12

La quema

—¡Alice! —grité, mirando la puerta abierta. No podía creérmelo—. ¿Qué has hecho?

Alzó la vista para mirarme, con los ojos cubiertos de lágrimas.

La llave seguía en la cerradura. Preso de rabia, la cogí y volví a metérmela en el bolsillo del pantalón, metiéndola en lo hondo de las limaduras de hierro.

—¡Vamos! —grité, tan furioso que casi no podía hablar—. Tenemos que salir de aquí.

Le extendí la mano izquierda, pero no la tomó. Apoyó la que tenía cubierta de sangre contra el cuerpo y se quedó mirándola, gimiendo de dolor.

—¿Qué te ha pasado en la mano? —pregunté.

—No es grave —respondió—. Enseguida se pondrá bien. Ahora todo irá bien.

—No, Alice. Ahora todo el condado está en peligro, gracias a ti.

Le tiré suavemente de la mano sana y la guié por el túnel hasta el río. Al llegar a la orilla, se soltó, pero no le di importancia. Crucé a toda prisa. Hasta que no llegué al otro lado, no me giré para mirar a Alice; estaba allí, de pie, mirando al agua.

—¡Venga! —grité—. ¡Apresúrate!

—No puedo, Tom —respondió—. ¡No puedo cruzar!

Puse la vela en el suelo y volví a por ella. Se encogió, pero la agarré. Si se hubiera resistido, no habría tenido ninguna posibilidad, pero en cuanto mis manos la tocaron, el cuerpo de Alice se volvió lánguido y cayó sobre mí. Sin perder un segundo, doblé las rodillas y me la cargue al hombro, tal como había visto cargar una bruja al Espectro tiempo atrás.

Ya no tuve dudas. Si no podía cruzar una corriente de agua, Alice se había convertido en lo que el Espectro siempre había temido que sería. Su contacto con la Pesadilla había hecho que por fin se pasara a lo Oscuro.

Una parte de mí quería dejarla allí. Sabía que era lo que habría hecho el Espectro. Pero no podía. Suponía ir en contra de lo que haría él, pero no podía. Seguía siendo Alice, y habíamos pasado muchas cosas juntos.

Aunque pesaba muy poco, resultaba muy difícil pasar el río con ella a hombros, y me costó mantener el equilibrio por encima de las piedras. Para empeorar las cosas, en cuanto empecé a cruzar, Alice se puso a gemir como si la estuvieran atormentando.

Cuando por fin llegamos al otro lado, la puse en el suelo y recogí la vela.

—¡Vamos! —dije, pero ella se quedó allí, temblando, y tuve que cogerle la mano y tirar de ella hasta que llegamos a los escalones que llevaban a la bodega.

Ya en la bodega, puse la vela en el suelo y me senté en el borde de la vieja alfombra. Esta vez, Alice no se sentó. Se limitó a cruzar los brazos y se apoyó contra la pared. Ninguno de los dos habló. No había nada que decir, y yo estaba demasiado ocupado pensando.

Había dormido mucho, tanto antes del sueño como después. Eché un vistazo por la puerta de la bodega y vi que el sol se estaba poniendo. Esperaría otra media hora y me pondría en marcha. Deseaba desesperadamente ayudar al Espectro, pero sentí absolutamente impotente. Me dolía incluso pensar en lo que iba a pasarle, pero ¿qué podía hacer yo contra varias decenas de hombres armados? Y no iba a ir hasta la colina de las piras sólo para ver la quema. No podría soportarlo. No, iría a ver a mamá. Ella sabría qué hacer.

A lo mejor era el fin de mi vida como aprendiz de espectro. O quizá me sugiriera que fuera al norte de Caster y me buscara un nuevo maestro. Resultaba difícil adivinar qué me aconsejaría. Cuando consideré que era la hora, me saque la cadena de plata que me había atado debajo de la camisa y la volví a poner dentro de la bolsa del Espectro, junto a la gran capa. Tal como decía siempre mi padre: «El que guarda, halla». Así que también volví a guardar toda la sal y todo el hierro que pude sacarme de los pantalones en sus respectivos compartimentos en la bolsa.

—Vamos —le dije a Alice—. Te abriré la puerta.

Me puse la capa y, con la bolsa y el bastón en las manos, subí los escalones y usé la otra llave para abrir la puerta trasera. Una vez fuera, en el patio, la cerré de nuevo.

