Prólogo

Todo empezó con una rama seca y roja.

Alguien la colocó en un vaso de agua y, cuando ya había echado raíces, la plantó en una maceta de barro llena de tierra. No era una maceta bonita, y la rama tenía un aspecto un tanto miserable. El sol de primavera no consiguió arrancarle hojas, por más que acariciara la rama, pero aparecieron unos brotes pequeños y duros muy juntos a su alrededor. Ansiaban el calor del sur para desarrollarse, y el sol dio lo mejor de sí para ayudarlos.

La capa marrón de brotes ya no tenía espacio suficiente. Las flores la iban retirando y se estiraban hacia el sol. Abrieron sus cálices de color rosa para absorber la luz y taparon con sus hojas la rama y las hojas verdes que crecían con timidez por detrás.

La mujer acarició el melocotón con los dedos, suavemente. A pesar de que era casi ciega, había presenciado su desarrollo desde el momento en que los brotes emergieron de la rama, cuando con el tiempo las flores desprendían un delicado aroma hasta llegar a la maduración del fruto jugoso. Sus manos habían captado lo que los ojos ya no veían.

Sabía lo que significaba arrancar esa capa marrón e insignificante y poco a poco irse estirando hacia el sol para ir creciendo. Ningún fruto del mundo era tan parecido al tacto a la piel de una persona.