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Kandinsky tardaría aún unos días en revelar el carrete. No era un tipo muy rápido pero era barato y conocía el significado de la palabra confidencial. Mientras tanto parecía que no había caso, pero me había acostumbrado al Rosly y me gustaba su ambiente. Aunque no eran habituales, porque no eran muy amigos de cantinas, esa tarde estaban ahí Mercurio y su compañero. Parecía que discutían o, por lo menos, que no estaban del mejor humor posible. Finalmente Julián le arregló el cuello de la camisa a Mercurio en lo que parecía un acto conciliador, pagaron y se fueron. Yo me quedé un rato más de casquera a ver si de paso era capaz de ligar partida, cosa que no conseguí. Entre los guardias, como en la cafetería de derecho hay nivel en los naipes, si quieres jugar a los dados, sin embargo es aconsejable la Fama o la Facultad de Magisterio, sobre todo, cuando estaba al lado de la comisaría.

Salí del Rosly decidido a volver a la oficina, con las manos en los bolsillos, la camisa abrochada hasta el último botón y los hombros encogidos por el refresco primaveral. Dicen que Cuenca sólo tiene tres estaciones: verano, invierno y la del tren.

La de verano solo dura un mes y la del tren no funciona muy bien. No debería haber estado allí si no me hubiese entretenido con un par de forasteros. Me miraban desde la lejanía, entre el bullicio de gente que entraba y salía de la hípica invadiendo el asfalto hasta casi cortar la calle. La hípica es el lugar, en Cuenca, que acoge los eventos más heterogéneos: Naturama, Feria de libro, del automóvil, de la artesanía y cualquier tontería que se te pueda ocurrir; por eso Cuenca nunca podrá alcanzar el nivel de los americanos, porque allí celebran carreras de caballos y galgos, y aquí viene el circo del libro. Los recuerdo como si los tuviese delante; eran los dos delgaduchos, uno sin peinar y con unas barbas a lo Lennon cuando perdió la chaveta que no dejaban ver su cara, el otro barbilampiño y de pelo largo y lacio. No los evité y se dirigieron a mí cuando crucé a su lado.

—Es usted…

—Sí. Creo que sí.

—Pero si él está anunciado para el sábado.

—Escucha, birlanga, yo estoy aquí de continuo, y no fíes de lo que dicen por ahí, que en Cuenca los rumores circulan que da gusto.

—No le haga caso —me dijo para posteriormente dirigirse a su compañero—. No ves qué vocabulario utiliza. —Y volver a la conversación conmigo—. ¿Me podría firmar este libro? Sé que no es suyo, pero como no estaba prevista para hoy su visita…

Parecía que el inglés no exageró el día que se presentó en mi despacho y era cierto que algunos de mis casos habían trascendido. Yo no lo leí, pero recuerdo que Alfredo, el del Roco, me dijo una vez había salido en La Razón una reseña sobre el caso del legionario bipolar que resolví con gran éxito y eco. Yo creía que La Razón no la leía ni Pedro J. Ramírez, pero parecía ser que tenía éxito entre la gente como Chewaka y la princesa Leia.

Manual de infractores; José Manuel Caballero Bonald —leí la portada haciéndome el interesante, posteriormente abrí el libro y vi la dedicatoria del autor en la primera página—. ¿Firmo debajo del señor José Manuel?

—Sí, por favor. Venimos desde Valencia apostas a la feria de libro de Cuenca. Menudo cartel —discursaba el menda mientras yo cuidaba mi caligrafía—. Caballero Bonald, Ángeles González Sinde, Luís García Montero, Rosa Montero…

—Vale, vale, vale… ya me hago cargo.

El joven abrió el libro ilusionado y leyó la dedicatoria en voz alta con inusitado asombro al llegar a mi rúbrica.

Con mucho afecto y dos cojones: Mauricio Romero, el detective de Cuenca. ¿Mauricio Romero? ¿Quién es Mauricio Romero, un personaje suyo?

—¿Personaje? Mauricio Romero soy yo, papanatas. ¿Quién pensabais que era si no?

—Juan Marsé.

—Pues no. Soy Mauricio Romero. Pensé que me habíais reconocido porque soy un detective muy famoso. Una vez La Razón publicó un artículo sobre uno de mis casos.

—Lo siento pero nosotros es que somos más de leer literatura más que prensa. Sentimos la confusión. No se sulfure, por favor.

—Nada, nada, no pasa nada. Hala, id con Dios.

Hice ademán de continuar mi camino obviando el sonrojante malentendido. ¡Confundido con un escritor! Por favor. Aunque quizás, aunque me avergüenza decirlo, algo tenga de escritor, puesto que en esta aventura en la que me estoy adentrando al relatar mis casos más conocidos no estoy demostrando mala maña, sino al contrario.

—Discúlpenos de nuevo.

—A ver. Qué pasa ahora.

—Usted es de Cuenca ¿Verdad?

—Sí. Pues claro.

—Verá, es que como le hemos dicho antes, somos de fuera y ya que hemos visitado la feria de libro, nos gustaría aprovechar y visitar las Casas Colgantes, que nos han dicho que son muy bonitas. ¿Podría indicarnos cómo llegar?

—¿Las Casas Colgantes? —si hay algo que me toca los cojones en esta vida es la gente que se refiere a las Casas Colgadas como Casas Colgantes y a la Semana Santa como el Carnaval de Cuenca—. Supongo que habrán venido con coche.

—Sí.

—Bien, les explico. Están un poco retiradas de aquí. Antes estaban más céntricas, pero por la aglomeración de gente que las visita que creaba unos atascos tremendos las sacaron unos quilómetros en dirección Villar de Olalla.

—Claro.

—Pero no tiene pierde. No os preocupéis. Tenéis que ir en esa dirección, pasar la rotonda y coger dirección Villar de Olalla, luego os encontraréis otra rotonda y lo mismo —creo que les indiqué bien para llegar al vertedero—. Vosotros todo tieso hasta que lleguéis a lo alto de la cuesta, allí os sale un camino a la izquierda, ese es el vuestro. Está sin asfaltar, porque lo están acondicionando, pero son solo un par de kilómetros y ya llegáis a los aparcamientos. Allí ya hay letreros. No se ven hasta que no estás encima, pero son espectaculares.

—Sí, si las hemos visto en fotos en internet. Muchas gracias.

—De nada, estamos aquí para servir a la gente. Si van cuando anochezca, las iluminan y están preciosas —les dije dándoles unos amistosos y acogedores golpecitos en la espalda.

En ese justo momento vi cómo Mercurio y su compañero departían sin bajarse del coche patrulla, en la misma puerta del cuartel, como aquel que dice, con Manolito el de la Chata, conocido como el jorobado de San Antoine, no porque tuviese joroba, sino porque era el mayor camello de la ciudad y residía en San Antón. Quizás hubiese expandido el negocio y ahora también trapichease con fulanas, aunque parecía difícil imaginarse a un tipo así, carcomido por la coca, entre voluptuosas diosas de importación; quizás, y lo más lógico, estaban dándole una buena reprimenda o advirtiéndole de que le seguían los pasos. No sé por qué, pero me llamó la atención ver a dos guardias hablar con un tipo de esa calaña sin haberle pegado antes dos buenas ostias.