Saliva de niña
Sin dudarlo un segundo, agarré el bastón y apagué la vela, sumiendo la bodega en la oscuridad, y me dirigí rápidamente hacia la puerta que daba a las catacumbas.
Detrás de mí se oía un gran tumulto: gritos, chillidos y el ruido del forcejeo. Miré atrás y vi que uno de los guardias entraba a la bodega con una antorcha, así que me escondí detrás de los botelleros, que me separaban de la luz, al tiempo que me dirigía hacia la puerta de la pared opuesta.
Me sentí muy mal por dejar atrás al Espectro y a Alice. Haber llegado hasta aquí y no ser capaz de rescatarlos me hacía sentir fracasado. Mi única esperanza era que de algún modo hubieran conseguido escapar entre el tumulto. Los dos veían bien en la oscuridad y, si yo podía encontrar la puerta a las catacumbas, ellos también. Noté que algunos de los prisioneros se movían conmigo, huyendo de los guardias hacia los recovecos más oscuros de la bodega. Me pareció que tenía algunos delante. A lo mejor entre ellos estaban mi maestro y Alice, pero no podía arriesgarme a llamarlos y atraer la atención de los guardias. Mientras me abría paso entre los botelleros, me pareció ver frente a mí la puerta que daba a las catacumbas abriéndose y cerrándose rápidamente, pero estaba demasiado oscuro como para estar seguro.
Un instante después, había atravesado la puerta. En cuanto pasé y la cerré, me sumergí en una oscuridad tan intensa que por unos segundos no podía verme ni las manos. Me quedé allí, en lo alto de las escaleras, esperando impacientemente que los ojos se me adaptaran a la falta de luz. En cuanto distinguí los escalones, bajé con cuidado y recorrí el túnel todo lo rápido que pude, consciente de que en cualquier momento alguien podía ir a comprobar la puerta: yo no la había cerrado tras de mí por si Alice o el Espectro me seguían de cerca.
Normalmente veo bien en la oscuridad, pero en aquellas catacumbas parecía que cada vez la oscuridad era mayor, así que me detuve y saqué la cajita de yesca del bolsillo de la chaqueta. Me arrodillé y coloqué un montoncito de yesca sobre las piedras. Usé la piedra y el metal para crear una chispa y unos segundos más tarde conseguí encender la vela.
Con la luz de la vela pude desenvolverme mejor, pero el aire a mi alrededor era cada vez más frío y algo más allá vi unos siniestros brillos en la pared. Unas formas luminosas se movían de nuevo por entre las sombras, pero eran muchas más que antes. Los muertos se estaban reuniendo. Mi paso por los túneles los había agitado.
Me detuve. ¿Qué era aquello? A lo lejos había oído el aullido de un perro. Me paré con el corazón galopándome en el pecho. ¿Era un perro de verdad, o sería la Pesadilla? Andrew había mencionado un enorme perro negro con unos dientes descomunales; un perro enorme que en realidad era la Pesadilla. Intenté decirme a mí mismo que lo que oía era un perro de verdad que se habría abierto paso por las catacumbas. Al fin y al cabo, si un gato lo había hecho, ¿por qué no un perro?
Volví a oír el aullido, que resonó en el aire durante un buen rato, reverberando por los largos túneles. ¿Lo tenía delante, o detrás? ¿Estaba en aquel túnel, o en otro? Me resultaba imposible distinguirlo. Pero con el Inquisidor y sus hombres detrás, no tenía otra opción que seguir avanzando hacia la puerta.
De modo que avancé rápidamente, temblando de frío, esquivando el gato aplastado, hasta que llegué a la bifurcación. Por fin giré la esquina y vi la Puerta de Plata. Me detuve, con las rodillas temblando y temeroso de ir más adelante. Porque allí delante, detrás de la llama de mi vela, alguien me esperaba en la oscuridad. Una figura sombría estaba sentada en el suelo junto a la puerta, con la espalda apoyada en la pared y la cabeza inclinada. ¿Sería un prisionero huido? ¿Alguien que había atravesado la puerta antes que yo?
No podía retroceder, así que avancé unos pasos hacia la puerta y levanté la vela un poco más. Un rostro con barba se giró hacia mí.
—¿Por qué has tardado tanto? —dijo una voz que reconocí—. ¡Llevo cinco minutos esperando aquí!
