A la mañana siguiente telefoneé a Ramón para contarle que estaba todo solucionado, que en cuanto viniese lo entendería todo. Concerté una cita con él, esa misma tarde, en el Café Liceo.
—Buenas, hoy le noto más contento de lo habitual, menos seco —siempre se me queda una estúpida sonrisa durante un par de días después de un buen polvo— a mí sin embargo me corroe la incertidumbre. No quiso decirme nada por teléfono, le está dando mucho misterio a esto.
—No puedo decirle nada, ni una palabra, pero tome —le entregué un sobre con el vídeo de toda la noche anterior— ahí está todo. Lo entenderá enseguida. Sólo le diré dos cosas antes de irme: tenía razón, el cliente siempre tiene la razón, y: no sea duro con ella, no tiene culpa de nada, lo hizo todo por usted.
—¿Cómo?
—Tiene mi número de cuenta y sabe dónde está mi despacho. Espero lo convenido. Caso resuelto. —Dejé un billete de mil sobre la mesa, me levanté y me fui disfrutando de mi pitillo.