Un pacto con el diablo
Salí con tiempo y caminé lentamente por las húmedas calles adoquinadas. Tenía las manos agarrotadas debido a los nervios, y mis pies parecían negarse a avanzar hacia la catedral. Era como si fueran más listos que yo, y tenía que hacer esfuerzos para ir poniendo un pie delante del otro. Pero la tarde era fresca y por suerte no había mucha gente en la calle. No me crucé con un solo sacerdote.
Llegué a la catedral hacia las siete menos diez y, al atravesar la verja y entrar en el gran patio enlosado, no pude evitar mirar a la gárgola que estaba sobre la puerta. La horrible cabeza parecía mayor que nunca, y los ojos seguían pareciéndome vivos; me siguió con la mirada mientras avanzaba hacia la puerta. Tenía la larga barbilla tan curvada hacia arriba que casi le tocaba la nariz, lo cual la convertía en la criatura más fea que había visto nunca. Además de las orejas de perro y la larga lengua que le colgaba de la boca, del cráneo le salían dos cortos cuernos curvados que me recordaron los de una cabra.
Aparté la mirada y entré en la catedral, aún estremecido de pensar en la espeluznante criatura. Tardé un momento en acostumbrarme a la oscuridad y observé con alivio que el lugar estaba casi vacío. Tenía miedo por dos razones. En primer lugar, no me gustaba estar en la catedral, donde podían aparecer curas en cualquier momento. Si el padre Cairns me estaba tendiendo una trampa, acababa de entrar en ella. En segundo lugar, estaba en el territorio de la Pesadilla. Muy pronto caería la noche y, al ponerse el sol, la Pesadilla, como todas las criaturas de lo Oscuro sería más peligrosa que nunca. A lo mejor podía leerme el pensamiento desde las catacumbas. Tenía que acabar con aquello lo antes posible.
¿Dónde estaría el confesionario? No había más que un par de ancianas al final de la catedral, pero en la parte de delante había un hombre mayor arrodillado junto a la puerta de una caja de madera situada junto a la pared de piedra.
Aquello me indicó lo que quería saber. Había una caja idéntica algo más allá. Eran los confesionarios. Cada uno tenía una vela encima, en un soporte de cristal azul. Pero sólo estaba encendida la que había junto al hombre arrodillado.
Caminé hasta el pasillo derecho y me arrodillé en el banco de detrás. Al cabo de unos momentos, la puerta del confesionario se abrió y salió una mujer con un velo negro. Cruzó el pasillo y se arrodilló en un banco más atrás, al tiempo que entraba el hombre mayor.
Al cabo de un rato, le oí susurrar. Nunca me había confesado en la vida, pero tenía una idea bastante clara de lo que era. Uno de los hermanos de papá se había vuelto muy religioso antes de morir. Papá siempre lo llamaba «Joe el santurrón», pero en realidad se llamaba Matthew. Se confesaba dos veces a la semana y, tras oír sus pecados, el cura le mandaba una gran penitencia, lo cual significaba que después tenía que repetir una y otra vez un montón de oraciones. Supuse que el hombre mayor estaría contándole al cura sus pecados.
La puerta se quedó abierta durante lo que me pareció una eternidad, y empecé a impacientarme. De pronto, me vino a la mente otra duda: ¿y si no era el padre Cairns el que estaba ahí dentro, sino otro cura? Tendría que confesarme, o resultaría muy sospechoso. Intenté pensar en pecados que sonaran convincentes. ¿La avaricia era pecado? ¿O era la gula? Bueno, desde luego me gustaba comer, pero no había comido nada en todo el día y la barriga empezaba a hacerme ruido. De pronto, aquello me pareció una locura. Podían apresarme en cualquier momento.
Me entró el pánico y me levanté para irme. Hasta entonces no observé una tarjeta introducida en un soporte de la puerta Tenía un nombre escrito: padre Cairns.