¡Era el Espectro, sano y salvo! Corrí hacia él, aliviado al ver que había podido escapar. Tenía una herida muy fea sobre el ojo izquierdo y la cara hinchada. Estaba claro que le habían dado una paliza.
—¿Está bien? —pregunté, ansioso.
—Sí, muchacho. Dame un momento para recuperar el aliento y estaré perfectamente. Abre esa puerta y vámonos.
—¿Estaba Alice con usted? —pregunté—. ¿Estaban en la misma celda?
—No, chico. Lo mejor que puedes hacer es olvidarte de ella No te traerá más que problemas, y ahora no podemos hacia nada para ayudarla. —Su voz sonaba cruel e implacable—. Se merece lo que le espera.
—¿Arder en la hoguera? —pregunté—. Nunca le ha gustado que quemaran a las brujas, y mucho menos a una niña, y usted mismo le dijo a Andrew que es inocente.
Yo estaba impresionado. Nunca le había gustado Alice, pero me dolió oírle hablar así de ella, especialmente teniendo en cuenta que él mismo se había enfrentado a aquel terrible destino. Y Meg, ¿qué? No siempre había sido tan frío y despiadado...
—Por Dios, muchacho, ¿estás durmiendo o estás despierto? —preguntó el Espectro, con la voz llena de rabia e impaciencia—. ¡Venga, espabila! Saca la llave y abre esa puerta.
Yo dudé, y él me extendió la mano.
—Dame mi bastón, muchacho. He estado en esa celda húmeda demasiado tiempo, y estos viejos huesos me están doliendo mucho...
Me acerqué para dárselo, pero cuando empezó a rodearlo con los dedos, retrocedí horrorizado.
No fue sólo el impacto en la cara de su aliento, caliente y apestoso. ¡Fue porque me estaba tendiendo la mano derecha! ¡La derecha, no la izquierda!
¡No era el Espectro! ¡Aquél no era mi maestro!
Mientras lo miraba, paralizado, bajó la mano y, como una serpiente, empezó a contorsionarse hacia mí por los adoquines. Antes de que me pudiera mover, deslizó y estiró el brazo hasta el doble de su longitud normal y con la mano me aferró el tobillo, Mi reacción inmediata fue la de intentar librarme de aquella dolorosa tenaza, pero sabía que no era la solución. Me quedé completamente paralizado.
Intenté concentrarme. Agarré el bastón e intenté dominar el miedo y acordarme de respirar. Estaba aterrorizado, pero aunque mi cuerpo estaba inmóvil, mi mente sí funcionaba. Sólo había una explicación y era terrorífica: ¡tenía delante a la Pesadilla!
Hice un esfuerzo por pensar, estudié aquella cosa que tenía delante, buscando algo que me pudiera ayudar lo más mínimo. Era idéntica al Espectro, y su voz también era la misma. Habría sido imposible distinguirlos, de no ser por el gesto de la mano.
Después de observarla unos segundos, me sentí un poco mejor. Era un truco que me había enseñado el Espectro: al enfrentarnos a nuestros peores miedos, tenemos que concentrarnos mucho y dejar atrás los sentimientos.
—¡Siempre funciona, muchacho! —me había dicho en su día—. Lo Oscuro se alimenta del miedo, y con una mente tranquila y un estómago vacío, la batalla está medio ganada antes incluso de empezar.
Y estaba funcionando. El cuerpo me había dejado de temblar, y me sentía más tranquilo, casi relajado.
La Pesadilla me soltó el tobillo, y la mano volvió a su sitio. La criatura se levantó y dio un paso hacia mí. Al hacerlo, oí un ruido curioso: no era el sonido de unas botas, como yo esperaba, sino más bien un ruido como el de unas garras enormes rascando los adoquines. El movimiento de la Pesadilla también agitó el aire, con lo que la llama de la vela tembló, distorsionando la sombra de la silueta del Espectro contra la Puerta de Plata.
Enseguida me arrodillé y coloqué la vela y el bastón en el suelo, entre los dos. Un momento después ya estaba de pie, con las manos en los bolsillos del pantalón, agarrando un puñado de sal y otro de hierro.
