13

La historia de papá

Avistamos la granja a lo lejos una hora antes de la puesta de sol. Sabía que papá y Jack estarían empezando a ordeñar las vacas, así que era un buen momento para llegar. Necesitaba tener la ocasión de hablar con mamá a solas.

No había vuelto a casa desde la primavera, cuando aquella vieja bruja, Madre Malkin, había venido a visitar a mi familia. En aquella ocasión, gracias a la valentía de Alice habíamos conseguido vencerla, pero el incidente les había sentado muy mal a Jack y a Ellie, su esposa, y sabía que no les gustaría que me quedara tras el anochecer. Todo lo relacionado con los espectros les asustaba, y les preocupaba que pudiera pasarle algo a su bebé. Así que sólo quería ayudar al Espectro y reemprender la marcha lo antes posible.

También era consciente de que ponía en juego la vida de todos trayendo al Espectro y a Alice a la granja. Si los hombres del Inquisidor nos seguían, no tendrían ninguna compasión de los que dieran cobijo a una bruja y un espectro. No quería poner a mi familia en más peligro del necesario, así que decidí dejar a Alice y al Espectro fuera de los límites de la granja. Había una vieja cabaña de pastores en la granja vecina. No se usaba desde hacía años, así que ayudé a Alice a meter dentro al Espectro y le dije que me esperara allí. Después crucé el campo y me dirigí directamente hacia la valla que bordeaba nuestros terrenos.

Cuando abrí la puerta de la cocina, mamá estaba en su rincón de siempre, junto al fuego, sentada en su mecedora. La mecedora estaba inmóvil, y ella se me quedó mirando. Las cortinas ya estaban echadas, y en la palmatoria ardía una vela de cera de abeja.

—Siéntate, hijo —dijo con una voz baja y dulce—. Coge una silla y cuéntamelo todo.

No parecía en absoluto sorprendida de verme. Estaba acostumbrado a aquello. Muchas veces la gente acudía a mamá cuando las comadronas tenían problemas con un parto difícil, y ella siempre sabía cuando alguien la necesitaba, mucho antes de que el mensaje llegara a la granja. Percibía esas cosas, del mismo modo que había notado que llegaba yo. Mi madre tenía algo especial. Tenía un don que alguien como el Inquisidor querría destruir.

—Ha pasado algo malo, ¿verdad? —dijo mamá—. ¿Y qué te pasa en la mano?

—No es nada, mamá. Una quemadura. Alice me la ha curado. Ahora no me duele nada.

Mamá levantó las cejas al oír el nombre de Alice.

—Cuéntamelo, hijo.

Asentí y noté un nudo en la garganta. Lo intenté tres veces y por fin conseguí emitir la primera frase. Cuando conseguí hablar, me salió todo seguido.

—Casi queman al señor Gregory, mamá. El Inquisidor lo atrapó en Priestown. Hemos huido, pero nos persiguen, y el Espectro no está bien. Necesita ayuda. Todos la necesitamos.

Las lágrimas empezaron a caerme por las mejillas al tener que admitir lo que más me molestaba de todo aquello. La razón principal por la que no había querido ir a la colina de las piras era el miedo. Me había dado miedo que me atraparan y me quemaran también a mí.

—¿Y qué se os había perdido en Priestown?

—El hermano del señor Gregory había muerto, y su funeral era allí. Teníamos que ir.

—No me lo estás contando todo —observó mi madre—. ¿Cómo escapasteis del Inquisidor?

Yo no quería que mamá supiera lo que había hecho Alice. Ella había intentado ayudarla una vez, y no quería que supiera que había acabado recurriendo a lo Oscuro, tal como había temido siempre el Espectro. Pero no tenía elección. Le conté toda la historia. Cuando acabé, mamá suspiró con fuerza.

—Lo tenemos mal, muy mal —sentenció—. La Pesadilla suelta, no puede traer nada bueno a nadie en el condado. Y una joven bruja presa de su voluntad... Bueno, temo por todos nosotros. Pero tendremos que hacer lo que podamos. No hay otro remedio. Cogeré mi bolsa, y veremos qué puedo hacer por el pobre señor Gregory.

—Gracias, mamá —respondí. Entonces me di cuenta de que no había hecho más que hablar de mis problemas—. ¿Y cómo van por aquí las cosas? ¿Cómo está el bebé de Ellie? —pregunté.

Mamá sonrió, pero detecté un rastro de tristeza en sus ojos.

—Bueno, el bebé está muy bien, y Ellie y Jack son más felices que nunca. Pero yo también tengo malas noticias para ti, hijo —añadió, tocándome el brazo suavemente—. Se trata de tu padre. Ha estado muy enfermo.

Me puse en pie, sin poder creer lo que me estaba diciendo. La expresión de su rostro me dijo que no bromeaba.

