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Por las noches, el ruido de las cañerías, o el de tu propia respiración puede ser ensordecedor, y golpear tu cabeza a hierro frío como el martillo del herrero lo hace hasta ser el único señor de la fragua. Una noche puede ser el momento más largo de tu existencia o el más efímero, dependiendo de si se pasa despierto o dormido, en un bar frente a una buena copa y una mala compañía o encerrado en una triste habitación más oscura que mi reputación.

Desperté casi antes de dormir. Miré por el rabillo del ojo para ver cuánto tiempo me quedaba en la cama y el mundo se me cayó encima cuando vi que apenas pasaba la media noche. La culpa era mía por acostarme tan temprano. Tomé una copa para calmar los nervios y hacer sueño cabreado por la mierda del corazón que siempre ponen en la tele: esa banda de maricones ciclados, heterosexuales con pluma de carnaval, narices de platino y busconas del montón. Pero en realidad le daba vueltas al kamikaze y a ese maldito inglés que me había dado con la puerta en las narices. Así que, después de darle algunas vueltas, cogí el coche y salí hacia Belmontejo. Aquel tipo ocultaba algo, y no sabía qué era, pero sabía que podía ser algo que me interesase. Se me escapaban aún muchas cosas pero estaba seguro de que si localizaba a su supuesto contacto en Belmontejo encontraría respuestas. Siempre habíamos contactado con él en el punto de encuentro, pero Belmontejo no es muy grande por lo que no podía ser demasiado difícil encontrarlo.

Antes de llegar al cruce de la Mota de Altarejos vi las luces frente a mí pero no lo podía creer. Cuando quise darme cuenta estaba más allá de la cuneta. El motor del Málaga rugía furioso en mitad del barbecho. Unos arañazos en el coche y una pequeña brecha en mi frente parecían las únicas consecuencias del suceso. Volví a incorporarme a la carretera, esta vez, en dirección Valdeganga con la intención de seguir al kamikaze, pero era absurdo, aunque sólo habrían pasado un par de minutos, era ya demasiado tiempo como para alcanzarlo. Estaba cabreado, estaba jodido, estaba hasta los cojones ya de ese maldito asunto y necesitaba saber qué diantres estaba sucediendo, por lo que me dirigí a Valdeganga a la casa del señor Silly.

El pueblo era un remanso de paz absoluta que solo mi intrusión rompía. Estacioné el coche a cierta distancia de la casa de Silly para acercarme a pie, con el fin de que el motor y las luces no llamaran su atención antes de mi llegada. Tenía muy presente que sabía muy poco de ese maldito inglés y en estos días que vivimos no puede uno fiarse de nada ni de nadie.

Las luces estaban apagadas. Seguramente no habría regresado todavía, por lo que decidí entrar y esperarlo dentro. La casa era un auténtico bunker pero sabía que el casero guardaba una llave bajo la maceta de la entrada, cosa muy típica de la zona, y que el inglés, siempre respetuoso con la cultura de los oriundos, había mantenido la costumbre. Ahí estaba la llave. Los ingleses son metódicos y estrictos, son alemanes con una sonrisa en la boca, no cambian ni a palos; es más fácil que un cerdo vuele sobre el Bernabéu o que Mauro Silva marque un gol que un inglés cambie una costumbre o rutina. Entré despacio y cerré la puerta cuidadosamente, y apenas di un par de pasos se encendió la luz. El inglés me apuntaba con una pistola desde la otra punta de la estancia.

—Buenas noches, señor Romero. Sinceramente, no imaginé que fuese usted. ¿Qué le trae por mi humilde morada? ¿Se dice así?

—Su español es perfecto señor Silla —para ser inglés, cualquier rumano podría darle clases después de dos días en España—, ya lo sabe. Vaya recibimiento ¿no? —la luz de la bombilla temblaba como temiendo lo que podía suceder—. Fuegos artificiales por gentileza de Eléctrica Conquense y con pistola y todo.

—Siento que no haya preparado nada pero como comprenderá no suelo recibir visitas a estas horas de la noche, y menos, así sin avisar.

—Siento no haber avisado, pero es sólo que pasaba por aquí cerca, un coche en dirección contraria me echó de la carretera y pensé que usted podría darme algunas respuestas sobre el tema.

—¿Le ha atacado el kamikaze esta noche?

—Sí. Suerte que tengo buenos reflejos.

—A mí también me ha atacado. Le debe haber confundido conmigo.

—Nuestros coches no se parecen en nada. Creo que más bien nos ha debido vigilar y sabe quién soy. Creo, señor Silly, que estoy metido en esto hasta el cuello y que ya que usted no puede sacarme debe darme alguna explicación.

—Tire su revólver. Quíteselo con cuidado sin sacarlo de la funda y déjelo sobre la mesa.

Todo aquello tenía muy mala pinta pero debía mantener la calma y obedecer. Hice una mueca de desaprobación e indiferencia, como si me diese igual quedarme desamado frente a un hombre lleno de incógnitas y armado apuntándome, y tiré el revólver metido en su funda sobre la mesa. El inglés lo recogió sin dejar de apuntarme en ningún momento y lo puso sobre una cómoda que había a su espalda. A continuación me invitó a sentarme en la mesa camilla que nos separaba y se sentó frente a mí.

