El funeral
Al ver aquello, la cabeza empezó a darme vueltas. No había visto a Alice desde hacía meses. Su tía, Lizzie la Huesuda, era una bruja a la que el Espectro y yo nos habíamos enfrentado; pero Alice, a diferencia del resto de la familia, no era mala chica. De hecho, quizá fuera lo más parecido a una amiga que había tenido yo, y gracias a ella había conseguido destruir unos meses antes a Madre Malkin, la bruja más malvada del condado.
No, lo único que le pasaba a Alice era que había tenido malas compañías. No podía dejar que la quemaran como a una bruja. Tenía que encontrar el modo de rescatarla, pero en aquel momento no tenía ni la más mínima idea de cómo podría hacerlo. Decidí que en cuanto acabara el funeral, tendría que intentar convencer al Espectro para que me ayudara.
Y luego estaba el Inquisidor. ¡Qué terrible coincidencia que nuestra visita a Priestown hubiera coincidido con su llegada! El Espectro y yo estábamos en grave peligro. Sin duda, mi maestro no querría quedarse en la ciudad tras el funeral. Una gran parte de mí esperaba que quisiera marcharse enseguida, sin enfrentarse a la Pesadilla. Pero no podía dejar a Alice sola frente a la muerte.
Cuando pasó el carro, la muchedumbre se puso en marcha y empezó a seguir a la comitiva del Inquisidor. Aprisionado entre la gente, yo no tenía otra alternativa que seguir a la multitud. El carro siguió más allá de la catedral y se detuvo frente a una casa de tres plantas con ventanas dobles. Supuse que era el presbiterio—la casa de los sacerdotes— y que a los prisioneros se les juzgaría allí. Los bajaron del carro y los arrastraron al interior, pero estaba demasiado lejos para ver bien a Alice. No podía hacer nada, pero tenía que pensar algo rápidamente, antes de la quema, que posiblemente se realizaría enseguida.
Lleno de tristeza, di media vuelta y me abrí paso entre la multitud hasta que llegué a la catedral y al funeral del padre Gregory. El edificio tenía grandes contrafuertes y altas ventanas con vitrales de colores. Entonces recordé lo que me había dicho el Espectro y miré hacia arriba, a la gran gárgola de piedra que había sobre la puerta.
Era una representación de la forma original de la Pesadilla, la que estaba intentando recuperar poco a poco con la fuerza que iba ganando en las catacumbas. El cuerpo, cubierto de escamas, estaba agazapado, con los músculos tensos y robustos y unas largas garras que aferraban el dintel de la puerta. Daba la impresión de estar a punto de bajar de un salto.
He visto cosas aterradoras en la vida, pero nunca había visto nada tan feo como aquella enorme cabeza. Tenía una barbilla alargada que se curvaba hacia arriba hasta casi llegarle a la larga nariz, y unos ojos perversos que parecían seguirme con la vista al avanzar en su dirección. Las orejas también eran raras, y no desentonarían en la cabeza de un gran perro o un lobo. ¡Desde luego, no era algo que me apeteciera encontrarme en la oscuridad de las catacumbas!
Antes de entrar, me giré y miré hacia el presbiterio con desesperación, preguntándome si habría alguna esperanza de rescatar a Alice.
La catedral estaba casi vacía, de modo que encontré un sitio por la parte trasera. Cerca de mí había dos ancianas arrodilladas que rezaban con la cabeza gacha, y un monaguillo se afanaba por encender velas.
Tenía mucho tiempo para echar un vistazo. La catedral parecía aun más grande por dentro, con su alto techo y sus enormes vigas de madera; incluso la mínima tos generaba un eco aparentemente interminable. Había tres pasillos: el central, que llevaba directamente a la escalinata del altar, era tan grande que por allí podría pasar un caballo tirando de un carro. El lugar era majestuoso: todas las estatuas a la vista eran doradas, e incluso las paredes estaban cubiertas do mármol. Había un mundo de distancia con respecto a la pequeña iglesia de Horshaw donde el hermano del Espectro había hecho de las suyas.
Frente al pasillo central se encontraba el ataúd abierto del padre Gregory, con una vela en cada esquina. Nunca había visto velas tan grandes en mi vida. Cada una, con su gran peana de latón, era más alta que un hombre.
La gente empezaba a entrar en la iglesia. Llegaban de uno en uno o de dos en dos y, al igual que yo, se decantaban por los bancos traseros. Yo buscaba al Espectro con la vista, pero de momento no había ni rastro de él.