—Siéntate, hijo, y escucha atentamente para no hacerte una idea equivocada. Es grave, pero podía haber sido mucho peor. Empezó como un fuerte resfriado, pero se le pasó al pecho y se convirtió en neumonía, y casi lo perdemos. Ahora está curándose, espero, pero tendrá que abrigarse bien este invierno, Me temo que ya no podrá hacer gran cosa en la granja. Jack tendrá que arreglárselas sin él.

—Yo podría colaborar, mamá.

—No, hijo. Tú tienes tu propio trabajo. Con la Pesadilla en libertad y tu maestro debilitado, el condado te necesita más que nunca. Déjame subir a mí primero y decirle a tu padre que estás aquí. Y yo no le diría nada de los problemas que has tenido. No queremos darle malas noticias ni sobresaltos. Eso que dará entre nosotros.

Esperé en la cocina, pero un par de minutos más tarde mamá volvió a bajar con su bolsa.

—Sube a ver a tu padre mientras yo voy a ver a tu maestro. Estará contento de que hayas vuelto, pero no le hagas hablar demasiado. Aún está muy débil.

Papá estaba sentado en la cama, con la espalda apoyada en varias almohadas. Cuando entré en la habitación, me sonrió débilmente. Estaba ojeroso y tenía un aspecto fatigado, con una barba gris de tres días que le hacía parecer mucho más viejo.

—Qué agradable sorpresa, Tom. Siéntate —dijo, señalando con la cabeza la silla que tenía junto a la cama.

—Lo siento —me excusé—. Si hubiera sabido que estabas enfermo, habría venido antes a verte.

Papá levantó la mano como para decir que no importaba. Entonces empezó a toser violentamente. Se suponía que estaba mejorando, así que no quería imaginarme cómo sonaría aquella tos tiempo atrás. La habitación olía a enfermedad. Era algo que nunca se huele al aire libre; algo que sólo flota en el ambiente de las habitaciones de los enfermos.

—¿Cómo va el trabajo? —preguntó cuando por fin dejó de toser.

—No va mal. Me voy acostumbrando y ahora me gusta más que trabajar en la granja —respondí, apartando de mi pensamiento todo lo que había sucedido.

—La granja te parece aburrida, ¿eh? —preguntó con una leve sonrisa—. Yo tampoco he sido siempre granjero.

Asentí con la cabeza. En su juventud, papá había sido marino. Tenía un montón de anécdotas sobre los lugares que había visitado. Eran historias de gran riqueza, llenas de colores y emociones. Sus ojos siempre brillaban, con la mirada perdida, cuando recordaba aquellos días. Quería ver de nuevo aquella chispa de vida en ellos.

—Papá, cuéntame una de tus historias. Aquélla sobre la ballena enorme.

Se calló un momento y me tomó de la mano, acercándome hacia él.

—Creo que hay una historia que tengo que contarte antes de que sea demasiado tarde.

—No digas tonterías, papá —protesté, sorprendido por el giro que había dado la conversación.

—No, Tom, espero ver otra primavera y otro verano, pero no creo que dure mucho en este mundo. Últimamente he estado pensando mucho y creo que es hora de que te cuente lo que sé. No esperaba verte en un tiempo, pero ahora estás aquí y quién sabe cuándo volveré a verte. —Hizo una pausa y prosiguió—: Es sobre tu madre; sobre cómo nos conocimos y todo eso.

—Verás muchas primaveras más, papá —dije, pero estaba sorprendido. De todas las historias maravillosas de mi padre, había una que nunca había contado: cómo había conocido a mamá. Siempre nos había parecido que no quería hablar de ello. O cambiaba de tema o nos decía que se lo preguntáramos a ella. Nunca lo hicimos. Cuando eres niño, hay cosas que no entiendes pero que no preguntas. Sabes que tu padre y tu madre no quieren contártelas. Pero aquel día era diferente.

Sacudió la cabeza con gesto preocupado y luego la bajó, como si tuviera una gran carga sobre los hombros. Cuando volvió a levantarla, aquella leve sonrisa había vuelto a su cara.

—No estoy seguro de que me dé las gracias por contártelo, así que esto debe quedar entre nosotros. Tampoco se lo voy a contar a tus hermanos, y te pido que tampoco lo hagas tú. Pero creo que con tu trabajo, y al ser el séptimo hijo de un séptimo hijo..., bueno...

Hizo otra pausa y cerró los ojos. Me quedé mirándolo fijamente y sentí una oleada de tristeza al ver su aspecto tan viejo y tan enfermo. Abrió los ojos de nuevo y empezó a hablar.

