelope sintió un escalofrío en la espalda y se detuvo con el corazón acelerado. El rayo de sol se desvaneció. En el pasillo todo estaba como siempre, a oscuras y en silencio. Dio media vuelta. No había ninguna fuente de luz, ni un tragaluz o una ventana de donde pudiera llegar el rayo.
Penelope respiró hondo. Su madre sabría de dónde procedía la luz, tal vez le habría dicho que era una señal. Algunos días podía leer esas señales, luego esperaba ensimismada a que se cumplieran. Tenía que contarle a su madre lo del rayo de sol… se oían ruidos procedentes del salón. Penelope intentó averiguar si había alguien más allí a quien debiera evitar. ¿Acaso el señor Winfield ya había llegado a casa? Bajó con cuidado el picaporte de latón y abrió una rendija la puerta. Oyó los sollozos desesperados de una mujer.
La señorita Rose estaba en una nube de algodón de color rosa claro sobre el sofá. La nube temblaba y se balanceaba entre sus sollozos. Se había soltado el recogido del pelo y una reluciente cascada negra caía lisa sobre los hombros hasta el suelo, donde el gato se acariciaba con las trenzas, maullando.
—Ay, ayúdame, madre de Dios, ayúdame… —se oía desde los cojines.
—Señora… —Penelope entró como pudo por la rendija y cerró la puerta tras de sí—. Señora… ¿quiere que llame a alguien…?, ¿quiere que…? —Se acercó con cuidado—. ¿Quiere que…?
La nube hizo un movimiento y el pelo negro resbaló sobre la tela de color rosa. La señorita Rose se dio la vuelta en el sofá con agilidad, sorprendida.
—¡Tú! ¡Por fin llegas! —Unas manchas rojas cubrían la piel blanca, y tenía los párpados hinchados de llorar—. Por fin llegas… —Se incorporó para quedar sentada y estiró la mano hacia Penelope—. Ven y ayúdame… ayúdame…
—Señora, cómo puedo…
Al cabo de un momento Penelope estaba sentada en el sofá blanco, junto a uno de los cojines de la señorita.
—Penelope, necesito tu ayuda —dijo la señorita con la voz ronca, al tiempo que le agarraba la mano—. Tienes que llevarme a ver a tu madre.
—A mi… —Penelope tragó saliva. Le vino a la cabeza el juego de luces del pasillo oscuro y se le puso la piel de gallina en los brazos—. Quiere ir a ver a mi madre. —Solo había un motivo por el que una mujer quería ir a ver a Mary MacFadden. Respiró hondo mientras la señorita Rose asentía en silencio.
»Dios mío… —susurró Penelope—. ¿Cuándo?
—Pronto, muy pronto, niña. —Rose se limpió con el pañuelo las mejillas llorosas—. Mi padre me ha dicho esta mañana que me ha buscado un marido. —Se detuvo y respiró hondo.
Penelope sabía cuál era el motivo de sus lágrimas, las había visto a menudo en el dormitorio de su madre, aún notaba el olor amargo del miedo a las habladurías de la gente y a lo que les iba a hacer su madre en la habitación. La mayoría de las mujeres salían de allí hechas un baño de lágrimas, después de ahogar un grito de dolor contra un pañuelo para que los vecinos no se enteraran del tipo de visitas que recibía Mary MacFadden.
Una señorita elegante como Rose no había estado nunca en casa de Mary. ¡Era completamente impensable llevarla a una vivienda tan humilde! Pero era evidente que era justo eso lo que pretendía la señorita Rose.
—Cuando anochezca iremos juntas a ver a tu madre, niña —susurró la señorita—. Me esperarás y me enseñarás el camino. De noche nadie nos reconocerá.
—Señorita, pero mi madre ya estuvo aquí una vez —se atrevió a sugerir Penelope.
—¡Por una criada! —gritó la señorita—. ¿Qué crees que diría el ama de llaves si viniera a verme a mí? ¡Mañana lo sabría la ciudad entera! Por el amor de Dios, ¡serás boba! —Arrugó la frente, probablemente pensaba lo mismo que Penelope, que el servicio ya sabía de su relación pero nadie la había delatado. En todo caso, era excesivo hacer ir a la casa a una mujer que practicaba abortos.
»Estoy perdida… —murmuró—. Estoy perdida, deshonrada, para siempre…
—Señorita —susurró Penelope. Posó con suavidad la mano sobre el brazo blanco de Rose y reprimió un comentario malicioso. La desesperación de la joven señorita la conmovió—. Señorita, la ayudaré.
—Esta noche mi padre estará en el teatro para encontrarse de nuevo con el caballero que ha elegido para mí. —La señorita Rose buscó un pañuelo mientras lloriqueaba—. Podemos irnos en cuanto esté fuera.
