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Cuenca es diferente a cualquier ciudad en la que uno haya estado, por muchos motivos, especialmente por el tiempo. En Cuenca el tiempo es diferente, no cuenta minutos y segundos, ni siquiera acontecimientos. En Cuenca el tiempo simplemente está ahí, como están los árboles, las noticias o los domingos, y se convive con él del mismo modo que se hace en un matrimonio de conveniencia. Por eso en Cuenca nadie llegar tarde, aunque parezca lo contrario, sino justo en su momento. Porque es imposible llegar antes de estar uno mismo en el lugar. Eso es terriblemente complicado de entender para mucha gente ajena al pensamiento conquense y más para un inglés. Los ingleses son tipos estirados y sonrientes, escondidos detrás de una fingida simpatía, que se creen muy puntuales y pulcros, pero en realidad son unos animales de rígidas costumbres que sólo tienen dos horas: la de antes y la de después del té.

Aquel martes 10 de abril, día del cumpleaños de mi nieto, por eso lo recuerdo perfectamente, amaneció un soleado día primaveral, el precioso tiempo que adorna siempre Cuenca la semana anterior y posterior a la Semana Santa, porque en Cuenca la estación de lluvias coincide siempre con la citada fecha. Recuerdo también que el parque San Julián era un nicho de alergias y que un par de mujeres que iban hacia el mercado comentaban que los almendros estaban en su plenitud por La Parrilla, como si a alguien pudiesen importarle realmente esas cosas. La belleza está sobrevalorada en nuestra sociedad. Un amigo mío lo explica siempre muy bien con el ejemplo de las putas: cuando entras al puti siempre quieres subir con la más guapa, que lógicamente es la más cara. Sin embargo, una vez que has acabado te das cuenta de que realmente es lo mismo con la cara que con la barata. Al final, la única diferencia es el dinero.

Cuando regresé a la oficina después de mi desayuno de costumbre el inglés ya me estaba esperando en compañía de Evelyn. Iba elegantemente vestido con su traje de sastre, no del corte inglés aunque parezca paradójico, al igual que en la anterior ocasión, y Evelyn contrastaba con él ciñendo a su figura de metro cincuenta y cinco y sesenta y cinco kilos unas mallas rojas que desafiaban todas las leyes de la física aderezadas con un tanga que exhibía subido hasta los sobacos. Hay cosas en esta vida que deberían estar prohibidas; y no me refiero al tabaco.

—Veo que está usted ya por aquí, tan madrugador como de costumbre.

—Sí, siento haber venido tan temprano sin avisar, pero la Auto-res llega temprano y con todos los comercios cerrados no tenía mucho qué hacer a estar horas.

—No pasa nada, precisamente venía pensando en llamarle ahora mismo para explicarle el plan. Llevo trabajando en ello desde que vino y creo que he ideado un dispositivo realmente fiable. Está usted en buenas manos señor Silly.

—Usted dirá.

Saqué un mapa y le expliqué con detenimiento la ruta a seguir, el punto de encuentro con su contacto a la entrada (o salida del pueblo depende de la dirección), así como la función del Jaibo y sus secuaces. De todos modos, no había mucho espacio para el error, yo iría con él en el coche y vigilaría todo de primera mano.