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Ella teje de día y de noche una mágica red de alegres colores.

Ha oído murmullos que le dicen, que una maldición cae sobre ella…

ALFRED TENNYSON, La dama de Shalott

La aguja plateada apareció como un pececillo brillante entre las ondas de hilo.

Ella perseguía el hilo a una velocidad vertiginosa con el delicado gancho y lo atrapaba. Dudaba un instante, luego lo tensaba y lo preparaba para sumergirse de nuevo. El hilo se dejaba arrastrar, complaciente, por los delgados dedos de la chica y la seguía por el agujero que formaba el punto para dar un salto en el aire como había sucedido ya miles de veces. La aguja de ganchillo lo guiaba, lo atraía y lo seducía, y una puntada después estaba enredado en las ondas encrespadas de la labor de encaje, blanca como la nieve… la aguja atrapaba el hilo, una y otra vez. Cuando la serie de ondas llegaba a su fin, la aguja daba la vuelta y volvía a sumergirse, incansable.

Penelope suspiró para sus adentros. Dejó vagar la mirada de derecha a izquierda y cuando nadie la veía dejó el cuello de encaje sobre la mesa, peligrosamente cerca de la vela que lo podía echar todo a perder porque era de mala calidad, producía hollín y podía volcarse. Cada dos encajeras compartían una vela, cuya luz se ampliaba un poco a través del matraz de cristal lleno de agua que tenía delante. El día anterior la gruesa Prudy volcó el matraz de cristal con un movimiento brusco y llenó la mesa de agua. El grito de madame Harcotte seguía presente en las cortinas del taller, así como el alarido de Prudy después de los golpes que madame Harcotte le propinó en la cabeza y en la espalda con la caña de bambú…

Penelope se estaba helando. El bidón de agua caliente estaba debajo de la silla de Gwyneth. Solo había uno para compartir, y cada día una chica distinta se lo ponía debajo de la falda para calentarse. A Penelope le había tocado por la mañana. Disfrutó de tener las piernas calientes, pero sabía lo fácil que era escaldarse con el bidón de metal. Hacía tiempo que había vuelto el frío. Penelope apretó las manos con disimulo entre las arrugas de la falda y se las frotó hasta que desapareció la rigidez de las articulaciones. Con los dedos entumecidos la labor salía irregular, lo que disminuía el precio del encaje.

A madame Harcotte no le gustaba nada ver errores en los artículos. Llevaba con orgullo el nombre hugonote de su difunto abuelo, y arrugaba la frente indignada al oír cómo esos británicos deformaban su nombre. Por supuesto, nadie sabía tanto de encajes y seda como ella, una auténtica oriunda de Lyon. Probablemente solo Penelope, que había aprendido un par de cosas de Serge, el sastre jacobino de la esquina, se había fijado en que no hablaba una palabra de francés y ni siquiera tenía acento galo. Sin embargo, el gusto de madame Harcotte por el lino y el encaje era sin duda francés. En todo caso, eso pensaban sus clientes.

Madame Harcotte revoloteaba por la sala con su lámpara de petróleo como una mariposa exaltada, recogía los carretes de hilo caídos, echaba pestes sobre el desorden reinante y metía prisas a las chicas. Cuando lo juzgaba necesario hacía uso de los coscorrones, y las chicas se limitaban a balancearse como marionetas adelante y atrás sin decir ni pío, pues sabían que solo serviría para ganarse otro doloroso capirotazo.

«Sois unas vagas descaradas», maldecía madame Harcotte, «nunca había tenido gente tan holgazana en mi taller, me vais a arruinar, malditas mocosas, jamás podré vender la porquería que estáis haciendo, jamás».

Penelope se enfadaba al oír esas bobadas. Madame Harcotte vendía los cuellos de encaje con filigranas hechas por las seis chicas que tenía bajo su tutela a damas de la aristocracia, y alardeaba con orgullo de que en toda la ciudad se alababa su calidad. Penelope tardó un tiempo en comprender que todas esas quejas formaban parte de un taller de encaje. Otras supervisoras también refunfuñaban, según había oído, y utilizaban la vara de bambú aún con mayor frecuencia. En los talleres de Londres había infinidad de encajeras, y ninguna osaría arriesgarse a perder el trabajo por sus quejas. Si acababas en la calle luego era difícil encontrar otro trabajo.

Antes de que madame Harcotte llegara a su silla, Penelope ya tenía de nuevo su labor entre los dedos y daba puntadas con la fina aguja de ganchillo. Procuraba que el cuello de encaje se extendiera en todo su esplendor sobre su falda para evitar las críticas por perder el tiempo. Un punto al aire, un punto entero, medio hacia atrás, uno entero adelante… seguía teniendo frío. No había té caliente hasta el fin de la jornada, y solo porque madame Harcotte disfrutaba cuando el reverendo Arnold la elogiaba en el sermón por ser una patrona temerosa de Dios y de buen corazón, un ejemplo para todos. Una vez finalizado el sermón, ella agachaba la cabeza para que no vieran su sonrisa autocomplaciente por debajo del sombrero. De vez en cuando el sábado cocinaba una sopa ligera de avena cuando las chicas parecían demasiado pálidas y trabajaban con excesiva lentitud. La sopa estaba sosa porque la sal era muy cara, y solo en Navidad alegraba el contenido de la olla con canela y azúcar mezcladas. Aun así, las encajeras la engullían a cucharadas rápidas y en silencio. También podían llevarse la comida a dondequiera que se alojaran.

Penelope prefería comer en casa. En sus quince años de vida solo había pasado algunas cenas sin la compañía de su madre, y sabía que el caso de algunas amigas era distinto. Habían cambiado muchas cosas desde que el mundo ahí fuera parecía reducirse al emperador francés Napoleón y su bloqueo continental, que separaba Gran Bretaña del resto del mundo. El bloqueo encarecía la vida diaria y hacía que cada vez se acercara más la temida pobreza. De momento, en 1809 el emperador francés casi había conseguido llevar Inglaterra al borde del abismo. En el continente había ganado una batalla tras otra, y ahora intentaba someter la isla. Prohibió a todos los países entablar relaciones comerciales con el Imperio británico. Al principio en las calles de Londres se bromeaba sobre el tema: «¿qué es lo que quiere prohibir ese pequeño presuntuoso?» Sin embargo, luego ese pretencioso le dio una lección a Inglaterra, pues sus aduaneros realmente consiguieron paralizar el comercio europeo.

Una de las consecuencias fue que floreció el comercio clandestino. El contrabando era una actividad tan emocionante como peligrosa que madame Harcotte aún comprendía menos, puesto que precisamente los artículos que ella fabricaba eran originariamente de producción francesa y estaban muy solicitados en la alta sociedad: encajes para cuellos y pañuelos, puntillas finas como un soplo de viento.

Un ejército entero de habilidosas tejedoras poblaba los cuartos traseros de Londres para proveer a la insaciable aristocracia de mercancías. La oferta abarcaba desde pañuelos hasta vestidos y cortinas enteras, pasando por velos, pero algunos nobles eran de la opinión de que solo en Brügger o Gent se encontraban los mejores encajes y buscaban vías para introducirlos de contrabando en el país.