—Yo… vivo en Southwark. Está muy lejos para ir andando —insinuó Penelope—. Debería ir en el coche de caballos…
—No, lo utilizará mi padre para ir al teatro. —La señorita Rose no encontró un pañuelo, así que se limpió con el dorso de la mano las lágrimas de las mejillas—. Ay, niña, todo esto es tan horrible… —Dejó caer la mano mojada en el regazo—. ¿Cuánto hay que caminar?
Penelope lanzó un suspiro. Seguro que la señorita nunca había caminado ni una hora por el duro pavimento adoquinado de Londres ni los callejones sucios del barrio pobre… probablemente ni siquiera tenía una capa que fuera lo bastante oscura para esconderse de miradas curiosas. ¡La noche londinense escupía por todas partes personajes que podían ser peligrosos para una mujer bien nutrida y evidentemente rica!
Sin embargo, finalmente Penelope no tuvo valor para negarse a cumplir el deseo de la señorita. Tenía demasiado miedo a perder su nuevo hogar en el número 28, al que tenía tanto cariño.
—Por fin llegas… ¿quién está contigo? —Mary observó a su hija y a la visita que la seguía con una capa oscura. Durante toda la tarde había tenido un presentimiento, había encendido más velas de lo habitual en la habitación para combatir la oscuridad, pero no lo había conseguido. Sabía que algo iba a ocurrir y que tendría que ver con su hija. No paraba de caminar de aquí para allá por la habitación, nerviosa y hablando sola.
»Serás boba, ¿por qué tengo que preocuparme? —susurraba—. ¿Por qué no eres como las demás chicas? ¿Por qué no te dedicas a tu trabajo, encuentras pronto a un tipo que te haga niños y te alimente, y llevas una vida normal? ¿Por qué tengo que preocuparme cuando te estoy esperando? —Una vela se apagó con tanto lamento, y Mary se quedó quieta, pensativa. No era capaz de deshacerse de esas ideas, así que finalmente se sentó a la mesa y se limitó a esperar en la penumbra.
No supuso ningún alivio ver que las dos chicas entraban en la casa cogidas como si fueran amigas. Penelope nunca llevaba amigas a casa. Aquella mujer gorda no era una amiga.
Mary MacFadden era de baja estatura y nervuda, pero hasta el momento las adversidades de la vida no habían conseguido tumbarla. El destino la llevó a desempeñar esa profesión, ella no la escogió. No se podían tener dudas para sobrevivir mucho tiempo ejerciendo aquella actividad. En aquel momento, por primera vez parecía que la abandonaban las fuerzas. Le sobrevinieron multitud de pensamientos.
«¡Mira! —susurraron—. ¡Fíjate bien!»
Se recompuso y se plantó delante de aquella silueta oscura, que no daba muestras de quitarse la capa. La mujer emanaba ese aroma dulce a riqueza y ocio que por sí solo ya debía servir de advertencia suficiente. Era un error dejarla pasar, pero ya estaba ahí, por eso Mary pronunció las palabras que dirigía a todas sus visitas:
—No haré preguntas, y usted olvidará dónde ha estado.
Se oyó que alguien se sorbía la nariz bajo la capucha a modo de respuesta. Luego el pesado tejido se deslizó por el cabello y Mary sintió que se le helaba la sangre al reconocer a quien tenía delante.
—Esto… no puede ir en serio —susurró, y miró a su hija.
Parecía que las paredes de la habitación se cernían sobre ella, le faltaba el aire. ¡Por el amor de Dios! Aún estaba a tiempo de dar marcha atrás. Tenía que hacerlo y echar a aquella mujer antes de que se quitara la capa. Por un breve instante el silencio se cernió sobre la pequeña vivienda, y con sus frías alas les rozó las mejillas de un modo desagradable. Como tantas otras veces, el silencio se acomodó en la repisa de la chimenea y observó a aquellas tres personas, esta vez con una gran tristeza.
—No podía… madre, tenía que… —El susurro impotente de Penelope quedó silenciado por el crujir de la capa del cochero al caer…
—Pagaré, mujer. Te pagaré bien —dijo la señorita de Sloane Square, que se puso a hurgar en su monedero—. Mira esto, te lo puedes quedar todo. Seguro que es mucho más de lo que te pagan las mujeres pobres. —Dejó caer al suelo con la mano temblorosa monedas y billetes bien doblados, que se posaron como angelitos ante los pies de Mary, donde brillaban con claridad bajo la luz de la vela.
