8

La historia del hermano Peter

La cocina estaba en la parte trasera de la casa y daba a un pequeño patio enlosado. Al amanecer, Andrew me ofreció algo de desayunar. No era gran cosa: un huevo y una tostada. Se lo agradecí, pero tuve que rechazarlo porque seguía ayunando. Comer supondría aceptar que el Espectro no volvería y que no nos íbamos a enfrentar a la Pesadilla juntos. En cualquier caso, no tenía nada de hambre.

Había hecho lo que me había sugerido Andrew. Desde que se habían llevado al Espectro, no había hecho otra cosa que pensar en cómo salvarlo. También pensé en Alice. Si no hacía algo, ambos iban a arder en la hoguera.

—La bolsa del señor Gregory todavía sigue en mi habitación en El Toro Negro —recordé de pronto, girándome hacia el cerrajero—. Y debe de haber dejado sus cosas y nuestras túnicas en su habitación de la posada. ¿Cómo las recuperaremos?

—Bueno, en eso puedo ayudarte —respondió Andrew—. Sería peligroso que fuéramos uno de nosotros, pero sé de alguien que puede recogerlo. Me ocuparé luego.

Mientras observaba cómo comía Andrew, una campana empezó a sonar en algún lugar en la distancia. Sonaba con una sola nota, y entre cada sonido se producía una larga pausa. Sonaba triste, como un tañido fúnebre.

—¿Viene de la catedral? —pregunté.

Andrew asintió y siguió masticando lentamente. Parecía como si tuviera tan poco apetito como yo. Me preguntaba si la campana llamaba a la gente a un servicio matinal, pero antes de que pudiera decir nada, Andrew se tragó su tostada y me lo aclaró:

—Significa otra muerte en la catedral o en alguna otra iglesia de la ciudad. O eso, o que ha muerto un sacerdote en algún otro lugar del condado y la noticia acaba de llegar. Es un sonido que se repite mucho últimamente. Me temo que cualquier sacerdote que menciona la presencia de lo Oscuro y la corrupción en la ciudad enseguida desaparece.

Me encogí de hombros.

—¿Todo el mundo sabe en Priestown que la Pesadilla es la causa de estos tiempos de oscuridad, o sólo los sacerdotes ? —pregunté.

—Aquí casi todos saben lo de la Pesadilla. En la zona más próxima a la catedral, la mayoría ha tapiado las puertas de sus bodegas, y el miedo y las supersticiones están bastante extendidos. ¿Quién puede culpar a la gente cuando ni siquiera pueden confiar en sus sacerdotes para que los protejan? No es de extrañar que los fieles sean cada vez menos —concluyó Andrew, sacudiendo la cabeza con tristeza.

—¿Acabó la llave?

—Sí —respondió—, pero el pobre John ya no la necesitará.

—Podríamos usarla —dije, hablando tan rápido que pude acabar lo que iba a decir antes de que me interrumpiera—. Las catacumbas van por debajo de la catedral y el presbiterio, así que puede que tengan salida a ambos. Podríamos esperar hasta la noche, cuando todo el mundo está dormido, y entrar en la casa.

—Eso no son más que tonterías —rebatió Andrew, sacudiendo la cabeza—. El presbiterio es enorme y tiene un montón de salas por encima y por debajo del nivel del suelo. Y ni siquiera sabemos dónde tienen a los prisioneros. No sólo eso, sino que hay hombres armados de guardia. ¿Quieres arder tú también? Yo, desde luego, no.

—Vale la pena intentarlo —insistí—. No esperarán que nadie entre en la casa desde abajo, con la Pesadilla por ahí. Tendremos a nuestro favor el factor sorpresa, y a lo mejor los guardias están dormidos.

—No —sentenció Andrew, sacudiendo la cabeza decididamente—. Es una locura. No vale la pena perder dos vidas más.

—Entonces deme la llave, y yo lo haré.

—Nunca encontrarías el camino sin mí. Ahí abajo hay un laberinto de túneles.

—Entonces ¿conoce el camino? ¿Ha estado ahí abajo?

—Sí, conozco el camino hasta la Puerta de Plata. Pero no iría más allá. Y hace veinte años que entré allí con John. Aquella cosa casi lo mata. Podría matarnos también a nosotros. Ya has oído a John: está cambiando de forma, dejando de ser un espíritu para transformarse en Dios sabe qué. Ahí abajo podríamos encontrarnos cualquier cosa. La gente habla de perros negros feroces con enormes colmillos y de serpientes venenosas. Recuerda que la Pesadilla puede leerte la mente y tomar la forma de tus peores temores. No, es demasiado peligroso. No sé qué final sería peor: si morir quemado en la hoguera del Inquisidor o aplastado por la Pesadilla. No son elecciones a las que deba enfrentarse un muchacho.

—No se preocupe por eso —contesté—. Usted ocúpese de las cerraduras, y yo haré mi trabajo.

—Si mi hermano no lo consiguió, ¿qué esperanza tienes tú? Él aún estaba en su mejor momento, y tú no eres más que un crío.

—No soy tan tonto como para intentar acabar con la Pesadilla —objeté—. Me conformo con salvar al Espectro.

Andrew sacudió la cabeza.

—¿Cuánto tiempo llevas con él?

—Casi seis meses.

—Bueno, eso nos lo dice todo, ¿no? Tienes buenas intenciones, lo sé, pero no haríamos más que empeorar las cosas.

—El Espectro me dijo que la muerte en la hoguera es terrible. La peor de todas. Por eso no soporta ver la quema de una bruja. ¿Dejará que sufra ese destino? Por favor, tiene que ayudarle. Es su última oportunidad.