—Atracamos en un pequeño puerto para cargar agua —dijo, iniciando su relato como si tuviera que darse prisa, antes de que cambiara de opinión—. Era un lugar solitario al pie de unos altos acantilados, en el que no había más que la casa del práctico y unas cuantas casas de pescadores, hechas de piedra blanca. Habíamos estado navegando durante semanas, y el capitán que era un buen hombre, dijo que nos merecíamos un descanso. Así que nos dio permiso a todos para ir a tierra. Hicimos dos turnos, y a mí me tocó el segundo, que empezaba entrada la noche.

»Éramos una docena de hombres y cuando por fin llegamos a la taberna más cercana, que estaba en el extremo del pueblo, casi a medio camino de la cumbre de una montana, estaba a punto de cerrar. Así que bebimos rápido, echándonos licores fuertes por el gaznate como si el mundo se fuera a acabar, y nos compramos un botellón de vino tinto cada uno para bebérnoslo de camino al barco.

»Debí de beber demasiado, porque me desperté solo, al borde del escarpado camino que llevaba al puerto. El sol estaba a punto de salir, pero no me preocupaba demasiado porque no zarpábamos hasta el mediodía. Me puse en pie y me sacudí el polvo. Entonces oí unos sollozos lejanos.

»Me quedé escuchando casi un minuto antes de decidirme. Parecía una mujer, pero ¿cómo iba a estar seguro? Se oye todo tipo de historias extrañas de criaturas que atacan a los viajeros. Yo estaba solo y no me importa confesarte que estaba asustado, pero si no hubiera ido a ver quién lloraba, nunca habría conocido a tu madre y ahora tú no estarías aquí.

»Trepé la escarpada ladera y me arrastré por el otro lado basta llegar al borde de un acantilado. Era un acantilado alto; las olas chocaban contra la base, y desde allí veía mi barco anclado en la bahía, tan pequeño que parecía como si me cupiera en la palma de la mano.

»Del acantilado sobresalía una roca estrecha, como un diente de rata, y una chica joven estaba sentada con la espalda hacia el saliente, de cara al mar. Estaba encadenada a la roca. No sólo eso, sino que estaba desnuda como el día en que vino al mundo.

Al decir aquellas palabras, papá se ruborizó tanto que se puso rojo como un tomate.

—Intentó decirme algo. Algo que la tenía atemorizada. Algo mucho peor que estar encadenada a la roca. Pero hablaba en su idioma, y yo no entendía una palabra. Aún no lo entiendo, pero a ti te lo ha enseñado bastante bien. ¿Sabes que eres el único a quien se ha molestado en enseñárselo? Es buena madre, pero a ninguno de tus hermanos les ha enseñado una palabra de griego.

Asentí con la cabeza. A algunos de mis hermanos aquello nunca les había hecho gracia, especialmente a Jack, y aquello a veces me había complicado la vida.

—No, no podía explicármelo con palabras, pero había algo en el mar que la tenía aterrorizada. No se me ocurría que pudiera ser, pero entonces el sol asomó por el horizonte y ella gritó.

»Me la quedé mirando, pero no podía creer lo que veía: empezaron a salirle pequeñas llagas en la piel hasta que, en menos de un minuto, quedó cubierta de úlceras. Lo que le daba miedo era el sol. Incluso ahora, como habrás observado, le cuesta soportar incluso el sol del condado, pero el sol de aquellas tierras era feroz y, sin ayuda, habría muerto.

Hizo una pausa para tomar aliento, y pensé en mamá. Siempre había sabido que evitaba la luz del sol, pero era algo que nunca me había planteado.

—¿Qué podía hacer? —prosiguió papá—. Tenía que pensar rápido, así que me quité la camisa y la tapé con ella. Pero no bastaba, así que no tuve más remedio que usar también los pantalones. Entonces me puse en cuclillas frente a ella, con el sol a la espalda, de modo que mi sombra la protegiera de la luz abrasadora.

»Estuve así hasta entrada la tarde, cuando el sol por fin se movió y se ocultó tras la colina. Para entonces mi barco ya había zarpado, dejándome en tierra, y tenía la espalda quemada pero tu madre estaba viva y las llagas ya habían desaparecido. Intenté liberarla de la cadena, pero quienquiera que la hubiera atado sabía aún más de nudos que yo, y eso que yo era marinero. Cuando por fin lo conseguí, observé algo tan cruel que apenas me lo podía creer. Quiero decir que tu madre es una buena mujer, así que ¿quién podía haber hecho algo así? ¿Y a una mujer?

—¿Qué era, papá? ¿Qué le habían hecho? —pregunté. Cuando lo miré a la cara, tenía los ojos cubiertos de lágrimas.

—Le habían clavado la mano a la roca. Era un clavo grueso, con la cabeza ancha, y no tenía ni idea de cómo iba a liberarle la mano sin hacerle aún más daño. Pero ella se limitó a sonreír y tiró de la mano, arrancándola del clavo, que se quedó en la roca. El suelo empezó a encharcarse con la sangre que le manaba de la mano, pero ella se levantó y caminó hacia mí como si nada.

