20

Un sacrificio

Me abrí camino por entre los barriles y botelleros hasta llegar a la puerta que daba a las catacumbas. Según mis cálculos, debían de faltar unos quince minutos para que se pusiera el sol, así que no me sobraba el tiempo. Sabía que, en cuanto se pusiera el sol, mi maestro utilizaría a Alice para atraer a la Pesadilla por última vez.

El Espectro intentaría atravesarle el corazón a la Pesadilla con su cuchillo, pero sólo tendría una oportunidad. Si lo conseguía, la energía liberada probablemente lo mataría. Demostraba una gran valentía al estar preparado para sacrificar la vida, pero, si fallaba, Alice también sufriría las consecuencias. Cuando se diera cuenta de que la habían engañado y que estaba encerrada tras la Puerta de Plata para siempre, la Pesadilla estaría furiosa; sin duda, Alice y mi maestro perderían la vida si no la mataban enseguida. Los aplastaría contra los adoquines hasta la muerte.

Cuando llegué al final de la escalera me detuve. ¿Qué dirección debía seguir? Inmediatamente encontré respuesta a mi pregunta: me vino a la cabeza uno de los dichos de papá.

«¡Echa siempre delante tu pie más fuerte!»

Bueno, mi pie más fuerte era el izquierdo, así que, en vez de seguir el túnel que tenía enfrente y que llevaba a la Puerta de Plata y al río subterráneo, seguí el camino de la izquierda. Era estrecho, apenas permitía el paso de una persona y descendía en una curva cerrada, de forma que daba la impresión de bajar por una espiral. Cuanto más bajaba, más frío hacia, y sabía que los muertos se iban congregando. Por el rabillo del ojo veía un montón de cosas: los fantasmas de los Pequeños, pequeñas formas que eran poco más que rastros de luz que entraban y salían de las paredes. Tenía la sospecha de que había más por detrás de mí que por delante, y la sensación de que me seguían, de que todos avanzábamos en dirección a la cámara funeraria.

Por fin vi el brillo tembloroso de la luz de una vela al fondo y llegué a la cámara funeraria. Era más pequeña de lo que me esperaba, una sala circular que no tendría más de veinte pasos de diámetro. En lo alto había un estante y, encima, las grandes urnas de piedra que contenían los restos de los ancestros más antiguos. En el techo, en el centro, había una abertura circular imperfecta, como una chimenea, un agujero oscuro al que no llegaba la luz de la vela. Del agujero colgaban unas cadenas y un gancho.

El techo goteaba, y las paredes estaban cubiertas de limo verde. También se sentía un fuerte olor: una mezcla fétida de podredumbre y agua estancada.

La pared era curva y tenía un banco de piedra adosado; el Espectro estaba sentado en él, con ambas manos apoyadas en el bastón. A su derecha estaba Alice, aún vendada y con tapones en los oídos.

Cuando me acerqué, él me miró, pero ya no parecía enfadado, sino muy triste.

—Eres aún más tonto de lo que pensaba —dijo, sin alterarse, mientras me acercaba y me quedaba frente a él—. Vete mientras estés a tiempo. En un rato será demasiado tarde.

Sacudí la cabeza.

—Por favor, déjeme quedarme. Quiero ayudar.

El Espectro soltó un profundo suspiro.

—Puede que empeores aún más las cosas. Si la Pesadilla detecta alguna señal, no se acercará a este lugar. La niña no sabe dónde está, y yo puedo ocultar mis pensamientos. ¿Y si te lee la mente?

—Ya lo intentó hace poco. Quería saber dónde estaban. Y dónde estaba yo. Pero le planté cara, y no lo consiguió.

—¿Cómo lo impediste? —preguntó, endureciendo de pronto la voz.

—Le mentí. Fingí que iba de vuelta a casa y le dije que ustedes iban de camino a Chipenden.

—¿Y te creyó?

—Parece que sí —contesté, de pronto menos seguro de mí mismo.