No pude evitar mirar alrededor en busca de indicios de la Pesadilla. Desde luego, no sentía su presencia, pero quizás una criatura tan poderosa pudiera sentir la mía. ¿Y si los rumores fueran ciertos? ¿Y si tuviera poder suficiente como para adoptar forma física y estuviera ahí sentada entre los asistentes? Miré alrededor, nervioso, pero luego me relajé cuando recordé lo que me había dicho el Espectro. La Pesadilla estaba atrapada en las catacumbas, a gran profundidad, de modo que de momento estaba seguro.
¿Lo estaba? Aquella criatura tenía un gran poder mental, tal como me había dicho mi maestro, y podría llegar hasta el presbiterio o la catedral para influir en los curas y corromperlos. ¡A lo mejor en aquel mismo momento estaba intentando entrar en mi mente!
Miré hacia arriba, horrorizado, y mis ojos se cruzaron con los de una mujer que volvía a su asiento después de presentar sus respetos por última vez al padre Gregory. La reconocí inmediatamente: era el ama de llaves que tanto había llorado, y ella me reconoció en el mismo instante. Se detuvo al final de mi banco.
—¿Por qué tardaste tanto? —me preguntó con un murmullo enérgico—. Si hubieras venido la primera vez que te mandé buscar, él aún estaría vivo.
—Hice lo que pude —respondí, intentando no atraer demasiado la atención.
—A veces, lo que se puede hacer no basta, ¿verdad? —dijo—. El Inquisidor tiene razón acerca de vosotros. No traéis más que problemas y os merecéis todo lo que os pasa.
Al oír el nombre del Inquisidor, me sobresalté; pero habían empezado a entrar muchos hombres, todos con sotanas y abrigos negros. Curas. ¡Decenas de ellos! Nunca había pensado que llegaría a ver tantos a la vez en un mismo sitio. Era como si todos los sacerdotes del mundo se hubieran reunido para el funeral del viejo padre Gregory. Pero yo sabía que no era así y que sólo eran los que vivían en Priestown —y a lo mejor algunos de los pueblos y ciudades de alrededor—. El ama de llaves no dijo nada más y volvió a su banco a toda prisa.
Tenía mucho miedo. Ahí estaba yo, sentado en la catedral, justo encima de las catacumbas donde vivía la criatura más temible del condado, en el momento en que el Inquisidor estaba de visita, y encima me habían reconocido. Deseaba con todas mis fuerzas alejarme de aquel lugar todo lo que pudiera y empecé a mirar alrededor en busca de cualquier rastro de mi maestro, pero no lo vi. Estaba a punto de decidir si me iba cuando de pronto las grandes puertas de la iglesia se abrieron de par en par y entró una larga comitiva. No había escapatoria.
Al principio, pensé que el hombre que la encabezaba era el Inquisidor, porque tenía rasgos parecidos. Pero era mayor, y recordé que el Espectro había mencionado que el Inquisidor tenía un tío que era el obispo de Priestown; me di cuenta de que debía de ser él.
Empezó la ceremonia. Cantaban mucho, y nos poníamos de pie, nos sentábamos y nos arrodillábamos constantemente. En cuanto nos colocábamos en una posición, teníamos que volver a movernos. Si el funeral hubiera sido en griego, puede que hubiera entendido algo más de lo que se decía, porque mi madre me había enseñado aquella lengua cuando yo era pequeño. Pero la mayor parte del funeral por el padre Gregory era en latín. Yo podía seguirlo en parte, pero me sirvió para darme cuenta de que tenía que aplicarme mucho más en mis clases.
El obispo dijo que el padre Gregory estaría en el cielo y que se lo merecía por todo lo bueno que había hecho. Me sorprendió un poco que no hiciera ninguna mención a cómo había muerto, pero supongo que a los curas no los interesaría remover el tema. Probablemente, no querrían admitir que su exorcismo había fracasado.
Al final, después de casi una hora, el funeral había acabado y el cortejo fúnebre salió de la iglesia, esta vez con el ataúd a hombros de seis sacerdotes. Los cuatro grandes curas que llevaban los cirios tenían el trabajo más duro, porque se tambaleaban bajo el peso. Hasta que no pasó el último, siguiendo el ataúd, no observé la base triangular del gran candelabro de latón.
En cada una de sus tres caras presentaba una reproducción gráfica de la horrible gárgola que había visto sobre la puerta de la catedral. Y aunque probablemente se debiera al temblor de la llama, también esta vez me pareció que los ojos me seguían al paso del sacerdote con la vela entre las manos.