En aquel momento se abrió la puerta y el hombre mayor salió, de modo que ocupé su lugar en el confesionario y cerré la puerta tras de mí. El interior era muy pequeño y lúgubre, v cuando me arrodillé, la cara me quedó muy cerca de una rejilla de metal. Detrás de la rejilla había una cortina marrón y detrás, en algún lugar, la llama temblorosa de una vela. No podía ver ninguna cara a través de la reja; sólo la silueta de una cabeza entre las sombras.
—¿Quieres que oiga tu confesión? —La voz del sacerdote tenía un marcado acento del condado y respiraba ruidosamente.
Me encogí de hombros. Entonces me di cuenta de que no me podía ver a través de la reja.
—No, padre —respondí—, pero gracias por preguntármelo. Soy Tom, el aprendiz del señor Gregory. Usted quería verme.
Tras una breve pausa, el padre Cairns habló.
—Ah, Thomas, estoy contento de que hayas venido. Te pedí que lo hicieras porque tengo que hablar contigo. Tengo que decirte algo muy importante, así que quiero que no te vayas hasta que acabe. ¿Me prometes que no te irás hasta que te haya dicho lo que tengo que decirte?
—Escucharé —respondí, escéptico. Ya no me gustaba hacer promesas. La primavera anterior había hecho una promesa a Alice y me había costado muchos problemas.
—Buen chico —dijo—. Hemos empezado con buen pie una tarea muy importante. ¿Y sabes qué tarea es ésa?
Me preguntaba si hablaría de la Pesadilla, pero pensé que sería mejor no mencionar el nombre de aquella criatura tan cerca de las catacumbas.
—No, padre.
—Bueno, Thomas, hemos de trazar un plan. Tenemos que descubrir cómo podemos salvar tu alma inmortal. Pero tú sabes lo que has de hacer para iniciar el proceso, ¿verdad? Tienes que dejar a John Gregory. Tienes que dejar de practicar esas malas artes. ¿Harás eso por mí?
—Pensaba que quería verme para ayudar al señor Gregory —Protesté, algo enfadado—. Creí que estaba en peligro.
—Lo está, Thomas. Estamos aquí para ayudar a John Gregory pero hemos de empezar por ayudarte a ti. ¿Harás lo que te pido?
—No puedo —dije—. Mi padre pagó un buen dinero por mi aprendizaje, y mi madre quedaría aún más decepcionada. Dice que tengo un don y que tengo que usarlo para ayudar a la gente. Eso es lo que hacen los espectros. Vamos por ahí ayudando a la gente cuando se ven amenazadas por las criaturas de lo Oscuro.
Se produjo un largo silencio. Sólo oía la respiración del sacerdote. Entonces se me ocurrió otra cosa.
—Yo ayudé al padre Gregory, ¿sabe? —espeté—. Después murió, es cierto, pero le evité una muerte peor. Por lo menos murió en la cama, reconfortado. Intentó luchar contra un boggart —expliqué, alzando ligeramente la voz—. Por eso se metió en problemas. El señor Gregory podía haberlo hecho por él. Puede hacer cosas de las que un sacerdote es incapaz. Los sacerdotes no pueden combatir a los boggarts porque no saben cómo hacerlo. Se necesita algo más que unas cuantas oraciones.
Sabía que no debía haber dicho aquello sobre las oraciones y supuse que se enfadaría mucho. No lo hizo. Mantuvo la calma, y aquello hizo que la situación me pareciera mucho peor.
—Oh, sí, hace falta mucho más —respondió el padre Cairns tranquilamente, con una voz que era poco más que un suspiro—. Mucho, mucho más. ¿Sabes cuál es el secreto de John Gregory, Thomas? ¿Sabes cuál es la fuente de su poder?
—Sí —respondí, de pronto mucho más tranquilo—. Ha estudiado durante años, desde que empezó a trabajar. Tiene toda una biblioteca llena de libros, fue aprendiz como yo, escuchó atentamente lo que le dijo su maestro y lo apuntó todo en cuadernos, como hago yo ahora.
