19

La carta de mamá

Esperé a que el carro hubiera desaparecido casi por completo en el horizonte y luego me puse a seguirlo, jadeando por el esfuerzo. No sabía qué iba a hacer, pero no soportaba la idea de lo que iba a pasar. El Espectro parecía resignado a morir, y la pobre Alice ni siquiera sabía lo que le iba a suceder.

El riesgo de ser descubierto no era muy grande; caía una tupida cortina de lluvia, y las negras nubes habían ensombrecido el día hasta el punto que parecía casi de noche. Pero el Espectro tenía los sentidos despiertos y, si me acercaba demasiado, lo sabría enseguida. Así que corrí y anduve a ratos, manteniendo la distancia, pero procurando ver el carro a lo lejos de vez en cuando. Las calles de Priestown estaban desiertas y, a pesar de la lluvia, incluso cuando el carro estaba lejos, podía oír el ruido de los cascos del caballo y el traqueteo de las ruedas al pasar sobre los adoquines.

Enseguida apareció por encima de los tejados la punta blanca de la catedral, lo cual me confirmó la dirección que seguía el Espectro. Tal como me esperaba, se dirigía a la casa encantada con bodega que daba acceso a las catacumbas.

En aquel momento sentí algo muy extraño. No era la típica sensación de frío entorpecedor que anunciaba la llegada de algo oscuro. No, esta vez fue más bien un repentino pinchazo helado dentro de la cabeza. Nunca había experimentado algo así, pero no hicieron falta más presentaciones. Adiviné lo que sería y conseguí vaciar la mente justo antes de que la Pesadilla empezara a hablar.

—¡Por fin te encuentro!

Instintivamente, me detuve y cerré los ojos. Me di cuenta de que la Pesadilla no podría ver a través de ellos, pero los mantuve cerrados de todos modos. El Espectro me había dicho que la Pesadilla no veía el mundo como nosotros. Aunque fuera capaz de encontrarte igual que una araña llegaba a su presa siguiendo un hilo de seda, no sabría dónde estaba. De modo que tenía que procurar que así fuera. Cualquier cosa que vieran mis ojos pasaría a mi mente, y la Pesadilla enseguida lo captaría. Podría acabar adivinando que estaba en Priestown.

—¿Dónde estás, chico? Más te vale decírmelo. Antes o después lo harás. Por las buenas o por las malas, tú decides...

El pinchazo helado aumentaba de intensidad, y toda la cabeza se me iba aturdiendo. Aquello me hizo pensar otra vez en mi hermano James y en la granja; en el día en que me persiguió y me llenó las orejas de nieve.

—Voy de vuelta a casa —mentí—. A descansar un poco.

Mientras hablaba, me fui imaginando en el campo, con el monte del Ahorcado en el horizonte, entre las tinieblas. Los perros empezaban a ladrar y me acercaba a la puerta trasera, chapoteando por entre los charcos de barro y con la cara empapada por la lluvia.

—Dime, ¿dónde está el viejo Gregory? ¿Adónde va con la niña?

—A Chipenden —respondí—. Va a meter a Alice en una fosa. Intenté disuadirle, pero no me quiso escuchar. Es lo que siempre hace con las brujas.

Me imaginé abriendo la puerta trasera de casa y entrando en la cocina. Las cortinas estaban echadas, y la palmatoria de latón estaba sobre la mesa, con la vela de cera de abeja encendida. Mamá estaba en su mecedora. Cuando entré, levantó la vista y sonrió.

Al momento, la Pesadilla desapareció y la sensación de frío empezó a disiparse. No había podido evitar que me leyera la mente, pero la había engañado. ¡Lo había conseguido! La euforia sólo me duró unos segundos. ¿Volvería otra vez? O peor aún: ¿iría a visitar a mi familia?

Abrí los ojos y empecé a correr todo lo que pude hacia la casa encantada. Al cabo de unos minutos, oí de nuevo el ruido del carro y volví a alternar el puso ligero y la carrero.

El carro se detuvo por fin, pero casi al momento volvió a arrancar y me tuve que esconder en un callejón, porque se me echaba encima al galope. El hijo del granjero sacudía las riendas con fuerza, agazapado, mientras los cascos del gran perdieron resonaban sobre los adoquines húmedos. Tenía prisa por volver a casa, y lo entendí perfectamente.