Todos los demás curas se sumaron al cortejo, y la mayoría de las personas de las últimas filas los siguieron, pero yo me quedé en el interior de la iglesia un buen rato, hasta perder de vista al ama de llaves.
Me preguntaba qué debía hacer. No había visto al Espectro y no tenía ni idea de dónde se alojaba ni de cómo se suponía que tenía que encontrarme con él. Tenía que advertirle acerca del Inquisidor, y del ama de llaves.
En el exterior había dejado de llover, y el patio frente a la catedral estaba vacío. Miré a la derecha y vi la cola del cortejo desapareciendo por detrás de la catedral, donde se suponía que debía de estar la tumba.
Decidí tomar la dirección contraria, ir a la puerta de delante y salir a la calle, pero me llevé una buena sorpresa. Al otro lado de la calle, dos personas discutían acaloradamente. Más exactamente, todo el acaloramiento provenía de un iracundo sacerdote con la cara roja y una mano vendada. El otro hombre era el Espectro.
Ambos debieron de verme al mismo tiempo. El Espectro me hizo un gesto con la mano, indicándome que me pusiera en marcha. Lo hice, y mi maestro me siguió por la otra acera de la calle.
El sacerdote le gritó:
—¡Piénsatelo, John, antes de que sea demasiado larde!
Me arriesgué a mirar atrás y vi que el sacerdote no nos había seguido, pero me pareció que me miraba fijamente. No podía estar seguro, pero pensé que, de pronto, parecía estar mucho más interesado en mí que en el Espectro.
Tardamos unos minutos en bajar la colina hasta el llano. Al principio no había mucha gente a nuestro alrededor, pero las calles enseguida se volvieron más estrechas y concurridas; y después de cambiar de dirección un par de veces, llegamos al mercado. Era una plaza grande y animada, llena de puestos de madera cubiertos con toldos grises impermeables. Seguí al Espectro por entre la multitud, a ratos a poca distancia. ¿Qué otra cosa podía hacer? Habría sido fácil perderle en un lugar como aquél.
En el extremo norte del mercado había una gran taberna con bancos vacíos en el exterior, y el Espectro se dirigió directamente allí. Al principio, pensé que iba a entrar y me pregunté si íbamos a comprar algo de comer. Si pensaba marcharse a causa del Inquisidor, no había necesidad de ayunar. Pero dio la vuelta y se metió en un estrecho callejón adoquinado sin salida, me llevó hasta un murete de piedra y limpió un trozo con la manga. Cuando consiguió sacar la mayor parte del agua, se sentó y me hizo una seña para que hiciera lo mismo.
Me senté y miré alrededor. El callejón estaba desierto, y estábamos rodeados por tres lados por las paredes de unos almacenes. Había pocas ventanas y estaban rotas y llenas de mugre, así que por lo menos estábamos fuera de la vista de los curiosos.
El Espectro estaba sin aliento debido a la caminata y me dio ocasión de decir la primera palabra.
—El Inquisidor está aquí —le anuncié.
El Espectro asintió.
—Sí, muchacho, sí que está aquí. Yo estaba al otro lado de la calle, pero estabas demasiado ocupado mirando el carro como para verme.
—¿Y no la vio? Alice estaba en el carro...
—¿Alice? ¿Qué Alice?
—La sobrina de Lizzie la Huesuda. Tenemos que ayudarla...
Tal como he mencionado, Lizzie la Huesuda era una bruja de la que nos habíamos ocupado en primavera. El Espectro la había apresado en una fosa en su jardín de Chipenden.
—Ah, esa Alice. Bueno, lo mejor que puedes hacer es olvidarte de ella, chico, porque no hay nada que hacer. El Inquisidor cuenta por lo menos con cincuenta hombres armados.
—¡Pero no es justo! —repliqué. Casi no me podía creer que estuviera tan tranquilo—. ¡Alice no es una bruja!
—Hay pocas cosas en la vida que sean justas —respondió el Espectro—. Lo cierto es que ninguna de ellas es bruja. Como tú bien sabes, una bruja de verdad habría olido al Inquisidor a kilómetros de distancia.
—Pero Alice es amiga mía. ¡No puedo dejar que muera! —protesté, sintiendo cómo crecía la rabia en mi interior.
—No es momento de sentimentalismos. Nuestra labor es la de proteger a la gente de lo Oscuro, no dejarnos distraer por muchachas guapas.
