A veces hay días tontos, y hay tontos todos los días. Cuando desperté el domingo y mire por la ventana lo primero que vi fue al Araña y al Kandinsky frente a mi portal: manda huevos. Llamé al Tito de San Antón, aunque su alter ego siempre ha estado más próximo al Piraña, uno de los chavales que me ayudaba de vez en cuando en mis investigaciones, para que se acercase hasta mi puerta y le pidiese al Araña que subiese a mi despacho él sólo, Kandinsky debía quedarse abajo.
—Hombre, Araña. Cuánto tiempo. ¿Cómo te va? No te quedes ahí, pasa hombre —le acompañé hasta mi despacho donde tomó asiento.
—Bien, como siempre, con los estudios y eso. Estaba abajo y es que me ha dicho un chaval que le habías dicho que subiese.
—Ah, sí, claro. Es cierto —mientras rodeaba su silla colocándome a su espalda— y te preguntarás para qué te he hecho subir ¿No?
—Claro —entonces saqué rápidamente las esposas de mi bolsillo y esposé su brazo izquierdo al brazo de la silla. Él hizo amago de levantarse, pero viéndose esposado y acompañado a sentarse por mis manos en sus cervicales no ofreció mucha resistencia.
—Tranquilo, no pasa nada —me coloqué frente a él y eché la mesa hacia atrás recostándome en ella—. No voy a hacerte nada malo, no soy tan tonto, tu amigo Kandinsky está abajo esperándote. Solo voy a explicarte por qué te he pedido subir.
—Claro —entonces le aticé un soplamocos con la vela desplegada que lo dejé patas arriba en el suelo.
—Mira gordito, me parece que ya te había explicado que no me gusta que me vigilen. Y te he avisado ya dos veces con esta, a la siguiente te voy a tener que sobar el hato de verdad; te van a dar mucho café.
—No te estamos vigilando, estamos para protegerte, para que a la tulipa no le pasase nada.
—Mira, no me importa por qué ni quién te manda. Ahora te voy a soltar las esposas y os vais a ir tú y tu amiguito Kandinsky a daros por culo un rato y dejarme a mí en paz, que yo soy mayorcito ya ¿Entendido? —dudo mucho que hubiese entendido nada, pero lo que era seguro es que con el miedo que tenía no se me volvía acercar en la vida.
Salí del despacho para recoger a Leonor en el Topoba, dadas las circunstancias, intuí que algún otro amigo o miembro de los Stultus Imperitus me estaría vigilando, por lo que callejeé un poco jugando al despiste. Recogí a Leonor en el Topoba, me estaba esperando, seguramente desde hacía un buen rato, se le notaba nerviosa. Callejeé otro buen rato, mientras Jiménez Losantos daba caña a diestro y siniestro, y finalmente decidí no ir a la oficina sino al piso de Santiago López, prácticamente nadie sabía que yo tenía allí una habitación.
—Bueno, ya estamos aquí. Recuerdos del Araña ¿Trae el dinero?
—Claro. Tome —dándome una vieja mochila de tela cosida por ella misma seguramente. Yo abrí la mochila y me cercioré de que estaba llena de dinero. No sabía si estaba todo, seguramente sí, pero como mínimo había mucho.
—Aquí la tiene, la deseada, después de cientos de años es suya —alcanzándole la caja de cartón en la que guardaba la tulipa. Ella la sacó con impaciencia dejando caer al suelo los periódicos que la envolvían.
—Es preciosa. Pero… ¿Cómo sé que es la auténtica?
—¿Cómo sabe que es la auténtica? No sé… usted debe ver esas cosas ¿No?
—Sí, no se, cómo puedo estar segura. —Miré el reloj eran las ocho menos cinco.
—Porque la he probado, y funciona.
—¿Que la ha probado?
—Sí, la he probado. ¿Se piensa que vendría hasta aquí sin saber con seguridad que es la tulipa auténtica? Yo soy un profesional, sé de sobra cómo funciona este negocio. Por eso mismo hemos venido aquí y no estamos en mi despacho. Mire por esa ventana. En cinco minutos, a las ocho en punto, va a llegar un Audi a4 rojo, va a aparcar en la plaza de minusválidos y se va a bajar de él un hombre gordo, con poco pelo y bien vestido que va a entrar en aquel portal.
Después de eso se hizo el silencio durante cinco minutos, seguramente los cinco minutos más largos que había vivido Leonor en mucho tiempo, hasta que como estaba previsto llegó el amante bandido cumpliendo mis previsiones como todos los domingos a las ocho, cuando le decía a su mujer que iba al bar para ver el partido del plus con los amigos.
—Es fantástico. ¿Sabe? Nunca dudé de usted, señor Mauricio. ¿Por qué no viene con nosotros? Usted es un buen hombre y ha trabajado en esto tanto o más que nadie. Se merece la salvación.
—Gracias, pero yo soy un hombre de la justicia y prefiero tener un juicio justo, mientras tanto, que el injusto siga cometiendo injusticias y el manchado siga manchándose; que el justo siga practicando la justicia y el santo siga santificándose.
—Muchas gracias a usted señor Mauricio, el señor lo tendrá a su derecha cuando su juicio ante el altísimo y nuestra orden un lugar para usted entre sus héroes.
—Un placer haber trabajado para ustedes, ahora… conoce el camino ¿Verdad?
Recuerdo que aquel día el Deportivo perdió el derby contra el Celta en Balaídos, por 2-1, con goles de Djorovic y Mostovoi, pero acabaría ganando la liga. Yo tenía la cartera repleta de billetes y salvo la cuenta pendiente de comprarle a mi nieto una escopetilla de plomos por la tulipa ningún compromiso, así que subí al Jovi para rematar el día. El ambiente estaba muy parado: Antonio Pérez, Santos, unos desconocidos turistas que parecía que hablaban en extranjero pero que lo hacían en pijo, y yo, que me senté junto a un guiri con nombre de cerveza catalana, Damm, por eso me acuerdo de su nombre, y apellido de minipimer, Brawn o algo parecido, al que le conté mi historia. No sé si entendió algo, pero esta es mi historia. Dejé que me invitase, apagué el cigarro, dejé caer al suelo la colilla y me marché.