Lunes, otra vez lunes. A veces pienso que los lunes son malos porque tienen mala fama. Realmente, por muchas encuestas que se hagan, no hay razones reales para que los lunes sean malos, pero se cumple siempre: los lunes son malos. El inglés llegó temprano y pulcro como siempre, elegantemente vestido con su traje de sastre y sus botines relucientes, solo comparables con los flancos de su frente. Traía el semblante serio. Entró hasta mi despacho sin prestar siquiera atención a las palabras de Evelyn, haciendo oídos sordos a sus milongas mañaneras.
—Buenos días señor Silly. Tan madrugador como siempre.
—La Auto-res no cambia los horarios.
—Bueno, cuénteme qué sucedió ayer.
—Ya se lo conté. Intenté salir del pueblo con mi coche, y el kamikaze debía estar al acecho. Por suerte me dio tiempo a reaccionar y regresar rápido a casa.
—¿Nada más?
—No.
—Creo que sabe de sobra lo que quiero saber. Si he de protegerle, necesito saber más cosas. No sé aún a qué se dedica o para qué hace esos viajes nocturnos. Con lo que sé no puedo hacer más. Y si no puedo hacer más y encima mi gaznate corre peligro, lo dejo.
—Sé que le debo algunas explicaciones. Pero no puedo contarle lo que me pide.
—Ayer por teléfono dijo que lo haría. Y si no lo hace búsquese otro que le saque las castañas del fuego. Ahora, le digo otra cosa, y se lo voy a decir bien clarito para que me entienda: como alguien me siga, y el puto kamikaze mueva ficha hacia mí, quien las va a pasar canutas va a ser usted. Y le advierto, que tengo muy mala leche.
Silly sacó mil ochocientas libras en billetes de cincuenta del bolsillo interior de su americana y las puso sobre la mesa con el rostro impertérrito como si fuese Steve McQueen en El rey del juego.
—Sabía que diría eso. Es suficiente ¿No? —sin levantar la mano del fajo de billetes—. Mil ochocientas libras. Siento que esto acabe así. Durante estos días ha sido usted un auténtico profesional. No dude que le recomendaré.