7

Huida y captura

Me encerraron en un pequeño cuarto húmedo sin ventana y no me trajeron la cena que habían mencionado. En lugar de cama, no había más que un montón de paja. Cuando se cerró la puerta, me quedé de pie a oscuras, escuchando el ruido de la llave al girar en la cerradura y el resonar de los pasos alejándose por el pasillo.

Estaba tan oscuro que no me veía ni las manos, pero aquello no me preocupaba demasiado. Después de casi seis meses como aprendiz del Espectro, era mucho más valiente que antes. Al ser un séptimo hijo de un séptimo hijo, siempre había visto cosas que los demás no veían, pero el Espectro me había enseñado que la mayoría no eran muy peligrosas. Aquello era una antigua catedral y había un gran cementerio al otro lado del jardín, lo cual significaba que habría cosas por ahí —criaturas errantes, como fantasmas—, pero no me daban miedo.

¡No, lo que me preocupaba era la Pesadilla, que estaría ahí debajo, en las catacumbas! La idea de que se me metiera en la mente me aterraba. Desde luego, no quería enfrentarme a ella, y si era tan poderosa como sospechaba el Espectro, sabría qué estaba pasando exactamente. De hecho, probablemente había corrompido al padre Cairns y lo había enfrentado a su propio primo. Puede que hubiera extendido su maldad por entre los sacerdotes y que hubiera estado escuchando sus conversaciones. Ahora podía saber quién era yo y dónde estaba, y no estaría muy contenta conmigo.

Por supuesto, no tenía intención de quedarme allí toda la noche. Aun tenía las tres llaves en el bolsillo y pensaba usar la llave especial hecha por Andrew. El padre Cairns no era el único que tenía golpes ocultos.

La llave no me llevaría más allá de la Puerta de Plata, porque hacía falta algo más específico y elaborado para abrir aquella cerradura, pero sabía que me permitiría salir al pasillo y atravesar cualquier puerta de la catedral. Sólo tenía que esperar a que todo el mundo durmiera y entonces podría escabullirme. Si salía demasiado pronto, probablemente me descubrirían. Por otra parte, si me retrasaba, sería demasiado tarde para advertir al Espectro y quizá recibiera una visita de la Pesadilla, de modo que era un cálculo que no podía permitirme errar.

Cuando la oscuridad cayó por completo y todos los ruidos del exterior desaparecieron, decidí probar suerte. La llave abrió la cerradura sin la mínima resistencia, pero justo antes de abrir la puerta, oí pasos. Me quedé helado y contuve la respiración. Los pasos fueron alejándose gradualmente, y poco a poco todo volvió a estar en silencio.

Esperé mucho tiempo, escuchando atentamente. Por fin tomé aliento y abrí la puerta. Afortunadamente se abrió sin ruido y salí al pasillo, me detuve y volví a escuchar.

No sabía a ciencia cierta si quedaría alguien en la catedral o en los edificios anexos. ¿Habrían vuelto todos al gran presbiterio? No podía creer que no hubieran dejado a nadie de guardia, de modo que avancé de puntillas por el oscuro pasillo, temeroso de hacer el más mínimo ruido.

Cuando llegué a la puerta lateral de la sacristía, me quedé pasmado. No me hizo falta la llave. Ya estaba abierta.

El cielo estaba despejado, y la luna, en lo alto, inundando el camino con una luz plateada. Salí al exterior y me moví con cautela. En aquel mismo momento sentí una presencia a mis espaldas; junto a la puerta había alguien de pie, escondido a la sombra de uno de los grandes contrafuertes de piedra que flanqueaban la catedral. Por un momento me quedé helado. Entonces, con el corazón latiéndome tan fuerte que podía oírlo, me volví poco a poco. La figura salió de entre las sombras y, a la luz de la luna, lo reconocí enseguida. No era un cura, sino el hermano que estaba arrodillado antes en el jardín. El hermano Peter tenía la cara demacrada y era prácticamente calvo, a excepción de una fina franja de pelo blanco por detrás de las orejas.

De pronto habló:

—Advierte a tu maestro, Thomas —dijo—. ¡Ve enseguida! ¡Huid de esta ciudad mientras podáis!

No respondí. Me giré y salí corriendo por el camino a toda velocidad. No dejé de correr hasta llegar a las calles. Me puse a caminar para no llamar demasiado la atención, mientras me preguntaba por qué no había intentado detenerme el hermano Peter. ¿No era ése su cometido? ¿No lo habían dejado de guardia?

Pero no tuve mucho tiempo de pensar en aquello. Tenía que advertir al Espectro de la traición de su primo antes de que fuera demasiado tarde. No sabía en qué posada se alojaba, pero quizá su hermano lo supiera. Era un punto de partida, porque sabía dónde estaba la Puerta del Fraile: era una de las calles que había recorrido cuando buscaba posada, de modo que la tienda de Andrew no sería demasiado difícil de encontrar. Recorrí las adoquinadas calles a toda prisa; sabía que no disponía de mucho tiempo, que el Inquisidor y sus hombres ya estarían de camino.