»Di un paso atrás y casi me caigo por el acantilado, pero ella me puso la mano derecha en el hombro para cogerme y entonces nos besamos. Yo era marino y visitaba decenas de puertos cada año, así que había besado a unas cuantas mujeres hasta entonces, pero normalmente era de noche y solía estar atontado con la cantidad de cerveza que llevaba dentro, a veces incluso estaba a punto de desmayarme. Nunca había besado a una mujer estando sobrio y desde luego nunca lo había hecho a plena luz del día. No sé por qué, pero inmediatamente supe que era la mujer de mi vida. La mujer con la que pasaría el resto de mis días.

Empezó a toser de nuevo y estuvo así un buen rato. Cuando acabó, se quedó sin aliento y tardó un par de minutos en reemprender el relato. Debería haberle dejado descansar, pero sabía que quizá no tuviera otra oportunidad. La mente me iba como loca.

Algunas cosas de la historia de papá me recordaban lo que había escrito el Espectro sobre Meg. También estaba encadenada cuando la liberó, ella besó al Espectro del mismo modo que mamá había besado a papá. Me planteé si la cadena sería de plata, pero no podía preguntárselo. Si papá hubiera querido que lo supiera, me lo habría dicho.

—¿Qué pasó después, papá? ¿Cómo conseguiste volver a casa?

—Tu madre tenía dinero, hijo. Vivía sola en una gran casa con un jardín rodeado por un alto muro. Estaba a poco más de un kilómetro de donde la encontré, así que fuimos a la casa y allí nos quedamos. Su mano se curó enseguida y no le quedó ni la mínima cicatriz, y yo le enseñé nuestro idioma. O, a decir verdad, ella me enseñó cómo enseñárselo. Yo señalaba los objetos y decía su nombre en voz alta. Cuando ella repetía lo que yo había dicho, yo asentía para indicar que lo había dicho bien. Con una vez por cada palabra le bastaba. Tu madre es lista, hijo. Muy lista. Es una mujer inteligente y nunca se le olvida nada.

»Me quedé en aquella casa varias semanas y estaba a gusto, a excepción de alguna noche en que venían sus hermanas a visitarla. Eran dos, altas y de aspecto agresivo, y solían hacer una hoguera detrás de la casa. Se quedaban allí hasta la madrugada, hablando con mamá. A veces las tres bailaban alrededor del fuego; otras veces jugaban a dados. Pero cada vez que venían, había peleas, y con el tiempo fueron cada vez peores.

»Sabía que tenía que ver conmigo, porque sus hermanas me miraban por la ventana con rabia en los ojos y tu madre me hacía señas para que volviera a la habitación. No, no les gustaba mucho, y aquélla fue la razón principal por la que dejamos la casa y volvimos al condado.

»Había partido como mano de obra, como un marinero raso, pero volví como un caballero. Tu madre pagó nuestros pasajes y tuvimos un camarote propio. Entonces compró esta granja y nos casamos en la pequeña iglesia de Mellor, donde están enterrados mi madre y mi padre. Tu madre no cree lo que nosotros creemos, pero lo hizo por mí, para que los vecinos no hablaran; y antes de que acabara el año, ya había nacido tu hermano Jack. He tenido una buena vida, hijo, y la mejor parte empezó el día en que conocí a tu madre. Pero te digo esto porque quiero que lo entiendas. ¿Te das cuenta de que un día cuando yo me vaya, ella volverá a su casa, al lugar al que pertenece?

Cuando papá dijo aquello, me quedé con la boca abierta de asombro.

—¿Y su familia? —pregunté—. ¿Acaso querrá separarse de sus nietos?

Papá sacudió la cabeza con un gesto triste.

—No creo que tenga elección, hijo. Una vez me dijo que tiene allí lo que ella llama «un trabajo pendiente». No sé lo que es, y nunca me contó por qué la habían atado a aquella roca para que muriera. Tiene su propio mundo y su propia vida y cuando llegue la hora, volverá, así que no se lo pongas difícil. Mírame, hijo. ¿Qué ves?

Yo no sabía qué decir.

—Lo que ves es un viejo al que no le queda mucho por vivir. Veo la realidad cada vez que me miro al espejo, así que no intentes decirme que me equivoco. En cuanto a tu madre, aún está en la flor de la vida. Puede que no sea la niña que fue en otro tiempo, pero aún le quedan muchos años por delante. Si no hubiera sido por lo que hice aquel día, tu madre nunca se habría fijado en mí. Se merece su libertad, así que deja que se vaya con una sonrisa. ¿Lo harás, hijo?

Asentí y me quedé a su lado hasta que se calmó y se durmió.