Hacía un día de pleno verano en el mes de marzo, como siempre las lluvias se reservaban para la Semana Santa, y cuando el calor aprieta el amor se desata, por lo que fui al piso de la calle Santiago López para ver, si al menos, lograba quitarme el caso de celibato conyugal. Si hoy repetía el patrón de siempre le sacaría unas cuantas fotos más, se las daría a su mujer, y caso cerrado. Cuando llegué al piso estaba todo manga por hombro, parecía mi oficina en la era anterior a Evelyn. Es lo que pasa cuando alquilas una habitación en un piso de estudiantes. Apenas me había sentado y comenzado a sacar el material fotográfico cuando oí unos gritos que poco a poco iban subiendo de tono.
—¡Socorro! ¡SocorRO! ¡SocORRO! ¡SOCORRO! —parecía que salían de la habitación de Rosa, la chica de Albacete que estudiaba relaciones laborales. Salté con un respingo de la silla y salí como una exhalación hacia la habitación desenfundando mi Smith and Wesson. A medida que avanzaba los gritos eran mayores y más seguidos, hasta que pateé con violencia la puerta.
—¡Todos quietos! ¡Qué coño esta pasando aquí! —Rápidamente se levantaron con las manos en alto—. Lo siento, perdón.
—¿Qué pasa Mahou? —dijo Rosa, tartamudeando, con cara de incredulidad y miedo, totalmente desubicada y sin bajar las manos. ¿De Albacete?, debía ser de Manzanares, por lo menos, porque menudo melonar.
—Perdón —enfundando el revolver—. Lo siento, me pareció oírte gritar socorro y vine corriendo.
—¡Joder! ¡Estás paranoico! —me gritó tapándose violentamente con la sabana mientras su amante, el hijo del cartero de mi barrio, aún estaba paralizado con las manos en alto dejando al descubierto su pizarrín, el cual había que esforzarse para verlo perdido entre tanto pelo.
—Ya, ya, lo siento, ahora me he dado cuenta de que no gritabas socorro —gritaba me corro—. Perdón, no volverá a pasar —cerrando la puerta y marchándome. Creo que les corté el rollo, como dicen ellos, porque no volví a oír los gritos. El panoli del hijo del cartero no sé si se habrá recuperado aún del susto.
Continué con mi rutina. Era viernes, casi las once de la mañana. El célibe conyugal debería llegar como todos los viernes a las once y diez. Los viernes trabajaba sólo hasta las once, aunque a su mujer le decía que trabajaba como siempre hasta las dos y media, y diez minutos era lo que tardaba en llegar de su trabajo a casa de la querida, una rumana en la veintena con más ambición que escrúpulos. Nada más llegar corrían las cortinas del salón y hacían «el amor». Algo rápido, sencillo, exprés. Después no sé muy bien qué harían hasta las dos menos diez, cuando con estricta puntualidad inglesa, comían, para a las dos y treinta y cinco, ni un minuto más, ni un minuto menos, el señor partir para su casa, donde volvería a comer con su mujer y sus hijos. Viendo su físico, lo de comer dos veces los viernes no debía costarle mucho, es más, cabe la posibilidad de plantearse que lo de la querida fuese sólo una tapadera para comer dos veces.
A las once y diez llegó como estaba previsto, en Cuenca no hay lugar a demoras por tráfico, y aparcó su coche en la plaza de minusválidos como también estaba previsto. Hice las fotos, bebí un par de cervezas calientes de las que les habían sobrado a mis circunstanciales compañeros de piso de la chusma del jueves noche, y marché a las dos y cuarenta sin que Rosa saliese para nada de su habitación ni tampoco se le oyese rebullir.