—¿No crees que hacemos lo mismo? Se tardan muchos años en prepararse para el sacerdocio. Y los sacerdotes son hombres inteligentes formados por hombres aún más inteligentes. ¿Cómo conseguiste hacer lo que no pudo el padre Gregory, a pesar de que él hubiera leído el libro sagrado de Dios? ¿Cómo te explicas el hecho de que tu maestro haga habitualmente lo que su hermano no pudo hacer?
—Porque los sacerdotes siguen una formación errónea —respondí— y porque tanto mi maestro como yo somos séptimo hijos de séptimos hijos.
El sacerdote hizo un ruido extraño tras la rejilla. Al principio, pensé que estaba tosiendo; luego me di cuenta de que eran risas. Se estaba riendo de mí.
Pensé que aquello era de muy mala educación. Mi padre siempre dice que hay que respetar las opiniones de los demás, aunque a veces puedan parecer tontas.
—Eso no son más que supersticiones, Thomas —replicó por fin el padre Cairns—. Ser el séptimo hijo de un séptimo hijo no significa nada. No es más que un cuento de viejas. La verdadera razón del poder de John Gregory es tan terrible que hace estremecerse al escucharla. John Gregory ha hecho un pacto con el Diablo. Le ha vendido su alma.
No podía creer lo que me estaba diciendo. Cuando abrí la boca, no pude articular palabra, así que me limité a sacudir la cabeza.
—Es cierto, Thomas. Todo su poder procede del Diablo. Lo que tú y otras gentes del condado llamáis boggarts no es más que demonios de menor entidad que ceden porque su señor se lo ordena. Al Diablo le vale la pena porque, a cambio, un día se hará con el alma de John Gregory. Y un alma es algo precioso para Dios, algo lleno de luz y esplendor; el Diablo hará todo lo necesario para ensuciarla con el pecado y arrastrarla hasta las llamas eternas del Infierno.
—¿Y yo qué? —repliqué, enfadándome de nuevo—. Yo no he vendido mi alma, pero salvé al padre Gregory.
—Eso es fácil, Thomas. Eres un siervo del Espectro, como tú lo llamas, y él a su vez es un siervo del Diablo. De modo que el poder del mal te es concedido mientras le sirves. Pero desde luego, si completaras tu aprendizaje del mal y te prepararas para practicar tu vil oficio como maestro en vez de como aprendiz, te llegaría el turno a ti. Tú también tendrías que vender tu alma. John Gregory aún no te lo ha contado porque eres demasiado joven, pero sin duda lo hará un día. Y cuando llegue ese día, no te sorprenderá, porque recordarás mis palabras. John Gregory ha cometido muchos errores graves en su vida y se ha apartado mucho de Dios. ¿Sabes que ha sido sacerdote?
—Sí, lo sé —respondí, asintiendo.
—¿Y sabes que al poco tiempo de ordenarse colgó los hábitos? ¿Conoces su deshonor?
No respondí. Sabía que el padre Cairns me lo iba a contar igualmente.
—Algunos teólogos sostienen que la mujer no tiene alma. El debate aún prosigue, pero de una cosa podemos estar seguros un sacerdote no puede tomar esposa, porque le distraería de la devoción a Dios. La caída de John Gregory fue doblemente mala: no sólo se distrajo con una mujer, sino que la mujer ya estaba prometida en matrimonio a uno de sus hermanos. Eso desgarro la familia. Los dos hermanos quedaron enfrentados por una mujer llamada Emily Burns.
En aquel momento el padre Cairns ya no me gustaba lo más mínimo, y sabía que si le contara a mi madre lo de que las mujeres no tienen alma, lo desollaría vivo. Pero sentía curiosidad por la historia del Espectro. Primero había oído hablar de Meg, y ahora me contaban que, antes incluso, se había relacionado con esta Emily Burns. Estaba asombrado y quería saber más.
—¿Se casaron el señor Gregory y Emily Burns? —pregunté, sin pensármelo.
