Dame una copa y un punto de apoyo y no me moveré en toda la noche. En invierno, entre semana, por la noche, en Cuenca, a ciertas horas, no quedan muchos sitios abiertos para ir a tomar una copa, y desde que el Bogart se convirtió en local de moda para solteronas calientes queda uno menos. Los fines de semana, en cambio, hay muchos, y sin embargo vas a los de siempre porque son los realmente buenos: las Tortugas, el Jovi, el Turrin, donde si tienes suerte y es día de fiesta el Teo vestirá las J’hayber negras…
Aunque yo siempre intento ser fiel al Segoviano me gusta probar cosas nuevas, y sé apreciar lo bueno, como el whisky ese que me dio el inglés y que también tenía Ramón, en el Jovi, en el anaquel de los licores caros. Casualmente Santos y un amigo suyo estaban tomando uno, y hablaban como dos entendidos de whisky y de fútbol. Me llamó la atención porque siempre pensé que Santos era un mentecato de esos capaces de mezclar el mejor vino con una gaseosa de papelillo y ahora, sin embargo, parecía un auténtico sibarita, haciendo brindis a las bombillas y degustando a pequeños sorbos aquel balsámico elixir.
Lo malo de ser detective es que eres detective las veinticuatro horas del día. No hay descaso, los casos van contigo vayas donde vayas. Finalmente me decanté por mi segoviano de costumbre. Si hay algo que me jode en esta vida es esa gente que dice que es española y ni toros, ni caza, ni flamenco, ni Seat, ni vino, ni segoviano ni pollas en vinagre. Si bebes cerveza, escuchas música de bum-bum, y conduces un BMW o un Audi, tú lo que eres es un español acomplejado, que eres español porque has nacido en España, pero que realmente te gustaría ser es un cabeza-buque alemán. Y esto tiene una variante: si el BMW o el Audi tienen quince años y además, tienes algún diente de oro, lo que eres es un rumano. Y esto es así y no tiene más vuelta de hoja. Sentado en el taburete y apoyado en la barra, no podía dejar darle vueltas a ese maldito kamikaze. Quizás debía vigilar a los chinos, ver qué trapicheos se traían entre manos. Seguramente averiguaría que detrás de todas las leyendas urbanas sobre chinos, como que te sirven ratas en sus restaurantes, que no se mueren, que saben las combinaciones de las tragaperras, o incluso que no pagan impuestos, está su servicio secreto. Podría intentar seguirlos, averiguar qué coches llevaban e investigar las matrículas para ver si encontraba algo por dónde tirar. Podía también montar un control de salida en la rotonda de la carretera de Alcázar, allí hay luz y si el conductor es chino seguirlo para ver qué hace. Se me ocurrían un montón de cosas qué hacer y todas me parecían una tontería. No podía ganarle la espalda a ese maldito kamikaze porque él ya me la había ganado hacia mucho. Además, como todo buen español, soy incapaz de diferenciar a los chinos. Si en ese momento hubiese visto pasar uno al Jovi, aunque fuese a vender flores o películas me hubiese cagado las patas abajo.