—Imaginad, ayer volvieron a atrapar a otro contrabandista. —Resonaba la voz de madame Harcotte. Penelope aguzó el oído—. Uno de esos canallas que me están arruinando el negocio. Tenía que abastecer a las damas finas. Llevaba seda en los arcones y… ¡un hombre! Además era su hermano, que por lo visto cayó en Jena y cuyos restos mortales debía llevar a la tumba inglesa, ¡ja! —Madame Harcotte correteaba enfadada por la oscuridad con la lámpara de petróleo—. ¡Ese hermano estaba hecho de encaje de bolillos de Brügger! ¡Todo el ataúd estaba lleno de encajes, y ni rastro del hermano muerto! ¡Habrase visto!

Ninguna de las chicas osó decir una palabra. Nunca sabían si sus comentarios serían bienvenidos o no ni qué reacción merecería un golpe con la caña de bambú. Pero todas escucharon en tensión cómo continuaba la historia, mientras la patrona rodeaba la mesa con su lámpara.

—Lo han detenido y le han confiscado allí mismo su maldito ataúd de contrabando. ¡Deberían colgarlo, colgarlo como a todos los contrabandistas y ladrones! Pero tal vez… —bajó la voz para despertar la intriga, pues madame Harcotte era una narradora elocuente—… tal vez le sale aún mejor y lo envían… ¡lo envían a un barco! ¡Ja! ¡Así podrá hacer contrabando en las colonias con sus argollas sujetas al tobillo, si no se lo comen antes los peces! —Las encajeras soltaron una carcajada maligna al oír su ocurrencia.

Prudy suspiró. Hacía unas semanas que su hermano mayor estaba preso tras ser detenido por sustraer un saco de avena. Justo al día siguiente lo condenaron a muerte en la soga. El amigo que había cometido el robo junto a él había sido indultado, es decir, estaba esperando a ser enviado a realizar trabajos forzados en las colonias. Debido al bloqueo marítimo de los franceses, pocos barcos conseguían encontrar un escondrijo en las rutas marítimas vigiladas. El plan de Napoleón había salido bien: el tráfico marítimo con el resto del mundo estaba en gran parte paralizado. Los barcos esperaban en los puertos británicos, a veces durante varias semanas, hasta que corría la voz de que alguien había encontrado una ruta medio segura hacia el sur.

Penelope se frotó con disimulo la nariz empapada. La historia del hermano de Prudy seguía preocupándole. Madame Harcotte había descrito con palabras tétricas los barcos-prisión en el muelle, junto al patíbulo que llamaban la yegua de tres patas. Junto a las tres patas de madera, el ahorcado era la cuarta pata. Casi a diario se ahorcaba a ladrones y delincuentes, pero las cárceles seguían abarrotadas, de ahí que se les hubiera ocurrido convertir barcos en prisiones. En casi todos los grandes puertos británicos había barcos enormes con velas pesadas que eclipsaban el cielo. Los presos encadenados eran hacinados a bordo y luego los enviaban de viaje, pero no más allá del horizonte. Con tantas dificultades a bordo un barco solo podía hundirse, madame Harcotte estaba convencida de ello. Y si esos barcos no se hundían, navegarían hasta caer en manos de ese francés pretencioso, que les dispararía cañonazos y los enviaría al infierno.

Prudy se había pasado el día entero llorando, pero nadie la consolaba. Cada uno debía procurarse su propio consuelo.

—Llegas tarde —afirmó Mary MacFadden sin volverse para mirar a su hija.

Penelope abrió el cerrojo con sentimiento de culpa y se desató el lazo de la capa. Los ganchos de la pared saltaban de un lado a otro cuando quiso colgar la capa. La prenda cayó al suelo…

—¡Ten cuidado, niña! —masculló Mary, malhumorada—. La gente ya empieza a dar a la lengua sobre tu torpeza.

Tiritando de frío, Penelope se encogió de hombros.

—Le he llevado carbón a la vieja Lou —murmuró, con la esperanza de que la madre lo aceptara como disculpa.

Lou vivía con su perro sarnoso en un cobertizo detrás de la pocilga. Penelope sabía que robaba comida del comedero de los cerdos para saciarse ella y su perro, que compartía lecho con ella y le daba calor, y en teoría también la protegía. Tenía un morro tan terrorífico que nadie osaba llevar a la anciana a la casa de beneficencia. Lou afirmaba que la comida del comedero de cerdos era mucho mejor que lo que daban en el asilo, pero si la sorprendían robando en el comedero la ahorcarían.

—La horca es una vecina más compasiva que el hambre —murmuraba Lou cuando Penelope le pedía que se anduviera con cuidado, pues a veces parecía que precisamente pretendiera que la pillaran.

—Lou Herriot tiene un nieto que puede llevarle carbón. No necesita a mi hija. —Mary no tenía compasión, en Southwark no había espacio para ese tipo de sentimientos. Quien al salir de casa se hundía en la inmundicia hasta las rodillas solo tenía ojos para sí mismo. Southwark tenía sus propias leyes secretas, y una de ellas rezaba: «no vuelvas la cabeza, ¡sobrevive!».

El hambre extirpaba la compasión en la gente. Ni siquiera los curas creían en lo que contaban en sus servicios religiosos y arrancaban los mendrugos de pan de las manos a sus propios hijos hambrientos. Penelope lo había visto con sus propios ojos cuando entregaba una cinta de encaje remendada al reverendo Arnold. El párroco se había gastado sus honorarios de la iglesia en la bodega de ron de la taberna, como tantas otras veces, mientras su demacrada esposa intentaba calmar a los niños con oraciones. El cuenco con las limosnas de la parroquia también estaba vacío, por lo que Penelope se llevó de vuelta la cinta al taller de madame Harcotte, pues solo entregaba los artículos previo pago, también a los curas.

—Si el nieto de Lou es tan trasnochador es por su culpa. —Mary no aflojaba—. Hay que ver a tiempo que está pasando algo. Tampoco nadie cuida de mí, pero por lo menos he reservado algunas monedas…

Lanzó una mirada furibunda a su hija y calló porque sabía lo injustas que eran sus palabras. El sueldo de Penelope ayudaba a pagar el alquiler y a llevar pan a la mesa. De momento jamás habían tenido que pasar hambre, a diferencia de muchos otros del barrio. Mary se avergonzó un poco de su amargura.

Mary era la única mujer soltera del callejón. Era escocesa, de un poblacho del que nadie había oído hablar, y había dado a luz a una niña de cuyo padre jamás hablaba. Su silencio solo podía ocultar una gran tristeza o un terrible secreto, en eso coincidía todo el mundo. Así que la gente cotilleaba un poco, pero no se atrevían a reírse de Mary. La necesitaban y además le tenían cierto miedo. Mary sabía de heridas y enfermedades, y era la mejor atendiendo a las mujeres después del parto. Algunos decían que había aprendido aquel arte del diablo porque tenía una bolsa con utensilios que solo utilizaba un médico, así que debía de haber vendido su alma para conseguirlos. La verdad solo la conocía aquel médico del hospital St. Mary de Manchester del cual fue su estudiante preferida.