Esta vez Andrew no dijo nada. Se quedó sentado un buen rato, sumido en sus pensamientos. Cuando se levantó de la silla, lo único que me dijo fue que me mantuviera oculto.

Aquello me pareció una buena señal. Por lo menos no me había enviado a hacer la maleta.

Me senté en la rebotica, sacudiendo los pies, mientras lentamente avanzaba la mañana. No había dormido nada y estaba cansado, pero dormir era lo último que me preocupaba tras los sucesos de la noche anterior.

Andrew estaba trabajando. La mayor parte del tiempo lo oía en el taller, pero a veces se oía la campanilla de la puerta, cuando un cliente entraba o salía de la tienda.

Era casi mediodía cuando Andrew volvió a la cocina. En su cara había cambiado algo. Parecía pensativo. ¡Y detrás de él entraba otra persona!

Me puse en pie, listo para salir corriendo, pero la puerta trasera estaba cerrada y los dos hombres se encontraban entre mí y la otra salida. Entonces reconocí al extraño y me relajé. ¡Era el hermano Peter y llevaba la bolsa del Espectro y nuestras túnicas!

—No pasa nada, chico —dijo Andrew, acercándose y apoyándome la mano en el hombro para tranquilizarme—. Relájate y siéntate otra vez. El hermano Peter es de confianza. Mira, te ha traído las cosas de John.

Me sonrió y me entregó la bolsa, el bastón y las túnicas. Lo tomé todo asintiendo con la cabeza en señal de agradecimiento y lo coloqué en un rincón antes de volver a sentarme. Ellos cogieron unas sillas de junto a la mesa y se sentaron frente a mí.

El hermano Peter había pasado la mayor parte de su vida trabajando al aire libre y tenía la piel de la cabeza curtida por el viento y el sol, con un tono moreno uniforme. Era tan alto como Andrew, pero no iba tan erguido. Tenía la espalda y los hombros curvados, quizá por haber pasado demasiados años trabajando la tierra con la pala o la azada. La nariz era su rasgo más característico, pues era aguileña como el pico de un cuervo; pero tenía los ojos muy separados y de un brillo amable. Mi instinto me decía que era un buen hombre.

—Bueno —dijo—. Tuviste suerte de que anoche fuera yo el que hiciera la ronda y no otro. ¡Si no, aún seguirías en aquella celda! El padre Cairns me llamó en cuanto amaneció, y tuve que responder a algunas preguntas incómodas. No estaba muy contento, y no estoy seguro de que haya acabado aún conmigo.

—Lo siento.

El hermano Peter sonrió.

—No te preocupes, muchacho. No soy más que un jardinero con fama de ser duro de oído. Enseguida se olvidará de mí. ¡Sobre todo ahora que el Inquisidor tiene a tanta gente lista para la hoguera!

—¿ Por qué me dejó escapar?

El hermano Peter levantó las cejas.

—No todos los sacerdotes están bajo el control de la Pesadilla. Sé que es tu primo —dijo, girándose hacia Andrew—, pero no te fíes del padre Cairns. Creo que la Pesadilla ha llegado hasta él.

—Yo también he estado pensando en eso —dijo Andrew—. John fue traicionado, y estoy seguro de que la Pesadilla tiene que estar detrás de eso. Sabe que John es una amenaza, de modo que se encargó de que ese primo tan débil que tenemos se librará de él.

—Sí, creo que tienes razón. ¿Le has visto la mano? Dice que la lleva vendada porque se quemó con una vela, pero el padre Hendle tenía una herida en un lugar similar cuando la Pesadilla se hizo con él. Creo que Cairns le ha dado sangre a esa criatura.

Debí de poner cara de estar aterrorizado, porque el hermano Peter se acercó y me dio unas palmaditas en el hombro.

—No te preocupes, hijo. Aún quedan buenos hombres en la catedral, y puede que yo no sea más que un hermano, pero me considero uno de ellos y trabajo para el señor siempre que puedo. Haré todo lo que pueda para ayudaros a ti y a tu maestro. ¡Lo Oscuro aún no nos ha vencido! Así que pongámonos manos a la obra. Andrew me ha dicho que eres tan valiente que vas a entrar en las catacumbas. ¿Es así? —preguntó, frotándose la punta de la nariz con aire pensativo.

—Alguien tiene que hacerlo, así que estoy dispuesto a probar —contesté.

—¿Y si te encuentras cara a cara con... ?

No acabó la frase. Era casi como si no se atreviera a pronunciar «la Pesadilla».

—¿Te ha dicho alguien lo que le puedes encontrar? ¿Te han hablado de los cambios de forma, de sus poderes para leer la mente y de los... —dudó y miró por encima del hombro; luego prosiguió, en un susurro— aplastamientos?

—Sí, lo he oído —respondí en un tono que reflejaba una confianza mucho mayor de la que realmente sentía—. Pero tengo algún recurso. No le gusta la plata...

Abrí la bolsa del Espectro, busqué en su interior y les mostré la cadena de plata.

—Podría atarla con esto —dije, mirando fijamente al hermano Peter a los ojos e intentando no parpadear.

Los dos hombres se miraron, y Andrew sonrió.

—Habrás practicado mucho, ¿no?

—Horas y horas —le dije—. Hay un poste en el jardín del señor Gregory en Chipenden. Puedo tirar esta cadena desde una distancia de dos metros y medio y acertar de lleno nueve veces de cada diez.

—Bueno, si de algún modo pudieras dejar atrás a la Pesadilla y llegar al presbiterio esta noche, tendrías algo de tu parte. Sin duda, estará más tranquilo de lo normal —explicó el hermano Peter—. La muerte de anoche se produjo en la catedral, de modo que el cuerpo ya está aquí. Esta noche casi todos los sacerdotes estarán allí, de vigilia.