—Pierdes el tiempo —dijo la Pesadilla con una voz que de pronto no sonaba en absoluto como la del Espectro. Dura y profunda, reverberaba a través de la misma roca de las catacumbas, vibrando a través de mis botas y provocándome escalofríos hasta en los dientes—. Los viejos trucos como ése no me afectan. ¡Llevo demasiado tiempo en el mundo como para que eso me haga algún daño! Tu viejo maestro lo intentó una vez, pero no le sirvió de nada. De nada en absoluto.
Dudé, pero sólo por un momento. Podía ser que estuviera mintiendo; había que intentarlo todo. Pero entonces, entre las limaduras de hierro, mi mano izquierda dio con algo duro. En la llavecita que abría la Puerta de Plata. No podía arriesgarme a perderla.
—Ahhh... Tienes lo que necesito —dijo la Pesadilla con una sonrisa maliciosa.
¿Me había leído el pensamiento? ¿O quizá me había leído la expresión de la cara, o lo había adivinado? En cualquier caso, sabía demasiado.
—Mira... —añadió, con una mirada astuta en la cara—, si el viejo no pudo conmigo, ¿qué posibilidades tienes tú? ¡Ninguna! ¿No oyes a los guardias? ¡Arderás en la hoguera! ¡Arderás con el resto! No hay más salida que a través de esta puerta. No hay ninguna otra. ¡Así que usa la llave antes de que sea demasiado tarde!
La Pesadilla se hizo a un lado, quedando de espaldas a la pared del túnel. Sabía exactamente qué quería: seguirme por la puerta, ser libre para poder hacer el mal por todos los rincones del condado. Sabía lo que habría dicho el Espectro; lo que esperaría de mí. Mi deber era asegurarme de que la Pesadilla permanecía atrapada en las catacumbas. Aquello era más importante que mi propia vida.
—¡No seas tonto! —susurró la Pesadilla, con una voz mucho más áspera y fuerte que el peor grito del Espectro—. ¡Escúchame y serás libre! Y además te recompensaré. Tendrás una gran recompensa. La misma que le ofrecí al viejo hace muchos años, pero no me escuchó. ¿Y dónde ha acabado? ¡Dímelo! Mañana lo juzgarán, y será declarado culpable. Al día siguiente arderá en la hoguera.
—¡No! —respondí—. ¡No puedo hacerlo!
Aquello hizo que la ira invadiera el rostro de la Pesadilla. Aún se parecía al Espectro, pero los rasgos que yo tan bien conocía quedaron retorcidos y deformados por el mal. Dio otro paso hacia mí, levantando un puño. Puede que fuera un efecto de la luz de la vela, pero daba la impresión de que iba aumentando de tamaño. Y sentí un peso invisible que empezaba a presionarme la cabeza y los hombros. Mientras caía de rodillas, pensé en el gato aplastado entre los adoquines y me di cuenta de que me esperaba el mismo destino. Intenté aspirar aire, pero no pude y empecé a sentir pánico. ¡No podía respirar! ¡Se había acabado!
La luz de la vela desapareció en la repentina oscuridad que me envolvió. Intenté desesperadamente hablar, pedir clemencia, pero sabía que no habría clemencia a menos que abriera la Puerta de Plata. ¿En qué estaría pensando? ¡Qué tonto había sido al creer que con unos meses de entrenamiento podría evitar a una criatura tan malvada y poderosa como la Pesadilla! Me estaba muriendo, estaba seguro. Solo, en las catacumbas. Y lo peor de todo es que había fracasado miserablemente. No había conseguido rescatar a mi maestro ni a Alice.
Entonces oí algo a lo lejos: era la pisada de un zapato contra los adoquines. Dicen que, al morir, el último sentido que se pierde es el oído. Y por un momento pensé que la pisada de aquel zapato sería la última percepción que tendría en esta vida. Pero entonces el peso invisible que me aplastaba disminuyo lentamente. Recuperé la vista y de pronto volví a respirar. Observé que la Pesadilla giraba la cabeza y miraba hacia atrás, en dirección a la curva del túnel. ¡La Pesadilla también lo había oído!
Volvió a oírse el ruido. Esta vez no había duda. ¡Pisadas! ¡Se acercaba alguien! Miré a la Pesadilla y observé que estaba cambiando. Antes no me lo había imaginado: aumentaba realmente de tamaño. Para entonces la cabeza ya le llegaba casi al techo del túnel, tenía el cuerpo curvado hacia delante, y la cara le había cambiado hasta el punto de que ya no era la del Espectro. La barbilla se le había alargado hacia delante y hacia arriba, empezando a adquirir forma de gancho, y tenía la nariz curvada hacia abajo, en dirección a la barbilla. ¿Estaría adoptando su forma auténtica, la de la gárgola de piedra que había sobre la puerta de la catedral? ¿Habría recuperado toda su fuerza?