Esperé unos cinco minutos para dar tiempo a que Alice y el Espectro entraran en la casa. Luego recorrí la calle y levanté el seguro de la valla. Tal como esperaba, el Espectro había cerrado la puerta trasera, pero aún llevaba conmigo la llave de Andrew y en un momento me encontré en la cocina. Saqué el cabo de vela del bolsillo, lo encendí y en unos minutos estuve en las catacumbas.

Oí un grito por delante de mí y adiviné de qué se trataba. El Espectro estaba atravesando el río con Alice a cuestas. Aunque no viera ni oyera nada, sentiría la corriente de agua.

Enseguida fui yo quien cruzó el río y llegué a la Puerta de Plata justo a tiempo. Alice y el Espectro ya habían pasado al otro lado, y él estaba de rodillas, a punto de cerrarla.

Levantó la vista y me vio llegar corriendo.

—¡Debí imaginármelo! —gritó, furioso—. ¿Es que tu madre no te enseñó a obedecer?

Con la perspectiva que da el tiempo pasado, ahora comprendo que el Espectro tenía razón, que sólo quería protegerme, pero yo seguí adelante, agarré la puerta y empecé a tirar de ella. El Espectro forcejeó un momento, pero enseguida soltó la puerta y la atravesó, acercándoseme con el bastón en la mano.

No sabía qué decir. No podía pensar con claridad. No tenía ni idea de lo que esperaba conseguir estando con ellos, pero de pronto me volvió a la mente la maldición.

—Quiero ser de ayuda —dije—. Andrew me contó lo de la maldición. Que moriría solo, sin un amigo al lado. Alice no es su amiga, pero yo sí. Si yo estoy aquí, eso no puede ocurrir...

Levantó el bastón por encima de la cabeza como si me fuera a asestar un mazazo. Su silueta me parecía cada vez más grande, a medida que se estiraba sobre mi cabeza. Nunca lo había visto tan enfadado. Pero a continuación, para mi sorpresa y consternación, bajó el bastón, dio un paso adelante y me dio una bofetada. Yo caí torpemente hacia atrás, sin poderme creer lo que había sucedido.

No fue un gran bofetón, pero los ojos se me llenaron de lágrimas que caían por las mejillas. Mi padre nunca me había dado una bofetada así. No me podía creer que el Espectro lo hubiera hecho, y me dolió por dentro. Mucho más de lo que me dolió por fuera.

Se me quedó mirando un momento y sacudió la cabeza, como si le hubiera decepcionado mucho. Entonces volvió o atravesar la puerta y la cerró con llave tras de sí.

—¡Haz lo que te he dicho! —ordenó—. Viniste a este mundo por un motivo. No lo eches a perder por algo que no puedes cambiar. Si no lo quieres hacer por mí, hazlo por tu madre. Vuelve a Chipenden. Luego ve a Caster y haz lo que te he dicho. Eso es lo que ella querría. ¡Haz que se sienta orgullosa de ti!

Dicho aquello, el Espectro dio media vuelta y, cogiendo a Alice por el codo izquierdo, entró en el túnel. Me quedé mirando hasta que giraron un recodo y desaparecieron de mi vista.

Probablemente me quedé allí media hora o más, esperando, mirando la puerta cerrada, con la mente en blanco.

Finalmente, una vez perdida toda esperanza, di media vuelta y deshice el camino. No sabía qué iba a hacer. Obedecer al Espectro, probablemente. Volver a Chipenden y después a Caster. ¿Qué otra opción tenía? Pero no podía dejar de pensar que el Espectro me había pegado. Probablemente, iba a ser nuestro último encuentro, y había quedado marcado por el enfado y la decepción.

Crucé el río, seguí el camino adoquinado y subí hasta la bodega. Cuando llegué, me senté sobre la vieja alfombra enmohecida e intenté decidir qué hacer. De pronto, recordé otra vía de entrada a las catacumbas que me llevaría más allá de la Puerta de Plata. ¡La trampilla que daba a aquella bodega, por la que habían escapado algunos de los presos! ¿Podría llegar hasta allí sin que me vieran? Quizá sí, si todo el mundo estaba en la catedral.

