La Guardia Civil es un cuerpo familiar y hermético. Precisamente ese hermetismo es el que le ha permitido sobrevivir casi inalterable durante más de ciento cincuenta años. Es muy difícil confraternizar con un guardia si no eres uno de ellos. Por eso si quieres saber lo que se cuece en el mundillo familiar de la benemérita lo mejor es que sepan que eres uno de los suyos, y para ello hay que ir donde ellos van y pensar como ellos piensan: el honor es mi divisa y siempre va por delante; no hay que olvidarlo nunca cuando uno está entre picoletos.
En Cuenca nos conocemos todos las caras y al fin y al cabo los mundos de la guardia civil y el de un investigador privado son afines. Por ambas cosas y largas partidas de cubilete, tengo confianza y complicidad con un buen número de guardias. Fui a la hora de las cañas al Rosly y la Familia para ver si encontraba a algún guardia conocido al que sonsacarle alguna información sobre Alfredo Mercurio. Lógicamente, no tardó en sonar la flauta: Alfredo Mercurio era un agente ejemplar, con una hoja de servicio inmaculada adornada con la Medalla al mérito, cruz con distintivo rojo. Hijo de Guardia y, seguramente, padre de futuros guardias. Había servido durante quince años en el País Vasco, en años muy duros, y en algunos grupos especiales del cuerpo, y ahora desde hacía unos tres años disfrutaba de un destino que sonaba a retiro prematuro en Cuenca. Tenía dos hijos y una hija guapísima, según todos, y vivía en la casa cuartel. Iba a misa todos los domingos a la parroquia de Santa Ana y le gustaba salir a correr y jugar a frontenis. Aunque serio e introvertido, era respetado y apreciado por todos sus compañeros, no solo por sus méritos en el cuerpo sino por su compañerismo.
Pensé en el honor. Alfredo Mercurio era un hombre realmente honorable; un ejemplo como hombre y como ciudadano. No me parecía correcto investigar a un hombre de así. No me parecía posible que un hombre como el agente Alfredo Mercurio pudiese tener una aventura con otra mujer, y sinceramente me daba igual, si se acostaba con otra mujer o con un millón, se tenía ganado sobradamente el perdón.
—¿Mari Luz?
—¿Sí?
—Soy Mauricio Romero.
—¿Ha descubierto ya algo? Sí ¿Verdad? Dígame algo, por favor…
—Tranquilícese señora.
—Perdón. Compréndame. Esto…
—Me satisface decirle que llevo siguiendo a su marido desde el día que nos vimos y creo que está totalmente limpio. No tiene motivos para sospechar de él. Cuando quiera puede pasarse por mi despacho y ajustamos cuentas.
—No. No puede ser. Mire, las mujeres sabemos estas cosas. Hágame caso. Mi marido me está engañando. No sé con quién ni por qué pero sé que me está engañando. Siga en el caso por favor. Me pasaré por la oficina y le pagaré lo que ya le adeudo, pero siga en el caso un tiempo más, por favor.
—De acuerdo, señora. El cliente manda. Yo no tengo inconveniente en seguir en el caso, pero no quiero engañarla y le advierto que no me parece probable encontrar nada. Es un caso agotado.
—Vale, siga en el caso por favor. Mañana o pasado iré por su oficina y le pagaré el trabajo realizado a día de hoy. ¿Cuánto es?
—En la factura vienen detallados los distintos conceptos, pero por no entretenernos en este momento, el total suma, creo recordar porque hablo de cabeza, unos cuatrocientos euros.
—Vale. Ahora tengo que dejarle. Llaman a la puerta.
Colgué el teléfono con la sensación de que iba a ser un caso difícil de cerrar. Ya había tenido otros clientes y clientas que se habían empecinado en que eran engañados y nada les convencía de lo contrario. Con la misión de las cañas no había comido. Encendí un pitillo y preparé un culo de Segoviano, no había hielo. La noche iba a ser muy larga.