Yo estaba furioso, especialmente porque sabía que el propio Espectro se había dejado distraer en otro tiempo por una muchacha guapa; y esa sí que era una bruja.
—Alice me ayudó a salvar a mi familia de Madre Malkin, ¿recuerda?
—¿Y por qué estaba libre Madre Malkin? ¡Respóndeme a eso, muchacho!
Avergonzado, agaché la cabeza.
—Porque te dejaste enredar por esa niña —continuó—, y no quiero que vuelva a suceder. Especialmente en Priestown, con el Inquisidor pisándonos los talones. Pondrías tu vida en peligro, y también la mía. Y baja la voz. No nos interesa llamar la atención.
Miré alrededor, pero, a excepción de nosotros, el callejón estaba desierto. Frente a la entrada pasaban unas cuantas personas, pero estaban a cierta distancia y no miraban en nuestra dirección. Más allá veía los tejados del extremo de la plaza del mercado y, por encima de las chimeneas, el campanario de la catedral. Aun así, bajé la voz para volver a hablar.
—¿Y qué está haciendo aquí el Inquisidor? —pregunté—. ¿No me había dicho que trabajaba más al sur y que sólo venía al norte cuando lo llamaban?
—Es lo que suele hacer, pero a veces organiza una expedición por el norte del condado o incluso más allá. Resulta que las últimas semanas ha estado barriendo la costa, capturando a la escoria que tenía encadenada en el carro.
Me dio rabia que dijera que Alice era parte de esa escoria, porque sabía que no era cierto. No obstante, no era momento de continuar la discusión, así que mantuve la calma.
—Pero estaremos seguros en Chipenden —añadió el Espectro—. Nunca se ha aventurado por los páramos.
—Entonces, ¿nos vamos a casa?
—No, chico, aún no. Ya te dije que tengo una tarea pendiente en esta ciudad.
El corazón se me encogió y miré hacia la entrada del callejón, intranquilo. Aún pasaba gente por delante, cada uno ocupado en lo suyo, y oía a algunos comerciantes anunciando el precio de sus mercancías. Pero aunque había mucho ruido y una gran actividad, afortunadamente no se nos veía. Aun así, me sentía intranquilo. Se suponía que teníamos que mantenernos a distancia uno del otro. El cura que había frente a la catedral conocía al Espectro. El ama de llaves me conocía a mí. ¿Y si alguna otra persona pasaba por el callejón, nos reconocía y nos arrestaban? En la ciudad habría muchos curas de parroquias del condado, y conocerían al Espectro de vista. Lo único que teníamos a favor era que, en aquel momento, probablemente todos estarían en el cementerio.
—¿Quién era ese sacerdote con el que hablaba? Parecía que lo conocía. ¿No le dirá al Inquisidor que está aquí? —le pregunté. Me temía que no hubiera ningún lugar realmente seguro. Por lo que sabía, el cura de la cara roja que había visto frente a la catedral podía incluso llevar al Inquisidor hasta Chipenden—. Ah, y hay algo más. El ama de llaves de su hermano me reconoció en el funeral. Estaba muy enfadada. Puede que le diga a alguien que estamos aquí.
Tenía la impresión de que corríamos un grave riesgo quedándonos en Priestown mientras el Inquisidor estaba en la zona.
—Cálmate, muchacho. El ama de llaves no se lo contará a nadie. Mi hermano y ella no estaban precisamente libres de pecado, Y en cuanto a aquel sacerdote —añadió el Espectro con una leve sonrisa—, es el padre Cairns. Es mi primo. Un primo que se entromete y se exalta un poco en ocasiones, pero con buenas intenciones. Siempre intenta salvarme de mí mismo y llevarme por «el buen camino». Pero pierde el tiempo: ya he escogido mi camino, y sea bueno o malo, es el que sigo.
En aquel momento oí pasos, y el corazón me dio un vuelco. Alguien había entrado en el callejón y venía hacia nosotros.
—Y hablando de la familia —dijo el Espectro, absolutamente tranquilo—, ahí viene otro miembro. Este es mi hermano Andrew.
Un hombre alto, delgado y con la cara triste y huesuda se nos acercaba por el callejón. Parecía aún más viejo que el Espectro y me recordaba a un espantapájaros bien vestido, porque aunque llevaba botas de buena calidad y ropa limpia, sus prendas se movían con el viento. Daba la impresión de necesitar un buen desayuno más que yo.
Sin preocuparse de quitar el agua, se sentó en el muro al otro lado del Espectro.