—Adiós, Alice —dije, dando media vuelta para irme.

—¿Qué? ¿No vas a venir conmigo, Tom?

—¿Adónde?

—A la quema, por supuesto, a ver al Inquisidor. Va a recibir su merecido. Va a responder por lo que le hizo a mi pobre tía y a Maggie.

—¿Y cómo vas a hacer eso?

—Le di sangre a la Pesadilla —dijo, con los ojos bien abiertos—. Pasé los dedos por la reja, y me chupó la sangre por debajo de las uñas. Puede que no le gusten las chicas, pero sí su sangre. Tuvo lo que quería, así que ahora el trato está cerrado y tiene que cumplir su palabra. Tiene que hacer lo que yo quiera.

Alice tenía las uñas de la mano izquierda negras por la sangre seca. Asqueado, di media vuelta y abrí la puerta del patio, saliendo al callejón.

—¿Dónde vas, Tom? ¡Ahora no puedes irte! —gritó Alice.

—Me voy a casa, a hablar con mi madre —respondí sin volverme siquiera.

—Vuélvete a casa con mamá, si quieres. ¡No eres más que un niño de mamá, y siempre lo serás!

No había dado más que una docena de pasos cuando vino corriendo a mi lado.

—¡No te vayas, Tom! ¡Por favor, no te vayas! —imploró.

Seguí caminando. Ni siquiera me giré.

Cuando volvió a gritarme, tenía la voz llena de rabia. Pero más que de rabia, estaba llena de desesperación.

—¡No puedes marcharte, Tom! No te dejaré. Eres lo único que tengo. ¡Tienes que estar a mi lado!

Corrió hacia mí; me giré y la miré a la cara.

—No, Alice —dije—. No tengo que estar a tu lado. Yo tengo que estar con la luz, igual que tú estás en la oscuridad.

Se echó adelante y me agarró del brazo izquierdo muy fuerte. Sentí que sus uñas se me clavaban en la carne. Me estremecí de dolor, pero me quedé mirándola fijamente a los ojos.

—No sabes lo que has hecho.

—Sí, sí que lo sé, Tom. Sé exactamente lo que he hecho y un día me darás las gracias. Te preocupa mucho la Pesadilla, pero créeme, no es peor que el Inquisidor —dijo, soltándome el brazo—. Lo que he hecho, lo he hecho por todos nosotros, por ti, por mí e incluso por el viejo Gregory.

—La Pesadilla lo matará. Es lo primero que hará ahora que está libre.

—No, Tom, te equivocas. No es la Pesadilla la que quiere matar al viejo Gregory, sino el Inquisidor. Ahora mismo, la Pesadilla es su única esperanza de supervivencia. Y eso me lo debe a mí.

Me sentí confundido.

—Ven a ver, Tom, acompáñame y te lo enseñaré.

Sacudí la cabeza.

—Bueno, tanto si vienes como si no, igualmente lo haré.

—¿Qué harás?

—Voy a salvar a los prisioneros del Inquisidor. ¡A todos! ¡Y voy a enseñarle lo que es arder!

Miré de nuevo a Alice con dureza, pero ni siquiera parpadeó. Los ojos le brillaban de rabia; en aquel momento, sentí que incluso podría haber mirado al Espectro a los ojos, algo de lo que no solía ser capaz. Alice lo decía en serio, y me pareció que quizá la Pesadilla la obedecería y la ayudaría. Al fin y al cabo, habían establecido algún tipo de pacto.

Si había alguna posibilidad de salvar al Espectro, yo tenía que estar allí para ayudarle a ponerse a salvo. No me sentía muy cómodo confiando en algo tan malvado como la Pesadilla pero ¿qué alternativa tenía? Alice se dirigió hacia la colina de las piras y, lentamente, empecé a seguirla.

Las calles estaban desiertas, y caminamos rápidamente, dirigiéndonos al sur.

—Será mejor que me libre de este bastón —le dije a Alice—. Puede delatarnos.

Ella asintió y señaló un viejo cobertizo.

—Déjalo ahí atrás —dijo—. Podemos recogerlo cuando volvamos.

Aún había algo de luz en el cielo, hacia el oeste, y se reflejaba en el río que serpenteaba bajo las cumbres de Wortham. Yo no podía apartar la vista de la colina de las piras. La parte baja de la ladera estaba cubierta de árboles que empezaban a perder las hojas, pero arriba sólo había hierba y maleza.