Escuché los pasos que se acercaban. Habría apagado la vela pero aquello me habría dejado a oscuras con la Pesadilla. Por lo menos parecía que sólo se acercaba una persona, y no una tropa de hombres del Inquisidor. No me preocupaba quién fuera. De momento, me había salvado.
Primero vi los pies. La silueta giró la esquina y quedó iluminada por la luz de la vela. Zapatos en punta, luego una niña delgada vestida de negro y el contoneo de sus caderas a la luz de la vela.
¡Era Alice!
Se detuvo, me echó una mirada rápida y los ojos se le abrieron como platos. Cuando levantó la vista y vio a la Pesadilla, puso una expresión que era más de rabia que de miedo.
Miré atrás y por un momento mis ojos se encontraron con los ojos de la Pesadilla. Además de la rabia que reflejaban, vi algo más, pero antes de distinguir lo que era, Alice salió corriendo hacia la Pesadilla, bufando como un gato. Entonces, para mi asombro, le escupió en la cara.
Lo que sucedió a continuación pasó demasiado rápido como para poderlo ver. Sentí un viento repentino, y la Pesadilla desapareció.
Nos quedamos inmóviles un rato que me pareció muy largo. Entonces Alice se giró hacia mí.
—Parece que no le gusta mucho la saliva de niña, ¿verdad? —dijo con una media sonrisa—. Me alegro de haber aparecido en el momento justo.
No respondí. No me podía creer que la Pesadilla hubiera huido tan fácilmente, pero ya estaba de rodillas, intentado introducir la llave en la cerradura de la Puerta de Plata. Las manos me temblaban, y era tan difícil como me había parecido cuando lo había hecho Andrew.
Por fin conseguí colocar la llave en la posición correcta y giró. Empujé la puerta, se abrió, cogí la llave y el bastón y pasé al otro lado.
—¡Trae la vela! —le grité a Alice, y en cuanto estuvo a salvo, introduje la llave al otro lado de la cerradura y forcejeé hasta girarla. Esta vez me llevó una eternidad; en cualquier momento podía volver la Pesadilla.
—¿ No puedes darte más prisa? —me apremió Alice.
—No es tan fácil como parece —me justifiqué.
Al final conseguí cerrar la puerta y suspiré aliviado. Entonces me acordé del Espectro...
—¿Estaba el señor Gregory contigo en la celda? —pregunté.
Alice sacudió la cabeza.
—Cuando nos sacaste, no. Se lo llevaron para interrogarlo una hora antes de que vinieras.
Había tenido suerte de evitar que me atraparan. También con la liberación de los prisioneros. Pero la suerte sigue sus propias leyes del equilibrio. Había llegado una hora tarde. Alice estaba libre, pero el Espectro aún seguía preso y, a menos que pudiera hacer algo al respecto, iban a quemarlo.
Sin perder más tiempo, conduje a Alice por el túnel hasta que llegamos al río, que estaba crecido.
Crucé rápidamente, pero cuando me giré, Alice estaba aún en la otra orilla, mirando el agua.
—¡Está hondo, Tom! —gritó—. ¡Está muy hondo, y las piedras resbalan!
Volví a cruzar hasta donde estaba ella. Le tomé de la mano y la ayudé a cruzar por las nueve piedras planas. Enseguida llegamos a la trampilla que daba a la casa vacía y, una vez en la bodega, cerré la trampilla. Para mi decepción, Andrew ya se había ido. Tenía que hablar con él, decirle que el Espectro no estaba en la celda; advertirle de que el hermano Peter estaba en peligro y de que los rumores eran ciertos: ¡la Pesadilla estaba recuperando la fuerza!
—Será mejor que nos quedemos aquí abajo un rato. El Inquisidor empezará a buscar por la ciudad en cuanto se dé cuenta de que habéis escapado tantos. Esta casa está embrujada: el último lugar donde querrán buscarnos es aquí abajo, en la bodega.
