La Puerta de Plata
De vuelta en la bodega, Alice me miró con los ojos llenos de rabia.
—¡No es justo, Tom! Pobre Maggie. No merece morir quemada. Ninguno de ellos lo merece. Hay que hacer algo.
Me encogí de hombros y me quedé mirando a la nada, con la mente en blanco. Al cabo de un rato, Alice se echó y se durmió. Yo intenté hacer lo mismo, pero empecé a pensar en el Espectro de nuevo. Aunque parecía inútil, ¿debería ir a la quema a ver si podía hacer algo para ayudarle? Después de darle vueltas en la cabeza un rato, al final decidí que, cuando se pusiera el sol, saldría de Priestown e iría a hablar con mi madre.
Ella sabría lo que había que hacer. Yo estaba perdido y necesitaba ayuda. Tendría que caminar toda la noche y no podría dormir, así lo que lo mejor iba a ser intentar dormir todo lo que pudiera hasta entonces. Tardé un rato en cerrar los ojos, pero cuando lo hice, empecé casi inmediatamente a soñar y me encontré en las catacumbas.
En la mayoría de los sueños, no sabes que estás soñando. Pero cuando te das cuenta, la reacción suele ser una de dos: o te despiertas enseguida, o te quedas en el sueño y haces lo que quieres. Por lo menos, es lo que me suele pasar a mí.
Pero aquel sueño era diferente. Era como si algo controlara mis movimientos. Bajaba por un oscuro túnel con el cabo de una vela en la mano izquierda y me acercaba a la entrada de una de las criptas que contenían los huesos de los Pequeños. No quería acercarme, pero no conseguía detener los pies.
Me paré en el umbral, iluminando con la tenue llama de la vela los huesos. En su mayor parte ocupaban los estantes del fondo de la cripta, pero había algunos huesos rotos tirados por el suelo adoquinado y amontonados en un rincón. No quería entrar allí; realmente no quería, pero aparentemente no tenía elección. Entré en la cripta, oyendo el crujir de los huesos rompiéndose bajo mis pies, y de pronto sentí un frío intenso.
Un invierno, cuando era niño, mi hermano James me persiguió y me llenó las orejas de nieve. Intenté revolverme, pero él tenía sólo un año menos que mi hermano mayor, Jack, y era igual de grande y fuerte que él, hasta el punto que mi padre acabó colocándolo como aprendiz de un herrero. Tenía el mismo sentido del humor que Jack. Meterme nieve en las orejas era lo que James entendía por una broma, pero me hizo daño y toda la cara se me entumeció y me dolió casi una hora. En el sueño tenía la misma sensación: un frío glacial. Quería decir que se acercaba alguna criatura de lo Oscuro. El frío empezó a instalárseme en el interior de la cabeza hasta que me sentí congelado y entumecido, como si perdiera el control de mí mismo
Oí una voz procedente de la oscuridad que tenía detrás. Tenía algo cerca de la espalda, bloqueándome la salida. La voz era áspera y profunda, y no tuve que preguntar quién era el que hablaba. Aunque no la tenía enfrente, me llegaba su fétido aliento.
—Esto es una condena —dijo la Pesadilla—. Una prisión. Mi mundo se reduce a esto.
No respondí, y se produjo un largo silencio. Era un sueño, intenté despertarme. Hice un verdadero esfuerzo, pero no sirvió de nada.
—Una bonita estancia —prosiguió la Pesadilla—. Uno de mis lugares favoritos, debo decir. Lleno de huesos viejos. Pero lo que yo quiero es sangre fresca, y la sangre de los jóvenes es la mejor de todas. Aunque si no consigo sangre, me conformaré con los huesos. Los huesos frescos son los mejores. No dejaría de comer huesos frescos, dulces y llenos de tuétano. Eso es lo que me gusta. Me encanta partir los huesos tiernos y sorber el tuétano. Aunque los viejos son mejores que nada, Huesos viejos como éstos. Al menos, me sirven para combatir el hambre que me corroe por dentro. El hambre me destroza.
»Los huesos viejos no tienen tuétano. Pero conservan los recuerdos, ¿sabes? Yo los froto, suavemente, hasta que liberan todos sus secretos. Veo la carne que los cubrió en otro tiempo, las esperanzas y las ambiciones que han encontrado su fin en este material quebradizo y seco. Eso también me sacia. Me alivia el hambre.
