10

El juicio del Espectro

La puerta se abrió con un crujido, y la luz de una vela llenó la estancia. Aliviado, observé que era Andrew.

—Pensé que te encontraría aquí abajo —dijo. Llevaba un pequeño paquete. Al tiempo que lo ponía en el suelo y acercaba su vela a la mía, señaló a Alice con un gesto. Aún estaba profundamente dormida, pero ahora estaba de lado, de espaldas a nosotros, con la cara apoyada sobre las manos.

—¿Y ésta quién es?

—Vivía cerca de Chipenden —le expliqué—. Se llama Alice. El señor Gregory no estaba allí. Se lo habían llevado arriba para interrogarlo.

Andrew sacudió la cabeza con un gesto triste.

—El hermano Peter me dijo lo mismo. No podías haber tenido peor suerte. Media hora más tarde, John habría estado otra vez en la celda, con los demás. Al final se escaparon once, aunque a cinco los encontraron poco después. Pero las malas noticias no se acaban ahí. Los hombres del Inquisidor arrestaron al hermano Peter nada más salir de mi tienda. Lo vi desde la ventana de arriba. Así que ya no queda nada para mí en esta ciudad. Probablemente, seré el próximo al que vengan a buscar, pero no me voy a quedar por aquí para responder a sus preguntas. Ya he cerrado la tienda. Tengo las herramientas en el carro y me voy al sur, hacia Adlington, donde trabajaba antes.

—Lo siento, Andrew.

—Bueno, no lo sientas. ¿Quién no querría intentar ayudar a su propio hermano? Además, no me ha ido tan mal. La tienda era de alquiler, y llevo la profesión en las manos. Siempre encontraré trabajo. Toma —añadió, abriendo el paquete—. Te he traído algo de comida.

—¿Qué hora es? —pregunté.

—Faltan un par de horas para que amanezca. Me he arriesgado viniendo hasta aquí. Después de todo el alboroto, media ciudad está despierta. Mucha gente ha ido a los juzgados de Fishergate. Con todo lo que pasó anoche, el Inquisidor va a celebrar un juicio rápido con todos los prisioneros que tiene.

—¿Por qué no espera a que salga el sol?

—Porque aún asistiría más gente —respondió Andrew—. Quiere liquidar el asunto antes de que crezca la oposición. Hay gente en la ciudad que se opone a lo que está haciendo. En cuanto a la quema, será esta noche, cuando oscurezca, en la colma de las piras de Wortham, al sur del río. El Inquisidor llevará muchos hombres armados por si hay problemas, así que si tienes algo de sentido común, te quedarás hasta la noche y luego te largarás de aquí.

Antes incluso de que acabara de abrir el paquete, Alice se giró hacia nosotros y se irguió. A lo mejor había olido la comida, o quizás había estado despierta todo el rato, fingiendo que dormía. Había lonchas de jamón, pan tierno y dos tomates grandes. Alice se puso a comer inmediatamente, sin una palabra de agradecimiento para Andrew, y tras un momento de duda la seguí. Tenía mucha hambre, y ahora ya no tenía mucho sentido ayunar.

—Bueno, yo me voy —anunció Andrew—. Pobre John. Pero ahora ya no podemos hacer nada.

—¿No vale la pena hacer un último intento por salvarlo? —pregunté.

—No, ya has hecho suficiente. Es demasiado peligroso acercarse a cualquier lugar próximo al juicio. Y muy pronto el pobre John estará con el resto, vigilado por guardias armados y de camino a Wortham para ser quemado vivo con esos otros pobres desdichados.

—¿Y la maldición? —repliqué—. Usted mismo dijo que está condenado a morir bajo tierra, no en una hoguera.

—Ah, la maldición. Yo no creo en eso más de lo que cree John. Sólo intentaba desesperadamente que dejara de perseguir a la Pesadilla mientras el Inquisidor estuviera en la ciudad. No, me temo que el destino de mi hermano está escrito, así que aléjate de aquí. Una vez John me dijo que había un espectro que trabajaba por algún lugar cerca de Caster. Cubre el extremo norte del condado. Menciónale el nombre de John, y puede que te tome como aprendiz. En su día fue aprendiz de John.

Saludó con la cabeza y se giró para marcharse.

—Te dejo la vela. Buena suerte por el camino. Y si alguna vez necesitas un buen cerrajero, ya sabes dónde encontrarme.

Dicho aquello, se fue. Oí cómo subía las escaleras de la bodega y cerraba la puerta trasera. Un momento después, Alice estaba chupándose el jugo de los tomates de los dedos. Nos lo habíamos comido todo; no habíamos dejado ni una miga.