Mary tenía unas manos extremadamente habilidosas y cobraba menos que los médicos. Aun así, las embarazadas de los barrios elegantes preferían parteras junto a su lecho. Mary MacFadden era de esas mujeres cuyo nombre se pronunciaba con un gran secretismo.

Lanzó un suspiro y salió de su ensimismamiento.

—Tengo un trabajo nuevo para ti —le dijo a su hija. Hurgó con las dos manos en la cuba de la ropa, era una de las pocas mujeres que hervía en el fuego con regularidad la ropa interior porque a su modo de ver así alejaba las enfermedades. El propietario de la casa no compartía su opinión, por lo que Mary tenía que discutir con él una y otra vez por los cubos adicionales de agua. Pero ahora la cuba echaba vapor y llenaba la cocina de un calor poco habitual—. Es un buen trabajo —siguió hablando—. A lo mejor ahí te dan más de comer. No tienes nada en las costillas, y el invierno que viene será duro. No sé si podré conseguir carbón suficiente para las dos. Los negocios no van bien… tal vez incluso puedas vivir allí si están contentos contigo.

A Penelope se le aceleró el corazón. ¡Su madre le había prometido a alguien que ella trabajaría de sirvienta! Tendría que recoger sus cosas como le había pasado a Heather, una chica del vecindario a la que el invierno pasado su padre envió a Birmingham porque la comida escaseaba en la familia de siete miembros. Y nunca más volvieron a saber de ella.

—Madre, por favor… no me eches —murmuró con mirada suplicante, mientras intentaba contener las lágrimas.

En ese momento Mary se dio la vuelta. «Eres clavada a tu padre, maldita sea», pensó. Los ojos, la voz, los movimientos. «Le echo de menos, y cuando te miro aún duele más…» Nunca le había hablado a su hija del hombre que había sido su amante durante unos meses de ensueño, en aquella casita a las puertas de Manchester. Allí estuvieron juntos e hicieron planes, habían engendrado a una niña con ganas y creyeron en el futuro. Trabajaron durante días juntos en el hospital, él era su profesor y ella su mejor estudiante. El día que ella quería comunicarle su embarazo lo detuvieron por posesión de documentación falsa. La falsificación se castigaba con la pena de muerte, y aquellos esbirros se lo llevaron de la mesa de operaciones a Londres. Solo le quedaban unas cuantas cartas desde la prisión. En un momento dado dejaron de llegar cartas y Mary jamás volvió a saber de él. Le había costado todas sus fuerzas e ingenio seguir trabajando para ganar dinero a pesar del embarazo secreto. Tras el parto no tuvo valor para dar a su hija, como hacían muchas mujeres. Le recordaba a él, eso le producía dolor y era una carga al mismo tiempo, y se había preocupado porque siguiera viva.

«No, no eres como él», pensó. Él era fuerte y valiente. Tenía unas creencias y dignidad. Sin embargo, le dio un abrazo a su hija, no soportaba las lágrimas.

—No me eches —susurró Penelope, y apoyó la cabeza en el pecho de su madre, que hacía años que no apretujaba con un corpiño porque la presión era una tortura. Cruzó los brazos tras la espalda de Mary como si no quisiera soltarla nunca más—. No me eches… —A Penelope le falló la voz al notar que Mary le daba un beso en la cabeza y decía que no en voz baja.

Un gélido soplo de viento se coló por debajo de la puerta, y el momento de cariño se desvaneció tan rápido como había llegado.

Mary se separó de ella.

—Hoy he estado en Belgravia —anunció.

Sus rasgos demacrados se endurecieron. Las arrugas entre las mejillas y la nariz parecían dos líneas negras que se encontraban por encima de la base de la nariz en un punto oscuro. A veces ese punto se agrandaba y a Penelope le parecía un tercer ojo. Con él su madre veía cosas que los demás no veían, de eso estaba convencida.

—Una criada está en apuros, la chica ha dado a luz un engendro. —Mary frunció los labios y se ahorró más descripciones. Tal vez el niño no tenía cabeza o tenía tres brazos, tal vez solo era un amasijo de carne cruda. A veces le contaba esos partos antes de dormir, cuando estaban en la cama. Como si quisiera desahogar rápido las penas del día para poder pasar la noche tranquila. Pero luego las historias quedaban dando vueltas entre las mantas. La madre dormía, y Penelope se quedaba en vela intentando librarse de aquellas imágenes—. Casi se muere, pero la chica no quería llamar a un médico.

Penelope sabía por qué. Con el médico también habría acudido el cura, y con él surgirían preguntas curiosas, tal vez un interrogatorio, porque la parturienta debía de haber tenido pensamientos demoníacos, de lo contrario habría dado a luz un niño normal. Penelope dedujo que el niño deforme tenía un aspecto horrible.

—Entonces… ¿estaba muerto?

Mary asintió.

—El niño nació muerto. Lo dejamos en la chimenea… —Calló, se dio la vuelta y se puso de nuevo a hurgar en la cuba de la ropa para ahuyentar el recuerdo del hedor a carne quemada. Los huesos no se podían quemar del todo, así que cuando el fuego se hubo extinguido relucían blancos entre las cenizas. Se preguntó qué había hecho la señorita con ellos.

Con un movimiento hábil Mary retiró la tina de la ropa del fuego, el resto de las brasas bastarían para calentar la sopa de pan del día anterior y tal vez para hacer un pan plano. El agua caliente de la ropa calentaba en un recipiente de cobre su lecho común. Aún no había terminado de contar la historia. La visita que había tenido un comienzo tan difícil en realidad terminó bien, a su juicio.

—La señorita está buscando una costurera mañosa —le explicó a Penelope—. Su sirvienta tenía fiebre ya antes del parto, probablemente no sobrevivirá. Le he dicho a la señorita que irías a su casa a enseñarle lo que sabes hacer.

Mary miró por encima del hombro y levantó las cejas con un suspiro al ver la expresión de asombro de su hija. Luego se dedicó a sacar con la cuchara de madera las camisas del agua sucia y caliente, a doblarlas y escurrirlas. El agua caliente le hinchaba las manos, las ponía de color rojo intenso y casi se le quedaban insensibles. El dolor quedaba oculto por esa punzada intensa que sentía en el pecho y lo mitigaba. Era lo que la chica tenía que aprender: a apretar los dientes y mirar hacia delante.

Sabía que Penelope a menudo sentía miedo, pero así no se avanza en la vida. Era acertado enviarla a otro sitio.

Por la mañana soplaba en los callejones un viento gélido procedente del Támesis que empujaba a la gente gris que, con las mejillas hundidas del hambre, iba de camino al trabajo: a la cervecería, los talleres de costura y la multitud de salas de trabajo que había en los apestosos patios traseros de Southwark. Los que estaban en la calle de camino a London Bridge caminaban un poco más erguidos. Se ganaban los chelines al otro lado del Támesis, donde el pan era un poco más claro y la ropa era colorida.