Dejamos atrás la última de las casas y nos unimos a una multitud que cruzaba el estrecho puente de piedra sobre el río, avanzando lentamente en aquel ambiente húmedo y sin brisa. En la orilla del río había una bruma blanca, pero enseguida la dejamos abajo, al avanzar por entre los árboles, abriéndonos paso por entre montones de hojas húmedas y mohosas, hasta llegar a la cima de la colina. Ya se había congregado una gran multitud, y llegaba más gente por minutos. Había tres grandes montones de ramas listas para la quema; el mayor era el del centro. En medio de las piras se levantaban los gruesos postes de madera a los que atarían a las víctimas.

En lo alto de la colina, con las luces de la ciudad a nuestros pies, el aire era más fresco. El lugar estaba iluminado por antorchas fijadas a largas varas de madera que se balanceaban con la suave brisa del oeste. Pero había zonas oscuras, donde las caras de la gente quedaban a la sombra, y seguí a Alice hasta una de ellas para que pudiéramos observar lo que sucedía sin dejarnos ver.

Una docena de hombres corpulentos montaban guardia de espaldas a las piras. Llevaban capuchas negras con estrechas ranuras para los ojos y las bocas. En las manos llevaban porras y parecían dispuestos a usarlas. Eran los ayudantes del verdugo, que colaborarían con el Inquisidor en la quema y, en caso necesario, mantendrían a la multitud a raya.

No estaba seguro de cómo se comportaría la gente. ¿Valía la pena esperar que hicieran algo? Cualquier pariente o amigo de los condenados querría salvarlos, pero no estaba seguro de si habría suficientes como para intentar un rescate. Desde luego, tal como había dicho el hermano Peter, a mucha gente le encantaban las quemas. Muchos habían venido por el entretenimiento que suponía.

En cuanto se me cruzó aquella idea por la cabeza, oí a lo lejos el repicar continuo de los tambores.

«Quemad, quemad, quemad a las brujas», parecían decir.

Al oír aquello, la multitud empezó a murmurar, y sus voces crecieron hasta convertirse en un rugido que se transformó en abucheos y silbidos. Se acercaba el Inquisidor, cabalgando en lo alto de su gran caballo blanco, y tras él traqueteaba el carro descubierto con los prisioneros. A los lados y detrás del carro cabalgaban otros jinetes armados con espadas al cinto. Tras ellos, a pie, una docena de tamborileros caminaban con aire arrogan te, tocando los tambores con toda ceremonia.

«Quemad, quemad, quemad a las brujas.»

De pronto, la situación me pareció desesperada. Algunas personas situadas en primera fila empezaron a tirar frutas podridas a los prisioneros, pero los guardas de los flancos, temiéndose probablemente que pudieran alcanzarlos a ellos por error, sacaron sus espadas y se lanzaron directamente hacia ellas, obligándolas a mezclarse de nuevo con la multitud y haciendo retroceder a toda la masa de gente.

El carro se acercó y se detuvo y, por primera vez, pude ver al Espectro. Algunos de los prisioneros estaban de rodillas, rezando. Otros estaban gimiendo o arrancándose los cabellos, pero mi maestro estaba erguido y miraba hacia delante, con un aspecto demacrado y fatigado, y la misma mirada perdida, como si aun no comprendiera lo que le estaba ocurriendo. Tenía un nuevo cardenal en la frente, sobre el ojo izquierdo, y el labio superior partido e hinchado: evidentemente, le habían dado otra paliza.

Un sacerdote avanzó con un pergamino en la mano derecha, y el ritmo de los tambores cambió. Se convirtió en un repiqueteo grave que fue aumentando de volumen y de pronto se detuvo, momento en que el sacerdote empezó a leer.

—¡Pueblo de Priestown, oíd esto! Estamos aquí reunidos para presenciar la ejecución en la hoguera de diez brujas y un brujo condenados por la ley, estos pecadores que tenéis ante vuestros ojos. ¡Rogad por sus almas! Rezad para que, a través del dolor, lleguen a comprender sus errores. Rezad para que supliquen perdón a Dios y se rediman así sus almas inmortales.»

Se oyó otro redoble de tambores. El sacerdote aún no había acabado y, cuando volvió a hacerse el silencio, siguió leyendo.