—Nunca ante los ojos de Dios —respondió el sacerdote—. Ella era de Blackrod, lugar de origen de nuestra familia, y aún vive allí, sola. Hay quien dice que se pelearon; pero en cualquier caso, al final John Gregory se fue con otra mujer que encontró en el extremo norte del condado y que se trajo al sur. Se llamaba Margery Skelton y era una conocida bruja. Los lugareños la conocían como Meg, y con el tiempo acabó siendo temida y odiada por todo lo ancho y largo del páramo de Anglezarke y los pueblos y ciudades al sur del condado.
No dije nada. Sabía que él esperaría haberme sorprendido. Con todo lo que había dicho, lo había conseguido, pero el haber leído el diario del Espectro en Chipenden me había preparado para lo peor.
El padre Cairns aspiró profundamente de nuevo y tosió con fuerza.
—¿Sabes a cuál de sus seis hermanos traicionó John Gregory?
—Al padre Gregory —supuse.
—En una familia devota como la de los Gregory, es tradición que un hijo se ordene sacerdote. Cuando John colgó los hábitos, otro hermano ocupó su lugar e inició el noviciado. Sí, Thomas, fue el padre Gregory, el hermano que enterramos hoy. Perdió a su prometida y perdió a su hermano. ¿Qué otra cosa podía hacer que buscar a Dios?
Al llegar, la iglesia estaba casi vacía; pero según hablábamos, me di cuenta de que el ruido aumentaba en el exterior del confesionario. Había oído pasos y un murmullo de voces cada vez mayor. De pronto, un coro empezó a cantar. Ya serían más de las siete, y el sol se habría puesto. Decidí inventarme una excusa e irme, pero en cuanto abrí la boca, el padre Cairns se puso en pie.
—Ven conmigo, Thomas —dijo—. Quiero enseñarte algo.
Oí cómo abría la puerta y salía a la iglesia, así que lo seguí.
Me llevó hacia el altar. En la escalinata había un coro de monaguillos dirigidos por otro sacerdote. Todos llevaban una sotana negra y una sobrepelliz.
El padre Cairns se detuvo y me puso la mano vendada sobre el hombro derecho.
—Escúchalos, Thomas. ¿No te parece el sonido de los ángeles?
Nunca había oído cantar a un ángel, así que no podía darle una respuesta, pero sin duda sonaban mejor que mi padre, que solía cantar cuando íbamos acabando de ordeñar. Tenía tan mala voz que podía agriar la leche.
—Tú podías haber formado parte de ese coro, Thomas. Pero ahora es demasiado tarde. Estás empezando a cambiar la voz, y se te ha pasado la oportunidad de servir.
En eso tenía razón. La mayoría de los chicos eran más jóvenes que yo, y sus voces eran más de niña que de niño. En cualquier caso, yo no cantaba mucho mejor que mi padre.
—No obstante, hay otras cosas que puedes hacer. Déjame que te lo muestre...
Me llevó por detrás del altar, por una puerta que daba a un pasillo. Salimos al jardín trasero de la catedral. Bueno, tenía más bien el tamaño de un campo que el de un jardín, y además que rosas y otras flores, crecían verduras en él.
Yo estaba empezando a anochecer, pero aún quedaba luz suficiente para ver un seto de espino al fondo, a través del cual se entreveían las tumbas del cementerio. Más cerca, había un cura arrodillado, quitando las malas hierbas con una palita. El jardín era muy grande para una palita tan pequeña.
—Procedes de una familia de granjeros, Thomas. Es un trabajo honesto, un buen trabajo. Si trabajaras aquí, estarías como en casa —propuso, señalando al cura arrodillado.
Sacudí la cabeza.
—No quiero ser cura —dije con resolución.
—¡Bueno, es que tú nunca podrías ser cura! —corrigió el padre Cairns, sorprendido e indignado—. Has estado demasiado cerca del Diablo y ahora tendrías que estar controlado de cerca durante el resto de tu vida, para evitar recaídas. No, ese hombre es un hermano.
—¿Un hermano? —pregunté, confuso, pensando que sería un la miliar suyo o algo así.
El cura sonrió.
