Altarejos es un pueblo de esos que abundan en la provincia de Cuenca: pequeñito, agrícola, plagado de abuelos cascarrabias y puñeteros… y en este caso mi sospechoso con antecedentes por menudeo. Si en Cuenca se sabe todo, en los pueblos de la provincia no hay secretos. Por lo que debía tener mucho tacto al intentar sacar información sobre mi sospechoso. Hasta que no llegué a la plaza del pueblo, presidida por el ayuntamiento, no recordé que en Altarejos no había bar. Los bares son siempre buenos lugares para obtener información y establecer un punto de vigilancia. Un coche desconocido dando vueltas por el pueblo era algo demasiado llamativo, pero no sabía qué podía hacer en esa situación. Seguí recto sin inmutarme hasta atravesar el pueblo por completo y abandonarlo. Entonces detuve el coche para pensar tranquilamente, mientras encendía un pitillo, qué podía hacer en esa situación. Y… ¡Aleluya! Era mi coche, un Patrol gris, en la puerta de una finca. Comprobé el número de la matrícula y estacioné mi coche en un lugar un poco más cobijado. El Patrol estaba abierto y las llaves puestas, el interior parecía una zahúrda de donde rezumaba una intensa olisca mezcla de comida precocinada en descomposición, mariguana y mierda, difícil de describir, y en la guantera no me atreví a meter la mano. En la parte de atrás había una superpuesta Lanber: expulsora, selector de tiro, monogatillo… estaba descargada, pero la cogí junto con las llaves por si acaso. La finca era un terreno cercado con palos y mallazo, con parte de su superficie dedicada a huerto, parte a los perros, una cocinilla y un gran invernadero de plástico camuflado entre distintos frutales. Me dirigí primero con sumo sigilo y sin suerte a la cocinilla, y después al invernadero. Eso era una plantación acojonante. Ahí estaba, a unos quince metros de la entrada. Me introduje con sigilo cinco o seis metros hasta una mesa que sostenía un montón de cachivaches entre los que sólo supe identificar un alambique.
—Buenos días. El sospechoso se dio la vuelta para ver quién le saludaba, y puso cara de sorpresa cuando vio que era un desconocido. Seguramente aquella plantación era conocida por todo el pueblo y era habitual para él recibir visitas en ella de los oriundos y clientes.
—¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? Esto es una propiedad privada.
—Somos Smith y Wesson y yo —le dije mientras sostenía con una mano su escopeta y con la otra desenfundaba mi revólver para apuntarle—. Y querrás decir una plantación ilegal privada. Porque esto es mariguana. ¿Me equivoco? Y aquí debe haber por lo menos para la boda de Bob Marley y la despedida de Melendi juntas. Pero no te preocupes, solo quiero hacerte algunas preguntas.
—¿Eres policía? ¿Un secreta? ¿Eres de estupefacientes? —preguntó trastabillando las palabras con las manos en alto.
—Si fuese un secreto no podría decírtelo. Pero afortunadamente para ti, no soy policía, y no importa quién soy, ahora. Lo que importa es que tú tienes una plantación ilegal y yo quiero tener algunas respuestas tuyas.
—Esa es mi escopeta.
—Y estas, las llaves de tu coche, pero no te preocupes, no voy a quedarme ninguna de las dos cosas. En realidad esto es mucho más sencillo de lo que parece. Sólo tienes que contestar a algunas preguntas y no moverte mucho no vaya a ser que te saque los zarajos de un tiro, y me iré.
—Dime.
—¿Dónde estabas y qué hacías la noche del martes?
—¿De verdad que no eres policía?
—No lo soy. Si lo fuese ya estarías en un buen problema.
—Estuve de carrileo. Es verdad. En el arcón de mi casa tengo el gorrino.
Parecía que decía la verdad, también llevaba la escopeta en el coche, aunque me daba que este tipo era de esos que llevan la escopeta perpetuamente en el coche. Estaba perdiendo el tiempo. Además, no tenía pinta de estar a la altura del caso del Kamikaze de la Parrilla. Fuese quien fuese el kamikaze, no era un desgraciado traficante de maría como este.
—¿Has oído hablar del Kamikaze de La Parrilla? ¿Qué puedes decirme de él?
—No sé nada de eso. Solo lo que habla la gente. Que ha echado a varios coches de la carretera, pero que nadie sabe decir nada de él. Ni modelo de coche ni color ni nada de nada.
—¿Y no te da miedo circular por la noche con el kamikaze suelto?
—No creo mucho en lo que dice la gente.
—¿Las fresas de esta cesta son de aquí?
Hay dos características básicas en los hombres de verdad: fuman tabaco negro y odian el dulce. Aunque siempre hay excepciones, y para mí esa excepción son las fresas con moscatel, azúcar y unas hojitas de menta, que son mi perdición. Donde no hay excepciones es en los colores. Un hombre con un polo rosa es un maricón, y eso es así en todo el mundo, desde Cuenca a la Conchinchina. Y que conste que no tengo nada en contra de los maricones.
—Sí.
—Dejo aquí la escopeta —postrándola sobre la mesa—. Las llaves del coche las dejaré encima del mojón que hay al pie de la carretera como unos quinientos metros hacia el pueblo. Te aconsejo que no intentes seguirme —dije, sin dejar de apuntarle con mi revólver—. Gracias por las fresas.