Por las lecciones de latín sabía que «vigilia» significaba «estar despierto». Pero eso no me aclaraba qué estarían haciendo.

—Rezan oraciones y hacen guardia junto al cuerpo —explicó Andrew, sonriendo ante mi cara de asombro—. ¿Quién es el que ha muerto, Peter?

—El pobre padre Roberts. Se quitó la vida él mismo tirándose del tejado. Ya van cinco suicidios este año —añadió, mirando hacia Andrew y luego en mi dirección—. Se apodera de su mente, ¿sabes? Les hace hacer cosas que van contra Dios y contra su conciencia. Y eso es muy duro para un sacerdote que ha hecho votos para servir a Dios: cuando ya no pueden soportarlo, algunos se quitan la vida. Y eso es algo terrible. Quitarse la vida es un pecado mortal, y los sacerdotes saben que nunca podrán ir al cielo, que nunca podrán estar con Dios. ¡Piensa lo mal que deben de estar para llegar a eso! Ojalá nos pudiéramos librarnos de este terrible mal antes de que no quede nada que corromper en la ciudad.

Se produjo un breve silencio, como si todos estuviéramos pensando, pero entonces vi cómo se movía la boca del hermano Peter y pensé que estaría rezando por el pobre sacerdote muerto. Cuando hizo la señal de la cruz, me di cuenta de que así era. Entonces los dos hombres se miraron y ambos asintieron. Habían llegado a un acuerdo sin hablar.

—Yo te acompañaré hasta la Puerta de Plata —dijo Andrew—. Después, el hermano Peter puede serte de ayuda...

¿Iba a acompañarnos el hermano Peter? Debió de leer la expresión de mi rostro, porque alzó ambas manos, sonrió y sacudió la cabeza.

—Oh, no, Tom. Yo carezco del valor para acercarme a las catacumbas. No, lo que Andrew quiere decir es que puedo ayudarte de otro modo: dándote indicaciones. Mira, hay un mapa de los túneles. Está montado en un marco junto a la entrada del presbiterio, en el interior. Ya he perdido la cuenta de las horas que he pasado allí esperando a que los sacerdotes bajaran a darme las instrucciones del día. Con los años me he aprendido basta el último centímetro del mapa. ¿Quieres escribir lo que te voy a decir, o te acordarás?

—Tengo buena memoria.

—Bueno, tú dime si quieres que repita algo. Tal como ha dicho Andrew, él te guiará hasta la Puerta de Plata. Una vez la atravieses, sigue adelante hasta que el túnel se bifurque. Sigue el pasaje de la izquierda hasta llegar a unos escalones. Llevan a una puerta, tras la cual está la gran bodega del presbiterio. Estará cerrada con llave, pero eso no tendría que suponer ningún problema si tienes un amigo como Andrew. Sólo hay otra puerta que dé a la bodega, y está en el muro opuesto, en la esquina de la derecha.

—Pero ¿no podría seguirme la Pesadilla hasta la bodega y escapar? —pregunté.

—No. Sólo puede salir de las catacumbas por la Puerta de Plata, de modo que estarás bastante seguro una vez hayas atravesado la puerta que da a la bodega. Pero antes de dejar atrás la bodega, tendrías que hacer otra cosa. Hay una trampilla en el techo, a la izquierda de la puerta. Da al camino que pasa junto al muro norte de la catedral. Los repartidores la usan para entregar el vino y la cerveza. Abre el cerrojo antes de seguir. Será una vía de escape más rápida que volver hasta la puerta. ¿Está claro hasta ahora?

—¿Y no sería mucho más fácil usar la trampilla para bajar? —pregunté—. ¡Así me evitaría la Puerta de Plata y la Pesadilla!

—Ojalá fuera tan fácil —respondió el hermano Peter- . Pero es demasiado arriesgado. La puerta se ve desde el camino y desde el presbiterio. Alguien podría verte entrar.

Asentí, pensativo.

—Aunque no puedes usarla para entrar, hay otra buena razón por la que deberías intentar salir por allí —intervino Andrew—. No quiero que John se arriesgue a enfrentarse a la Pesadilla de nuevo. ¿Sabes? En el fondo creo que tiene miedo, tanto miedo que no podría vencerla.

—¿Miedo? —repliqué, indignado—. El señor Gregory no tiene miedo a ninguna criatura de lo Oscuro.

—No lo admitirá —prosiguió Andrew—, en eso tienes razón. Probablemente ni siquiera se lo reconozca a sí mismo. Pero le echaron una maldición hace tiempo y...

—El señor Gregory no cree en maldiciones —le interrumpí de nuevo—. Ya se lo dijo.

—Si me dejas decir una palabra aunque sea, te lo explicaré —insistió Andrew—. Se trata de una potente y peligrosa maldición. De las peores. Tres aquelarres enteros de brujas de Pendle se reunieron para conjurarla. John había estado interfiriendo mucho en sus cosas, de modo que dejaron de lado sus disputas y agravios y le maldijeron. Lo hicieron con un sacrificio de sangre, matando inocentes. Ocurrió en la Noche de Walpurgis, la víspera del primero de mayo, hace veinte años, y después se la enviaron en un trozo de pergamino bañado en sangre. Me dijo que habían escrito: «¡Morirás en un lugar oscuro, en las profundidades de la tierra, sin ningún amigo a tu lado!».

—Las catacumbas... —dije con una voz que era poco más que un susurro. Si se enfrentaba a la Pesadilla él solo en las catacumbas, se cumplirían las condiciones de la maldición.

—Sí, las catacumbas —repitió Andrew—. Sácalo por la trampilla, como te he dicho. Pero perdón por interrumpirle, hermano Peter.

