Dios hizo el mundo en seis días y el séptimo descansó. Lo dice la Biblia, no lo digo yo, pero como judíos y cristianos no se ponen de acuerdo si el séptimo día es el sábado o el domingo a mí me gusta estar a bien con los dos. Aunque aquel fin de semana no fue precisamente placentero. La cosa comenzó mal el sábado, primero con una bronca con mi hija y mi exmujer por olvidarme del cumpleaños de mi nieto. ¿Por qué las mujeres nunca olvidan las fechas y sin embargo son incapaces de recordar números cuando se trata de matrículas o documentos? Después remató el día el Real Madrid: jugándose dormir como líder, perdió en el Sardinero. También es cierto que de poco vale un gol de Raúl, siempre Raúl, cuando Turienzo Álvarez te pita dos penaltis en contra y te expulsa a dos jugadores. Soy capaz de olvidar fechas, porque el tiempo en Cuenca se mide de otra forma menos convencional, pero nunca olvido un partido de fútbol, porque soy un hombre y los hombres estamos hechos para eso.
Lo del domingo fue el remate al fin de semana. En Los Moralejos, además de la peor calaña de Cuenca, hay un pequeño lupanar clandestino de simple funcionamiento. Desde la calle se ve una ventana, si la luz del interior es roja: las chicas están trabajando, si es verde: hay alguna libre, si es normal: están fuera de servicio, y si no hay luz: están en la cama, esta vez durmiendo. Allí, hacía las delicias del respetable Lucía Fernanda, una paraguaya más fina que el coral a la que ya conocí cuando trabajaba en el 5.º pecado, en una época en la que ese bar parecía una sucursal de Michelín, porque todas las camareras eran chonis neumáticas. Por aquel entonces ya era muy puta aunque aún no ejercía, cuando volví a encontrarme con ella ya se le conocía como LuciFer, porque follar con ella era como hacerlo con el mismísimo diablo, y entre sus piernas precisamente, estaba yo, tirándole al magro, cuando sonó el teléfono. Era el señor Silly estaba muy alterado y afirmaba que el kamikaze lo había intentado echar de la carretera, esta vez a plena luz del día y temía que estuviese estrechando el cerco.
—Nunca saco el coche si no es para hacer el viaje a Belmontejo para que no rastreen mi posición exacta. Sé que ha sido una insensatez por mi parte, pero después de la tranquilidad en los últimos viajes pensé que estaba totalmente a salvo.
—Tranquilícese. ¿Dónde ha sido?
—A la salida del pueblo. Casi no había ni salido del pueblo.
—¿Ha visto el modelo, color o algún dato del coche que nos ayude a identificarlo?
—No. No. Bueno, creo que era de color negro. Quizás marrón oscuro. No estoy seguro. Ha sucedido todo muy deprisa.
—¿Ahora está a salvo?
—Sí. Estoy en mi casa. Aquí estoy a salvo.
Este caso me estaba empezando a mosquear. Lo que había comenzado como la absurda manía persecutoria de un inglés chiflado con ínfulas de grandeza, había pasado a ser un peligroso rompecabezas con las piezas en blanco y donde ninguna encajaba.
—Si quiere que siga trabajando para usted necesito que me diga a qué se dedica. ¿Por qué quiere matarle el kamikaze?
—No puedo decírselo.
—Esto está comenzando a pasar de castaño oscuro y si realmente es tan peligroso ese kamikaze, ahora yo también estoy en peligro. Si no sé a qué me enfrento, lo dejo.
—Está bien, pero no podemos hablar esto por teléfono. Mañana iré a su oficina y hablaremos del tema.