—Bueno, lo descubriremos enseguida, cuando Alice la llame. Escóndete en el túnel —me indicó, ya más tranquilo—. Desde ahí podrás verlo. Si las cosas se ponen mal, incluso puede que tengas una mínima posibilidad de escapatoria. ¡En marcha, muchacho! No te lo pienses. ¡Ya es casi la hora!

Hice lo que me dijo y retrocedí unos metros por el túnel. Sabía que el sol ya se habría puesto tras el horizonte y que estaría anocheciendo. La Pesadilla abandonaría su escondrijo subterráneo. En forma de espíritu, podría volar libremente y atravesar incluso la roca. Cuando la llamara Alice, volaría directamente hacia ella, más rápido que un halcón que cayera en picado hacia su presa. Si el plan del Espectro funcionaba, no se daría cuenta de dónde estaba Alice. Y una vez llegara, sería demasiado tarde. Pero nosotros también estaríamos allí y nos tendríamos que enfrentar a la ira que desplegaría al darse cuenta de que la habíamos engañado y estaba encerrada.

Observé al Espectro, que se puso en pie, frente a Alice. Bajó la cabeza y se quedó absolutamente inmóvil un buen rato. Si fuera sacerdote, habría pensado que estaba rezando. Por fin se acercó a Alice y le sacó el tapón de cera del oído izquierdo.

—¡Llama a la Pesadilla! —le gritó, tan fuerte que el sonido llenó la cámara y resonó por el túnel—. ¡Ahora, Alice! ¡Date prisa!

Alice no habló. Ni siquiera se movió. No hacía falta, porque la llamó desde el interior de su mente, con sólo desear su presencia.

Llegó sin previo aviso. En un momento todo estaba en perfecto silencio, y al siguiente llegó una ola de frío y la Pesadilla apareció en la sala. De cuello para arriba, era idéntica a la gárgola que había sobre la puerta principal de la catedral: unos dientes enormes, la lengua colgando, orejas de perro y unos cuernos retorcidos. De cuello para abajo, era como una enorme nube negra e informe.

¡Había recuperado la fuerza suficiente para adoptar su forma original! ¿Qué probabilidades tendría el Espectro?

Por un momento, la Pesadilla se quedó perfectamente inmóvil, escrutándolo todo con la vista. Sus ojos presentaban unas pupilas que eran como ranuras verticales, como las de una cabra, pero de color verde oscuro.

Entonces, al darse cuenta de dónde estaba, emitió un gruñido lastimero que resonó por todo el túnel, con una vibración que se coló por las suelas de mis botas y me llegó hasta los huesos.

—¡Otra vez encerrada! ¡Encerrada! —gritó furiosa, con una voz fría y sibilante que resonaba en la cámara y penetraba en mi interior como el hielo.

—Sí—respondió el Espectro—. Aquí estás y aquí te quedarás, encerrada para siempre en este lugar maldito.

—¡Disfruta de tu hazaña! ¡Toma tu último aliento, viejo zorro! Me has engañado, pero ¿para qué? No conseguirás más que sumirte en la oscuridad de los muertos. No serás nada, pero yo aún puedo utilizar a los de arriba. ¡Seguirán obedeciéndome y me traerán carne fresca! ¡Así que todo esto ha sido en vano!

La cabeza de la Pesadilla aumentó de tamaño, y la cara se volvió aún más horrible: la barbilla se hizo más larga, curvándosele hacia arriba, en dirección a la nariz ganchuda. La nube negra iba desvaneciéndose y transformándose en carne. Ahora ya se veía un cuello y se adivinaban unos hombros fuertes y musculosos que, en vez de piel, estaban cubiertos de ásperas escamas verdes.

Sabía lo que estaría esperando el Espectro. En cuanto el pecho quedara claramente a la vista, atacaría al corazón. Ante mis propios ojos, la nube fue disipándose y dejó a la vista el torso, hasta la cintura.