Alice asintió, y por primera vez desde la primavera la pude mirar con calma. Era tan alta como yo, lo cual significaba que ella también había crecido un par de centímetros por lo menos, pero aún iba vestida como la última vez que la había visto cuando la llevé a casa de su tía, en Staumin. Si no era el mismo vestido negro, era idéntico.
La cara era igual de bonita que siempre, pero estaba más delgada y más mayor, como si hubiera crecido deprisa por las cosas que había visto; cosas que nadie debía ver nunca. Tenía el pelo negro sin brillo y sucio, y en la cara tenía manchas de suciedad. Daba la impresión de no haberse lavado en un mes.
—Me alegro de verte otra vez —dije—. Cuando te vi en el carro del Inquisidor, pensé que sería la última vez.
No respondió. Se limitó a cogerme la mano y la apretó.
—Estoy muerta de hambre, Tom. No tienes nada de comer, ¿verdad?
Sacudí la cabeza.
—¿Ni siquiera un trozo de aquel viejo queso enmohecido?
—Lo siento —dije—. No me queda nada.
Alice se dio la vuelta y agarró por un extremo una vieja alfombra que estaba en lo alto del montón.
—Ayúdame, Tom —dijo—. Necesito sentarme y no me apetece mucho la piedra fría.
Puse la vela y el bastón en el suelo, y tiramos de la alfombra entre los dos. El olor a humedad era más fuerte que nunca, y vi las cucarachas y las cochinillas que habíamos dejado al descubierto corriendo por el suelo de la bodega.
Sin prestar atención, Alice se sentó en la alfombra y encogió las piernas para apoyar la barbilla sobre las rodillas.
—Un día me voy a tomar la revancha —sentenció—. Nadie merece que lo traten así.
Me senté a su lado y puse mi mano sobre la suya.
—¿Qué pasó?
Permaneció un rato en silencio y, cuando pensé que no me iba a responder, de pronto habló.
—Cuando llegamos a entendernos, mi tía se portó bien conmigo. Me hizo trabajar duro, pero siempre me daba de comer bien. Ya me estaba acostumbrando a vivir en Staumin cuando llegó el Inquisidor. Nos pilló por sorpresa y tiró la puerta abajo. Pero mi tía no era como Lizzie la Huesuda. No era una bruja.
—La echaron al estanque a medianoche ante una multitud. Todo el mundo se reía y se burlaba. Yo estaba aterrorizada pensando que luego me tocaría a mí. Le ataron los pies y las manos juntos y la echaron al agua. Se hundió como una piedra, pero estaba oscuro y hacía viento; en el momento en que cayó en el agua, se levantó un vendaval que apagó muchas de las antorchas. Tardaron mucho rato en encontrarla y sacarla.
Alice hundió la cara entre las manos y sollozó. Esperé pacientemente a que pudiera continuar. Cuando levantó la cara, tenía los ojos secos, pero le temblaban los labios.
—Cuando la sacaron, estaba muerta. No es justo, Tom. ¡No lloró, se hundió, de modo que debían declararla inocente, pero la mataron de todos modos! Después de aquello no se metieron conmigo, pero me subieron al carro con el resto.
—Mi madre me dijo que echar a las brujas al agua tampoco sirve de nada —dije—. Sólo los tontos usan ese método.
—No, Tom. El Inquisidor no es ningún tonto. Hay un motivo para todo lo que hace, de eso puedes estar seguro. Es avaricioso. Codicia dinero. Vendió la granja de mi tía y se quedó el dinero. Vimos cómo lo contaba. Se dedica a eso. Acusa a la gente de brujería, la saca de en medio y se queda con sus casas, sus tierras y su dinero. Es más, disfruta con su trabajo. Es un ser oscuro. Dice que lo hace para liberar al condado de las brujas, pero es más cruel que cualquier bruja que yo haya conocido; y eso es mucho decir.
—Había una muchacha que se llamaba Maggie. No era mucho mayor que yo. Ni siquiera se molestaron en tirarla al agua. Usaron una prueba diferente, y todos tuvimos que mirar. El Inquisidor usó una aguja larga y afilada. Se la fue clavando en el cuerpo una y otra vez. Tenías que haber oído cómo gemía. La pobre chica casi se volvía loca de dolor. Se desmayaba una y otra vez, y tenían un cubo de agua junto a la mesa para hacer que volviera en sí. Pero por fin encontraron lo que buscaban. ¡La marca del Diablo! ¿Sabes lo que es eso, Tom?