—En una gran catedral como ésta, los sacerdotes tienen colaboradores que les ayudan. Los llamamos hermanos porque, aunque no pueden administrar los sacramentos, hacen otras tareas fundamentales y son parte de la familia de la Iglesia. El hermano Peter es nuestro jardinero y es muy bueno. ¿Qué te parece, Thomas? ¿Te gustaría ser jardinero?
En lo referente a hermanos, yo era un experto. Al ser el más pequeño de siete, siempre me habían encomendado las tareas que nadie quería hacer. En este caso, parecía que iba a ser lo mismo. De todas maneras, ya tenía un trabajo y no me creía lo que me había contado el padre Cairns sobre el Diablo y el Espectro. Me hizo pensar un poco, pero en el fondo sabía que no podía ser cierto. El señor Gregory era un buen hombre.
Estaba oscureciendo y cada vez hacía más frío, así que de momento decidí que era hora de irse.
—Gracias por hablarme de eso, padre —dije—, pero ¿podrí« decirme ahora cuál es el peligro que corre el señor Gregory?
—Todo a su tiempo, Thomas -—dijo, con una leve sonrisa,
Había algo en aquella sonrisa que me decía que me había engañado, que no tenía intención alguna de ayudar al Espectro,
—Pensaré en lo que me ha dicho, pero ahora tengo que volver, o me perderé la cena —le dije. Me pareció una buena excusa. No podía saber que estaba ayunando porque tenía que estar listo para enfrentarme a la Pesadilla.
—Aquí te podemos dar de cenar, Thomas —dijo el padre Cairns—. De hecho, nos gustaría que pasaras la noche con nosotros.
Por las puertas laterales habían aparecido otros dos curas y se dirigían hacia nosotros. Eran tipos grandes, y no me gustó la expresión de su cara.
Hubo un momento en que probablemente habría podido escapar, pero parecía tonto correr cuando no estaba seguro del todo de lo que iba a ocurrir.
Luego fue demasiado tarde, porque los sacerdotes se me pusieron a ambos lados, agarrándome con fuerza por los brazos y los hombros. No me resistí porque no valía la pena. Tenían unas manos tan grandes y pesadas que me daba la impresión de que, si me quedaba en el mismo punto demasiado tiempo, empezaría a hundirme en la tierra. Me llevaron hacia la sacristía.
—Esto es por tu bien, Thomas —me dijo el padre Cairns mientras nos seguía hacia el interior—. El Inquisidor apresará a John Gregory esta noche. Tendrá su juicio, por supuesto, pero el resultado es seguro: culpable de hacer tratos con el Diablo; lo quemarán en la hoguera. Por eso no puedo dejar que vuelvas con él. Tú aún tienes una oportunidad. No eres más que un niño, y tu alma aún se puede salvar sin arder en la hoguera. Pero si estás con él cuando lo arresten, sufrirás el mismo destino. Así que esto es por tu bien.
—¡Pero es su primo! —espeté—. ¡Son familia! ¿Cómo puede hacerle esto? ¡Déjeme ir a avisarle!
—¿Avisarle? —preguntó el padre Cairns—. ¿ Te crees que no he intentado avisarle? Le he estado avisando desde que es adulto. Ahora tengo que pensar más en su alma que en su cuerpo. Las llamas lo limpiarán. A través del dolor, su alma se puede salvar. ¿No lo entiendes? Lo hago para ayudarle, Thomas hay cosas mucho más importantes que nuestra breve existencia en este mundo.
—¡Lo ha traicionado! A la carne de su carne. ¡Le ha dicho al Inquisidor que estamos aquí!
—No le he dicho que estáis los dos. Sólo John. Quédate con nosotros, Thomas. Tu alma se limpiará con la oración y tu vida dejará de estar en peligro. ¿Qué me dices?
No tenía sentido discutir con alguien tan seguro de tener razón de modo que no me molesté. A medida que íbamos penetrando en la oscuridad de la catedral, el único sonido que se oía era el eco de nuestras pisadas y el ruido del manojo de llaves es al chocar entre sí.