¡Pero estaba equivocado! El Espectro no usó el cuchillo. De pronto, inexplicablemente, tenía la cadena de plata en la mano derecha y levantó el brazo para lanzársela a la Pesadilla.

Le había visto hacerlo antes. Se la había lanzado a Lizzy la Huesuda, formando una espiral perfecta que le cayó encima y le ató los brazos a los costados. La bruja había caído al suelo y no había podido hacer más que quedarse gruñendo, con la cadena apretándole el cuerpo y la boca.

Lo mismo habría ocurrido en este caso, estoy seguro, y la Pesadilla habría acabado estirada en el suelo, indefensa. Pero en el preciso momento en que el Espectro se preparaba para lanzar la cadena de plata, Alice se levantó tambaleándose y se arrancó la venda.

Sé que no quería hacerlo, pero de algún modo se interpuso entre el Espectro y su objetivo y le desvió el tiro. En vez de acabar sobre la cabeza de la Pesadilla, la cadena de plata le cayó sobre el hombro. Al sentir el contacto, soltó un gemido agónico y la cadena cayó al suelo.

Pero el Espectro no estaba acabado: cogió su bastón y lo levantó. Mientras se preparaba para lanzarlo contra la Pesadilla, se oyó un chasquido y la hoja retráctil, hecha de una aleación de plata, quedó al descubierto, brillando a la luz de la vela. Era la hoja que le había visto afilar en Heysham. Ya le había visto usarla antes, al enfrentarse a Colmillo, el hijo de Madre Malkin, la vieja bruja.

El Espectro arremetió con fuerza con el bastón hacia la Pesadilla, apuntando al corazón. La Pesadilla intentó apartarse, pero no tuvo tiempo de evitar el ataque del todo. La cuchilla le penetró en el hombro izquierdo, y chilló de dolor. Alice dio un paso atrás; tenía el terror escrito en el rostro. El Espectro, con gesto decidido, se echó atrás y se preparó para un segundo ataque.

Pero de pronto las dos velas se apagaron, sumiendo la cámara y el túnel en la oscuridad. Usé la yesca y encendí mi cabo de nuevo, pero a la luz de la vela observé que el Espectro se encontraba solo en la cámara. ¡La Pesadilla había desaparecido! ¡Y Alice también!

—¿Dónde está? —grité, corriendo hacia el Espectro, que se limitó a sacudir la cabeza con aire triste.

—¡No te muevas! —dijo—. ¡Esto aún no ha acabado!

Estaba mirando hacia el oscuro orificio del techo por el que desaparecían las cadenas. Había un bucle y, al lado, otra cadena que colgaba. En el extremo, casi tocando el suelo, tenía un gran gancho. Era el típico aparejo de poleas, similar al empleado para bajar las losas usadas para apresar a boggarts.

El Espectro pareció estar escuchando algo.

—Está por ahí arriba —susurró.

—¿Es una chimenea? —pregunté.

—Sí, algo parecido. Por lo menos, para eso se usó en algunas ocasiones. Mucho después de que los Pequeños hubieron desaparecido y de que la Pesadilla quedara apresada, había necios que seguían ofreciéndole sacrificios en este mismo lugar. La chimenea llevaba el humo hasta su guarida, allí arriba, y utilizaban la cadena para enviarle la ofrenda chamuscada. ¡Algunos de ellos murieron aplastados por su osadía!

Estaba empezando a pasar algo. Sentí el rumor de un soplo procedente de la chimenea, y de pronto el aire se enfrió. Miré hacia arriba y vi lo que parecía una nube de humo que empezaba a descender, llenando la parte superior de la cámara. ¡Era como si todas las ofrendas quemadas que se habían hecho en aquel lugar volvieran de golpe!

Pero era algo mucho más denso que el humo; parecía agua, como un remolino negro que girara sobre nuestras cabezas. A los pocos segundos, se detuvo y quedó en silencio; era como la superficie brillante de un espejo oscuro. Podía incluso ver nuestro reflejo en él: yo, junto al Espectro, que tenía el bastón preparado, con la cuchilla hacia arriba, listo para atacar.