La Pesadilla estaba muy cerca de mi oreja izquierda, y su voz se había convertido en apenas un suspiro. De pronto, tuve la necesidad imperiosa de volverme y mirarla a la cara, pero debió de leerme el pensamiento.
»No te gires, chico —me advirtió—. O no te gustará lo que verás. Respóndeme una pregunta...
Hubo una larga pausa, y sentí cómo me golpeaba el corazón contra el pecho. Por fin la Pesadilla planteó su pregunta:
—¿Qué ocurre después de la muerte?
Yo no sabía la respuesta. El Espectro nunca hablaba de aquellas cosas. Lo único que sabía es que había fantasmas que seguían pensando y hablando. Y espíritus que se habían quedado atrás al irse el alma. Pero ¿adónde? Yo no lo sabía. Sólo Dios lo sabía. Si es que Dios existía.
Sacudí la cabeza. No dije nada y tenía demasiado miedo como para darme la vuelta. Notaba que tenía detrás algo enorme y terrorífico.
—¡No hay nada después de la muerte! ¡Nada! ¡Nada en absoluto! —bramó la Pesadilla cerca de mi oído—. No hay más que oscuridad y vacío. No hay pensamientos. Ni sentimientos. Sólo inconsciencia. Eso es todo lo que te espera al otro lado de la muerte. ¡Pero ponte de mi lado, muchacho, y te daré una vida larga, muy larga! Siete décadas es lo máximo que puede aspirar a vivir la mayoría de endebles humanos. ¡Pero yo te puedo dar diez o veinte veces ese tiempo! Lo único que tienes que hacer es abrir esa puerta y dejarme salir. Tú abre la puerta, y yo me ocuparé del resto. Tu maestro también puede quedar libre. Sé que es eso lo que quieres. ¡Podrías recuperar la vida que tenías!
Una parte de mí quería decir que sí. Pensaba en la quema del Espectro y en el solitario viaje al norte hasta Caster sin la seguridad de que pudiera continuar con mi aprendizaje. ¡Ojalá las cosas pudieran volver a ser como antes! Pero aunque me sentí tentado a aceptar, sabía que no era posible. Aunque la Pesadilla mantuviera su palabra, no podía permitir que se moviera a sus anchas por el condado, extendiendo su maldad libremente. Sabía que el Espectro preferiría morir a dejar que pasara aquello.
Abrí la boca para decir que no, pero antes de que pudiera articular la palabra, la Pesadilla volvió a hablar.
—¡Me sería más fácil convencer a la niña! —dijo—. Lo único que quiere es el calor de una chimenea. Una casa donde vivir. Ropa limpia. ¡Pero piensa en lo que te ofrezco a ti! Y lo único que quiero es tu sangre. No mucha. Y no te dolerá tanto. Con un poco me basta. Haremos un pacto. Déjame que te chupe la sangre para recuperar las fuerzas. Ábreme la puerta y dame la libertad. Después cumpliré el trato y vivirás una vida muy, muy larga. La sangre de la niña es mejor que nada, pero la que quiero realmente es la tuya. Eres el séptimo de un séptimo. Sólo he probado sangre como la tuya una vez. ¡Qué fuerza me daría! ¡Qué gran recompensa tendrías! ¿No es eso mejor que la nada que hay tras la muerte?
»Ah, la muerte te llegará un día. Sin duda, llegará a pesar de todo lo que haga yo, arrastrándose hacia ti como la bruma a la orilla de un río en una noche húmeda y fría. Pero yo puedo retrasar ese momento. Durante años y años. Pasará mucho tiempo antes de que tengas que enfrentarte a lo Oscuro. A las sombras. ¡A la nada! ¿Qué dices, muchacho? Estoy apresada, condenada. ¡Pero tú me puedes ayudar!
Estaba asustado y de nuevo intenté despertarme. Pero de pronto las palabras me salieron de la boca, casi como si las pronunciara otra persona:
—Yo no creo que no haya nada después de la muerte —afirmé—. Tengo alma y, si vivo bien la vida, seguiré vivo de algún modo. Habrá algo. No creo en la nada. ¡No creo en eso!
