Cuenca es una ciudad sin conquenses, todos son de fuera, de su pueblo, por eso nadie es extraño. De noche es difícil distinguir Cuenca de cualquier otra ciudad. Las luces de los coches borran las huellas con su haz, los gatos pardos maúllan en los tejados, y unos pocos hombres se emborrachan en un bar mientras los demás intentan conciliar el sueño, porque cuando estamos dormidos nadie sabe distinguir a un hombre cuerdo de un hombre loco.
La primera vez que oí hablar del Kamikaze de La Parrilla fue una mañana en el Bar Guerra, donde estaba desayunando, como de costumbre, un café solo y mi copa de Carlos I, cuando un grupo de amplias y policromadas marujas disfrazadas de oficinistas comentaban, junto al último capítulo de Los hombres de Paco y el paso de Hugo Silva por la San Cristóbal, entre risas, los rumores que ya circulaban por Cuenca, en todas direcciones, especialmente en dirección contraria, sobre el susodicho: un hombre desconocido que, por desconocidas razones también, conducía algunas noches en dirección contraria por la N-420 en los kilómetros circundantes a San Lorenzo de la Parrilla, por lo que popularmente se le bautizó, cosa muy propia del mundo conquense, con el sobrenombre de el Kamikaze de La Parrilla. No le presté demasiada atención en ese momento, en el que, sin duda alguna, era mucho más importante deleitar mi fabuloso y ritual condumio, que la cháchara envenenada y el guirigay de un grupo de cotorras. Y no es que yo sea machista, pero me gustaría saber si tenían sus casas tan bien pintadas y apañadas como sus caras.
Unos pocos días más tarde cuando entré en la oficina me esperaba sentado en mi despacho, mientras Evelyn le contaba su pasado en su país y su posterior periplo español, aún por finalizar, un tipo rubio de frente profunda en los flancos muy elegantemente vestido con un traje que saltaba a la vista que era de los de sastre.
—Buenos días —espeté enérgicamente al ver a Evelyn frente a la cara de circunstancias de ese potencial cliente, provocando la atención de los dos—. Vaya a cumplir con sus tareas Evelyn, por favor, y déjese de cháchara que le gusta a usted la conversación más que a un tonto un lápiz. Porque supongo que este señor ha venido a hablar conmigo y no a oír su descubrimiento de la civilización.
—Lo siento señor, solo intentaba hacerle la espera un poco más agradable —se excusó Evelyn haciendo reverencias de corte oriental con la cabeza como si recibiese capones continuos de un gato de esos de los chinos.
—¿Contándole sus penas? Vaya a sus tareas por favor —dije con tono seco y autoritario cortando la conversación con ella.
—Mauricio Romero, supongo —intervino el tipo rubio con marcado acento inglés, como si estuviese imitando a Michael Robinson. ¿Por qué los rumanos aprenden español en nada de tiempo y los ingleses son incapaces de hacerlo en toda una vida?
—Supone bien. ¿Lleva mucho esperando? Siento el retraso, pero no sabía que iba a tener visita tan temprano. —En Cuenca los comercios no abren antes de las diez, los bares poco antes para dar algunos desayunos, por lo que no es normal que tenga un cliente en mi despacho antes de las once y media, a mucho madrugar.
—No se preocupe, apenas acababa de llegar, y Evelyn me ha mantenido entretenido. He oído hablar mucho de usted. Tiene pericia para resolver casos aparentemente inverosímiles: el caso de la viuda verde, el de la rubia platino, o el del fantasma de la vendimia, han sobrepasado las fronteras. Mi trabajo —dije con cierto orgullo quitándome importancia, aunque sabiendo que me estaba dorando la píldora a la inglesa—. Pero ahórrese los cumplidos y disculpe el atrevimiento de mi asistenta; es que es extranjera, ya sabe… no extranjera de Europa, como usted, sino extranjera de verdad, y no saben bien cómo comportarse. Lo que pasa es que tiene familia y lo está pasando mal y le dejo a la pobre mujer que se pase un rato por aquí para abrir y limpiar y así le doy un poco de dinero. Porque hay que ayudar siempre al prójimo, lo dice La Biblia, pero no hay que darle los peces, hay que enseñarle a pescarlos. Pero en fin, no me extiendo más ¿Qué le trae a mi despacho? Por cierto, no me ha dicho todavía su nombre.