Lo que ocurrió a continuación pasó demasiado deprisa como para que lo pudiera ver bien. De la superficie del espejo de humo surgió algo de pronto y con tal violencia que el Espectro salió despedido hacia atrás. Cayó pesadamente y perdió el bastón, que se partió en dos trozos desiguales con un chasquido.

Al principio me quedé paralizado, sin poder pensar apenas, incapaz de mover un músculo, pero después, temblando de pies a cabeza, crucé la sala para ver si el Espectro se encontraba bien.

Estaba boca arriba, con los ojos cerrados, y una gota de sangre le salía de la nariz hasta la boca abierta. Respiraba profundamente y de forma irregular, así que lo sacudí suavemente, intentando despertarlo. No respondió. Fui hasta donde estaba el bastón roto y cogí el pedazo más pequeño, el que tenía la cuchilla. Tenía la longitud de mi antebrazo aproximadamente, así que me lo puse tras el cinturón. Me quedé de pie, junto a la cadena, mirando hacia arriba.

Alguien tenía que Intentar ayudar a Alice y destruir a aquella criatura de una vez por todas, y yo era el único que podía hacerlo. No podía dejarla en manos de la Pesadilla, así que en primer lugar intenté despejar la mente. Si la conseguía vaciar, la Pesadilla no podría leerme los pensamientos. Probablemente, el Espectro había estado practicando durante días. Yo no, así que tendría que esforzarme y hacerlo lo mejor posible.

Cogí el cabo de vela entre los dientes y, con cuidado, agarré la cadena que caía en vertical con las dos manos, intentando que se moviera lo menos posible. A continuación, coloqué los pies sobre el gancho y presioné la cadena entre las rodillas. Se me daba bien trepar por las cuerdas, y una cadena no podía ser tan diferente.

Empecé a ascender bastante rápido. La cadena estaba fría y se me congelaban las manos. Cuando llegué hasta el espeso humo, respiré hondo, contuve la respiración y metí la cabeza en aquella oscuridad. No veía nada y, a pesar de no estar respirando el humo, se me metía por la nariz y por la boca abierta, y notaba un penetrante sabor acre en la garganta que me recordó el de las salchichas quemadas.

De pronto, me encontré con la cabeza fuera del humo y seguí subiendo por la cadena hasta que los hombros y el pecho quedaron fuera. Estaba en una sala circular casi idéntica a la de abajo, excepto en que, en vez de una chimenea en el techo, había un orificio en el suelo y el humo llenaba la mitad inferior de la sala.

Un túnel penetraba por la pared más alejada y se perdía en la oscuridad. También había otro banco de piedra donde estaba Alice sentada, con el humo casi hasta las rodillas. Le presentaba la mano izquierda a la Pesadilla, y la abyecta criatura estaba arrodillada sobre el humo, inclinada sobre Alice. Su espalda desnuda me recordaba la de un gran sapo verde. Mientras la miraba, se llevó la mano de Alice a la boca y la oí gritar de dolor mientras le chupaba la sangre de debajo de las uñas. Era la tercera vez que la Pesadilla se alimentaba con la sangre de Alice desde que estaba libre. ¡Cuando acabara, Alice le pertenecería!

Hacía frío, un frío glacial, y yo tenía la mente en blanco. No pensaba en nada. Subí un poco más y salté al suelo de piedra de la cámara superior. La Pesadilla estaba demasiado ocupada como para percatarse de mi presencia. Desde luego, en aquello se parecía al destripador de Horshaw: cuando comía, prácticamente no le importaba nada más.

Me acerqué y saqué el trozo del bastón del Espectro que le llevaba cogido a la cintura. Lo levanté por encima de la cabeza, con la cuchilla apuntando a la espalda de la Pesadilla, cubierta de escamas. Lo único que tenía que hacer era clavárselo y atravesarle el corazón. Se había presentado en carne y hueso, y aquello sería su fin. Moriría. Pero en el momento que tensé el brazo, me entró de pronto el miedo.