—¡No, no! —rugió la Pesadilla—. ¡Tú no sabes lo que yo sé! ¡Tú no puedes ver lo que yo veo! Yo veo más allá de la muerte. Yo veo el vacío. La nada. ¡Lo conozco! Yo veo lo terrible que es no ser nada. ¡Nada en absoluto! ¡Nada en absoluto!
El corazón empezó a latirme más despacio, y de pronto me sentí muy tranquilo. La Pesadilla seguía detrás de mí, pero en la cripta empezaba a hacer más calor. Sabía del dolor de la Pesadilla. Sabía por qué tenía que alimentarse de personas, de su sangre, de sus esperanzas y sus sueños...
—Yo tengo alma y seguiré vivo —repetí, con voz serena—. Esa es la diferencia. ¡Yo tengo alma, y tú no! ¡Para ti no hay nada después de la muerte, nada en absoluto!
De pronto, la cabeza me quedó aprisionada contra la pared más próxima de la cripta y oí un murmullo de rabia tras de mí; un murmullo que se convirtió en un terrible bramido.
—¡Necio! —gritó la Pesadilla. La voz inundó la cripta y resonó por los largos y oscuros túneles de las catacumbas. Me golpeó la cabeza de lado con violencia, rascándome la frente contra la dura y fría piedra. Por el rabillo del ojo izquierdo pude ver el tamaño de la enorme mano que me aferraba la cabeza. En vez de uñas, los dedos acababan en enormes espolones amarillos—. ¡Te he dado una oportunidad, pero ahora la has perdido para siempre! No obstante, hay otra persona que me puede ayudar. Así que si no puedo contar contigo, me las arreglaré con ella.
Me empujó hacia abajo, entre el montón de huesos de la esquina. Sentí cómo caía entre ellos. Iba hundiéndome cada vez más en una fosa sin fin llena de huesos. La vela estaba afuera, pero los huesos parecían brillar en la oscuridad: cráneos con rígidas muecas, cajas torácicas, fémures y húmeros, fragmentos de manos y dedos; y mientras tanto, el seco polvo de la muerte me iba cubriendo la cara, se me metía por la nariz y me llenaba la boca y la garganta hasta ahogarme; apenas podía respirar.
—¡Así es como sabe la muerte! —gritó la Pesadilla—. ¡Y ése en el aspecto que tiene!
Los huesos fueron desvaneciéndose, y al final no veía nada. Nada en absoluto. Estaba hundiéndome en la oscuridad, aterrado, pensando que la Pesadilla había conseguido matarme mientras dormía, pero me esforcé por despertar. De algún modo, la Pesadilla me había estado hablando en sueños, y yo sabía a quien estaría convenciendo a continuación para hacer aquello a lo que me había negado.
¡Alice!
Por fin conseguí despertarme, pero ya era demasiado tarde. Había una vela encendida a mi lado, pero no era más que un cabo. ¡Había dormido varias horas! La otra vela había desaparecido. ¡Y Alice también!
Me toqué el bolsillo y confirmé lo que ya me suponía Alice me había quitado la llave de la Puerta de Plata...
Cuando conseguí ponerme de pie, estaba mareado y me dolía la cabeza. Me toqué la frente con el dorso de la mano, y éste se me quedó cubierto de sangre. La Pesadilla me había hecho aquello mientras dormía. También podía leer la mente. ¿Cómo se puede derrotar a una criatura cuando sabe lo que quieres hacer antes de que puedas moverte o abrir la boca? El Espectro tenía razón: esta criatura era lo más peligroso a lo que nos podíamos enfrentar.
Alice había dejado la trampilla abierta. Cogí la vela y bajé la escalera hasta las catacumbas sin perder un momento. Unos minutos más tarde, llegué al río, que parecía algo más profundo que antes. De hecho, el agua se arremolinaba y cubría tres de las nueve piedras, las que estaban justo en el centro, y la corriente me empujaba por las botas.
Crucé a toda prisa, con la esperanza de no llegar demasiado tarde. Pero cuando giré la esquina, vi a Alice sentada, recostada contra la pared. Tenía la mano izquierda apoyada en los adoquines y los dedos bañados de sangre.
¡Y la Puerta de Plata estaba abierta!