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Desayuné temprano un café solo y mi copa de Carlos I en el Roco, como de costumbre. Calentar el cuerpo y echarle petróleo bien temprano es fundamental para tener un buen día, y si le llaman Carlos I es porque es lo primero que hay que hacer cada mañana. Después estuve dando paseos Carretería arriba, Carretería abajo, igual que un maricón en una feria, entre Nacho L. G. y Almacenes Barcelona, para intentar ajustar el traje y los zapatos para la boda del hijo de mi primo Rufi, el del pueblo, el sobrino de mi tía Jerima, que después de haber sido leñadores toda la vida el chico sacó carrera y se colocó muy bien por un ministerio de Salamanca o algo así.

Llegué al Guerra poco antes de las once, para coger un buen sitio antes de que llegase toda esa chusma madrileña de la San Cristóbal. Casi no me había sentado cuando una chica se acercó:

—¿Señor Mauricio? —parecía recién sacada de Woodstock o peor aún, recién llegada del carnaval de los años 60 de Tarancón.

—Sí, y tú debes ser mi cita de trabajo ¿Me equivoco?

—No, no se equivoca. Soy Leonor. —Era una chica joven, de veintipocos, delgadita, bajita… poca cosa.

—¿Cómo me ha reconocido?

—Digamos que con un poco de perspicacia y un poco de procedimiento prueba-error.

—¿Cómo? ¿Qué quiere decir eso?

—Yo no soy detective pero, he descartado a las mujeres, los adolescentes, los funcionarios y los mecánicos del taller de en frente, y aun así he preguntado a tres señores, antes que a usted, si eran el señor Mauricio, en la media hora que llevo aquí.

—Vaya, llego antes de tiempo y llevas media hora esperando, debe ser algo muy importante. Siéntate y cuéntame ¿Qué quieres de mí?

—Bueno, es un tema un poco, bastante, delicado ¿No podríamos ir a un sitio… más privado?

Si hay una cosa que me fastidia en esta vida, esa es no poder almorzar. No pido ningún banquete ni lujos, pero qué menos que un pincho de tortilla y una cerveza, a media mañana, para ser persona hasta la hora de la comida. Fuimos a mi oficina, que no queda muy lejos del Guerra. En Cuenca todo está cerca, quizás por eso a la gente de fuera le parece que Cuenca esta muy lejos, o lejísmos que dirían los hijos del terruño. Abrí la puerta con cierta reserva, pero, aunque parezca mentira, después de muchísimo tiempo, el despacho estaba como los chorros del oro. Casi no me lo creía. Desde luego, Evelyn no era muy inteligente, ni demasiado hábil con los ordenadores y los teléfonos, pero era limpia como la patena. Nos sentamos en mi despacho con el escritorio de por medio.

—Usted dirá.

—¿Puedo? —mostrándome los aperos para liar tabaco y un chivato a rebosar de hierba, porque yo no sé mucho de campo, pero eso no eran pipas.

—Sí, claro, adelante.

—Como le he dicho antes, es un tema muy delicado. Sé que sobra decirlo, pero me gustaría que me asegurase total confidencialidad sobre este tema, puesto que es de vital importancia que este asunto se despache entre nosotros. —Esa chica vestía como un hippy y hablaba como un ministro. La verdad es que me costaba seguir tanta palabrería vana.

—Desde luego. Le puedo asegurar que si algo me caracteriza es la discreción. Cualquiera de Cuenca puede decírselo.

—…

—¿Y bien?

—Sí, claro, perdón. Estaba pensando —y un poquito colgada diría yo—. Se trata de encontrar un objeto muy importante. Una tulipa de cristal.

—Disculpe —el teléfono, como siempre en el peor momento—. Es mi hija, está en urgencias con mi nieto. Parece que no es nada, pero tengo que irme. Espero que me comprenda. ¿Podría pasarse por aquí esta tarde sobre las siete y media?