Sabía lo que me ocurriría. Se liberaría tanta energía que yo también moriría. Me convertiría en fantasma, como el pobre Billy Bradley, que había muerto después de que un boggart le mordiera los dedos. Había vivido días felices como aprendiz del Espectro, pero ahora estaba enterrado en Layton, fuera del cementerio. Aquella idea me resultaba insoportable.

Estaba aterrado y empecé a temblar de nuevo. Primero fueron las rodillas, pero los temblores empezaron a subirme por el cuerpo hasta que la mano que sostenía la cuchilla también empezó a agitarse.

La Pesadilla debió de percibir mi miedo, porque de pronto volvió la cabeza, con los dedos de Alice aún en la boca y la sangre goteándole por la curva de la barbilla. Pero entonces, cuando ya casi era demasiado tarde, la sensación de miedo se desvaneció de pronto. De golpe, me di cuenta del motivo que me había llevado a enfrentarme a la Pesadilla. Recordé lo que mamá me había dicho en su carta...

«En esta vida, a veces es necesario sacrificarse por el bien de los demás.»

Me había advertido de que, de los tres que se enfrentaran a la Pesadilla, sólo dos saldrían de las catacumbas con vida. Por algún motivo, me había imaginado que la persona que moriría sería el Espectro o Alice, pero ahora me daba cuenta de que iba a ser yo. Nunca acabaría mi formación como aprendiz, nunca me convertiría en espectro. Pero sacrificando mi vida en aquel momento, podía salvarlos a los dos. Estaba muy tranquilo. Sencillamente, acepté el destino.

Estoy seguro de que en aquel último momento la Pesadilla se dio cuenta de lo que iba a hacer, pero en vez de aplastarme en aquel mismo momento, giró la cabeza hacia Alice, que le sonrió de un modo extraño y misterioso.

Golpeé fuerte, con todas mis fuerzas, clavándole la cuchilla en busca del corazón. No sentí el contacto de la cuchilla, pero una oscuridad escalofriante lo invadió todo; sentí una sacudida por todo el cuerpo y perdí el control sobre mis músculos. La vela se me cayó de la boca, y sentí que caía. ¡No le había dado en el corazón!

Por un momento, pensé que había muerto. Todo estaba oscuro, pero de momento parecía que la Pesadilla había desaparecido. Tanteé el suelo hasta encontrar la vela y la volví a encender. Escuché atentamente y le hice un gesto a Alice para que no hablara. Oí un sonido procedente del túnel: el de las patas de un perro al correr.

Me volví a meter el trozo de bastón tras el cinturón. A continuación, saqué la cadena de plata de mamá del bolsillo de mi chaqueta y me la enrollé alrededor de la mano y la muñeca izquierdas, preparado para lanzarla. Con la otra mano recogí la vela y, sin esperar un momento, salí en busca de la Pesadilla.

—¡No, Tom, no! ¡Déjala! —suplicó Alice a mis espaldas—. ¡Ya ha acabado todo! ¡Puedes volver a Chipenden!

Corrió hacia mí, pero me la quité de encima de un empujón. Se tambaleó y casi se cayó. Cuando volvió a acercárseme, levanté la mano izquierda para que viera la cadena de plata.

—¡Atrás! Ahora perteneces a la Pesadilla. ¡Mantén la distancia, o también te apresaré a ti!

La pesadilla había bebido su sangre por última vez, y ahora no podía confiar en nada que dijera Alice. Tendría que matar a la Pesadilla para que ella quedara libre.

Le di la espalda y me puse en marcha a toda prisa. Por delante oía a la Pesadilla; detrás, el clic-clic de los zapatos en punta de Alice, que me seguía por el túnel. De pronto, el ruido de delante se dejó de oír.