—«Nuestro gran protector, el Alto Inquisidor, desea que esto sirva de lección a otros que puedan verse tentados a seguir el camino de lo Oscuro. ¡Observad cómo arden estos pecadores! Ved cómo se quiebran sus huesos y se funde su grasa como sebo de vela. ¡Oíd sus gritos y recordad que esto no es nada! ¡Nada comparado con las llamas del infierno! ¡Nada comparado con el tormento eterno que espera a los que no buscan el perdón!»

La multitud se quedó en silencio tras aquellas palabras. Quizás fuera el miedo al infierno mencionado por el sacerdote, pero pensé que era más probable que fuera otra cosa. Sería lo mismo que me asustaba a mí: quedarse ahí para ver el horrible espectáculo que estaba a punto de empezar; darse cuenta de cómo se prendía fuego a personas de carne y hueso para que sufrieran una agonía indescriptible.

Dos de los hombres encapuchados se adelantaron y sacaron violentamente del carro a la primera prisionera: una mujer con una larga y tupida melena gris que le caía sobre los hombros, llegándole casi a la cintura. Mientras la arrastraban hacia la pira más cercana, empezó a escupir y a emitir maldiciones, luchando desesperadamente por librarse. Parte del público se reía y la jaleaba, insultándola, pero de pronto consiguió liberarse y empezó a correr hacia la oscuridad. Antes de que los guardas pudieran dar un paso tras de ella, el Inquisidor los adelantó al galope, salpicando barro al golpear las pezuñas del caballo contra el terreno blando. Agarró a la mujer por el pelo, retorciendo los dedos entre la melena y cerrando el puño. Entonces tiró de ella hacia arriba con tal violencia que la espalda de la mujer se arqueó y sus pies casi se separaron del suelo. Soltó un grito agudo y ahogado; el Inquisidor la arrastró hacia los guardas, y éstos la ataron rápidamente a uno de los postes al borde de la pira de mayor tamaño. Su destino estaba sellado.

El corazón me dio un vuelco cuando vi que el Espectro era el siguiente prisionero que sacaban del carro. Lo llevaron hacia la pira mayor y lo ataron al poste central, pero no se resistió lo más mínimo. Seguía teniendo aquel aspecto perplejo. Recordé una vez más cuando me había dicho que la muerte en la hoguera era una de las más dolorosas imaginables y que no le parecía bien hacer aquello con una bruja. Verlo allí, atado, esperando su destino, me resultaba insufrible. Algunos de los hombres del Inquisidor llevaban antorchas, y los imagine encendiendo las piras, cuyas llamas llegarían hasta el Espectro. Era un pensamiento insoportable, y el rostro se me empezó a cubrir de lágrimas.

Intenté recordar lo que había dicho mi maestro acerca de que alguien o algo observaba lo que hacíamos. Si seguías una vida recta, decía, en tus momentos de necesidad acudirá a tu lado y te dará fuerzas. Bueno, él había seguido una vida recta y había hecho todo lo que se suponía que hacía mejor. Así pues se merecía algo, ¿no?

Si yo procediera de una familia que fuera a la iglesia y rezara más, en aquel momento habría rezado. No tenía el hábito y no sabía cómo hacerlo, pero sin darme cuenta murmuré algo para mis adentros. No pretendía que fuera una oración, pero supongo que sí lo era.

—Ayúdale, por favor —susurré—. Por favor, ayúdale.

De pronto, el vello de la nuca se me empezó a erizar y sentí un frío muy intenso. Algo oscuro se acercaba. Algo fuerte y muy peligroso. Oí que Alice daba un respingo y soltaba un profundo gruñido, e inmediatamente empecé a verlo todo negro; de forma que, cuando intenté acercarme a ella, no veía a un palmo de distancia. El murmullo de la multitud fue desapareciendo a lo lejos, y todo se quedó inmóvil y en silencio. Me sentí apartado del resto del mundo, solo en la oscuridad.

Sabía que había llegado la Pesadilla. No veía nada, pero la notaba cerca, un enorme espíritu oscuro, un gran peso que amenazaba con aplastarme y quitarme la vida. Estaba aterrorizado, por mí y por toda la gente inocente reunida en aquel lugar pero no podía hacer nada más que esperar en la oscuridad hasta que acabara todo.