Peter sonrió levemente y continuó.

—Cuando hayas abierto la trampilla, pasa por la puerta y llegarás a un pasillo. Ésta es la parte complicada. Al final hay una celda en la que encierran a los prisioneros. Ahí es donde deberías encontrar a tu maestro. Pero para llegar, tendrás que pasar por delante del puesto de guardia. Es peligroso, pero ahí ahajo hace frío y mucha humedad. Tendrán una gran fogata encendida en la chimenea y, si Dios quiere, habrán cerrado la puerta para protegerse del frío. ¡Así que ahí lo tienes! Libera al señor Gregory, sácalo por la trampilla y llévatelo lejos de la ciudad. Tendrá que volver y enfrentarse a esa criatura inmunda en otra ocasión, cuando se haya ido el Inquisidor.

—¡Ni hablar! —exclamó Andrew—. Después de todo esto, no quiero que vuelva por aquí.

—Pero si él no se enfrenta a la Pesadilla, ¿quién lo hará? —preguntó el hermano Peter—. Yo tampoco creo en maldiciones. Con la ayuda de Dios, John puede derrotar a ese espíritu maligno. Sabes que cada vez es peor. No hay duda de que yo seré el próximo.

—Tú no, Peter —aseguró Andrew—. Conozco pocos hombres con tanta fuerza mental como tú.

—Hago lo que puedo —respondió, encogiéndose de hombros—. Cuando la oigo susurrando en el interior de mi mente, rezo con más fuerza. Dios nos da la fuerza necesaria, siempre que tengamos el sentido común de pedírsela. Pero hay que hacer algo. Yo no sé cómo va a acabar todo esto.

—Acabará cuando la gente se canse. Todo el mundo tiene un límite. Me sorprende que hayan soportado la perversidad del Inquisidor tanto tiempo. Algunos de los quemados tienen parientes y amigos en la ciudad.

—Quizá sí y quizá no —dijo el hermano Peter—. Hay muchos a quienes les encanta ver cómo queman a la gente. Sólo nos queda rezar.

El hermano Peter volvió a sus tareas en la catedral a la espera de la puesta de sol. Andrew me dijo que el mejor modo de entrar en las catacumbas era a través de la bodega de una casa abandonada próxima a la catedral; allí era más fácil pasar desapercibido al anochecer.

Con el paso de las horas me puse cada vez más nervioso. Al hablar con Andrew y el hermano Peter, había intentado dar una impresión de confianza, pero la Pesadilla me tenía realmente asustado. Empecé a revolver la bolsa del Espectro, buscando cualquier cosa que pudiera serme de ayuda.

Por supuesto, cogí la larga cadena de plata que utilizaba para apresar brujas y me la até alrededor de la cintura, escondiéndola bajo la camisa. Pero sabía que una cosa era acertar a tirarla sobre un poste de madera, y otra muy diferente hacerlo con la Pesadilla. También había sal y hierro. Me pasé la cajita de yesca al bolsillo de la chaqueta y llené los bolsillos de los pantalones —el derecho con sal y el izquierdo con hierro—. La combinación funcionaba contra la mayoría de criaturas que acechaban en la oscuridad. Así es como le había ganado la partida a Madre Malkin, la vieja bruja.

No me parecía que pudiera bastar para acabar con algo tan poderoso como la Pesadilla; si fuera así, el Espectro lo habría conseguido en la ocasión anterior, de una vez por todas. No obstante, estaba tan desesperado como para probar cualquier cosa, y el simple hecho de tener aquello y la cadena de plata me hizo sentir mejor. Al fin y al cabo, mi plan no era el de acabar con la Pesadilla, sino poder eludirla el tiempo suficiente para rescatar a mi maestro.

Por fin, con el bastón del Espectro en la mano izquierda y la bolsa con nuestras túnicas en la derecha, seguí a Andrew por las calles en penumbra en dirección a la catedral. El cielo estaba cargado de nubes, y olía como si no fuera a tardar mucho en llover. Estaba aprendiendo a odiar Priestown, con sus estrechas calles adoquinadas y sus patios traseros cerrados. Echaba de menos el páramo y los espacios abiertos. ¡Ojalá estuviera en Chipenden, siguiendo la rutina de mis clases con el Espectro! Era duro aceptar que aquella vida pudiera haberse acabado.

Al acercarnos a la catedral, Andrew me llevó por uno de los estrechos pasajes que pasaban por entre los patios traseros de las casas adosadas. Se paró en una puerta, levantó lentamente el pestillo y me hizo un gesto para que entrara en el pequeño patio. Tras cerrar la valla con cuidado, llegó hasta la puerta trasera de la casa, que estaba completamente a oscuras.

Un momento después introdujo una llave en la cerradura y ya estábamos dentro. Una vez en el interior, cerró la puerta, encendió dos velas y me pasó una.

—Esta casa está abandonada desde hace más de veinte años dijo— y así se quedará porque, como habrás observado, la gente como mi hermano no es bienvenida en la ciudad. Tiene algo desagradable, así que la mayoría no se acerca; incluso los perros la evitan.

Tenía razón en que había algo desagradable en la casa. El Espectro había grabado un signo en el interior de la puerta trasera.

Era la letra griega gamma, que se usaba para un espíritu o un fantasma. El número de la derecha era el uno, lo cual significaba que era un fantasma de primera categoría, lo suficientemente peligroso como para llevar a la gente al borde de la locura.