Para Penelope era como si fuera la primera vez que pasaba por London Bridge. Seguro que había estado varias veces al otro lado del río, pero esta vez era distinto. En esta ocasión iba sola y tenía un destino especial: un nuevo puesto de trabajo. El ruido de las ruedas de los coches y el martilleo de los cascos de los caballos adquirían otro matiz. El rumor al otro lado del puente tenía un tono majestuoso porque el viento encontraba en las calles anchas el espacio suficiente para llevarlo lejos y hacerle dar vueltas a su gusto antes de dejarlo caer en el suelo como si fuera un juego. También era maravillosa la sensación de caminar sobre adoquines regulares y redondos y sentir la forma a cada paso bajo las finas suelas de piel. Nadie tiraba la basura en la calle, y las gaviotas picaban con regularidad los excrementos omnipresentes de los animales que tiraban de los carruajes en busca de granos de avena. Cualquier aguacero se llevaba la porquería hacia el arroyo, y era fácil imaginar que los adoquines se convertían en un tapiz negro y brillante sobre el que caminar como una dama distinguida.

Penelope sacudió la cabeza al pensar en las tonterías que se le ocurrían. Ella no era una dama distinguida, en el mejor de los casos iba de camino a casa de una, aunque sin saber si sería bienvenida. Su madre solo le había escrito en un papel la dirección y el nombre de la señorita para que si se perdía pudiera preguntar cómo llegar. «Señorita Rose Winfield», se sabía el nombre de memoria, igual que la dirección en Belgravia. Llevaba su mejor vestido bajo el viejo abrigo de lana, al que le había alargado las mangas con tanta destreza con un ribete bordado que solo los observadores más atentos se darían cuenta de lo gastados que estaban los bordes de las costuras. Las gotas de lluvia brillaban como pequeñas piedras preciosas sobre el fieltro.

Al amanecer su madre le había calentado excepcionalmente el agua de la colada y había gastado un pedazo del valioso jabón para lavar. Como recibía muy de vez en cuando esas joyas como pago de sus servicios, Mary no lo derrochaba. Sin embargo, aquel día había demostrado una generosidad inusual y había ayudado a Penelope también a lavarse el pelo y hacerse la trenza. El pelo aún le olía a jabón. Admiró en secreto en una ventana el brillo intenso de las trenzas de color rubio oscuro. Ese peinado le quedaba bien y resaltaba el cuello largo y bonito. Penelope se sentía como si fuera a una boda.

Cuanto más se acercaba a Sloane Square, mejor le parecía todo. Las entradas de las casas olían a fenol y productos de limpieza. Las cocineras, bien acicaladas, metían las compras en las entradas del servicio, que desprendían un aroma a pan recién hecho. Las damas elegantes caminaban sobre el pavimento barrido, seguidas de criadas con elegantes abrigos, incluso los carruajes que pasaban despacio por las calles brillaban bajo las gotas de lluvia porque los cocheros limpiaban todos los días hasta el último rastro de suciedad. Las gotas corrían como perlas negras por el coche de caballos, y Penelope pensó que con tanto esplendor el imperio del rey inglés tenía que parecerse al cielo. De todos modos sabía que los habitantes del palacio de St. James, al otro lado del parque homónimo, eran de alta cuna, pero habían conseguido endeudarse de tal manera gracias a su extravagante estilo de vida que el Parlamento había tenido que eximirles de sus deudas, algo que irritaba sobremanera a sus súbditos. Aún resonaba en sus oídos la indignación de madame Harcotte. A un rey le condonaban las deudas y un buen artesano acababa en la cárcel para morosos, ¡habrase visto! Las malas lenguas decían que el rey Jorge III estaba loco, y ella compartía esa opinión. En Belgravia ni siquiera vivía la gente fina de verdad. El señor Winfield, el padre de la señorita Rose, era un comerciante de telas que había hecho fortuna con el algodón de las colonias. Por sus negocios tenía tratos frecuentes con las cortes. Lo único que no le había concedido la suerte, así se lo contó su madre por la mañana, era el nombramiento como proveedor real de la corte. Pero ese nombramiento se hacía esperar, pues el rey prefería delegar las decisiones en su primer ministro, y en ese momento lord Liverpool tenía otras preocupaciones, pues debía lidiar con el corso engreído que con su bloqueo marítimo estaba dificultando varios asuntos, aparte del comercio de algodón. El señor Winfield, por tanto, solo podía seguir acumulando bienes y quedar a la espera de que un día alguien le escuchara.

—Para que sepas hacia dónde nos dirigimos —dijo Mary a modo de despedida, y le dio a Penelope un beso en la frente. Apenas podía ocultar el orgullo que sentía por enviar a su hija a una casa tan elegante.

El número 28 era una casa que hacía esquina, blanca impoluta, en Sloane Square. En las ventanas de celosía abrillantadas se reflejaba el castaño que había en la esquina de la calle, y los antepechos relucían como si estuvieran recién pintados. Los escalones que conducían a la entrada del servicio estaban limpios, y la escoba apoyada junto a la puerta parecía nueva. A Penelope se le aceleró el corazón. Rezó medio avemaría enfrente de la puerta e inspiró el aroma a lentejas cocidas. Cuando finalmente se decidió a agarrar la aldaba, la puerta se abrió sola.

Delante de ella había una persona delgada y espigada vestida de lino muy blanco, inmaculado. La cofia blanca y almidonada coronaba su cabello como si fuera un trozo de merengue artificial y resaltaba sus pequeños ojos negros. Debajo del rostro, la enorme papada quedaba oprimida bajo el cuello abrochado.

—¿Qué traes? —preguntó el ama de llaves del número 28, que obviamente había abierto la puerta por un motivo completamente distinto, y miró con desdén la sencilla vestimenta de Penelope.

—Yo… yo… —tartamudeó Penelope—. Me han… estoy… mi madre envía… —Respiró hondo y contuvo su timidez—. He venido a hacer remiendos. Mi madre era la partera…

La puerta se abrió más, el ama de llaves retrocedió un paso y su rostro enjuto casi parecía amable.

—¡Pasa, el trabajo te está esperando!

El ama de llaves hizo pasar a Penelope por la cocina, donde un chico removía dos calderas en medio del vapor del fuego. En la sala del servicio había preparadas bandejas de puré para el desayuno. Una puerta estrecha ocultaba la sala de la ropa como si fuera una fuente secreta de limpieza. Con una pureza sosegada, los paños y sábanas yacían en montones ordenados en estanterías de rayas blancas. Una de las chicas se colocó junto a la puerta contra la pared cuando entró el ama de llaves.

—A partir de ahora este será tu sitio. Jane se ocupará de almidonar y planchar. Tu tarea es hacer remiendos. En aquella cesta está la ropa que hay que arreglar. La señorita también tiene encajes que mejorar, te bajaré la cesta. —El ama de llaves hizo una breve pausa y levantó el dedo—. La señorita está arriba, nosotras abajo. No se te ha perdido nada arriba. Aunque haga sonar la campanilla o nos llame. Nunca, ¿me has entendido? —Sus ojos pequeños adquirieron un brillo amenazador. Luego le señaló a Penelope un taburete, encendió la lámpara de petróleo de la mesa y asintió—. Bueno, ya puedes empezar.