—Alice —le dije—. Quiero ir al juicio. Puede que tenga alguna oportunidad de ayudar al Espectro. ¿Me quieres acompañar?

—¿Alguna oportunidad? —respondió, con los ojos como platos—. Ya has oído lo que ha dicho. ¡No tendrás ninguna oportunidad, Tom! ¿Qué puedes hacer tú contra unos hombres armados? No, ten sentido común. No vale la pena el riesgo. Además, ¿por qué iba a intentar ayudarle? El viejo Gregory no haría lo mismo por mí. Dejaría que me quemaran, de eso no hay duda.

Ante aquello, no sabía que decir. En cierto modo, era cierto. Le había pedido al Espectro que ayudara a Alice, y se había negado. Así que me puse en pie con un suspiro.

—Yo voy a ir de todos modos.

—No, Tom, no me dejes aquí con ese fantasma...

—Pensaba que no tenías miedo.

—No lo tengo. Pero la última vez que me he dormido, he sentido que me empezaba a apretar la garganta. De verdad. Puede que sea peor si tú no estás.

—Entonces ven conmigo. No será tan peligroso, porque aún estará oscuro. Y el mejor lugar para ocultarse es una multitud. Venga, por favor. ¿Qué me dices?

—¿Tienes algún plan? —preguntó—. ¿Hay algo que no me hayas contado?

Sacudí la cabeza.

—Me lo imaginaba.

—Mira, Alice, sólo quiero ir a echar un vistazo. Si no puedo ayudarle, nos volveremos enseguida. Pero si no lo intento, nunca me lo perdonaré.

Alice se levantó a regañadientes.

—Iré contigo y lo veremos. Pero tienes que prometerme que si es demasiado peligroso, nos volveremos enseguida. Conozco al Inquisidor mejor que tú. Créeme, no deberíamos acercarnos a él.

—Te lo prometo.

Dejé la bolsa y el bastón del Espectro en la bodega, y salimos hacia Fishergate, donde se iba a celebrar el juicio.

Andrew había dicho que media ciudad estaba despierta. Era una exageración, pero, para ser tan de madrugada, se veían muchas velas brillando tras las cortinas y bastante gente moviéndose por la oscuridad de las calles en la misma dirección que nosotros.

Tenía la impresión de que no podríamos llegar cerca del edificio, que habría guardias por las calles, pero para mi asombro no vimos a los hombres del Inquisidor por ninguna parte. Las grandes puertas de madera estaban abiertas de par en par, y el umbral estaba atestado de gente que se iba concentrando en la calle, como si no hubiera espacio para todos en el interior.

Me acerqué con precaución, aprovechando la oscuridad. Cuando llegué junto a la multitud, me di cuenta de que la gente no estaba tan apretada como parecía. En el interior del juzgado, el aire estaba cargado de un olor dulce y empalagoso. Era una gran sala con el suelo enlosado sobre el que se había esparcido serrín aquí y allá. No podía ver bien por entre la gente, porque la mayoría eran más altos que yo, pero parecía que delante había un gran espacio vacío por el que nadie quería pasar. Agarré a Alice de la mano y me abrí paso entre la gente, tirando de ella.

En la parte de atrás estaba oscuro, pero por delante el salón estaba iluminado con dos enormes antorchas situadas a los lados de una tarima de madera. El Inquisidor estaba en primer plano, mirando hacia abajo. Decía algo, pero no se le oía bien. Miré a mi alrededor y vi toda una gama de expresiones en la cara de la gente: rabia, tristeza, amargura y resignación. Algunos rostros mostraban una clara hostilidad. Probablemente, la mayoría de aquellas personas estaba entre los contrarios al Inquisidor. Quizás algunos fueran incluso parientes o amigos de los acusados. Por un momento, aquello me dio esperanzas de intentar algún tipo de rescate.

Pero entonces mis esperanzas se desvanecieron, cuando vi por qué nadie pasaba delante. Por debajo de la tarima había cinco largos bancos ocupados por curas de espaldas al público, pero tras ellos había una doble línea de hombres armados con cara de pocos amigos. Algunos tenían los brazos cruzados; otros tenían la mano sobre la empuñadura de la espada como si esperaran el momento de desenvainarla. Nadie quería acercárseles. Miré hacia el techo y vi que en lo alto de las paredes había un balcón por el que asomaban unas caras como pálidos óvalos blancos; todas parecían iguales desde el suelo. Aquél debía de ser el lugar más seguro y probablemente tendría las mejores vistas. A la izquierda había unas escaleras, y arrastré a Alice hacia ellas. En un momento estábamos avanzando por el ancho balcón.