¿Se había desvanecido de pronto la Pesadilla para aparecer en otra parte de las catacumbas? Me detuve a escuchar y luego volví a avanzar con una cautela aún mayor. Entonces vi algo ante mí; algo en el suelo del túnel. Me detuve cerca, y el estómago se me revolvió. Casi me pongo a vomitar allí mismo,

El hermano Peter yacía boca arriba, estaba aplastado. La cabeza estaba intacta, con los ojos abiertos y la mirada extraviada, muestra del pánico que sin duda había sentido antes de morir. Pero por debajo del cuello, su cuerpo estaba completamente aplastado contra las piedras.

Aquella visión me horrorizó. Durante los primeros meses de aprendizaje había visto muchas cosas terribles y había estado cerca de la muerte y de los muertos más veces de las que podía recordar. Pero era la primera vez que contemplaba la muer te de alguien por quien sentía afecto, una muerte terrible.

Me quedé inmóvil, distraído ante la visión del hermano Peter, y la Pesadilla escogió aquel momento para salir de la oscuridad y lanzarse hacia mí a la carrera. Se detuvo por un momento y se me quedó mirando, con aquellos ojos verdes brillando en las tinieblas. Su fornido cuerpo estaba cubierto de grueso pelo negro, y las mandíbulas dejaban al descubierto hileras de afilados dientes amarillos. De la larga lengua que le colgaba de la boca, le goteaba algo. ¡No era saliva, sino sangre!

De pronto, la Pesadilla atacó, lanzándose sobre mí. Prepare la cadena y oí que Alice gritaba por detrás. En el último momento, me di cuenta de que había cambiado el ángulo de ataque. ¡No era yo la presa que buscaba! ¡Era Alice!

Me quedé de piedra. El que suponía una amenaza para la Pesadilla era yo, no Alice. ¿Por qué la atacaba a ella?

Instintivamente corregí el tiro. En el jardín del Espectro acertaba nueve de cada diez veces apuntando al poste, pero ahora era diferente. La Pesadilla se movía con rapidez y ya estaba empezando a saltar. Así que solté la cadena y la lancé en su dirección. Vi cómo se abría como una red y caía formando una espiral. Las horas de práctica tuvieron recompensa, y la cadena cayó alrededor de la Pesadilla limpiamente, ciñéndose a su cuerpo. Se retorció una y otra vez, aullando, luchando por soltarse.

En teoría, no se podía soltar y tampoco podía desvanecerse ni cambiar de forma. Pero yo no iba a correr riesgos. Tenía que atravesarle el corazón rápidamente. Así que me abalancé, saqué la cuchilla del cinturón y me preparé poro clavársela en el pecho. Se me quedó mirando a la espera del golpe, con los ojos llenos de odio. Pero también reflejaban miedo: el terror absoluto a la muerte; el terror a la nada a la que se enfrentaba. Habló a través de mi pensamiento, suplicando desesperadamente por su vida.

—¡Piedad! ¡Piedad! —suplicó—. ¡No hay nada para mí! Sólo la oscuridad. ¿Es eso lo que quieres, chico? ¡Tú también morirás!

—¡No, Tom, no! ¡No lo hagas! —gritó Alice desde detrás, sumando sus súplicas a las de la Pesadilla. Pero no escuché a ninguna de las dos. Cualquiera que fuera el precio que tuviera que pagar, tenía que matarla. Estaba retorciéndose entre los eslabones de la cadena, y tuve que asestarle dos puñaladas antes de acertar en el corazón. La tercera vez que le clavé el cuchillo, la Pesadilla se desvaneció, pero oí un grito profundo. Nunca sabré si fue la Pesadilla, Alice o yo quien gritó; nunca lo sabré. Quizá fuimos los tres.

Sentí un golpe tremendo en el pecho, seguido de una extraña sensación de caída. Todo se quedó en silencio, y sentí que me sumía en la oscuridad.

Lo siguiente que recuerdo es que me encontré junto a una gran extensión de agua.