La Puerta del Fraile era una calle amplia y con desniveles, flanqueada por tiendas, y no me costó encontrar la cerrajería. El rótulo decía Andrew Gregory, pero la tienda estaba a oscuras. Tuve que llamar tres veces hasta que se encendió una luz en la planta superior.

Andrew abrió la puerta y me acercó una vela a la cara. Llevaba un largo camisón, y la cara reflejaba una mezcla de emociones. Parecía asombrado, enfadado y preocupado a la vez.

—Su hermano está en peligro —dije, intentando hablar lo más bajo posible—. Le advertiría yo mismo, pero no sé dónde se aloja.

Me hizo pasar sin decir una palabra y me llevó hasta su taller. Las paredes estaban cubiertas de llaves y cerraduras de todos tipos y medidas. Había una llave tan larga como mi antebrazo, y me preguntaba qué tamaño tendría la cerradura correspondiente. Enseguida me puse a explicar lo ocurrido.

—Le dije que era una locura quedarse! —exclamó, golpeando con el puño en la mesa de trabajo—. ¡Maldito sea ese traicionero e hipócrita primo nuestro! Siempre supe que no era de confianza. ¡La Pesadilla debe de haberse hecho con él y lo ha manipulado para sacarse de encima a John, la única persona en el condado que supone una amenaza real para ella!

Subió al piso de arriba, pero no tardó en vestirse. Muy pronto nos encontramos de nuevo en las calles vacías, siguiendo una ruta que nos volvía a llevar en dirección a la catedral.

—Se aloja en El Libro y la Vela —murmuró Andrew Gregory, sacudiendo la cabeza—. ¿Por qué demonios no te lo diría? Podías haberte ahorrado mucho tiempo yendo allí directamente. ¡Esperemos que no sea demasiado tarde!

Pero era demasiado tarde. Los oímos a varias calles de distancia: voces de hombres enfurecidos y alguien que aporreaba una puerta tan fuerte que el ruido podría despertar a los muertos.

Observamos desde una esquina, procurando que no nos vieran. No podíamos hacer nada. El Inquisidor estaba allí, en su enorme caballo, y llevaba unos veinte hombres armados. Llevaban garrotes y algunos de ellos habían desenfundado la espada, como si esperaran encontrar resistencia. Uno de los hombres volvió a golpear la puerta con la empuñadura de la espada.

—¡Abran, abran! ¡Rápido! —gritaba—. ¡O echaremos la puerta abajo!

Se oyó el ruido de cerrojos que se abrían y apareció el posadero en camisón, con una palmatoria en la mano. Parecía sobrecogido, como si se acabara de despertar de un profundo sueño. Sólo vio a los dos hombres armados que tenía delante, no al Inquisidor. Quizá fuera el motivo por el que cometió un grave error: empezó a protestar y a soltar bravatas.

—¿Qué es esto? —gritó—. ¿Es que uno no puede dormir un poco después de un día de duro trabajo? ¡Venir a molestar a estas horas de la noche! Conozco mis derechos. Hay leyes en contra de esto.

—¡Imbécil! —gritó airado el Inquisidor, acercándose a la puerta—. ¡Yo soy la ley! Tienes a un brujo durmiendo en tu casa. ¡Un siervo del Diablo! Dar cobijo a un enemigo reconocido de la Iglesia comporta un duro castigo. ¡Apártate, o lo pagarás con tu vida!

—¡Perdonad, señor, perdonad! —imploró el posadero, alzando las manos en señal de súplica, con una expresión de terror en la cara.

El Inquisidor no respondió; sólo hizo un gesto a sus hombres, que agarraron bruscamente al posadero. Sin contemplaciones, lo arrastraron hasta la calle y lo tiraron al suelo.

Entonces, deliberadamente, con la crueldad reflejada en la cara, el Inquisidor pateó al posadero con su gran caballo blanco. Un casco le cayó de lleno sobre la pierna, y oí claramente cómo se partía el hueso. El hombre se quedó gritando en el suelo mientras cuatro de los guardias entraron corriendo en la casa. Luego oímos el ruido de las botas contra la escalera de madera.

Cuando sacaron al Espectro al exterior, tenía un aspecto envejecido y frágil. Quizá también algo asustado, pero estaba demasiado lejos para estar seguro.

—¡Bueno, John Gregory, por fin te tengo! —gritó el Inquisidor, con voz alta y arrogante—. ¡Esos viejos huesos tuyos arderán bien!

El Espectro no respondió. Observé cómo le ataban las manos a la espalda y se lo llevaban por la calle.

—Todos estos años, para esto —murmuró Andrew—. Siempre ha procurado hacer el bien. No merece arder en la hoguera.

No podía creerme lo que estaba ocurriendo. Tenía un nudo tan grande en la garganta que, hasta que el Espectro no desapareció tras la esquina, ni siquiera pude hablar.

—¡Tenemos que hacer algo! —dije por fin.

Andrew sacudió la cabeza con desconsuelo.

—Bueno, chico, piénsatelo y luego dime qué crees que podemos hacer. Porque yo no tengo ni idea. Lo mejor que puedes hacer es volver a mi casa, salir con la primera luz del día y alejarte de aquí todo lo que puedas.