No estaba lleno, y enseguida encontramos sitio junto a la baranda, a medio camino entre las puertas y la tarima. Aún flotaba el mismo olor dulzón en el aire y allí era mucho más penetrante que abajo. De pronto, me di cuenta de lo que era. Sin duda, aquel salón tenía que usarse como mercado de carnes. Olía a sangre.

El Inquisidor no era el único que estaba en la tarima. Detrás, entre las sombras, un grupo de guardias rodeaba a los prisioneros a la espera de juicio, pero justo detrás del Inquisidor dos guardias agarraban a una prisionera por los brazos. Era alta, tenía el pelo largo y oscuro y estaba llorando. Tenía el vestido hecho jirones y no llevaba zapatos.

—¡Es Maggie! —me susurró Alice al oído—. Aquella a la que le clavaron las agujas. Pobre Maggie, no es justo. Pensé que se habría escapado.

Allí arriba el sonido llegaba mucho mejor y se oía todo lo que decía el Inquisidor.

—¡De sus propios labios ha salido su condena! —proclamo, con voz alta y arrogante—. Lo ha confesado todo, y se le ha encontrado la marca del Diablo en la carne. La sentencio a que sea atada a una pira y quemada viva. Y que Dios se apiade de su alma.

Maggie empezó a sollozar aún más fuerte, pero uno de sus captores la agarró del pelo y la arrastró hacia una puerta situada detrás de la tarima. En cuanto desapareció, empujaron al frente a otro prisionero. Cuando quedó iluminado por la luz de la antorcha, vi que iba vestido con una túnica negra y que tema las manos atadas a la espalda. Por un momento, pensé que me había equivocado, pero no había duda.

Era el hermano Peter. Lo supe por la fina corona de pelo cano que tenía en la cabeza y por la curvatura de la espalda y los hombros. Pero tenía la cara tan desfigurada y bañada en sangre que apenas lo reconocía. Tenía la nariz rota, aplastada contra la cara, y un ojo cerrado, hinchado y convertido en una línea roja.

Al verlo en aquel estado, me sentí fatal. La culpa de todo era mía. Para empezar, me había dejado escapar; después me había indicado cómo llegar hasta la celda para rescatar al Espectro y a Alice. Bajo tortura, lo habría contado todo. Me sentí atormentado por la culpa.

—¡En otro tiempo este hombre era un hermano, un fiel servidor de la Iglesia! —declaró el Inquisidor—. ¡Pero mírenlo ahora! ¡Vean a este traidor, que ha ayudado a nuestros enemigos y se ha aliado con las fuerzas de lo Oscuro! Tenemos su confesión, escrita de su puño y letra. ¡Aquí está! —gritó, mostrando un trozo de papel en alto para que todos lo vieran.

Nadie tuvo ocasión de leerlo; podía decir cualquier cosa. Aunque fuera una confesión, con sólo mirar al pobre hermano Peter era evidente que se la habrían sacado a palos. No era justo. Allí no había ninguna justicia. Aquello no era un juicio en absoluto. En una ocasión el Espectro me había dicho que cuando juzgaban a la gente en el castillo de Caster, por lo menos se celebraba una vista: había un juez, un fiscal y un defensor. ¡Pero el Inquisidor lo estaba haciendo todo solo!

—Es culpable. Sin ningún género de dudas —prosiguió—. Por lo que lo condeno a que se lo lleven a las catacumbas y lo abandonen allí. ¡Y que Dios se apiade de su alma!

Se oyó un repentino murmullo de terror entre el público, pero sobre todo entre los curas sentados en primera fila. Sabían exactamente cuál sería el destino del hermano Peter. La Pesadilla lo aplastaría.

El hermano Peter intentó hablar, pero tenía los labios demasiado hinchados. Uno de los guardias le dio un golpe en la cabeza mientras el Inquisidor sonreía con crueldad. Se lo llevaron por la puerta de detrás de la tarima; en cuanto desapareció, sacaron a otro prisionero a la luz. Se me cayó el alma a los pies. Era el Espectro.

A primera vista, aparte de los cardenales de la cara, no parecía que el Espectro lo hubiera pasado tan mal como el hermano Peter. Pero entonces observé algo más escalofriante. Miraba la antorcha torciendo los ojos y con expresión extraviada. Sus ojos verdes parecían vacíos de expresión, perdidos. Era como si hubiera perdido la memoria y no supiera siquiera quién era. Empecé a preguntarme cómo le habrían golpeado para que quedara así.

—¡Ante ustedes está John Gregory! —anunció el Inquisidor, con una voz que retumbaba entre las paredes—. Un discípulo del Diablo, nada menos, que durante muchos años ha ejercido sus malas artes por el condado, quitándole el dinero a las pobres gentes. Pero ¿se arrepiente este hombre? ¿Acepta sus pecados y suplica el perdón? No, es tozudo y no quiere confesar. Ahora sólo el fuego puede limpiarle y darle la esperanza de la salvación. Pero hay más: no contento con el mal que pueda hacer él solo, ha enseñado a otros y sigue haciéndolo ¡Padre Cairns, solicito que se levante y preste testimonio!