A pesar del tamaño, parecía más un lago que un mar, ya que pese a que soplaba una agradable brisa en la orilla, las aguas estaban tranquilas, como un espejo, y reflejaban el azul diáfano del cielo.

De una playa de arena dorada partían unos botes y, tras ellos, pude ver una isla bastante próxima a la costa. Estaba cubierta de verdes prados y árboles, y me pareció lo más maravilloso que había visto en mi vida. Entre los árboles, en la cima de una colina, había un edificio como el castillo que habíamos visto a lo lejos desde los páramos bajos al rodear Caster. Pero en vez de estar construido de fría piedra gris, brillaba como si estuviera construido con los colores del arco iris, y sus cálidos rayos de luz me daban en la frente como una bendición.

No respiraba, pero me sentía tranquilo y feliz y recuerdo que pensé que, si estaba muerto, la muerte era agradable. Tenía que llegar a aquel castillo, así que corrí hacia la barca más próxima, intentando subirme a ella desesperadamente. Al acercarme, la gente que botaba las barcas se detuvo y se giró Inicia mí. En aquel momento, supe quiénes eran. Eran bajitos, muy bajitos, y tenían el pelo negro y los ojos marrones. ¡Eran los Pequeños! ¡Los Segantii!

Me sonrieron en señal de bienvenida, corrieron hacia mí y me llevaron hacia las barcas. Nunca me había sentido tan feliz en mi vida, tan querido, tan aceptado. Toda mi soledad había desaparecido. Pero justo cuando iba a subirme al bote, sentí una mano fría que me agarraba por el antebrazo izquierdo.

Cuando me di la vuelta, no vi a nadie, pero la presión sobre el brazo aumentó hasta que empezó a dolerme. Sentía unas uñas que se me clavaban y me laceraban la piel. Intenté zafarme y subir al bote, y los Pequeños intentaban ayudarme, pero la presión sobre el brazo se había convertido ya en un dolor insoportable. Solté un grito y aspiré aire en un enorme y doloroso jadeo que se convirtió en un gemido. Sentí un hormigueo por todo el cuerpo y un calor cada vez más intenso, como si ardiera por dentro.

Estaba estirado boca arriba, a oscuras. Llovía mucho, y sentía las gotas que me caían sobre los párpados y la frente; algunas incluso se me metían en la boca, que estaba completamente abierta. Estaba demasiado cansado para abrir los ojos, pero oí la voz del Espectro a cierta distancia.

—¡Déjalo! —decía—. ¡Dale paz, niña! ¡Ahora ya no podemos hacer nada más por él!

Abrí los ojos y vi a Alice inclinada sobre mí. Detrás de ella se levantaban los oscuros muros de la catedral. Me agarraba por el antebrazo izquierdo, con sus uñas, muy afiladas, contra mi piel. Se acercó y me susurró al oído:

—No eres de los que se rinden fácilmente, Tom. Has vuelto. ¡Has vuelto a casa!

Respiré hondo, y el Espectro se acercó, con el asombro reflejado en los ojos. Cuando se arrodilló a mi lado, Alice se levantó y se retiró.

—¿Cómo te sientes, muchacho? —preguntó con suavidad, ayudándome a erguirme—. Pensé que estabas muerto. Te aseguro que, cuando te saqué de las catacumbas, tu cuerpo no tenía aliento.

—¿Y la Pesadilla? ¿Está muerta?

—Sí que lo está. Acabaste con ella, y eso casi acaba contigo. ¿Puedes caminar? Tenemos que salir de aquí.

Tras el Espectro pude ver al guarda con las botellas vacías de vino al lado. Seguía sumido en un sueño profundo, pero podía despertarse en cualquier momento.

Con la ayuda del Espectro conseguí ponerme en pie, y los tres nos alejamos de la catedral y nos dirigimos hacia las calles desiertas.