Bastaba para el alquiler, pagar un abrigo, un par de zapatos nuevos para Penelope y mucho más. Acabaría con las preocupaciones que ocultaba debajo de la tapa de la olla de ahorro. Mary dejó a un lado todas sus inquietudes. Los billetes se le pegaban a la mano y le daban seguridad. Después de aquel trato se tomaría un gran vaso de ginebra, se acostaría temprano y olvidaría sin más aquella noche. La señorita no dejaba de ser una mujer en apuros.
—No haré preguntas, y usted olvidará dónde ha estado —repitió, esta vez en voz baja y en tono de súplica. Luego le quitó del todo la capa. El vestido de seda de color amarillo claro parecía fuera de lugar en aquel cuarto de estar sombrío, iluminado solo por una lámpara de petróleo y con las paredes casi negras del humo. La señorita Rose miró alrededor, temerosa.
»Por aquí —dijo Mary, que lanzó la capa a la silla de la cocina.
Rose se acercó un paso a la lámpara, y por un instante parecía que estuviera bañada en oro. Penelope sintió que se le cortaba la respiración. ¿Acaso estaba soñando? Las imágenes se confundían como si fueran relámpagos en su cabeza: su labor de encaje, que ya casi cubría los hombros de la señorita; el hilo rosa, el salón blanco, las flores del melocotonero, su aroma, el polvo mágico en sus mejillas… nada de todo aquello encajaba con su casa.
Entretanto Mary había empezado a preparar la cama en el dormitorio. Penelope conocía hasta el último ruido. Luego se abrió la puerta y apareció Mary en silencio en el umbral. Nunca decía nada cuando alguien iba a visitarla. Las mujeres tomaban su decisión sobre ese paso, y Mary sabía lo que tenía que hacer. No estaba allí para dar consuelo.
—No tenga miedo, señorita —susurró Penelope, que sintió la necesidad de poner una mano sobre el brazo de la señorita a modo de consuelo.
—No —susurró Rose con la voz quebrada.
Penelope sentía casi como si fuera una amiga suya la que atravesaba la puerta del dormitorio, aunque no era cierto y lo sabía. Su madre y ella ayudaron en silencio a la señorita a quitarse el vestido. Estaba sobre la silla como un extravagante ser dorado de fábula cuando Rose, ahora rígida del miedo, se tumbó en el lecho con las sábanas lisas. Penelope obedeció al gesto de su madre y se sentó junto a la señorita. Tenía el corazón acelerado, como cada vez que debía estar presente. Su madre no se lo pedía a menudo.
Sobraban las palabras. Ahora la tranquilidad guiaba la mano de Mary. El silencio era su aliado para que nada saliera de aquella habitación, ni un ruido ni un quejido. El silencio extendía un grueso manto sobre todas ellas, ayudaba a que aquel negocio secreto funcionara y conducía a la joven fuera de su aposento. Siempre había sido así. Todas las cortinas estaban corridas y las puertas cerradas. El silencio se instaló en el alféizar de la ventana, desplegó sus alas y mantuvo alejado todo lo que pudiera llegar de fuera.
La madre levantó la enagua de la señorita por encima de las piernas con varios movimientos hábiles. Rose alzó la cabeza, le sudaba la frente del miedo. Mary abrió su bolsa y acercó el taburete con la lámpara de petróleo. Los instrumentos brillaban bajo la luz titilante de la lámpara. Penelope evitaba mirar las odiosas herramientas plateadas.
—Yo he… yo… —tartamudeó Rose, que se agarraba la enagua al pecho mientras Mary se inclinaba sobre ella y colocaba la mano izquierda en el cuerpo blando, blanco como la nieve—. Señora, yo…
—Déjeme hacer mi trabajo —dijo Mary en tono severo.
Luego metió los dedos de la mano derecha en el orificio que ella había ofrecido a un hombre, pese a tenerlo prohibido. Rose profirió un grito agudo y juntó las piernas. Penelope la agarró del brazo y le acarició el rostro con ternura.
—Calma, señorita…
—Déjeme hacer mi trabajo —repitió Mary, huraña, al tiempo que intentaba separar de nuevo las piernas de la señorita.
Rose jadeaba de miedo. El cuerpo blanco temblaba como si fuera un flan enorme mientras abría despacio las piernas, con lo que la mano de la partera se introdujo en lo más profundo para palpar hasta dónde había llegado la desgracia. Rose rompió a llorar, agarrada a Penelope con ambas manos…
—Era el momento justo para venir —comentó Mary, que sacó la mano de entre los muslos—. Ya no puedo dejar que se vaya a casa. —Sin vacilar, cogió una larga varilla plateada y la untó con un ungüento de una cacerola.