Pero aunque consiguiera llegar a las catacumbas, no sabía qué podía hacer para ayudar. ¿Valía la pena desobedecer al Espectro de nuevo y para nada? ¿Podía malgastar mi vida cuando mi deber era ir a Caster y seguir aprendiendo mi oficio? ¿Estaría de acuerdo mamá en que eso era lo mejor? Aquellos pensamientos no dejaban de darme vueltas en la cabeza, pero no conseguía hallar una respuesta clara.

Resultaba difícil estar seguro de nada, pero el Espectro siempre me había dicho que confiara en mi instinto, y me daba la impresión de que el instinto me ordenaba hacer algo para intentar ayudar. Al pensar en aquello, de pronto recordé la carta de mamá, porque aquello era exactamente lo que me había dicho ella.

«No la abras hasta que te encuentres en un momento de gran necesidad. Confía en tu instinto.»

Desde luego, me encontraba en un momento de gran necesidad; así que, hecho un manojo de nervios, saqué el sobre del bolsillo de la chaqueta. Me lo quedé mirando un momento, lo abrí y saqué la carta de su interior. La sostuve junto a la vela y empecé a leer.

Querido Tom:

Te enfrentas a un momento de gran peligro. No me esperaba que este momento delicado llegara tan pronto y ahora lo único que puedo hacer es prepararte explicándote a qué te enfrentas y el posible resultado, que depende de la decisión que tomes.

Es mucho lo que no sé, pero hay algo seguro. Tu maestro bajará a la cámara funeraria del punto más profundo de las catacumbas, donde se enfrentará a la Pesadilla en un combate a muerte. Inevitablemente, tendrá que utilizar a Alice para atraer a la Pesadilla. No tiene otra opción. Pero tú sí tienes elección. Puedes bajar a la cámara funeraria e intentar ayudarle. En ese caso, de los tres que se enfrenten a la Pesadilla, sólo dos saldrán vivos de las catacumbas.

No obstante, si te vas de allí, los dos que han bajado morirán sin remedio. Y morirán en vano.

En esta vida, a veces es necesario sacrificarse por el bien de los demás. Me gustaría poder consolarte, pero no puedo Se fuerte y haz lo que te dicte la conciencia. Cualquiera que sea tu elección, siempre estaré orgullosa de ti.

MAMÁ

Recordé lo que me había dicho un día el Espectro, poco después de aceptarme como aprendiz. Lo dijo con tal convicción que se me quedó grabado en la memoria.

«Por encima de todo, no creemos en profecías. No creemos que la suerte esté echada.»

Quería creer con todas mis fuerzas en lo que decía el Espectro porque, si mamá tenía razón, uno de nosotros —el Espectro, Alice o yo— iba a morir en las profundidades. Pero la carta que tenía en la mano me decía que, sin ningún género de dudas, la profecía era posible. ¿Cómo si no podía saber mamá que el Espectro y Alice estaban en la cámara funeraria a punto de enfrentarse a la Pesadilla? ¿Y cómo se explicaba que yo hubiera leído la carta en el momento preciso?

¿Instinto? ¿Eso lo explicaba todo? Sentí un escalofrío y un miedo como nunca desde el momento en que había empezado a trabajar con el Espectro. Sentí como si atravesara una pesadilla en la que todo estuviese decidido de antemano y no pudiera hacer nada ni tomar ninguna decisión propia. ¿Cómo iba a haber alguna posibilidad, si el dejar a Alice y al Espectro solos iba a suponer su muerte?

Además, había otra razón por la que tenía que bajar a las catacumbas: la maldición. ¿Era aquél el motivo de la bofetada del Espectro? ¿Estaba enfadado porque en el fondo creía en la maldición y tenía miedo? Razón de más para ayudarle. Mamá me había dicho tiempo atrás que sería mi maestro y con el tiempo se convertiría en mi amigo. ¡Era difícil decidir si había llegado el momento, pero, desde luego, yo era más amigo suyo que Alice, y el Espectro me necesitaba!