Cuando recuperé la vista, vi que Alice avanzaba. Antes de que pudiera detenerla, salió de entre las sombras y se dirigió directamente hacia el Espectro y los dos verdugos de la pira central. El Inquisidor estaba cerca, observando. Cuando Alice se acercó, vi cómo giraba su caballo hacia ella y lo espoleaba, acercándose a medio galope. Por un momento pensé que iba a arrollarla, pero detuvo el animal tan cerca que Alice podría haberle tocado el morro levantando la mano.

En su cara apareció una cruel sonrisa, y supe que la había reconocido como uno de sus prisioneros fugados. Lo que hizo Alice a continuación nunca lo olvidaré.

En el silencio que se había hecho de pronto, levantó las manos hacia el Inquisidor, señalándolo con ambos dedos índice. Entonces soltó una larga y sonora carcajada que resonó por toda la colina. El vello de la nuca se me volvió a erizar. Era una carcajada de triunfo y de desafío, y pensé en lo curioso que era que el Inquisidor se dispusiera a quemar a toda aquella gente acusada en falso, todos inocentes, mientras que frente a él tenía a una bruja de verdad, libre y con poderes reales.

A continuación Alice empezó a dar vueltas sobre sus talones, con los brazos extendidos horizontalmente. En el morro y la cabeza del semental blanco del Inquisidor empezaron a aparecer unas manchas oscuras. Al principio me extrañé y no entendí lo que sucedía. Pero luego el caballo gimió de miedo y se echó atrás, sobre sus cuartos traseros. Entonces vi las gotas de sangre que salían volando de la mano izquierda de Alice; sangre de la que se acababa de alimentar la Pesadilla.

De pronto, se levantó un viento terrible, hubo un relámpago cegador y resonó un trueno tan fuerte que me dolieron los oídos. Me encontré postrado de rodillas y oía los gritos y los gemidos de la gente. Miré atrás, hacia Alice, y vi que seguía girando en un remolino cada vez más rápido. El caballo

Estalló otro relámpago y, de pronto, el borde de la pira se encendió. Las llamas iban ascendiendo, y el Inquisidor estaba de rodillas, rodeado por el luego. Algunos de los guardias salieron corriendo en su auxilio, pero la multitud también avanzó y derribó a uno de los guardas de su caballo. Al cabo de unos momentos, había estallado una insurrección de gran envergadura. Por todas partes había gente forcejeando y luchando. Otros corrían huyendo de allí, y el aire se llenó de gritos y chillidos,

Dejé caer la bolsa y corrí hacia mi maestro, ya que las llamas avanzaban a gran velocidad y amenazaban con engullirlo. Sin pensarlo, me lancé directamente hacia la pira, sintiendo el calor de las llamas, que ya estaban prendiendo en los trozos de madera más grandes.

Puse todo mi empeño en desatarlo, tanteando a ciegas los nudos. A mi izquierda un hombre intentaba liberar a la mujer de cabello gris que habían atado en primer lugar. Me entró el pánico porque no avanzaba. ¡Había demasiados nudos! ¡Estaban demasiado fuertes, y el calor iba en aumento!

De pronto, oí un grito triunfante a mi izquierda. El hombre había liberado a la mujer, y nada más mirarlos descubrí cómo: llevaba un cuchillo y había cortado las cuerdas con facilidad. Se disponía a llevársela de allí cuando me lanzó una mirada. Sólo se oían gritos, chillidos y el crepitar de las llamas. Aunque le hubiera gritado, no me habría oído, de modo que me limité a extender la mano hacia él. Por un momento pareció dudar; se quedó mirándome la mano, pero por fin me lanzó el cuchillo.

Se quedó corto y cayó entre las llamas. Sin pensarlo siquiera, hundí la mano entre la leña ardiendo y lo recuperé. No tardé más que unos segundos en cortar las cuerdas.

Haber liberado al Espectro cuando estaba tan cerca de morir quemado me dio una gran sensación de alivio. Pero mi felicidad no duró mucho. Aún estábamos muy lejos de la salvación. Los hombres del Inquisidor estaban por todas partes, y era muy posible que nos vieran y nos apresaran. ¡Y esta vez arderíamos los dos! Tuve que sacarlo de la pira y llevarlo hacia la oscuridad, a algún lugar donde no nos pudieran ver. Me pareció que tardábamos una eternidad. Se apoyaba sobre mí y daba pequeños pasos vacilantes. Me acordé de su bolsa, así que nos dirigimos al lugar donde la había dejado. Esquivamos a los hombres del Inquisidor por pura suerte. De su jefe no había ni rastro, pero en la distancia veía hombres montados a caballo que atacaban con la espada a todo el que tenían cerca. En cualquier momento, uno de ellos podría cargar contra nosotros. Cada vez me costaba más avanzar; el peso del Espectro sobre mis hombros parecía aumentar, y además llevaba su bolsa en la mano derecha. Pero entonces alguien lo cogió del otro brazo, y avanzamos juntos hacia la oscuridad, bajo los árboles: hacia la salvación.

