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Aquel día empezó bien. Habíamos vendido la parcela y por la tarde mi ex me llevó el dinero al despacho, en metálico, no me gusta el dinero que pasa por los bancos. Los banqueros, que, cómo no, llevan corbata, son personas que pueden hundirte la vida por las quinientas mil míseras pesetas procedentes de una parcela familiar. Bueno, en realidad mandó a su hermana. Operarse las tetas a los cuarenta es de gilipollas pero hay que admitir que le quedaban de lujo. En su parroquia, la de San Esteban, pronto se dio a conocer como la de las tetas operadas, cualquier día de estos le quitan la comunión. Si naciste sin tetas y así viviste hasta los treinta y nueve no te pongas una ciento diez a los cuarenta. No hace falta ser muy católico para saber eso, lo sé hasta yo, que lo más cerca que he estado de un cura es cuando coincidíamos en el puti de la Hinojosa, donde unos cuantos cuervos apostolares habían alcanzado la condición de socio vic (very important cura).

Para celebrarlo subí a la Plaza Mayor, a tomar unas copas al Jovi, en cuanto la rubia se fue a su casa. En todo este tiempo de vigilancia nunca había salido después de las nueve, salvo la noche que casualmente me la encontré en el Nashville. Sabía de buena tinta que veía la televisión hasta las doce en familia. Era muy pronto, estaba casi solo, sólo con Santos. Santos es un buen chaval, joven aún, aunque con entradas, pero ha visto demasiadas películas de Humphrey Bogart, y me jode que la gente se piense que los detectives vivimos en una película. Una vez le enseñé mi Smith & Wesson del especial, y creo que me arrepentiré durante toda mi vida, no hay día que lo vea y no me haga un comentario al respecto. Lo conozco desde hace ya algunos años y aún no sé de qué vive.

Cuando regresé a casa, o mi despacho, Arturo, uno de mis chicos, me esperaba en la puerta:

—Mahou, está arriba. —Se me ha olvidado decir que me llamo Mauricio, pero todos me llaman Mahou, por razones obvias.

—¿Arriba? ¿Dónde? ¿Quién?

—Ella, joder, la rubia.

—¿La que os pedí que vigilaseis?

—Claro.

—¿Y qué coño hace arriba?

—¡Yo que sé! No he subido. Seguro que se los pone al marido con uno de tu bloque y ni te has dado cuenta jejeje ¡Menudo detective!

—¡Vete de aquí subnormal! Ya me encargo yo.

Subí las escaleras con calma, asomándome por los rellanos, aguzando el oído, disfrutando el pitillo, y cuando llegué al último piso, el mío, estaba allí, en la puerta.

—Buenas noches señorita, ¿me buscaba? —Le pregunté mientras sacaba las llaves y le pedía paso con mi postura para acercarme a la puerta.

—Creo que es usted quien me busca a mí ¿Me equivoco?

—Qué prefiere Olga ¿Sinceridad o cortesía?

—La verdad.

—Es cierto que le he seguido algunos días. Un cliente quiere saber algunas cosas de usted. ¿Cómo lo ha sabido?

—En Cuenca se sabe todo, debería saberlo. Me lo contó un amigo. ¿Viene de parte de ellos?

—Pase y hablemos.

—Viene de parte de ellos ¿Verdad? —Preguntaba con cara de preocupación mientras entrábamos al despacho.

—¿Quiénes son ellos? —Pregunté mientras ajustaba con disimulo la microcámara que tengo siempre escondida en el archivador. Pensé que la conversación se ponía interesante y convenía grabarla. Cosas de la tecnología, la tienda del detective, y casi cuatrocientos euros.

—Los prestamistas.

—No, yo estoy de parte de su marido, que es quien me paga.

—¿Mi marido?

—Sí, su marido sospechaba que podía serle infiel y por eso me contrató, pero por lo que veo usted está metida en cosas más graves. Cuénteme por favor, quizás pueda ayudarla.

—No, no puede.

—No pierde nada por contármelo. —Recostándome hacia un lado de la silla para que pudiese salir realmente guapa ante la cámara.

—Está bien, pero prométame que no le dirá nada a mi marido. Invéntese cualquier cosa. Es lo que más quiero en este mundo y no quiero herir su orgullo.

—Le prometo que no le diré nada, ni una sola palabra a su marido.

—Ramón es un buen hombre, le quiero mucho, aunque sé que hay gente que piensa que sólo estoy con él por su dinero. De vez en cuando le gusta jugar, nada especial, algo de poker. Perdió algún dinero en una partida, pero se negaba a pagar porque pensaba que le habían hecho trampas. Esos tipos iban a partirle las piernas, así que pagué yo el dinero. En casa él es el que lleva todas las cuentas y maneja el dinero, y no podía pedir un préstamo porque se enteraría, por lo que recurrí a un prestamista pensando que luego se me ocurriría algo. El tiempo pasaba y la cosa iba a peor, no podía pagar, ni decírselo a mi marido porque heriría su orgullo. Me amenazaron, por lo que me vine aquí para esconderme —en Cuenca nos conocemos todos, pero nadie nos conoce, buen escondite— pero ahora la cosa se pone más negra, han averiguado quién es mi marido. He intentado pedir en los bancos, mediante contactos y amistades, que me den en dinero de forma extraoficial, pero no hay manera. Si no pago yo van a por mi marido. Estoy acorralada —para ese momento de la narración ya llevaba un rato entre lágrimas y sollozos.

—Está usted en un problema. ¿Quién era el tipo del otro día en el Nashville?

—¿Cómo lo sabe?

—Recuerde que soy detective y he sido su sombra durante un tiempo.

—Es el director de una oficina. Me dijo que quizás podía hacer algo, pero que como era un chanchullo convenía que lo hablásemos en otro sitio con un ambiente más distendido, pero parece que lo único que quería era propasarse, y cuando lo intentó me fui.

—Lo sé. Lo vi. Debería tener usted un poco más de ojo y de cuidado. Este mundo está lleno de desaprensivos dispuestos a aprovecharse de las penurias de la gente.

—Estoy desesperada, ya no sé qué hacer ni a quién acudir. Al menos usted no es uno de ellos. Me aterroricé cuando me dijeron que me estaba vigilando. No se imagina las cosas que han pasado por mi cabeza. Estaba realmente fuera de mí, por eso me he armado de valor y he venido hasta aquí, porque no podía vivir más con esta incertidumbre.

—¿De cuando dinero estamos hablando?

—Con intereses y todo unas seiscientas mil pesetas. ¿Cómo se puede llegar a esta situación por cuatro mil euros de mierda? Haría cualquier cosa por conseguir el dinero sin que mi marido se enterase.

—Creo que le puedo ayudar —nunca he sido Johnny Wadd pero me levanté, saqué las quinientas mil pesetas de la parcela de la chaqueta y las ciento cincuenta mil que me dio su marido, la semana anterior, del cajón y puse las casi setecientas mil pesetas sobre el escritorio. Ella lo entendió enseguida y accedió. No tenía mucho pecho pero tenía el culo más prieto que jamás he disfrutado.