Penelope contuvo la respiración. Le horrorizaban la varilla y el modo inflexible en que desaparecería en el interior de aquella mujer. No obstante, sabía que su madre tenía experiencia suficiente para encontrar el momento adecuado para la punzada.
—Tranquila, señorita —susurró Penelope—, tiene que estar tranquila. —El corazón le latía a mil revoluciones, aunque la varilla no fuera para ella y su madre dominara la situación.
Mary acercó el taburete. Inclinó la cabeza entre las piernas abiertas de la señorita y le indicó por señas a Penelope que sujetara las rodillas. Abrió el orificio con dos dedos y metió de nuevo la mano derecha. Con la izquierda introdujo la varilla junto a la otra mano en el interior de la mujer. De pronto la señorita levantó la cabeza al sentir el objeto frío, y las piernas se le habrían dislocado de no ser por Penelope, que las sujetaba.
—¡Qué haces! —jadeó la señorita—. ¡Quítame eso!
—Silencio —gruñó Mary, que tenía los ojos cerrados para palpar lo que no veía.
—¡No quiero eso! —gritó Rose, presa del pánico.
—Tranquila, señorita, enseguida se acaba —intentó calmarla Penelope.
—No quiero que me haga lo que les hace a esas pendencieras. ¡Apártese de mí! —gritó Rose mientras Mary avanzaba en su camino con las manos, lenta pero con paso seguro, para extraer lo que no debía vivir.
Penelope luchaba con las rodillas carnosas, se colocó encima de la señorita y con el rabillo del ojo vio como se movían las cejas de su madre: había encontrado el fruto prohibido. Metió la varilla y pinchó, con calma y seguridad, como había hecho cientos de veces.
Rose gritó como si la atravesaran con una lanza. Empujó hacia fuera con la pelvis rolliza y Mary estuvo a punto de caerse del taburete. Sin embargo, la madre consiguió mantener la calma en las manos, pero cuando Rose empezó a retorcerse, patalear y a dar golpes tuvo que retirar las manos con el instrumento. Tal vez un instante, una fracción de segundo demasiado tarde. Tenía los dedos de la mano derecha ensangrentados, y seguía dejando un rastro de sangre.
—Señorita, por favor… —Penelope se había lanzado con ímpetu junto a Rose, le agarraba la cabeza con ambos brazos, la mecía, la abrazaba con fuerza contra el pecho para ahogar los gritos—. Silencio, por favor, silencio…
—Dios mío… —Mary lanzó un profundo suspiro. Luego enmudeció.
Penelope vio el lecho ensangrentado antes de que Mary lo tapara con una sábana limpia. Si todo iba bien, no tenía por qué haber sangre, eso lo sabía… ahora lo único que podía hacer era rezar y esperar. La señorita Rose se calmó y cerró los ojos. El silencio se impuso de nuevo.
Era una pausa, pero la señorita no lo sospechaba. Penelope le cepillaba el pelo. La madre había salido cerrando la puerta tras de sí para preparar una bebida purificante para la señorita. Se oía cómo calentaba el agua y hierbas que crujían. La lámpara de petróleo ardía impávida. Las horas parecían colarse por las paredes y reunirse en pequeños riachuelos que no podían conducir a ninguna parte.
Tampoco sucedió nada cuando lady Rose se tomó ese mejunje de hierbas sin rechistar, pero Penelope sabía que Mary estaba muy preocupada. La señorita no podía quedarse allí toda la noche, como muy tarde por la mañana la buscarían por todas partes.
El brebaje de Mary MacFadden de tanaceto, perejil y una tercera hierba que apestaba no funcionó. Cuando poco después de medianoche empezaron las contracciones, Rose se puso a gritar de nuevo. Llegaron sin previo aviso y tendieron su espesa red de dolor sobre el cuerpo blanco de la mujer. Los gritos de la señorita eran tan penetrantes que solo era cuestión de tiempo que su actividad clandestina quedara al descubierto. Penelope lanzó una mirada a Mary esperando ver el pánico reflejado en su rostro, pero no encontró más que una gris resignación a un destino que debería haber previsto.
Luego todo fue muy rápido.
La señorita Rose gritaba con las contracciones, la cama crujía bajo su peso mientras la puerta de la casa temblaba por las fuertes patadas que alguien le daba. Se oyeron retumbar unas zancadas sobre el suelo de madera. Jack Bryant, el desollador, se plantó en la puerta del dormitorio, junto a él la vieja Susanna Mowes de enfrente, que siempre amenazaba con hacerle sentir a Mary la maldita soga en el cuello por su sangrienta actividad.
—Pero ¿qué dia… dia… pero qué dia… diablos? —tartamudeó Jack Bryant, luego uno de los esbirros lo apartó a un lado.