Asentí. El Espectro me había dicho que era una de las cosas que usaban los cazadores de brujas. Pero era otra mentira, según me contó. No existían marcas del Diablo. Cualquiera que supiera realmente de lo Oscuro lo sabía.
—Es cruel y no es justo —prosiguió Alice—. Al cabo de un rato, el dolor se hace insoportable y el cuerpo se queda entumecido, de modo que cuando la aguja penetra en la carne, no lo notas. Entonces dicen que es el punto donde te ha tocado el Diablo, así que eres culpable y tienes que arder. Lo peor era verle la cara al Inquisidor. Estaba encantado. Pero lo pagara. Haré que lo pague. Maggie no merece morir en la hoguera.
—¡El Espectro tampoco merece arder! —protesté—. Se ha pasado la vida combatiendo lo Oscuro.
—Es un hombre y tendrá una muerte más fácil que otras personas —precisó Alice—. El Inquisidor se lo hace pasar mucho peor a las mujeres. Se asegura de que ardan lentamente. Dice que es más difícil salvar el alma de una mujer que la de un hombre. Que tienen que sentir mucho dolor para arrepentirse de sus pecados.
Aquello me hizo pensar en lo que me había dicho el Espectro sobre la Pesadilla, que no podía ocupar el cuerpo de una mujer. Que no las soportaba.
—La criatura a la que has escupido era la Pesadilla —le dije—. ¿Has oído hablar de ella? ¿Cómo conseguiste ahuyentarla tan fácilmente?
Alice se encogió de hombros.
—No es tan difícil darse cuenta de que a alguien no le resultas cómodo. Algunos hombres son así; siempre sé cuándo no soy bienvenida. El viejo Gregory me hace sentir de ese modo, y me pasó lo mismo ahí abajo. Y la saliva se lo lleva casi todo. Escupe tres veces a un sapo y durante un mes o más no te molestará nada que tenga la piel fría y húmeda. Lizzie solía decirlo. Pero no te creas que funcionará igual con la Pesadilla. Y sí, he oído hablar de esa criatura. Si ahora puede cambiar de forma, todos tendremos problemas. La pillé por sorpresa, eso es todo, La próxima vez estará preparada, así que no pienso volver a bajar ahí.
Durante un momento, ninguno de los dos habló. Me quede mirando la vieja alfombra enmohecida hasta que, de pronto, oí que la respiración de Alice se hacía más profunda. Cuando me volví a mirarla, tenía Ion ojos cerrados y se había quedado dormida en la misma posición, con la barbilla apoyada en las rodillas.
No quería apagar la vela, pero no sabía cuánto tiempo tendríamos que permanecer en la bodega y convenía ahorrar luz para más tarde.
Una vez apagada, intenté dormir yo también, pero me resultaba difícil. Tenía frío y tiritaba. Además, no podía quitarme al Espectro de la cabeza. No habíamos conseguido rescatarlo, y el Inquisidor estaría enfurecido con lo que había pasado. No tardaría en empezar a quemar prisioneros.
Al final debí de dormirme, porque de pronto me despertó la voz de Alice, que me hablaba al oído.
—'Tom —dijo con una voz que era poco más que un suspiro—, hay algo en aquella esquina de la bodega. Me está mirando y no me gusta nada.
Alice tenía razón. Notaba que había algo en la esquina y percibí el frío. Probablemente, no era más que Matty Barnes, el estrangulador, que había vuelto.
—No te preocupes, Alice. No es más que un fantasma. Intenta no pensar en ello. Mientras no tengas miedo, no puede hacerte daño.
—No tengo miedo. Por lo menos, aún no. —Hizo una pausa y prosiguió—: Pero pasé miedo en aquella celda. No dormí ni un minuto, con todos aquellos gritos y chillidos. Enseguida me volveré a dormir. Lo que pasa es que quiero que se vaya. No me gusta que me mire así.
—No sé qué hacer —dije, pensando de nuevo en el Espectro.
Alice no respondió, pero volvió a respirar hondo. Estaba dormida. Y yo también debí de dormirme, porque un ruido me despertó de pronto.
Eran las pisadas de unas grandes botas. Había alguien en la cocina, sobre nuestras cabezas.