—Yo le aprecio, señor Mauricio, o señor Romero, como prefiera que le llame. Y por eso quiero que hablemos, pero no puedo decirle qué hago aquí en España.

—¿No tiene un trago para ofrecerme?

—Detrás de usted, en el mueble bar hay vasos y una botella de Oban 14, un fabuloso whisky de Highlands, Scotland, pero no hay hielo.

—No lo necesito, no se preocupe —mientras curioseaba la fabulosa colección de botellas que tenía ahí guardada: Jack Daniels, Brockmans, Sipsmith, Zacapa Centenario 23 años y un selecto etcétera—. ¿Otro vaso para usted?

—De momento no. Bueno, traiga uno por si acaso.

—¿Y algo de comer? Estoy traspellao.

—No abuse de mi hospitalidad.

Me serví una copa y degusté el primer trago de aquel fabuloso elixir. Si eso se alargaba necesitaría un poco de alcohol para soportarlo.

—¿No va a decirme nada?

—Es un asunto complicado, señor Mauricio. No tengo muy claro por dónde empezar. Permítame que me sirva una copa primero para acompañarle.

Continuaba apuntándome con su pistola, no dejó de hacerlo en ningún momento, lo que en cierto modo me hacía sentirme orgulloso, puesto que debía considerarme un tipo hábil y peligroso de esos con los que uno no puede tomarse ni un respiro, pero distrajo un momento su atención mientras vertía el whisky en el vaso y entonces le aticé un soplamocos a sobaquillo en toda la carrillada con la vela desplegada con tal virulencia que todo lo que tenía en sus manos, botella y pistola, fue a tomar por culo y él dio con sus huesos contra el suelo. Entonces me levanté haciendo volar la mesa hacia un lado, unas décadas antes quizás hubiese intentado saltarla, para alcanzar rápidamente mi revólver, lo martillé y agarrando a Silly de las solapas y levantándolo del suelo lo encañoné en la boca.

—Escucha, maldito inglés. Ahora mismo vas a cantarlo todo, o te juro que voy a decorar este puto salón con tus sesos. —Entonces lo empujé hacia un sillón dejándolo sentado en el mismo.

—Por favor, no puedo decirle nada. —Se notaba en su rostro que estaba realmente aterrorizado—. Por favor, tiene que comprenderme.

—Escúcheme, estoy metido en esto hasta el cuello, hoy un puto desconocido me ha echado de la carretera y ahora usted me ha estado apuntando con una pistola. Creo que me merezco una explicación.

—Le puedo ofrecer dinero, pero por favor, no puedo decirle nada.

—¿Dinero? Te voy a volar las tapas de los sesos maldito hijo de puta como no me lo cuentes todo ahora mismo.

—No lo hará. Usted no es un asesino, no creo que pueda matarme a sangre fría, y yo no pudo contarle nada, de verdad.

Me fui hacia él. Le cogí el pelo de la patilla y tire con fuerza hacia arriba mientras le insultaba e increpaba hasta que cantó.

—¡Soy científico! ¡Está bien! ¡Soy científico! ¡Vale! ¡Vale! ¡Soy un importante científico y trabajo para el servicio de inteligencia!

Solté su patilla mientras se lamentaba y me llamaba bárbaro español y coloqué una silla frente a él para sentarme después de recoger la botella del suelo y servirme otra copa.

—Veo que empezamos a entendernos señor Silly. Hablando se entiende la gente. Así que agente secreto. ¿Del Mossad?

—No, no. Del MI6. Soy un agente británico.

—¿Cómo James Bond? Eso que hay en el suelo —señalando la pistola que le arrebaté con diplomacia conquense— es una BULL M-5 GOVERNMENT, de fabricación israelí.

—No sé, no tengo ni idea, es un regalo de mi instructor. Yo en realidad soy científico, solo estoy aquí para servir a mi país. No pude negarme. Nunca pensé que la utilizaría. Casi ni sé cómo funciona.

—Bien, ahora me lo va a contar usted todo, porque le aseguro que me sobran recursos para hacerle hablar. ¿Quién es el kamikaze? ¿En qué está trabajando usted?

—No lo sé, de verdad. Después de los primeros ataques, tenía miedo pero mi enlace consideraba que había que llevar el asunto con precaución, y a ser posible solucionarlo entre nosotros sin recurrir a más ayuda, pero yo me sentía realmente amenazado y pensaba que no le estaba dando al asunto la importancia que tenía. No sabía qué hacer y recurrí a usted por mi cuenta. Lo siento si lo he convertido en un objetivo. Quizás piensen que usted también es uno de nuestros agentes. Mi enlace está trabajando en ello, sospecha que es un agente del SMS chino, pero realmente no hay evidencias, son solo sospechas suyas.

—¿Los chinos? ¿Me está diciendo usted, que los chinos no solo sacan los premios de las tragaperras y se están quedando con todos los restaurantes y comercios de la ciudad sino que también nos espían?