Hal Edwards era antipático e incorruptible. Era nuevo en el barrio, era de Nottingham, algunos decían que era codicioso y un alguacil incansable. Si Hal descubría un delito, perseguía al malhechor como un perro rabioso y no se calmaba hasta haberlo enviado ante un juez, y sospechaba que en aquella habitación se encontraba un delincuente.
—Ma… ma… madre mía, Hal… —Jack señaló la sangre.
La vieja Susanna recibió una patada y cayó a los pies del esbirro aullando. Hal Edwards arrancó de la pared la mitad del marco de la puerta con su capa ancha y apartó a Jack con la vara. Esta vez el palo, que de noche golpeaba con fuerza sobre el pavimento, no podría evitar el delito. Pero Hal podía coger al criminal.
Penelope reconoció enseguida al hombre de la nariz aguileña torcida que pagaba a sus soplones con pan en vez de con ginebra. Los tres se quedaron anonadados al ver el abdomen de la señorita gruesa que se retorcía de dolor y los coágulos de sangre que salían de la mujer, ya que la vieja Susanna había apartado la sábana desde el suelo y señalaba con ambas manos aquel acto horrible.
—¡Ahorcadla! ¡Ahorcad a esa maldita extirpaniños, colgadla!
—¡Rápido, un médico, un coche, rápido! —gritaba otra voz por la casa, luego se acercaron aún más mujeres a la estrecha habitación, miraron boquiabiertas la sangre en los muslos blancos, el vestido dorado, cuchichearon horrorizadas y finalmente sacaron a la fuerza a Mary MacFadden como si fueran animales tras su presa. La madre de Penelope permanecía callada, sin pronunciar un solo sonido.
En medio de aquel tumulto, Penelope no se había separado de la señorita Rose, cuyos gritos se habían transformado en sollozos. Ninguno de los presentes se atrevía a tocar a la señorita elegante. De todos modos, ya no tenía sentido.
Aunque tal vez se pudiera salvar la vida a la señorita Rose. Penelope se estremeció al cruzar la mirada con Mary. Las dos estaban perdidas.
Cuando más tarde avanzaban traqueteando en el carro apestoso del alguacil por el Londres nocturno, con las manos esposadas a los tablones y tiritando del frío porque ni siquiera les habían permitido coger los abrigos, su madre no habló. Ella también callaba mientras los golfos les arrojaban piedras y los borrachos golpeaban con el bastón contra el carro y se burlaban de la yegua de tres patas que se mearía en su cabeza.
—¿Adónde vamos? —susurró Penelope. Ya no soportaba el silencio de Mary.
—A Newgate. —Fue la lacónica respuesta.
Todo el mundo conocía Newgate. Esa palabra bastó para que a Penelope se le acelerara el corazón. Mary estaba sentada junto a ella, inmóvil, su sombra se deslizaba por las paredes de las casas. Ni siquiera se movió cuando el carro se detuvo delante de la lúgubre prisión, que se erguía en silencio en el cielo nocturno.
El aborto estaba prohibido, además de penalizado con la muerte, tal y como les explicó el juez Smythe. Llevaba la peluca torcida, tal vez porque no utilizaba espejo o porque no estaba del todo sobrio. En aquella mugrienta sala se imponía un olor intenso a cerveza. También olía fatal en la sala en la que tendrían que esperar el juicio durante unos días interminables, en un banco duro, con una puerta cerrada delante que solo parecía abrirse cuando entraba un nuevo acusado o repartían la comida. Casi nadie osaba hablar, el miedo impregnaba hasta la conversación más insignificante, así que en realidad era un alivio ir al juicio.
—… ¡juzgado según la ley de lord Ellenborough! —rugió el juez Smythe, que sacó a Penelope de sus pensamientos—. 43… punto 58… sorprendido en plena actuación…
Alguien gritó fuera. Dos alguaciles entraron en la sala llevando a un irlandés que se resistía con fuerza, por lo que uno de los esbirros le azotó con el palo…
—Aún no he terminado —gruñó el juez Smythe, al tiempo que se colocaba la peluca al otro lado—. Por dónde íbamos… lord Ellenborough, eh… punto… eh… la horca. Exacto. Mary MacFadden, has sido sorprendida practicando un aborto a la venerable señorita Rose Winfield. La respetable señorita estaba ensangrentada cuando te detuvieron. Es repugnante. —Se colocó las gafas en la frente y se volvió hacia el secretario—. Por supuesto, no escriba lo de repugnante. —El juez Smythe se rascó la oreja y la peluca se tambaleó—. Has practicado un aborto, mujer. Un hecho deplorable. —Calló como si esperara una reacción de la acusada, pero Mary seguía con la cabeza gacha y en silencio—. ¿Te gustaría saber si la señorita sigue viva? —preguntó.