De la primera fila de bancos se levantó un cura y se acercó a la luz de la tarima. Estaba de espaldas a mí, así que no pude verle la cara, pero distinguí su mano vendada y, al hablar, oí la misma voz que en aquel confesionario.

—Señor Inquisidor, John Gregory trajo a la ciudad a un aprendiz, que ya está corrompido. Se llama Thomas Ward.

Alice contuvo un grito, y las rodillas empezaron a temblarme. De pronto, me di cuenta de lo peligroso que era estar en aquella sala, tan cerca del Inquisidor y de sus hombres armados.

—Por lo gracia de Dios, el chico cayó en mis manos —prosiguió el podre Cairns— y, de no ser por la intervención del hermano Peter, que permitió que escapara de la justicia, lo habría puesto en sus manos para que lo interrogara. Pero yo mismo le interrogué, señor, y observé que es más duro de lo que pueda parecer por su edad y que no se dejará persuadir con simples palabras. A pesar de todo mi esfuerzo, no quiso ver lo erróneo de su actitud, y de ello debemos culpar a John Gregory, alguien que no tiene suficiente con sus malvadas acciones, sino que además corrompe activamente a los jóvenes. Por lo que sé, han pasado por sus manos muchos aprendices y algunos de ellos, a su vez, han seguido el mismo camino y han tomado aprendices propios, extendiendo así el mal como una plaga por todo el condado.

—Gracias, padre. Puede sentarse. ¡Su testimonio basta por sí solo para condenar a John Gregory!

Cuando el padre Cairns se volvió a sentar, Alice me agarró del codo.

—¡Marchémonos! —me murmuró al oído—. ¡Es muy peligroso quedarse aquí!

—No, por favor. Sólo un momento.

Oír mi nombre me había asustado, pero quería quedarme unos minutos más para ver qué le pasaba a mi maestro.

—¡John Gregory, para ti sólo cabe un castigo! —rugió el Inquisidor—. Serás atado a la pira y quemado vivo. Rezaré por ti. Rezaré para que el dolor te enseñe lo errado de tu actitud. Rezaré para que ruegues a Dios el perdón y para que tu cuerpo arda, pero tu alma se salve.

El Inquisidor no dejó de mirar al Espectro durante su discurso, pero habría dado lo mismo que le gritara a un muro de piedra. Tras los ojos del Espectro no había conciencia. En cierto modo, era una bendición, porque así no se enteraba de lo que le estaba sucediendo. Pero me hizo darme cuenta de que, aunque de una u otra manera consiguiera rescatarlo, nunca sería el mismo.

Se me hizo un nudo en la garganta. La casa del Espectro se había convertido en mi nuevo hogar; recordaba las clases, las conversaciones con el Espectro e incluso los momentos de miedo en que nos habíamos enfrentado a lo Oscuro. Iba a echar de menos todo aquello, y la idea de que mi maestro ardiera en la hoguera hacía que los ojos se me llenaran de lágrimas.

Mi madre tenía razón. Al principio tenía mis dudas en cuanto a hacerme aprendiz del Espectro. Me daba miedo la soledad. Pero ella me había dicho que siempre podría hablar con el Espectro; que aunque fuera mi maestro, con el tiempo se convertiría en mi amigo. Bueno, no sabía si habíamos llegado a aquel punto, porque él seguía siendo arisco y seco, pero desde luego lo iba a echar de menos.

Mientras los guardias lo arrastraban hacia la puerta, le hice un gesto a Alice y, con la cabeza gacha y sin establecer contacto visual con nadie, me puse a bajar las escaleras del balcón. En el exterior, el cielo empezaba a iluminarse. Muy pronto la oscuridad dejaría de protegernos, y podía ser que alguien nos reconociera. Por las calles ya había más gente, y la cantidad de personas frente al juzgado se había duplicado. Me abrí paso entre la muchedumbre para echar un vistazo al lateral del edificio, a la puerta por la que se llevaban a los prisioneros.

Con una mirada supe que no había ninguna esperanza. No pude ver a ningún prisionero, pero no era de extrañar, porque había por lo menos veinte guardias junto a la salida. ¿Qué posibilidades tendríamos contra tantas personas? Desolado, volví junto a Alice.

—Vayámonos de aquí—propuse—. No hay nada que hacer.

Estaba ansioso por llegar a la bodega y sentirme seguro, así que caminamos deprisa. Alice me siguió sin decir palabra.