Era Alice.

—¡Lo he conseguido, Tom! ¡Lo he conseguido! —gritó, emocionada.

No sabía bien qué responder. Por supuesto, estaba contento, pero no podía aprobar sus métodos.

—¿Dónde está ahora la Pesadilla? —pregunté.

—Tú no te preocupes por eso, Tom. Yo sé cuándo se acerca, y ahora no la siento por aquí. Debe de haberle llevado un gran esfuerzo conseguir lo que acaba de hacer, así que supongo que habrá vuelto a la oscuridad durante un tiempo para recobrar las fuerzas.

No me gustó cómo sonaba aquello.

—¿Y el inquisidor? No he visto lo que le ha pasado. ¿Ha muerto?

Alice sacudió la cabeza.

—Se ha quemado las manos al caer, eso es todo. ¡Pero ahora sabe lo que se siente al quemarse!

Al oír aquello, de pronto me di cuenta de lo que me dolía la mano izquierda, la que sujetaba al Espectro. Miré hacia abajo y vi que tenía el dorso en carne viva y lleno de llagas. A cada paso que daba, el dolor parecía aumentar.

Cruzamos el puente entre una muchedumbre que avanzaba a empujones. Todos se dirigían al norte para alejarse de los disturbios y de lo que podía venir después. Muy pronto los hombres del Inquisidor se reagruparían, dispuestos a recuperar a los prisioneros y castigar a cualquiera que hubiera tenido que ver con su fuga. Todo el que se interpusiera en su camino lo iba a pagar caro.

Mucho antes de que amaneciera, ya estábamos lejos de Priestown; pasamos las primeras horas del alba resguardados en un corral en ruinas, temiendo que los hombres del Inquisidor pudieran estar cerca de allí en busca de prisioneros fugados.

El Espectro no dijo una sola palabra cuando le hablé, ni si quiera después de que recogiera su bastón y se lo devolviera. Aún tenía la mirada ausente e inmóvil, como si su mente estuviera en un lugar completamente diferente. Empecé a preocuparme por la gravedad del golpe que tenía en la cabeza, lo cual no me daba más que una opción.

—Tenemos que llevarlo a la granja de mi familia —decidí—. Mi madre podrá ayudarle.

—Pero no le va a hacer mucha gracia verme a mí, ¿no crees? —replicó Alice—. Sobre todo cuando sepa lo que he hecho. Ni tampoco a ese hermano tuyo.

Asentí, aunque con un gesto de dolor por la mano. Alice tenía razón. Sería mejor que no viniera conmigo, pero la necesitaba para que me ayudara con el Espectro, que distaba mucho de aguantarse en pie por sí mismo.

—¿Qué pasa, Tom? —preguntó Alice. Se dio cuenta de lo que me pasaba en la mano y se acercó para echarle un vistazo—. Enseguida arreglaremos eso —añadió—. No tardare...

—¡No, Alice, es muy peligroso!

Pero antes de que pudiera detenerla, salió del corral. Diez minutos más tarde, estaba de vuelta con unos trocitos de corteza y las hojas de una planta que no reconocí. Mascó la corteza con los dientes hasta convertirla en pedacitos fibrosos.

—Enséñame la mano —ordenó.

—¿Qué es eso? —pregunté. No lo tenía claro, pero me dolía tanto la mano que obedecí.

Suavemente, fue colocando los trocitos de corteza sobre la quemadura y me envolvió la mano con las hojas. Luego se arrancó un hilo negro del vestido y lo usó para atarlas.

—Esto me lo enseñó Lizzie —explicó—. Enseguida te quitará el dolor.

Estaba a punto de protestar, pero casi inmediatamente el dolor empezó a desaparecer. Era un remedio que le había enseñado una bruja. Un remedio que funcionaba. El mundo tenía cosas bien curiosas. De algo malo podía salir algo bueno. Y no se trataba únicamente de mi mano. Gracias o Alice y a su pacto con lo Pesadilla, el Espectro se había salvado.