Penelope suspiró cuando la mujer salió de la sala. El olor de la sémola condimentada del desayuno llegó hasta su nariz, oía la cháchara del personal de servicio, pero nadie la invitó a participar de la comida. Aún no era digna de ello, primero tenía que ganarse el puré, y el ama de llaves le acababa de enseñar que tendría que esforzarse. Los remiendos no eran su fuerte. Las manos se movían con torpeza con la aguja, se pinchó porque le costaba ver el hilo, y al cabo de unas horas le dolían los ojos de tanto forzar la vista.

¡Era mucho más fácil hacer puntillas! El hilo le obedecía con la misma voluntad que las agujas de ganchillo, que esperaban abandonadas en su bolso, ambos bailaban de punto a punto para ella y formaban dibujos muy artísticos, encajes de una ligereza vaporosa, delicada…

La ropa de lino grueso tenía agujeros deshilachados. Había que coser remiendos. El ama de llaves no había dicho nada, pero estaba claro que no quería ver una costura por ningún lado.

Para almorzar llamaron a Penelope para que saliera. Parpadeó al ver la luz solar, a la que ya no estaba acostumbrada. En la chimenea de la sala del servicio ardía un fuego que olía a resina conífera. Inspiró con avidez el aroma, muy distinto del fuerte olor a carbón al que se había habituado en casa. Le indicaron un sitio en la mesa. No hablaron mucho. Tres chicos, el cochero y dos chicas de la edad de Penelope ya estaban sentados a la mesa, engullían la comida en silencio y con prisas. Lo que uno tenía en el cuerpo ya no se lo podían quitar. Junto al ama de llaves habían tomado asiento la cocinera y dos doncellas. Penelope percibía sus miradas escrutadoras clavadas en los hombros, y se sintió más pequeña de lo que era.

Nadie le dirigió la palabra, pero el día en aquella estrecha sala terminó bien. El petróleo ya se estaba acabando. La primera cesta con ropa para remendar estaba casi vacía, y fuera, en el pasillo, sonó un reloj con un estruendo horroroso. Penelope olvidó contar las horas cuando de pronto se abrió la puerta de la sala con un chirrido y entró el ama de llaves. La luz de petróleo titiló, mientras ella agarraba con ambas manos un montón de ropa remendada. Repasó con los dedos las costuras, revisó la zona del remiendo y tiró de la prenda de lino para ver si la chica nueva había cosido mal en algún lugar. Penelope estaba con la cabeza gacha. Así los castigos eran más fáciles de soportar y menos dolorosos. La vara de bambú de madame Harcotte siempre era más rápida que su voz cuando no estaba satisfecha con un trabajo… pero el ama de llaves no llevaba vara de bambú.

—Has trabajado bien —dijo, tras algunos titubeos—. Todo parece muy pulcro y ordenado. —Luego colocó los dedos debajo de la barbilla de Penelope y le levantó la cara—. Puedes volver mañana. Ven un poco antes y habrá desayuno para ti, estás muy delgada.

Por primera vez desde que Penelope había entrado en la casa número 28 alguien le sonrió con amabilidad.

La sala de la ropa se convirtió en su nuevo hogar. Al principio le había parecido muy estrecha, pero en cuanto la lámpara de petróleo se encendía del todo se veía clara y limpia, transmitía orden entre todos los montones y estanterías. Incluso la ropa que necesitaba remiendos de las cestas estaba doblada de forma ordenada, y era una sensación increíblemente agradable colocar las prendas listas debajo de la plancha y aplicar calor a la ropa. Además, el calor del fuego de la cocina se colaba por debajo de la puerta y al cabo de unos días Penelope ya casi había olvidado lo mucho que quemaba el recipiente del agua caliente en el taller de madame Harcotte. Era maravilloso empezar la jornada con unas gachas en el estómago, y un sueño encontrar una apetitosa sopa en el plato para almorzar.

Antes de que Penelope emprendiera el camino de regreso a casa por la tarde, la mayoría de las veces la cocinera le daba un buen pedazo de pan con mantequilla, y cuando después de la primera semana le pagaron el sueldo había un bombón. La cocinera soltó una sonora carcajada al ver que Penelope no había comido bombones en su vida.

La casa número 28 parecía la entrada al paraíso.

—Pero si parece una dama elegante. —Se rio con sarcasmo la gruesa Prudy cuando después de la misa se quedaron un rato juntas delante de la puerta de San Salvador para ver quién salía de la iglesia—. Entonces ya no necesitas hacer encaje con nosotras, ¿no?

—Tonterías —gruñó Penelope.

El cura no estaba del todo sobrio, durante el sermón se había hecho tal lío que había tenido que empezar desde el principio y luego simplemente lo dejó, una reacción muy graciosa teniendo en cuenta que iba sobre la lujuria y el alcoholismo. El párroco fue el último en salir de la iglesia, estaba muy pálido. Seguramente le esperaba una buena tormenta en casa. La plaza de la iglesia se vació y la mayoría se encerró en casa para comer.

—Nuestra Penny ya no hace encajes. Nuestra Penny ahora va a una casa distinguida y remienda calzas largas. —Emily se rio, y los grandes pechos le rebotaron en el torso delgado arriba y abajo.

—Aaaaaah… ¡calzas largas! Eso es otra cosa… —Las dos chicas se rieron como niñas.

—Mientras las calzas lleven encaje, sabrá lo que tiene que hacer. —Prudy jadeó para tomar aire—. Ella siente la puntilla…

—Y si se descuida y se equivoca también notará qué cuelga de las calzas.

Las chicas reían a carcajadas. Emily tuvo que abanicarse, tenía la cara roja como un tomate de tanto reír.

Penelope se quedó un momento observando a las chicas. Antes eran amigas íntimas, habían aprendido a leer y escribir juntas en la escuela y compartido muchos secretos. Habían soportado juntas los golpes de madame Harcotte y se consolaban las unas a las otras cuando las cosas no iban bien en el trabajo.

Penelope aprendió lo efímero que era todo eso en cuanto apareció la envidia. Como de costumbre, no se le ocurrió qué responder a sus palabras malintencionadas, así que dio media vuelta, se tragó el nudo que tenía en la garganta y caminó hacia casa sobre el manto de nieve.

—¿Dónde está la costurera? —chillaba una voz por toda la casa—. ¿Dónde está la costurera? ¡Por el amor de Dios, esto hay que hacerlo enseguida, ahora mismo! ¿Es que no hay ninguna? ¿Anabell? ¿Rita? —En la escalera había un gran alboroto. Volvió a sonar el timbre, pero nadie se movió en la casa.

Penelope levantó la cabeza. ¿Dónde se habían metido todas las sirvientas?

Los pasos acelerados se fueron acercando, corretearon por la cocina, luego en la sala del servicio y alrededor de la mesa.

—¿Anabell?