—Pensé que te encontraría aquí. Una triste historia, hermano —dijo con voz grave.
—Sí —respondió el Espectro—. Sólo quedamos tú y yo. Cinco hermanos que se han ido para siempre.
—John, tengo que decírtelo: el Inquisi...
—Sí, lo sé —dijo el Espectro, con un tono impaciente en la voz.
—Pues tienes que irte. No es seguro para ninguno de los dos —prosiguió el hermano, señalándome con un gesto de la cabeza.
—No, Andrew; no vamos a ninguna parte hasta que haya hecho lo que hay que hacer. Querría que me hicieras otra llave especial —le pidió el Espectro—. Para la puerta.
Andrew se sobresaltó.
—No, John, no seas tonto —dijo, sacudiendo la cabeza—. Si hubiera sabido que querías eso, no habría venido hasta aquí. ¿Te has olvidado de la maldición?
—Calla —dijo el Espectro—. Delante del chico, no. Guárdate tus tontas supersticiones para ti.
—¿Maldición? —pregunté. De pronto, sentí curiosidad.
—¿Ves lo que has hecho? —le susurro, enfadado, mi maestro a su hermano—. No es nada —añadió, dirigiéndose a mí—. Yo no creo en esas tonterías, y tú tampoco deberías hacerlo.
—Bueno, yo hoy he enterrado a un hermano —intervino Andrew—. Regresa a casa, antes de que me vea enterrando a otro. Al Inquisidor le encantaría echar el guante al Espectro del condado. Vuélvete a Chipenden mientras puedas.
—No me voy a ir, Andrew, y es mi última palabra. Tengo un trabajo que hacer aquí, con Inquisidor o sin él —anunció el Espectro con voz firme—. ¿Me vas a ayudar o no?
—No se trata de eso, y tú lo sabes —insistió Andrew—. Siempre te he ayudado, ¿o no? ¿Cuándo te he dejado solo? Pero esto es una locura. Te arriesgas a morir en la hoguera por el simple hecho de estar aquí. No es el momento de volver a enfrentarte con esa cosa —dijo, señalando la entrada del callejón y levantando la vista hacia el campanario—. Y piensa en el chico: no puedes arrastrarlo a esto. Ahora no. Vuelve en primavera, cuando el Inquisidor se haya ido, y volveremos a hablar del tema. Serías un loco si intentaras cualquier cosa ahora. No puedes ocuparte a la vez de la Pesadilla y del Inquisidor. No eres un jovencito, ni estás muy en forma, por lo que se ve.
Mientras ellos hablaban, levanté la vista hacia el campanario. Sospechaba que sería visible prácticamente desde cualquier punto de la ciudad y que, a su vez, desde el campanario podría contemplarse toda la ciudad. Había cuatro pequeñas ventanas junto a la punta, justo por debajo de la cruz. Desde allí se podrían ver todos los tejados de Priestown, la mayor parte de las calles y mucha gente, incluidos nosotros.
El Espectro me había dicho que la Pesadilla podía utilizar a las personas, introducirse en su mente y mirar a través de sus ojos. Me estremecí al pensar que si uno de los curas estaba allí arriba en aquel momento, la Pesadilla podría utilizarlo para observarnos desde la oscuridad del interior del campanario.
Pero el Espectro no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.
—¡Venga, Andrew, piénsalo bien! ¿Cuántas veces me has dicho que lo Oscuro se está imponiendo cada vez más en la ciudad, que los curas cada vez son más corruptos, que la gente tiene miedo? Y pienso en el doble diezmo y en los robos de terreno por parte del Inquisidor, y en las quemas de mujeres y niñas inocentes. ¿Qué es lo que ha cambiado a los curas y los ha corrompido tanto? ¿Qué terrible fuerza es la que hace que los buenos hombres perpetren esas atrocidades o se hagan a un lado y permitan que sucedan?
«Mira, hoy mismo el muchacho ha visto a una amiga suya conducida a una muerte segura. Sí, la culpa es de la Pesadilla, y debemos detenerla enseguida. ¿Realmente crees que puedo dejar que esto siga así medio año más? ¿Cuántas personas Inocentes más tendrán que arder hasta entonces, o perecer durante el invierno por la pobreza, el hambre y el frío, si no hago algo? Por la ciudad corre una infinidad de rumores sobre avistamientos en las catacumbas. Si son ciertos, eso significa que la Pesadilla está ganando fuerza y poder, que está dejando de ser un espíritu para convertirse en una criatura de carne y hueso. M11y pronto podría recuperar su forma original, la manifestación del espíritu maligno que tiranizó a los Pequeños. Y entonces, ¿dónde estaremos todos? Le será muy fácil aterrorizar o engañar a alguien para que abra esa puerta. Es evidente. Tengo que actuar ahora para librar a Priestown de lo Oscuro, antes de que el poder de la Pesadilla siga aumentando. Te lo preguntaré otra vez: ¿me querrás hacer una llave?