—Sí, perdón. Soy Silly, John Silly, y querría contratar sus servicios, como es lógico —lógicamente.
—Usted dirá —dije con cara de resignación ante la obviedad de su intervención.
—¿Ha oído hablar del Kamikaze de La Parrilla?
—Algo he oído. Habladurías. Supongo que usted no estará muy al tanto todavía, adivino por su acento que es nuevo por aquí, pero pronto aprenderá que las habladurías en Cuenca forman parte de nuestra vida cotidiana. Es sencillo, cuando la gente no tiene nada que decir, simplemente habla y habla sin rumbo y acaba diciendo un montón de mentiras, que, a veces, por arte de birlibirloque, son hasta ciertas.
—Siento decirle, señor Mauricio, que en este caso no se trata de habladurías. Hasta ahora el Kamikaze de La Parrilla ha sido visto cuatro noches y ha echado de la carretera a dos coches. Y las cuatro noches me crucé con él, por lo que creo que soy su auténtico objetivo.
—¿Ha hablado de esto con la policía? —si lo que me estaba diciendo ese tipo era cierto la policía pagaría por interrogarlo y ver qué podía sacarle.
—No. Debe ser algo confidencial, por eso he acudido a usted. Esto no debe trascender a la policía. Es más, preferiría que la gente siguiese pensando, como usted ha dicho, que esto es otro rumor propio de la convivencia conquense.
—Y por qué piensa que es usted su objetivo. ¿Alguien tiene motivos para matarlo? ¿Deudas? ¿Líos de faldas? ¿Herencias? Qué sé yo. ¿Si usted es el objetivo por qué ha echado de la carretera a otros dos coches ya y no al suyo?
—Mire, por motivos de trabajo hago todos los martes y jueves el mismo trayecto a una hora muy parecida. El kamikaze, sin duda, conoce este dato, y actúa a lo largo de ese recorrido durante esas horas.
—¿Qué recorrido es ese? ¿A qué hora? ¿Por qué no prueba otro modo para matarlo?
—Me desplazo de Valdeganga, donde vivo, a Belmontejo, entre las dos y las cuatro de la mañana. Y el kamikaze actúa de esta manera porque quiere que parezca un accidente. Y no puedo darle más datos. Con esto tiene que arreglárselas.
—Es poco pero se hará lo que se pueda. No le prometo que atrapemos al kamikaze dadas las circunstancias en las que tengo que trabajar, prefiero trabajar con la plena confianza de mi cliente, pero prometo mantenerlo a usted con vida.
—¿Y sus honorarios?
—Bueno, no le he dicho nada porque me parecía de mal gusto importunar a un caballero inglés hablando sobre temas de dinero en estas circunstancias en las que lo que está en juego es la vida de su persona, y por otra parte he supuesto que siendo usted un caballero inglés no tendría inconveniente alguno en pagar mis servicios, aunque sean algo caros.
—Entiendo. Tiene usted toda la razón del mundo, pero ¿puede concretar?
—Ahora mismo, y si no surgen gastos extras, como me dedicaré en exclusiva a su caso y seguridad estaríamos en mil por semana. —En Cuenca somos gente sencilla y bonachona, dicen, pero no somos tontos y sabemos, como en las zonas de la costa, que a los guiris hay que exprimirlos al máximo.
—Mil euros. De acuerdo. Confío en la fama que le precede.
—No —dije precipitadamente al ver que ni se había pensado un segundo pagar tamaña cifra—, mil euros no, mil Libras esterlinas, por supuesto. Hablaba en Libras para facilitarle a usted las cuentas.
—De acuerdo.
—Bien. Hoy es viernes, usted no tiene que realizar el trayecto hasta el martes. Pásese por aquí el martes sobre la una y hablaremos de los avances. No se preocupe, está en buenas manos. Y traiga, por favor el dinero así todos estamos más tranquilos. Quien paga descansa, dice un refrán español.
Dudaba mucho que existiese el Kamikaze de La Parrilla, pero el cliente siempre tiene la razón y no sería difícil hacer un poco el paripé para que el inglés se sintiese protegido e intentar alargar la cosa durante algunas semanas hasta que se sintiese totalmente fuera de peligro o los rumores sobre el kamikaze cejasen.