El ama de llaves parecía haberse desvanecido en el aire. Penelope no tuvo valor para abrir la puerta de la sala de la ropa, aunque habría sido muy fácil porque Rita solo la había entornado. Dejó su trabajo con cuidado sobre la mesa. ¿Debería irse de la sala? ¿Qué ocurriría si la señorita entraba y la descubría curioseando? Fuera alguien iba dando pisotones y maldiciendo en voz alta.

Penelope abrió los ojos de par en par. Una señorita no se comportaría así, ¡jamás!

De pronto la puerta de la sala se abrió y la señorita Winfield apareció en el umbral: era aproximadamente igual de ancha que la puerta.

—Aquí hay alguien. —La señorita se detuvo y estiró el cuello para ver mejor en la penumbra.

Penelope vio en el brillo de los ojos que probablemente era corta de vista, aunque sin duda tenía unas gafas de ampliación para ver con claridad su mundo.

—¿Eres la costurera? ¿Sí? Pues ven, necesito ayuda ahora mismo. Ya, no puedo esperar…

—Sí, madame —murmuró Penelope, que salió de su mesa sin comprender aún dónde se había metido todo el servicio para que la señorita hubiera tenido que bajar a buscarles. La señorita Winfield cogió a Penelope de la mano sin rodeos y la sacó de la sala de la ropa para llevarla a la sala del servicio. Allí la miró de arriba abajo, asintió y salió del sótano al gran pasillo a una velocidad de la que Penelope no la creía capaz. De ahí subió corriendo una escalinata de mármol. Penelope apenas tuvo tiempo de poner la mano sobre la barandilla pulida y lacada en negro porque la señorita Rose subía los escalones de dos en dos, algo muy impropio de una dama.

Arriba se detuvo un momento, jadeando y apoyada en la barandilla pero sin soltar a Penelope. Luego soltó una carcajada contagiosa, burbujeante, que parecía salirle de lo más profundo de su impresionante pecho. Los senos se bamboleaban con alegría, y con una respiración fuerte se le bajó tanto la puntilla del vestido de lana violeta que se le veía el inicio de un pezón de color marrón oscuro. Penelope no sabía dónde mirar de pura vergüenza.

—No puedo más, niña. Necesito algo dulce. ¡Ven, niña! —Desvió la mirada con picardía hacia la cara de Penelope—. ¡Ven, que te enseño una cosa!

Al final del pasillo, tapizado con seda roja, presionó un picaporte y se abrió ante sus ojos un salón que olía a agua de rosas.

—Ven —insistió la señorita, que por lo visto no tenía la sensación de estar abochornando a una sirvienta.

Penelope se quedó mirando horrorizada el salón y pensó cómo ponerse a salvo, pues aún resonaba en sus oídos la amenaza del ama de llaves Anabell de no entrar bajo ningún concepto en la planta superior de los señores. La señora Anabell no se había extendido mucho sobre el castigo, aunque el tono de voz había bastado. A Penelope se le aceleró el corazón, pero era demasiado tarde para huir.

—¡Come algo, niña! —La señorita se acercó a ella con una bandeja de porcelana—. Antes de pasar a los asuntos importantes. —En su rostro redondo apareció una sonrisa—. No he subido esa escalera interminable corriendo por placer.

En el fondo de la bandeja había unas bolas de color marrón claro que emanaban un aroma embriagador. La señorita le acercó un poco más la bandeja a modo de invitación, y a Penelope no le quedó más remedio que comer una bola. El olor le penetró en la nariz, dulce y fuerte al mismo tiempo, y pensó que aquella tentación estaba entrando en su boca de la mano del diablo. El sabor a praliné, canela y nueces le inundó el paladar y la sumió por un momento en una nube de despreocupación…

—Es muy delicado, ¿verdad? —La señorita se metió dos bolas a la vez entre los labios rosas. Por unos instantes el silencio solo se vio interrumpido por el ruido que hacía al masticar.

Mientras Penelope relamía el resto de su bombón, paseó la mirada con prudencia por la habitación de la señorita. Llena a rebosar, unos cojines de plumas con preciosos bordados yacían sobre un sofá tapizado con seda blanca. Entre los cojines se había acomodado un gato, que obviamente se sentía muy a gusto en aquel sofá y no consideró que valiera la pena abrir del todo los ojos por la invitada. Solo los bigotes negros le temblaron al emitir un leve maullido por las molestias. La señorita Rose echó al gato del sofá con un gesto rápido. Los vasos de la vitrina tintinearon un poco cuando el suelo tembló bajo sus pies. El gato se paseó con engreimiento alrededor del sofá y esperó la ocasión para continuar durmiendo.

La señorita Rose se metió en la boca dos bolas marrones más y dejó la bandeja en la mesa sin volver a ofrecerle a Penelope. El gato desapareció debajo de un armario y quedó a la espera.

—¡Maldita bestia! —dijo la señorita con la boca llena—. ¡Pero mira esto! Es mi chal preferido. Es horrible, está destrozado. El gato, el maldito gato, ha estado jugando con él. Está destrozado, completamente destrozado. ¡Míralo!

De una cesta de mimbre sacó un chal de encaje de hilos de seda brillantes del que colgaban hilos sueltos, vestigios de la refinada labor que formaban antes de que las garras del gato blanco como la nieve destrozaran la obra para siempre.

Milady, yo… —Penelope se quedó callada.

—Bueno, ¿qué dices? Se puede… ¿se puede salvar? —Los ojos de color azul claro de la señorita la observaban suplicantes. Luego la mirada se volvió exigente, como la de un niño acostumbrado a que todos sus deseos se cumplan.

Penelope empezó a hablar de nuevo.

Milady, me temo… —Se maldijo al notar que le fallaba la voz. La inquietante mezcla del salón blanco, el sofá blanco y el sabor del bombón de praliné en la boca le intimidaban—. Madame. —Se puso erguida y colocó el maltrecho chal sobre la mesa—, me temo que el chal está destrozado. No se puede remendar. Hay demasiados hilos rotos, se verían los nudos. —Le señaló las finas puntadas, donde se veían irregularidades incluso en los hilos tejidos.

La señorita Rose tenía la cara desencajada. En las pupilas apareció un brillo artificial, y luego empezaron a rodarle lágrimas por las mejillas redondas, aún más rojas de correr por la escalera, una tras otra, hasta caer sobre el escote, casi blanco, desde donde emprendían un camino conjunto entre los pechos y desaparecían en el agujero oscuro que quedaba debajo del encaje.

—El chal era de mi querida madre… —sollozó la señorita Rose—. Le tengo tanto cariño…

—Lo siento —murmuró Penelope, impotente. Con la lengua pescó detrás de las muelas un resto diminuto del bombón de praliné, y tal vez fue lo que le dio la arrogancia suficiente como para hacer la siguiente propuesta—: Yo podría tejerle un chal parecido, milady.