—Se llamaba Matty Barnes —explicó Andrew— y mató a siete personas en la ciudad, quizás a más. Tenía las manos grandes y las usaba para asfixiar a sus víctimas, sobre todo a mujeres jóvenes. Dicen que las traía aquí y les arrancaba la vida en esta misma sala. Una de las mujeres consiguió revolverse y clavarle una aguja de pelo en un ojo. Matty murió lentamente por envenenamiento. John iba a intentar convencer al fantasma de que se fuera de aquí, pero se lo pensó mejor y no lo hizo. Tenía la intención de volver algún día y enfrentarse a la Pesadilla, y quería asegurarse de que podría disponer de esta entrada a las catacumbas. Nadie quiere comprar una casa embrujada.

De pronto, sentí que el aire se volvía más frío, y la llama de nuestras velas empezó a agitarse. Había algo cerca y se aproximaba cada vez más. Antes de poder tomar aliento, llegó. No lo vi, pero noté algo acechando entre las sombras en la esquina opuesta de la cocina; algo que me miraba fijamente.

El hecho de que no pudiera verlo empeoraba aún más las cosas. Los fantasmas más poderosos pueden decidir si quieren dejarse ver o no. El fantasma de Matty Barnes me demostraba su fuerza manteniéndose oculto, pero haciéndome saber que me estaba observando. Es más, podía sentir su maldad. Nos deseaba lo peor, y cuanto antes saliéramos de allí, mejor.

—¿Son imaginaciones mías, o de pronto hace mucho más frío? —preguntó Andrew.

—Sí que hace frío —respondí, sin mencionar la presencia del fantasma. No había necesidad de ponerlo más nervioso de lo que ya estaba.

—Pues pongámonos en marcha —decidió Andrew, dirigiéndose a la escalera de la bodega.

La casa era una de las típicas viviendas pareadas del condado: una sencilla planta superior con dos habitaciones y dos más en la planta baja, con un desván bajo el tejado. Y la puerta de la cocina que llevaba a la bodega estaba exactamente en la misma posición que la de Horshaw, donde me había llevado el Espectro en mi noche de iniciación como aprendiz. Aquella casa también estaba embrujada, y para ver si yo estaba a la altura de las circunstancias, el Espectro me ordenó que bajara a la bodega a medianoche. Aquella noche no la olvidaría nunca; sólo pensar en ella aún me daba escalofríos.

Andrew y yo bajamos las escaleras hasta la bodega. Sobre las losas del suelo no había nada más que un montón de viejas alfombras. Parecía bastante seco, pero olía a humedad. Andrew me pasó su vela y apartó las alfombras, dejando a la vista una trampilla de madera.

—Hay más de una entrada a las catacumbas —dijo—, pero ésta es la más sencilla y la menos arriesgada. No es fácil encontrarse a nadie husmeando por aquí.

Levantó la trampilla, y vi unos escalones que se perdían en la oscuridad. Olía a tierra húmeda y a podredumbre. Andrew me cogió la vela y entró primero. Me hizo esperar un momento y luego me llamó.

—Baja, pero deja la trampilla abierta. Puede que tengamos que salir de aquí corriendo.

Dejé la bolsa del Espectro con las túnicas en la bodega y lo seguí, con el bastón de mi maestro aún en la mano. Para mi asombro, al bajar me encontré caminando sobre adoquines en vez de sobre el barro que esperaba. Las catacumbas estaban tan perfectamente pavimentadas como las calles del exterior. ¿Lo habrían hecho las personas que vivían aquí antes de la construcción de la ciudad, los adoradores de la Pesadilla? De ser así, las calles adoquinadas de Priestown serían una copia de las de las catacumbas.

Andrew se puso en marcha sin mediar palabra, y tuve la sensación de que quería acabar lo antes posible con aquello. Sabía que así era.

Al principio, el túnel era tan ancho que permitía el paso de dos personas, una junto a la otra, pero el techo de piedra era bajo y Andrew se veía obligado a caminar con la cabeza gacha. Estaba claro por qué el Espectro los llamaba «los Pequeños». Desde luego, los que habían construido aquello eran mucho más pequeños que la gente de nuestro tiempo.

No pasó mucho tiempo antes de que el túnel empezara a estrecharse; en algunos lugares el trazado se volvía irregular, como si el peso de la catedral y los edificios de arriba estuvieran chafándolo. En ocasiones, las piedras del techo y las paredes estaban caídas, permitiendo el paso del barro y el limo por entre los adoquines de las paredes. Se oía un goteo de agua en la distancia y el eco de nuestras botas sobre los adoquines.

Enseguida el túnel se estrechó aún más. Tuve que caminar detrás de Andrew, y el camino se bifurcó en túneles aún más pequeños. Tomamos el de la izquierda y llegamos a un hueco en la pared de la izquierda. Andrew se detuvo y levantó la vela, iluminando parte del interior. Me quedé paralizado al ver aquello: había varios estantes cubiertos de huesos: cráneos con los ojos vacíos, huesos de piernas y brazos, de dedos y de otras partes que no reconocí, todos de tamaños diferentes y todos mezclados. ¡Y todos eran humanos!

—Las catacumbas están llenas de criptas como ésta —anunció Andrew—. No te conviene nada perderte por aquí a oscuras.

Los huesos eran pequeños, como si fueran de niños. Estaba claro que eran los restos de los Pequeños.

Seguimos adelante, y enseguida pude oír el agua que corría más allá. Giramos un recodo, y ahí estaba: más que un arroyo era un riachuelo.

—Pasa por debajo de la calle mayor, frente a la catedral dijo Andrew—, señalando hacia el agua oscura. Pasaremos por ahí...

Había unas piedras en el agua, nueve en total. Eran lisos y apenas sobresalían del agua.

Una vez más, Andrew tomó la iniciativa, pasando de una piedra a otra sin esfuerzo. Al llegar a la otra orilla, se detuvo y se giró para ver cómo cruzaba yo.