Al principio estaba débil y tembloroso, pero según íbamos dejando atrás las casas de la ciudad y nos adentrábamos en el campo, empecé a sentirme más fuerte. Al cabo de un rato, me volví y miré hacia Priestown, que se extendía a nuestros pies. Las nubes habían desaparecido, y había salido la luna. La torre de la catedral brillaba.

—Ya tiene mejor aspecto —dije, deteniéndome para observar el paisaje.

El Espectro se detuvo a mi lado y miró en la misma dirección.

—La mayoría de cosas tienen mejor aspecto a cierta distancia —dijo—. Y, a decir verdad, la mayoría de personas también.

Me pareció que estaba de broma, así que sonreí.

—Bueno —suspiró—, a partir de ahora debería ser un lugar mejor. Pero aun así, no vamos a volver por aquí en un tiempo.

Al cabo de una hora aproximadamente, encontramos en la carretera un granero abandonado donde cobijarnos. Estaba lleno de agujeros, pero por lo menos estaba seco, y teníamos un poco de queso amarillo para comer. Alice se puso a dormir enseguida, pero yo me quedé sentado un buen rato, pensando en lo ocurrido. El Espectro tampoco parecía cansado; se sentó y permaneció en silencio, agarrándose las rodillas. Al cabo de un rato habló.

—¿Cómo supiste cómo matar a la Pesadilla?

—Le observé —respondí—. Vi cómo le atacaba al corazón.

Pero de pronto me sentí avergonzado por haber mentido y bajé la cabeza.

—No, lo siento —reconocí—. Eso no es cierto. Me acerqué sigilosamente a escuchar su conversación con el fantasma de Naze. Oí todo lo que dijeron.

—Y deberías lamentarlo, chico. Corriste un gran riesgo. Si la Pesadilla hubiera conseguido leerte el pensamiento...

—Lo siento mucho.

—Tampoco me dijiste que tenías una cadena de plata.

—Mi madre me la dio.

—Bueno, suerte que lo hizo. En cualquier caso, está en mi bolsa, a buen recaudo por el momento. Hasta que la vuelvas a necesitar... —añadió en tono inquietante.

Se produjo otro largo silencio, como si el Espectro estuviera sumido en sus pensamientos.

—Cuando te saqué de las catacumbas, estabas frío y parecías bien muerto —dijo por fin—. He visto la muerte tantas veces, que sé que no me equivoco. Entonces esa niña te agarró del brazo y volviste. No sé qué pensar.

—Estaba con los Pequeños —dije.

—Sí —asintió el Espectro—. Ahora que la Pesadilla ha muerto, estarán en paz. También Naze. Pero ¿y tú? ¿Qué sentiste? ¿Tuviste miedo?

Sacudí la cabeza.

—Tuve más miedo justo después de leer la carta de mamá. Ella sabía lo que iba a ocurrir. Sentí que no tenía elección. Que todo estaba decidido. Y si algo está decidido, ¿qué sentido tiene vivir?

El Espectro frunció el ceño y me alargó la mano.

—Dame la carta.

La saqué del bolsillo y se la di. La leyó detenidamente y por fin me la devolvió. Estuvo un rato sin hablar.

—Tu madre es una mujer muy sagaz e inteligente —dijo por fin—. Eso explica en gran parte lo que hay escrito en este papel. Dedujo exactamente lo que yo haría. Sabía lo suficiente para hacerlo. No es una profecía. La vida ya es lo suficientemente dura sin tener que creer en profecías. Tú decidiste bajar a las catacumbas. Pero tenías otra elección. Podías haberte ido, y todo habría sido diferente.

—Pero una vez tomé esa decisión, ella acertó. Fuimos tres los que nos enfrentamos a la Pesadilla, y sólo dos sobrevivieron. Yo estaba muerto. Usted me sacó a la superficie. ¿Cómo se explica eso?

El Espectro no respondió, y el silencio se hizo cada vez más prolongado. Al cabo de un rato, me estiré y me sumí en un sueño profundo. No mencioné la maldición. Sabía que él no querría hablar de ello.