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Durante aquella semana encontré los zapatos para el traje. Ningún mortal en este mundo puede combinar el azul marino con el negro sin caer en la vulgaridad, excepto Jaime de Marichalar, que si se atreviese a hacerlo, en lugar de hacer el ridículo marcaría tendencia, y yo, que estaba hasta los huevos de dar vueltas por Carretería semana sí, semana también. Después de tanto esfuerzo sólo esperaba que fuese una boda de verdad, con un menú como Dios manda: sopa de picadillo, langostinos a mansalva, sorbete y chuletillas de cordero, de las de palote, nada de cosas experimentales ni alta cocina, que la miel no esta hecha para la boca del asno ni las rosas para los culos de las princesas.

—Evelyn, ven un momento, por favor —mientras daba vueltas frente al espejo mirándome sin mucho convencimiento.

—Oh, que elegante señor ¿Quién viene?

—No viene nadie, y como si quiere venir el Papa de Roma. Es el traje para la boda. ¿Qué te parece? ¿Me queda bien?

—Está usted bien lindo señor. Esta hecho todo un galán.

—¿No me hace un poco de barriga?

—Ay, no señor, la barriga no se la hace el traje —como si ese culo que ella tiene se fuese cuando se quita los pantalones.

—Venga, vale, vete, que me vuelva a cambiar.

Mi aspecto me hizo pensar qué más daba si el traje me quedaba bien o mal o si los zapatos combinaban y tenían un poco tacón, de tal modo que no sé si parecía más alto o una Drak Queen, si el mundo se iba a acabar poquito antes de la boda. Si eso fuese cierto, para el tiempo que quedaba debería pasarlo bien y gastar todo mi dinero. Entonces reflexioné y llamé primero a mi hija y a continuación a Leonor. Tras agotar los tonos de dos llamadas no conseguí que me cogiera el teléfono, sin embargo antes de salir de la habitación, el teléfono sonaba de nuevo.

—Mauricio Romero, investigador privado, dígame.

—No se por qué supuse que era usted, este teléfono no lo tiene mucha gente.

—Tengo buenas noticias para usted.

—Dígame.

—Es muy importante, mejor pasaré el domingo sobre las ocho a recogerla por el Topaba. Traiga dinero. Medio millón.

—¿Cómo?

—No se arrepentirá.

—Pero para qué.

—Tengo la tulipa —y colgué de sopetón sin dejar que dijera ni una sola palabra más.

Si realmente llegaba el fin del mundo ¿Para qué quería ella medio millón? Y si no llegaba… pensaría que la tulipa había funcionado.