—Hoy es muy fácil —explicó—, pero cuando llueve intensamente, el nivel del agua puede estar mucho más alto que las piedras. Y se corre el peligro de verse arrastrado por la fuerza de la corriente.

Reemprendimos la marcha, y el sonido del agua empezó a menguar al alejarnos.

De pronto, Andrew se detuvo, y por encima de su hombro vi que habíamos llegado a una puerta. ¡Y qué puerta! Nunca había visto nada parecido. Del suelo al techo, de pared a pared, una reja de metal bloqueaba completamente el túnel y brillaba a la luz de la vela de Andrew. Daba la impresión de ser de una aleación hecha con mucha plata y de que era obra de un herrero muy hábil. Cada barrote no se componía de un único cilindro de metal sólido, sino de muchas otras barras enrolladas, formando una espiral. El diseño era muy complejo: se adivinaban motivos y formas, pero cuanto más miraba la reja, más parecían cambiar.

Andrew se giró y me puso la mano sobre el hombro.

—Aquí la tienes: la Puerta de Plata. Ahora escucha, esto es importante. ¿Hay algo cerca? ¿Alguna criatura de lo Oscuro?

—Creo que no —respondí.

—Con eso no me basta —replicó Andrew severamente—. ¡Tienes que estar seguro! Si dejamos que esta criatura escape, aterrorizará a todo el condado, no sólo a los sacerdotes.

Bueno, no sentía frío, señal habitual que me advertía de la presencia de lo Oscuro. Así que aquello era señal de que todo iba bien. Pero el Espectro siempre me había dicho que confiara en mi instinto, así que, para eliminar dudas, respiré hondo y me concentré.

Nada. No percibía nada en absoluto,

—Todo despojado —dije.

—¿Estás seguro? ¿Estás completamente seguro?

—Estoy seguro.

De pronto, Andrew se puso de rodillas y buscó en el bolsillo del pantalón. Había una pequeña puerta curvada en la reja, pero la minúscula cerradura estaba muy cerca del suelo, por lo que Andrew tuvo que agacharse mucho. Con todo cuidado, introdujo una llave diminuta en la cerradura. Recordé la llave enorme que había en la pared de su taller. Parecía lógico que cuanto más grande fuera la llave, más importante sería; pero era al revés. ¿Qué llave podría ser más importante que la que Andrew tenía ahora en la mano? Era la que mantenía a todo el condado a salvo de la Pesadilla.

Parecía que le costaba: la colocaba y la cambiaba de posición. Al final giró, y Andrew abrió la puerta. Se levantó.

—¿Aún quieres hacerlo? —preguntó.

Asentí y me arrodillé. Pasé el bastón a través de la puerta abierta y luego pasé yo, a cuatro patas. Inmediatamente, Andrew cerró la puerta tras de mí y me pasó la llave a través de la reja. Me la metí en el bolsillo izquierdo del pantalón, mezclándola con las limaduras de hierro.

—Buena suerte —dijo Andrew—. Volveré a la bodega y esperaré una hora por si vuelves por esta salida por algún motivo. Si no apareces, volveré a casa. Ojalá pudiera ayudarte más. Eres un muchacho valiente, Tom. De verdad querría tener el valor de acompañarte.

Le di las gracias, me volví y, con el bastón en la mano izquierda y la vela en la derecha, me introduje en la oscuridad a solas. Tras unos momentos, la sensación de terror ante aquella empresa se adueñó de mí. ¿Estaba loco? Estaba en la guarida de la Pesadilla, y ésta podía aparecer en cualquier momento. ¿En qué estaría pensando? ¡Puede que ya supiera que estaba allí!

Pero respiré hondo y me tranquilicé pensando que, si no se había dirigido a toda prisa hacia la Puerta de Plata al abrirla Andrew, no podía saberlo todo. Y si las catacumbas eran tan grandes como decía la gente, podía ser que en aquel momento la Pesadilla estuviera a kilómetros de allí. En cualquier caso, ¿qué podía hacer aparte de seguir adelante? La vida del Espectro y la de Alice dependían de mí.

Caminé un minuto antes de llegar a una bifurcación. Recordé lo que me había dicho el hermano Peter y escogí el camino de la izquierda. El aire que me rodeaba se volvió frío, y noté que no estaba solo. En la distancia, por delante de la luz do la vela, había unas pequeñas formas con un brillo tenue; aleteaban como murciélagos, entrando y saliendo de las criptas que había junto a los túneles. Al acercarme, desaparecieron. No se acercaron mucho, pero estaba seguro de que eran los fantasmas de alguno de los Pequeños. Los fantasmas no me preocupaban mucho; lo que no me podía apartar del pensamiento era la Pesadilla.

Llegué a la esquina y, al girar a la izquierda, sentí algo bajo los pies que casi me hace tropezar. Acababa de pisar algo blando y pegajoso.

Di un paso atrás y levanté la vela para ver mejor. Aquella visión hizo que me empezaran a temblar las rodillas, y la vela empezó a temblarme en la mano. Era un gato muerto. Pero lo que me preocupaba no era que el gato estuviera muerto, sino cómo había muerto.

Sin duda, se habría metido en las catacumbas en buscando ratas o ratones, pero se había encontrado con un terrible final. Estaba estirado boca abajo, con los ojos hinchados. El pobre animal había quedado tan aplastado que no sobrepasaba los tres centímetros de grosor por ninguna parte. Había quedado chafado entre los adoquines, pero tenía la lengua fuera y aún brillaba, así que no podía llevar mucho tiempo muerto. Me estremecí de miedo. Había quedado «prensado». Si la Pesadilla me encontrase, sin duda yo también acabaría así.