Mary levantó la cabeza y asintió.
—Merecerías morir en la ignorancia, mujer —continuó el juez—. Pero no quiero que sea así. La señorita ha sobrevivido, de milagro. Sí, un milagro, y tanto. Escríbalo. ¡No, no lo escriba! —Sacudió enfadado el brazo del secretario, que logró salvar por los pelos el tintero—. Sobrevivió a ese acto atroz, mujer, pero le has arruinado la vida. Por eso te condeno a muerte en la horca, sí, que Dios se apiade de ti. No creo que quiera provocar otro milagro. —Smythe guiñaba los ojos por encima de la montura torcida de las gafas—. ¡Dios mío, mujer, has sido una irresponsable! ¿Por qué no te buscas un trabajo honrado si no encuentras a un hombre que se ocupe de ti? ¡Qué insensatez, qué derroche! —La observaba sacudiendo la cabeza, y una peculiar tristeza se reflejaba en su mirada—. Y ahora tengo que condenarte a muerte… ¿crees que me alegro?
—Pues claro que te alegras. —Resonó una voz que rezumaba odio desde un lado. El irlandés sonreía. Cuando el palo del alguacil le dio en la espalda soltó un grito.
El juez Smythe dio un golpe con la mano abierta en los folios jurídicos.
—¡Cierra esa maldita boca, pelirrojo, y espera tu turno! —bramó, y luego hizo una mueca.
El irlandés soltó una maldición y clavó los dientes en la pierna del vigilante. Recibió otro golpe. Cayó al suelo y ya no se movió…
El juez Smythe continuó con su trabajo, al fin y al cabo había varios acusados que esperaban su sentencia. Pronto le tocaría también al irlandés. Penelope no podía apartar la mirada del cogote ensangrentado del hombre. ¿Respiraba o el vigilante le había dado el golpe de gracia? Se compadecía de él, a pesar de no conocerlo y no tener vínculo alguno más que el hecho de que todas las puertas de aquel edificio llevaban al patíbulo.
El juez Smythe había tratado el caso de Penelope sin que ella le escuchara con atención, y anunció su sentencia.
—… te sentencio, Penelope MacFadden, por ser cómplice de ese infame aborto, a la muerte en la horca. —Se detuvo y levantó la mirada de los folios—. Dios mío, tan joven y guapa. Y ya está perdida.
La peluca se bamboleaba de lado a lado en la cabeza. Muerte en la horca. Sentía como si una mano helada la agarrara del pecho. Se quedó con la mirada perdida al frente. Muerte. A su lado, Mary soltó un gemido. Luego la madre se bajó del banco y cayó de rodillas.
—¡Tenga compasión de ella, tenga compasión, venerable caballero, tenga misericordia, salve a mi hija! —suplicó.
—¿Quieres misericordia? —El juez apoyó los codos en la mesa. Estuvo a punto de caérsele la peluca de la cabeza, pero enseguida la empujó hacia atrás—. ¿Eras tú compasiva con esas mujeres?
—No le estoy suplicando por mí. Muestre compasión con mi hija, se lo ruego. —Mary bajó el tono de voz, que se volvió suplicante.
El juez se sujetó la peluca por los dos extremos encima de las orejas. De nuevo se oyó un grito desde el pasillo. Miró a Penelope con el ceño fruncido. Cuando ella se atrevió a levantar la mirada creyó vislumbrar compasión en su rostro.
—Algo me dice que sois buenas mujeres. —Esbozó una débil sonrisa—. Sí, seríais buenas mujeres si os llevaran por el buen camino. Tal vez sea una lástima que acabéis en la horca. Además, a fin de cuentas la mujer sigue con vida. La señorita, es decir, la víctima, tu… —Se volvió hacia el escritorio—. Voy a cambiar mi sentencia a la deportación: catorce años para ti, Mary MacFadden, y catorce para ti, niña. Espero que ahí abajo reflexionéis sobre vuestros pecados y hagáis algo decente con vuestras vidas. —Aguzó la mirada—. Dios mío, mi hija tiene la misma edad que tú… —murmuró. Luego el martillo golpeó en la mesa y acabó con todo rastro de compasión—. ¡En nombre de la ley, siguiente! ¡Fuera vosotras!
Penelope dio un paso.
—¡Vamos, moveos, mujeres! —soltó el ujier, que las empujaba cuando le parecía que iban demasiado lentas. Cuando Mary se cayó la levantó con tal brusquedad que se le rompió el vestido en la espalda. No pronunciaron ni una palabra de queja.
—¿Qué significa «deportación»?