Cuando salí del patio y me metí en el callejón, aún llovía pero el cielo estaba tranquilo. Noté que se avecinaban más truenos y que estábamos en lo que mi padre llamaba «el ojo de la tormenta». Fue entonces, en aquel silencio relativo, cuando oí el tañido de la campana de la catedral. No era la llamada de duelo que había oído desde casa de Andrew y que convocaba al funeral del sacerdote que se había suicidado. Era un sonido alegre y animado que llamaba a los fieles a la misa de la tarde.

De modo que me esperé en el callejón, apoyado contra la pared para evitar empaparme en lo posible. No sé por qué me preocupaba, porque ya estaba empapado hasta los huesos. Por fin la campana dejó de sonar, lo cual interpreté como una indicación de que todo el mundo estaría ya dentro de la catedral y fuera de mi camino, así que empecé a acercarme yo también.

Giré la esquina y me encaminé a la valla. Empezaba a anochecer, y las negras nubes aún cubrían el cielo. De pronto, el cielo se iluminó por completo con un relámpago y vi que toda la extensión que me separaba de la catedral estaba desierta. Se distinguía el oscuro exterior del edificio con sus grandes contrafuertes y sus altos ventanales en punta. Las vidrieras estaban iluminadas con velas, y en la ventana a la izquierda de la puerta había una imagen de san Jorge con su armadura, blandiendo una espada y con un escudo con una cruz roja en la otra mano. A la derecha estaba san Pedro, de pie frente a una barca de pescador. Y en el centro, sobre la puerta, estaba la funesta gárgola de la Pesadilla, mirándome.

No estaba el santo con cuyo nombre me habían bautizado, santo Tomás el Escéptico. Santo Tomás el Incrédulo. No sabía si mi nombre lo había escogido mi madre o mi padre, pero estaba bien escogido. Yo no creía en lo que creía la Iglesia; un día me enterrarían y no sería en un camposanto. Cuando me convirtiera en Espectro, mis huesos ya no podrían reposar en un terreno bendito. Pero aquello no me preocupaba lo más mínimo. Tal como decía a menudo el Espectro, los curas no tenían ni idea.

Oía cantos en el interior de la catedral. Probablemente era el coro al que había oído practicar después de visitar al padre Cairns en el confesionario. Por un momento, les envidié por su religión. Tenían suerte de tener algo en lo que creían todos. Habría sido más fácil estar en el interior de la catedral, con toda aquella gente, que descender a solas por los oscuros y húmedos túneles de las catacumbas.

Dejé atrás los mástiles con las banderas y seguí el ancho camino de grava paralelo a la fachada norte de la iglesia. En el preciso momento en que iba a girar la esquina, el corazón se me salió por la boca. Había alguien sentado junto a la trampilla, con la espalda apoyada contra la pared, resguardándose de la lluvia. Al lado tenía una gran porra de madera. Era uno de los guardianes de la iglesia.

Casi se me escapa un quejido. Era de esperar. Después de que se hubieran escapado todos aquellos prisioneros, les preocuparía la seguridad de los presos y de su bodega, llena de vino y cerveza.

Sentí una gran decepción y estuve a punto de abandonar pero, cuando estaba a punto de dar la vuelta y marcharme de puntillas, oí un sonido y me paré a escuchar si se repetía para estar seguro. No me había equivocado: era un ronquido. ¡El guarda estaba dormido! ¿Cómo podía haberse dormido con todos aquellos truenos?

Sin creerme del todo mi suerte, caminé hacia la trampilla muy, muy despacio, procurando no hacer ruido al pisar la grava, temiendo que el guarda pudiera despertarse en cualquier momento y que tuviera que salir corriendo.

Me tranquilicé mucho cuando estuve más cerca. Había dos botellas de vino vacías al lado. Seguramente estaría borracho e iba a tardar en despertarse. Aun así, no podía arriesgarme. Me arrodillé e introduje la llave de Andrew en la cerradura con sumo cuidado. Un instante más tarde, la trampilla estaba abierta y yo me introducía en ella apoyándome en los barriles, tras lo cual la volví a cerrar.

Aún llevaba la caja de yesca y un cabo de vela que siempre me acompañaba. No me costó encenderlo. Ya veía, pero seguía sin saber cómo iba a encontrar la cámara fúnebre.