Seguí adelante a toda prisa, aliviado al dejar atrás aquella horrible visión, y por fin llegué a los pies de una escalera que llevaba hasta una puerta de madera. Si el hermano Peter estaba en lo cierto, detrás de aquella puerta se encontraba la bodega de la casa de los curas.

Subí las escaleras y usé la llave del Espectro. Enseguida conseguí abrirla. Una vez en la bodega, la cerré, pero no con llave.

La bodega era muy grande; había enormes barriles de cerveza y filas y filas de polvorientos botelleros llenos de botellas, algunas de las cuales evidentemente llevaban allí mucho tiempo puesto que estaban cubiertas de telarañas. Allí abajo el silencio era sepulcral y, a menos que hubiera alguien escondido observándome, estaba absolutamente solo. Por supuesto, la vela sólo iluminaba un mínimo espacio a mi alrededor, y más allá de los barriles más próximos había una oscuridad que podía esconder cualquier cosa.

Antes de irse de casa de Andrew, el hermano Peter me había dicho que los curas sólo bajaban a la bodega una vez a la semana para recoger el vino que necesitaban, y que a la mayoría ni se le ocurriría meterse en las catacumbas a causa de la Pesadilla. Pero no podía decir lo mismo de los hombres del Inquisidor: no eran de allí y no sabían lo suficiente como para tener miedo. No sólo eso; se servirían libremente la cerveza que quisieran y probablemente no les bastaría con un barril.

Atravesé la bodega con cuidado, parándome a escuchar cada diez pasos más o menos. Por fin vi la puerta que llevaba al pasillo y allí, en el techo, hacia la izquierda, junto a la pared, la gran trampilla de madera. En casa teníamos una parecida. En otro tiempo nuestra granja era conocida como «La Granja del Cervecero», porque suministraba cerveza a las tabernas y granjas de los alrededores. Tal como había explicado el hermano Peter, aquella trampilla servía para meter y sacar los barriles y las cajas de la bodega sin tener que entrar al presbiterio. Y tenía razón en que sería la vía de escape más fácil. Si la usaba, desde luego corría el riesgo de que me vieran, pero volver por la Puerta de Plata suponía la posibilidad de encontrarse con la Pesadilla y, tras su encierro, el Espectro no tendría las fuerzas suficientes para enfrentarse a ella. No sólo eso, también me preocupaba la maldición del Espectro. Tanto si creía en ella como si no, no valía la pena tentar al destino.

Bajo la trampilla había unos grandes barriles de cerveza apilados. Dejé la vela sobre uno de ellos y apoyé el bastón. Trepe en otro y pude llegar hasta la cerradura de la trampilla, que estaba empotrada de modo que se podía abrir desde ambos lados. Fue fácil, y la llave del Espectro funcionó también esta vez, pero dejé la trampilla cerrada de momento, por si alguien la veía desde arriba.

Abrí la cerradura de la puerta del pasillo con la misma facilidad, girando la llave muy despacio para evitar hacer cualquier ruido. Me di cuenta de que el Espectro tenía mucha suerte de tener un hermano cerrajero.

Después abrí la puerta y pasé a un pasillo empedrado, largo estrecho. Estaba desierto, pero unos veinte pasos más allá, a la derecha, vi una antorcha colgada de la pared por encima de una puerta. Debía de ser el puesto de guardia del que me habla hablado el hermano Peter. A continuación había una segunda puerta y, más allá, una escalera de piedra que debía de llevar a las salas de la planta superior.

Recorrí el pasillo lentamente hasta la primera puerta, casi de puntillas y ocultándome en la sombra. Cuando llegué junto al puesto de guardia, oí sonidos en su interior: una tos, unas risas y un murmullo de voces.

De pronto, el corazón se me puso a latir a toda velocidad. Oí una voz profunda muy cerca de la puerta y, antes de que pudiera esconderme, ésta se abrió bruscamente. Casi me dio en la cara, pero conseguí ocultarme detrás y apreté el cuerpo contra las ásperas piedras de la pared. Unas grandes botas avanzaron por el pasillo.

—Tengo que volver al trabajo —dijo una voz que reconocí. ¡Era el Inquisidor y estaba hablando a alguien que estaba tras el umbral!

—Enviad a alguien en busca del hermano Peter —añadió—, y que me lo traigan cuando haya acabado con el otro. Puede que el padre Cairns haya perdido a su prisionero, pero sabe quién es el responsable, eso sí. Y por lo menos ha tenido el sentido común de informarme. Atadle las manos bien fuerte tras la espalda a nuestro buen hermano, y no seáis demasiado amables. ¡Que la cuerda le corte la piel, para que sepa exactamente lo que le espera! Tendremos algo más que una charla, de eso podéis estar seguros. ¡Los hierros candentes enseguida le soltarán la lengua!

Como respuesta se oyó un estallido de risas estentóreas y crueles procedentes de los guardias. A continuación vi la larga túnica negra del Inquisidor volando tras él en dirección a la escalera del final del pasillo.

¡Si se volviera, me vería! Por un momento, pensé que iba a pararse frente a la celda de los prisioneros, pero para mi alivio subió las escaleras y desapareció.

Pobre hermano Peter. Iban a interrogarle, pero no tenía forma de advertirle. Y yo era el prisionero al que se refería el Inquisidor. ¡Iban a torturarle porque me había dejado escapar! Y no sólo eso: el padre Cairns le había hablado de mí al Inquisidor. Ahora que ya tenía al Espectro, probablemente me buscaría. Tenía que rescatar a mi maestro antes de que fuera demasiado tarde para ambos.