¿Cuántas veces surgía esa pregunta en las charlas de las demás presas? Nadie parecía escucharla. Había veinte mujeres en aquella estrecha sala, cada una tenía su estera de fieltro colgada de un gancho en la pared, lo que le daba cierto aspecto de orden al espacio. Penelope y Mary tenían que desplegar sus esteras debajo de la mesa porque ya no quedaba sitio junto a las paredes. La paja resbaladiza y marrón que cubría el suelo de la celda apestaba debajo de la mesa a restos de comida podrida. Además, subía un olor asqueroso desde el cubo de los excrementos. Cuando estaba lleno, las mujeres orinaban en la paja. Penelope metió la nariz en la manga y se imaginó una ráfaga del olor acogedor de la casa número 28.
La vigilante se ocupaba de que nadie durmiera más de lo permitido y que cada reclusa tuviera recogidas sus pertenencias: la manta, la cuchara y el cuenco para la sopa de pan aguada que preparaban las mujeres tres veces al día en una olla sobre el fuego. El reparto de la sopa siempre era motivo de disputa por los escasos pedazos de carne. Lo hacía Sibylla, que solo era una presa, pero que debía de haberse ganado el puesto. Su palabra era decisiva en la celda.
Nadie hablaba con las dos mujeres nuevas. Penelope y Mary solo eran observadas por prostitutas, ladronas y dos viejas que recogían excrementos de perro cuyos harapos revelaban su miserable y apestoso oficio. Con los excrementos que ellas recogían los curtidores adobaban la piel. Además había en cuclillas criadas que habían robado ropa y una comerciante estafadora. A todas les esperaba la horca.
Por lo visto todas y cada una sabían por qué Penelope y Mary estaban ahí. Mary creía percibir el asco que sentían esas mujeres hacia su oficio. Sin embargo, ninguna dudaría en acudir a una mujer como ella en caso de necesidad, pensó con amargura. Penelope, por su parte, no cedía ni un milímetro, lo que la ponía de los nervios en aquella sala abarrotada. Lo único que hacía su hija era pasarse el día entero cepillándose el pelo, como si esperara a un príncipe. Mary cada vez estaba más furiosa. ¿De verdad esa niña era tan tonta que no sabía hacia dónde las llevaba a las dos su insensatez? ¿Tenía que hacer preguntas todo el tiempo como una niña pequeña? Mary estaba tan furiosa que apenas pronunciaba palabra, y sabía que las demás percibían su silencio como una amenaza.
—¿Es que se ha vuelto loca? —preguntó una mañana la recolectora de excrementos, que se acercó de rodillas a la estera de Penelope.
Mary levantó la cabeza.
—¿Qué significa «deportación»? —preguntó de repente la hija en voz baja.
—¿No lo sabes? —La vieja se rio con malicia—. Pero si lo saben hasta los pilluelos de la calle.
Penelope torció el gesto y Mary pensó que iba a dar una respuesta estúpida.
—Me dedico a hacer encaje —repuso—, no soy una pilla de la calle. Mi patrona vive en Belgravia. No sé esas cosas, vieja.
La vieja se dio un golpe en el muslo delgado y retorció todo el cuerpo flaco de la risa.
—Belgravia… ¡ya nunca volveré! —exclamó entre carcajadas.
Las mujeres se dieron la vuelta. Su curiosidad avanzó por la paja resbaladiza. Mary no pudo contenerse más: Penelope estaba a punto de mencionar el nombre de su señora. Fuera de sí, agarró del pelo a Penelope y la arrastró con tanta fuerza hacia sí que su hija cayó en el charco que había junto al cubo del orín.
—¡Cierra ahora mismo esa boca de chismosa! —le dijo entre dientes al oído—. Ni una palabra más, ¿me oyes? ¡Maldita costurera! ¡Aprende de una vez a callarte!
Penelope se quedó amedrentada en cuclillas junto al cubo, incluso cuando la gruesa comerciante se dejó caer sobre él y lo hizo sonar con sus flatulencias. Por la mañana habían metido a dos mujeres más en la celda, así que ahora estaban tan apretadas que incluso la vigilante protestaba, pero el empleado de la prisión se limitó a reír…
Mientras estaban en el patio al mediodía, Penelope se separó de su madre por primera vez desde que estaba en Newgate. Mary seguía callada, como siempre, ni siquiera levantaba la mirada al caminar. Sin embargo, la acompañaba su rabia, que parecía vigilarla para que no hablara y despertara la envidia y el odio en el resto de las mujeres. Penelope se propuso mantener la boca cerrada. El sol brillaba en el patio. Estiró el cuello hacia él y disfrutó del calor en la piel…
—¿Hace mucho que estás aquí? —susurró alguien a su lado.
