Vivir sólo para ir al día siguiente al trabajo es algo muy triste. Pero cuando eres tu jefe es algo más llevadero. Preparé un dispositivo de vigilancia. Algo sencillo, unos euros a algunos chavales de su barrio y rondas para informarme. Cuenca es una ciudad muy pequeña, la gente se vigila sola, más si eres una rubia bastante atractiva.
Conocía, al detalle, todos y cada uno de sus movimientos, pero pasado el mes no tenía nada, y parecía que ella quería quedarse otro mes más según mis confidentes. Admito que Cuenca no es la calle Serrano para una mujer, por lo que el hecho de que se quisiese quedar un mes más olía a chamusquina, pero las pruebas hablan por sí solas, y cuando no hablan es que no hay nada de lo que hablar. Salía todos los días de su casa a las diez en punto muy arreglada, como para ir a misa, aunque no me constaba que la pisase en todo el mes. Compraba el pan en La Golondrina; un día dos barras y al siguiente una, y así sucesivamente. Tomaba café en El Liceo de la calle Colón con un grupo de amigas y hacía alguna visita a algún banco, aunque sabía de buena tinta que salía siempre sin sartén alguna ni juego de toallas. Por la tarde iba al gimnasio, al Curvas, de seis a siete, donde hablaba con las compañeras de la telenovela; le volvía loca Juan Reyes de Pasión de Gavilanes, sin duda alguna le pegaba más que su marido si no hubiese lechugas de por medio. Nada más. Nada sospechoso. En un mes no había quedado con un solo hombre. Esa mujer llevaba más de un mes sin follar, debía estar cachondísima, pero las mujeres para eso son diferentes, saben controlarse y no se excitan por cuerpos desnudos y sudados sino por montones de ropa y cosas que no son lo que parecen y que ellas llaman diseño. Así que decidí llamar a su marido y decirle que lo dejaba, no tenía sentido, puedo ser un cabrón con una baraja de por medio o apoyado en una barra, pero en el trabajo, antes de nada, soy un profesional, y donde no hay caso, no hay trabajo. No me gusta engañar a la gente.