Entonces estuve a punto de cometer un grave error: avancé por el pasillo en dirección a la celda, pero justo a tiempo me di cuenta de que cumplirían la orden del Inquisidor inmediatamente. Como era de esperar, la puerta del puesto de guardia se volvió a abrir y salieron dos hombres con porras que se dirigieron hacia las escaleras.

Cuando la puerta volvió a cerrarse desde dentro, yo estaba perfectamente a la vista, pero la fortuna volvía a estar de mi lado, porque los guardias no se dieron la vuelta. Después de que desaparecieran por las escaleras, esperé un momento y, cuando el eco de sus pisadas se desvaneció y el corazón dejó de latirme tan fuerte, distinguí otras voces procedentes de la celda. Alguien lloraba; otra voz rezaba. Me dirigí hacia allí y me encontré con una pesada puerta de metal con unos barrotes verticales en la parte superior.

Levanté la vela para mirar por entre los barrotes. A la tenue luz de la vela, la celda tenía muy mal aspecto, pero el olor era aún peor. Había unas veinte personas hacinadas en aquel reducido espacio. Algunas estaban estiradas en el suelo y parecía que dormían. Otras estaban sentadas con la espalda contra la pared. Una mujer estaba de pie junto a la puerta; lo que había oído era su voz. Supuse que estaba rezando, pero decía cosas incoherentes y los ojos le daban vueltas, como si aquella experiencia la hubiera vuelto loca.

No vi al Espectro ni a Alice, pero aquello no significaba que no estuvieran allí. Sin duda aquélla era la celda de los prisioneros. Los prisioneros del Inquisidor, listos para lo hoguera.

Sin perder un momento, apoyé el bastón, abrí lo cerradura y tiré de la puerta lentamente. Quería entrar y buscar al Espectro y a Alice, pero antes incluso de que la puerta se abriera del todo, la mujer que había estado rezando avanzó y me bloqueó el paso.

Gritó algo, como escupiéndome las palabras a la cara. No entendí lo que decía, pero lo dijo tan alto que me hizo mirar hacia el puesto de guardia. Al cabo de unos segundos aparecieron otros tras ella, abriéndose paso hasta el pasillo. Había una niña a la izquierda; como mucho tendría un año más que Alice. Tenía unos grandes ojos marrones y una cara agradable, así que me dirigí a ella.

—Estoy buscando a alguien —dije con un susurro.

Antes de poder decir nada más, abrió la boca como si fuera a hablar, dejando al descubierto dos filas de dientes, unos rotos y otros negros. En vez de palabras, de la garganta le salió una sonora risa desbocada que inmediatamente provocó una barahúnda entre los que la rodeaban. Aquella gente había sufrido tortura y llevaba días o semanas soportando la amenaza de lo muerte. No servía de nada intentar razonar o pedir calma. Sentí la presión de unos dedos y vi a un hombre grande y desgarbado, de largos brazos y piernas, que me agarraba la mano izquierda con fuerza y empezaba a sacudirla en agradecimiento.

—¡Gracias, gracias! —gritaba, y me agarraba tan fuerte que pensé que me rompería los huesos.

Conseguí liberarme, recogí el bastón y retrocedí unos pasos. En cualquier momento los guardias oirían el alboroto y saldrían al pasillo a ver qué pasaba. ¿Y si el Espectro y Alice no estaban en aquella celda? ¿Y si los tenían en algún otro lugar?

Ya era demasiado tarde porque, entre empujones, ya me encontraba más allá del puesto de guardia y en unos segundos llegué a la puerta de la bodega. Miré atrás y vi una fila de personas que me seguían. Por lo menos ahora nadie gritaba, pero hacían demasiado ruido para mi gusto. Ojalá los guardias hubieran bebido mucho. Probablemente estaban acostumbrados a que los prisioneros hicieran ruido; no se esperarían una fuga.

Una vez dentro de la bodega, trepé a un barril y desde allí abrí la trampilla. A través de la trampilla vi el contrafuerte de piedra del muro exterior de la catedral y sentí el aire fresco y el agua en la cara: llovía mucho.

Los demás empezaron a subirse a los barriles. El hombre que me había dado las gracias me apartó de un codazo y se dispuso a salir por la trampilla. En un momento estuvo fuera y me tendió la mano para ayudarme a salir.

—¡Venga! —susurró.

Dudé. Quería ver si el Espectro y Alice habían conseguido salir de la celda. Pero enseguida perdí mi oportunidad, porque una mujer había trepado hasta el barril de al lado y tendía los brazos hacia el hombre, que, sin dudarlo, la agarró de las muñecas y la sacó por la trampilla.

Era demasiado tarde. Otras personas estaban prácticamente peleándose por salir. Aunque no todo el mundo se comportaba así. Un hombre tumbó un barril y lo hizo rodar hasta colocarlo junto al que estaba derecho para crear un escalón y facilitar la ascensión. Ayudó a subir a una anciana y la izó agarrándola por las piernas mientras desde arriba el otro hombre le tiraba de las muñecas, sacándola al exterior.

Por la trampilla iban saliendo prisioneros, pero aún seguían llegando otros por la puerta de la bodega; yo no dejaba de mirarlos, esperando que alguno de ellos fuera el Espectro o Alice.

De pronto, una idea me dejó paralizado. ¿Y si alguno de ellos estuviera demasiado enfermo o débil como para moverse y no hubiera podido salir de la celda?

No tenía elección. Tenía que volver y asegurarme. Salté del barril, pero era demasiado tarde: oí un grito y luego unas voces airadas. Unas botas que recorrían el pasillo. Un guardia fornido entró en la bodega blandiendo una porra. Miró alrededor y, con un grito de rabia, se dirigió corriendo hacia mí.