Penelope se dio la vuelta con desgana. Una chica joven de la edad de la señorita Rose se había colocado en cuclillas a su lado. El vestido estaba hecho jirones, que llevaba atados sobre los hombros huesudos. Tenía la piel pálida llena de abscesos y picaduras de pulgas que se había rascado. Tenía placas de porquería incrustadas en la espalda, en el omoplato derecho. Tal vez no tenía flexibilidad suficiente para quitárselas. Colocó los pies en el banco y se volvió hacia Penelope, de modo que ya no se le veía la asquerosa espalda.
—Mucho tiempo —repuso Penelope. Sí… ¿cuánto llevaba ahí? Al principio intentaba contar los días. Luego perdió la cuenta y ya dejó de hacerlo. Ya no tenía sentido.
La joven sonrió.
—Seguro que tú llevas más tiempo aquí. No me acuerdo de tu llegada. —Entonces le tendió la mano, una mano delgada y fina de costurera—. Me llamo Caroline. Me quieren ahorcar por mis hurtos. He robado perlas. Las perlas son lágrimas, las mujeres viejas tenían razón. Las robas y ellas lloran por ti, y eres tonta si no te das cuenta. Hace ya tres años que espero la horca, a lo mejor nunca ocurrirá nada. Las perlas han llorado en vano. —Su risa sonaba histérica.
—¿Qué significa «deportación»? —Penelope sintió un escalofrío porque no había notado ningún tipo de interés en el rostro de la mujer, ni el más mínimo. ¿Así quedaba una en Newgate?
Caroline se pasó la mano sucia por la cara.
—¿Deportación? ¿A Botany Bay? —Puso el semblante serio—. ¿Es que no sabes dónde está?
Penelope sacudió la cabeza. ¿Había oído hablar alguna vez de Botany Bay? En prisión los recuerdos se iban desvaneciendo hasta transformarse en enmarañados ovillos de pensamientos que no se podían desenredar porque no encontrabas el extremo del hilo, que era lo peor que le podía pasar a una costurera. Sí, tal vez ya había oído ese nombre.
—Os llevarán en barco a Nueva Gales del Sur. Estaréis medio año navegando por el mundo, y allí, en Nueva Gales del Sur, han construido una cárcel nueva. Es al aire libre, y hace tanto calor que se te derrite el cerebro con el sol. Tal vez es mejor que tener que ahogarse aquí con la lluvia inglesa. —Guiñó el ojo un momento, luego volvió a ponerse seria—. En Nueva Gales del Sur no hay un Londres, ni rey, ni Kensington Park, ni gente elegante. Allí solo hay delincuentes, además de irlandeses. —Pronunció la última palabra con el máximo desprecio posible. ¡Irlandeses! Se decía que Dios los había creado para fastidiar a Londres. Todo lo malo era culpa de los irlandeses, la viruela, los piojos, incluso la sífilis.
—¿Y qué hacen ahí? En… Botany… —susurró Penelope.
Caroline dejó al descubierto unos relucientes dientes blancos.
—Trabajar, supongo. Hasta que te sangra el trasero. Una vez conocí a uno que había sobrevivido, incluso pudo volver. «Sé valiente y cierra la boca», decía siempre. «Con la boca cerrada duele menos», decía. ¿Qué más decía? Ya no lo sé, hace ya tiempo. —Se mordisqueó los pulgares, que ya tenían heridas alrededor de la uña—. También decía: «Haces lo que te dicen y ellos hacen lo que quieren».
—¿Te habló de esclavos? —preguntó Penelope con cautela—. ¿Como en las colonias del algodón?
—Parece que no, por lo visto quieren progresar. «Hay que hacer lo que quieren», decía. Sí. Eso decía. —Caroline se quedó con la mirada perdida al frente y luego se dio la vuelta como si ya hubiera hablado suficiente.
La última vez que Penelope vio a Caroline fue un domingo en la capilla de Newgate. Estaba ahí sentada con cuatro hombres en el banco pintado de negro que estaba reservado para los condenados a muerte, oyendo la misa por su alma. Parecía pequeña y delgada junto a aquellos tipos, dos asesinos y un salvaje. La espalda sobresalía claramente porque tenía la cabeza gacha y las manos entre las piernas, como si quisiera darse calor por última vez mientras sonaba el Kyrie eleison. A su lado había un ataúd abierto. Era demasiado grande para ella, y estaba lleno de arañazos de trasladarlo por la capilla. Aquel ataúd no salía nunca de allí, pues su destino no era la tierra. El lecho de muerte de los ahorcados era una fosa común en las afueras de la ciudad.