Silencio. Debía de haberse vuelto loca. Una encajera no debía dirigir jamás la palabra a su señorita. En Bedlam la encerrarían en el manicomio por ello, podía ocurrir en cualquier momento. Se abriría la puerta, aparecerían de pronto dos esbirros con palos, la meterían esposada en el coche jaula como hicieron con Evelyn Newland, cuyos lloriqueos por la muerte de su marido dejaron de oírse. Siguió llorando durante una semana en Bedlam, luego murió, según decían. Las palabras de arrogancia eran también un síntoma de locura inminente…

Sin embargo, no pasó nada. El motivo del silencio era muy distinto. A la señorita Rose empezaron a brillarle los ojos, y las últimas lágrimas adquirieron un brillo de emoción antes de gotear desde los párpados a las mejillas. El olor a praliné llenaba el aire que había entre Penelope y la señorita entrada en carnes cuando esta abrió la boca y profirió un estridente grito de entusiasmo.

—¿Puedes hacerlo? ¿De verdad? ¿Sabes crear esas obras de arte? ¿De verdad, niña?

—Sí, sé hacerlo. —Penelope se reprendió por su soberbia, pero ya estaba hecho—. Soy encajera, milady. —Sonaba realmente pretencioso, mucho, pero en cierto modo también le dio el empujón: era una de las mejores encajeras, según había dicho madame Harcotte en varias ocasiones.

—Ya lo sé. —La señorita se acercó un paso más a ella y le puso un dedo debajo de la barbilla—. Eres la hija de la escocesa que la semana pasada… eh… visitó a la sirvienta de la cocina. Me habló de ti, lo recuerdo. —Le guiñó el ojo—. Dijo que eras muy capaz, y estaba orgullosa de ti. Debes de ser muy buena.

¡Su madre estaba orgullosa de ella! Aquellas palabras le provocaron un estremecimiento cálido en la espalda.

—Puedo tejerle un chal parecido, si lo desea, milady —dijo, ahora con voz más firme—. Totalmente a su gusto. El chal más bonito que haya tenido en las manos.

La señorita esbozó una sonrisa de oreja a oreja. El chal destrozado cayó volando en un rincón.

—Empecemos, niña, estoy ansiosa. ¡Cuidado! —Revoloteó por la habitación como un pájaro alegre, abrió el armario y luego una cómoda. El suelo de madera tembló de nuevo bajo sus pies, mientras el vestido de seda ondeaba con un susurro tras ella.

»¡Ah! ¡Espera, ya lo tengo!

Y mientras abría el arcón blanco del rincón y se agachaba para hurgar en su interior, el enorme trasero se bamboleaba bajo la ropa. Penelope la oyó resoplar con fuerza, pues tenía el brazo demasiado corto o la barriga demasiado abultada. Luego soltó un grito de entusiasmo: la señorita había encontrado lo que había estado buscando todo el tiempo.

—¡Mira! Este maravilloso hilo me lo dejó en herencia una tía que falleció el año pasado. ¿Puedes hacer algo con él? ¿Un chal que me cubra los hombros… hasta aquí? —Los hombros carnosos de la señorita Rose eran una superficie enorme que tejer, de modo que Penelope supo enseguida que tendría que dedicar varias semanas a ese trabajo. Su arrogancia la empujó hacia delante. Hacer encaje durante muchos días significaba también quedarse varias semanas en aquella casa, con los pies calientes, el estómago lleno y tal vez otro bombón de praliné.

—Puedo tejérselo, milady —dijo, y observó con atención el ovillo de hilo. Era un material caro, tejido con seda fina de morera, probablemente hecho en una hilandería del Lejano Oriente. El color rosa era fantástico… como ese salón blanco que olía a praliné, que pendía como una jaula encantada del castaño que había junto a la casa y tenía tan poca pinta de pertenecer al resto de la casa como el pájaro que revoloteaba en su interior con su vestido de seda…

—¡Fantástico! —La señorita Rose apretó a Penelope contra su pecho blando, entusiasmada. Por un momento el fuerte olor a perfume de rosas le nubló los sentidos. «Estoy soñando», pensó, «estoy soñando, maldita sea»—. ¡Ven! —Enseguida se dirigió a un mirador situado en la fachada de ventanales—. Voy a enseñarte algo. Ven, deprisa.

Un habilidoso arquitecto había construido en aquel mirador una especie de jardín suspendido. Los rosales plantados en macetas parecían esperar la primavera en fila junto a la pared, los brotes de color verde claro recordaban a sus predecesores. En el lado sur del mirador una planta curiosa se enfilaba por la pared: un árbol joven con las ramas de color granate y sin hojas en las que había unas flores rosas que parecían mariposas. Los pistilos granates se elevaban orgullosos en el aire y emanaban un aroma dulce y tentador.

—Es un melocotonero —le explicó la señorita Rose, contenta—. Me lo trajo mi padre del Extremo Oriente. ¡Y no ha muerto, como todos habían vaticinado! ¡Mira qué flores más maravillosas! Es el primer árbol en florecer. Primero echa las flores, luego las hojas, y luego los frutos… ¡ñam! —Su mirada de ilusión dejaba claro qué era lo que más le gustaba—. Y ahora mira aquí, ¿qué te parece? —Puso uno de los ovillos contra una flor. Era casi del mismo color—. ¿No es maravilloso? ¿Fascinante? ¡Como si mi querida tía lo supiera! ¡Bueno, seguro que lo sabía! ¡Quiero un chal de flores de melocotón! ¿Puedes tejer algo así, niña?

Penelope se acercó al árbol. Las flores la miraron con simpatía, era como si en ese momento dirigieran su aroma hacia ella para que se quedara y recibiera bailando con ellas el verano… sacudió la cabeza. ¡Qué sandeces! Esas flores de olor dulce eran perfectas para un ave del paraíso despreocupada como la señorita Rose. Penelope se encargaría de crearlas… cogió con cuidado el hilo de la mano de la señorita Rose, acarició con los dedos delgados el ovillo y soltó un hilo. Al tacto parecía que el hilo estuviera embrujado, y el color rosa intenso quitaba el aliento. Entonces, llevada por su arrogancia, cometió un error: contradijo a la señorita.

Milady, las mujeres de Marsella reproducen esas flores con tela acolchada, les dan forma con algodón y luego las cosen. Pero no las hacen de encaje…

—Quiero un chal de encaje, niña. Como el que ha destrozado el gato. —La señorita Rose empleó un tono grave, como cuando quería dejar clara su voluntad, el que temía todo el mundo en la casa porque no admitía réplicas.

La señorita Rose abrió la cortina y se inclinó sobre las rosas, con los labios gruesos apretados en una mueca de disgusto.

—En esta casa no hay chismes franceses. No quiero volver a oír una bobada semejante, ¿me has entendido?

—Sí, milady.

—No vuelvas a mencionar jamás cosas de franceses —repitió la señorita, y recogió una hoja marchita del rosal—. Esta es una casa honorable, no necesitamos cosas francesas.

Las flores de melocotón se balancearon asombradas… tonterías, por supuesto, estaban igual que antes en su rama granate. La vista le había jugado de nuevo una mala pasada a Penelope al anochecer. Entonces se abrió la puerta del salón.