—A ustedes no, a nosotros, pero sí. Muchos de sus negocios son solo tapaderas vinculadas al gobierno chino.

—Putos mondarines.

—Pero no hay pruebas reales de que el kamikaze sea chino. Es sólo una sospecha de mi enlace.

—Me cago en el copón santo y consagrado. ¡Los chinos!

Si me hubiese dicho los sudacas o los estadounidenses o, yo qué sé, los moritos… pero ¿los chinos? Si son un pan sin sal, si no tienen sangre, si ni sienten ni padecen. De todos los hombres, los chinos son los más peligrosos, precisamente por eso, porque no tienen sentimientos ni emociones y además son concienzudos y metódicos y están instruidos en artes marciales y acupuntura. Si los chinos estaban metidos en esto estábamos realmente jodidos.

—Y en qué coño está usted trabajando que interesa tanto a los chinorris.

—Eso no puedo decírselo, por favor —suplicaba mientras le caía una somanta de ostias a molinillo—. Vale. Vale.

—Mire, como no cante hoy aquí hasta la campanera le voy dar ostias hasta que confiese la muerte de Manolete y me devuelva Gibraltar. Así que ya puede ir contándome en cristiano meridiano para que yo lo entienda en qué coño está trabajando o en qué consiste su misión.

—No, de verdad, no puedo, es máximo secreto. Si lo hago soy hombre muerto.

—¡Me cago en la puta de oros!

Volví a estirar su patilla con esmero y contundencia. El inglés lloraba, pataleaba y, aunque en inglés, a buen seguro que se acordó de mi madre y la suya. Pronto me di cuenta de que esta vez no era como la anterior. Estábamos pasando líneas rojas, y esta era la última, me quedaba claro que aquel tipo no cantaría a base de ostias o similares. Parecía que, esta vez, su vida estaba en juego.

—Está bien, vamos a jugar a un juego —abrí el tambor del revólver y vacié con un movimiento rápido todas las balas en mi mano para después guardarlas en el bolsillo de mi camisa—, se llama: la ruleta rusa. Sabe jugar ¿No? —el inglés me miraba aterrorizado sin dar crédito a lo que veía—. Te lo voy a volver a preguntar, si decides no contestar apretaré el gatillo. Puede que tengas suerte. Si tienes suerte volveremos a repetir. Puedes elegir una muerte segura hoy o pedirle comprensión a tus compatriotas. —Coloqué una rodilla bien doblada delante del cañón para que el inglés se diese cuenta de que haría las veces de silenciador y nadie escucharía el disparo—. ¿En qué estás trabajando? ¿Cuál es tu misión?

—No puedo de verdad, si… —apreté el gatillo antes de que siquiera pudiese acabar de explicarse. El sudor frío corría de golpe su cara y una mancha de humedad hizo presencia en la entrepierna de su pantalón.

—Vaya, parece que ha ganado esta vez. Volvamos a empezar. ¿En qué estás trabajando? ¿Cuál es tu misión?

—Trabajo en un proyecto que busca encontrar una nueva fuente de energía fiable, limpia y duradera.

—¿Por qué aquí en Cuenca? Quiero todos los detalles.

—Recojo un hongo y después lo trato.

—¿Un hongo? ¿Qué hongo?

Amanita Specula. Es un hongo muy raro. Está documentado en algunos estudios botánicos del XVIII pero siempre se consideraba una variedad extinta. Solo conocemos su existencia en esta zona de la provincia de Cuenca en todo el mundo. Hay que cogerlo por la noche para que no pierda sus propiedades, sobre las doce de la noche es la hora ideal. Después le inyecto un combinado de mi elaboración y le paso el producto final a mi contacto. Él lo almacena en unas condiciones adecuadas, muy específicas, y se encarga posteriormente de su transporte a UK. Es muy delicado y rápido el proceso.

—¿Si es un hongo como usted dice por qué no lo han encontrado ya los valencianos armados con sus rastrillos? Arrasan con todo y habrían encontrado el hongo.

—Crece bajo la tierra como las trufas. Requiere de conocimientos para extraerlo adecuadamente.

—Para qué quiere esas setas.

—Ya se lo he dicho. Es una fuente de energía barata, abundante y limpia. Una de esas setas, adecuadamente tratada, puede proporcionarnos una energía equivalente a la que nos darían 25 centrales nucleares de última generación durante un año entero. Es la revolución energética del siglo XXI. Cambiará el mundo. Nada volverá a ser como ahora lo conocemos.

Había sido un día muy largo, entre pitos y flautas casi amanecía cuando llegué a casa. Tenía sueño por fin. Cerré la puerta con llave la dejé atravesada para que Evelyn no pudiese entrar por la mañana a limpiar y dar la tabarra con sus historias de siempre. Me merecía un descanso como Dios manda. Había resuelto algunas incógnitas y recuperado mi trabajo con el inglés mejorando mis honorarios, pero mi situación no era demasiado buena: los chinos querían matarme y para colmo yo trabajaba, aunque indirectamente, para un país que no era el mío, y eso me hacía sentir mal en algunos aspectos. Pero es que España no invierte en I+D, y así no se puede.