—¡Qué descaro, es inadmisible! Ahora mismo te vas de esta casa, inmediatamente. —El enfado de la señorita Anabell llenó el salón. Fulminó con la mirada a Penelope en el mirador, que aparentemente estaba sola porque la señorita quedaba escondida por la cortina—. Y antes te enseñaré a golpes cómo…

A medida que avanzaba el ama de llaves se tambaleaban los vasos de la vitrina y se oían los bufidos del gato, que corría por el suelo de madera con las garras extendidas. El ama de llaves retiró enseguida la mano que tenía abierta hacia Penelope gracias a la presencia de la señorita Rose, al ver que la costurera no estaba sola en el mirador.

—Yo… qué… yo… milady, no entiendo…

—Estamos hablando de modelos de ganchillo. —El suelo del mirador aromático se tambaleó. Rose se había vuelto de un salto hacia el ama de llaves—. Estábamos hablando de muestras de ganchillo, mi querida ama de llaves.

Hasta las flores de melocotón sonrieron al oír esa sencilla frase. Tal vez era también por ver la ira de las dos mujeres, que ahora se acechaban mutuamente como dos gatos, listas para agarrar de los pelos a la otra. Sin duda ninguna de las dos lo haría, pero la idea era maravillosa. Penelope sentía que se le iba a salir el corazón del pecho. ¿Esos extravagantes pensamientos no serían una prueba de que estaba al borde de la locura?

—Hablábamos sobre muestras de ganchillo —repitió la señorita Rose—. Esta chica me va a hacer un encaje como nunca haya visto usted. Estará aquí todas las tardes, en el mirador, para hacerme un chal. —Su sonrisa reflejaba el ambiguo dulzor del bombón de praliné y tuvo el efecto deseado: el ama de llaves hizo una reverencia y salió del salón.

Mary MacFadden miró a su hija con incredulidad.

—¿Que le has prometido… qué? Esa gente te ha contratado para que hagas remiendos en la ropa, incluso te dan bien de comer, ¿y a ti no se te ocurre nada mejor que… prometerle unos encajes? ¿Es que te has vuelto loca? —Soltó una carcajada breve y dura, de todo menos sincera—. Bueno, tú verás cómo sales de esta.

Mary se dio media vuelta y se puso a limpiar los instrumentos sobre la mesa en una palangana, los mismos con los que hacia medio día había salvado a una joven de una gran vergüenza. Penelope observó asqueada las varillas de plata sucias de sangre y mucosidades que su madre cuidaba como si fueran un precioso tesoro, pues gracias a ellas podía abrir sin dolor el cuerpo de una mujer cuando había que extraer el fruto no deseado. Muy pocos médicos tenían esos instrumentos, pero eso no la convertía en mejor persona. Penelope arrugó la frente, enfadada, y se permitió un pensamiento que en realidad se producía antes de quedarse dormida… desde hacía ya muchos años. Su madre jamás hablaba de su padre, siempre contestaba con un silencio rotundo a todas sus preguntas y ruegos. Aun así, su padre se había colado en la mente de Penelope y estaba junto a ella cuando necesitaba un apoyo. En su imaginación era un médico inteligente que solo hacía el bien con las manos. Nada de infamias, como su madre. ¿Qué haría él en esos momentos? Seguro que le arrebataría todos esos instrumentos y los destruiría…

—Llegarás lejos, Penelope MacFadden, si sigues así —gruñó Mary, y los pensamientos sobre su padre se desvanecieron.

Penelope sintió en su interior una obstinación infantil.

«¡Sí, llegaré lejos!», pensó. ¡Pronto sus labores de encaje lucirían tranquilamente sobre la mesa del salón blanco! Uno tras otro: elegantes cuellos, puntillas para mangas, ribetes cortos y el chal, todo lo que quisiera la señorita. Un trabajo de una inocencia absoluta, exclusivamente para complacer a una persona. Sin sangre, ni miseria ni pobreza. Penelope respiró hondo: se limitaría a crear objetos que dieran alegrías. Le gustaba la idea. La casa del número 28 le proporcionaba cosas nuevas: buena comida, la capacidad de andar erguida, pensamientos valientes… esbozó a espaldas de su madre una sonrisa casi triunfal. Aún tenía muchas sorpresas que darle a su madre.

Prudy y Emily la acompañaban todas mañanas con sus burlas hasta la iglesia, donde sus caminos se desviaban.

—¡Zurcidora de calzas! —le gritaban—. ¡Zurcidora de calzas!

Como sonaba gracioso, los mugrientos chicos de la calle se sumaban a ellas sin saber exactamente de quién se estaban mofando, pero eso no importaba. Penelope llevaba tiempo suficiente viviendo cerca de ellos para saber que no necesitaban motivos.

Eran unos fideos piojosos y escuálidos que dormían en algún rincón de los establos y se peleaban con los perros por la basura. La mayoría no vivía con sus padres. Si los esbirros recogían a diez de ellos del arroyo, les daban una paliza y los llevaban al hospicio, donde les hacían trabajar, al día siguiente había otros diez que se dedicaban a alborotar, robar y sacar de quicio a los cocheros con sus impertinencias. Algunos compartían lecho con gente aparentemente bienintencionada. Sin embargo, pagaban caro aquel lujo, pues a menudo tenían que robar para esa gente sin recibir nada a cambio. Durante las últimas semanas habían ahorcado a uno de esos chicos en Seven Sisters después de sorprenderle robando una patata. Los habitantes de Southwark opinaban que el castigo era justo: uno menos que iba a hurgar en sus bolsas en la tienda, uno menos que iba a defecar delante de su puerta por la mañana.

Cuando Penelope notó que un terrón de tierra le daba en la espalda, se dio la vuelta enfurecida.

—¡La horca es demasiado suave para vosotros, cerdos miserables! ¡Deberían meteros en un barco, todos juntos! ¡Así podríais estirar la pata al ritmo de las olas! —Era una expresión que utilizaba mucha gente. Nadie sabía si era cierto que estiraban la pata al ritmo de las olas, pero esos barcos volvían vacíos, y era una de las maldiciones más fuertes que conocía.

Sin embargo, esos repugnantes mocosos se echaron a reír, y uno agitó el gorro.

—Ja, ja, zurcidora de calzas, ¡ve tú al barco a remendarle los calzones al capitán!

—¡Estará muy contento! —gritó el más alto. Formó con las manos una enorme verga y se puso a hacer movimientos obscenos…

La envidia era lo que les conduciría a todos al infierno, y la que hacía que la casa número 28 brillara con una luz cada vez más rosada. Calor, buena comida, un trabajo bonito… le encantaba la sensación que tenía cuando aparecía ante sus ojos la casa blanca y el ruido alegre de la abundancia llegaba a sus oídos. En ese momento dejaba atrás por un día entero la suciedad y ese hedor dulzón a ropa sin lavar que la perseguía todas las mañanas por London Bridge. Por la tarde el olor regresaba, lo percibía en Vaughn Lane, donde se hundía en excrementos de caballo e inmundicia al cambiar de acera para llegar a casa por el patio trasero, pasando junto al cobertizo de Lou. El hedor era omnipresente, pues penetraba también por las paredes enmohecidas y se asentaba en los techos helados, y por la mañana le azotaba en la cara con el agua helada de la ropa.

La envidia y aquel hedor eran inseparables.