Por un momento, el hermano del Espectro hundió la cara entre las manos, como las ancianas que rezaban sus oraciones en la iglesia. Al fin levantó la vista y asintió.
—Aún tengo el molde de la última vez. Tendré la llave lisia a primera hora de mañana. Debo de ser más tonto que tú.
—Bien hecho —respondió el Espectro—. Sabía que no me fallarías. La iré a buscar en cuanto amanezca.
—Esta vez espero que sepas lo que estás haciendo cuando bajes ahí dentro.
El Espectro se puso rojo de la ira.
—¡Tú haz tu trabajo, hermano, que yo haré el mío! —protestó.
Dicho aquello, Andrew se levantó, dio un suspiro de hastío y se fue sin mirar atrás siquiera.
—Bueno, chico —dijo el Espectro—, Ve tú delante. Vuelve a tu habitación y quédate hasta mañana. La tienda de Andrew está en la Puerta del Fraile. Veinte minutos después del amanecer, tendré la llave y estaré listo para encontrarme contigo. A esas horas no tendría que haber mucha gente por ahí. ¿Recuerdas dónde estabas cuando pasó el Inquisidor?
Asentí.
—Ve a la esquina más próxima. No llegues tarde. Y recuerda: debemos seguir ayunando. Ah, y una cosa más: no olvides mi bolsa. Creo que la vamos a necesitar.
De camino a la posada, la mente me daba vueltas. ¿Qué debía temer más: un hombre poderoso que podía darme caza y quemarme en la hoguera, o una temible criatura que había vencido a mi maestro cuando estaba en su mejor forma y que podía estar observándome en aquel preciso momento a través de los ojos de algún sacerdote apostado en lo alto del campanario?
Levanté la vista hacia la catedral y vi el color negro de la sotana de un sacerdote que se acercaba. Aparté la mirada, pero no antes de distinguir quién era: el padre Cairns. Afortunadamente, la calle estaba muy concurrida y él tenía la mirada fija hacia delante; ni siquiera miró en mi dirección. Me sentí aliviado, porque si me hubiera visto tan cerca de la posada, no le habría costado mucho descubrir dónde me alojaba. El Espectro me había dicho que era inofensivo, pero no podía evitar pensar que cuanta menos gente supiera quiénes éramos y dónde nos alojábamos, mejor. Pero mi alivio duró poco, porque cuando volví a mi habitación, me encontré una nota clavada en la puerta.
Thomas,
Si quieres salvarle la vida a tu maestro, ven a mi confesionario esta tarde a las siete. Después será demasiado tarde.
Padre Cairns
Sentí una desazón horrible. ¿Cómo había podido descubrir el padre Cairns dónde me alojaba? ¿Me habría seguido alguien? ¿El ama de llaves del padre Gregory? ¿O el posadero?
No me gustaba nada su aspecto. ¿Habría enviado él un mensaje a la catedral? ¿O la Pesadilla? ¿Conocería aquella criatura todos mis pasos? ¿Le habría dicho al padre Cairns dónde encontrarme? En cualquier caso, los curas sabían dónde me alojaba, y si se lo decían al Inquisidor, éste podría venir a por mí en cualquier momento.
Abrí a toda prisa la puerta de mi cuarto y, una vez dentro, la cerré con llave. Entonces cerré los postigos, esperando con todas mis fuerzas apartar así la mirada de Priestown sobre mí. Comprobé que la bolsa del Espectro estuviera donde la había dejado y me senté en la cama sin saber qué hacer. Sabía que él no querría que fuera a ver a su primo. Había dicho que era un cura entrometido. ¿Iba a entrometerse de nuevo? Por otra parte me había dicho que el padre Cairns tenía buenas intenciones. ¿ Y si realmente supiera de algo que supusiera una amenaza para el Espectro? Si no iba, podía ser que mi maestro acabara en manos del Inquisidor. ¡Pero si iba a la catedral, estaba dirigiéndome a la guarida del Inquisidor y de la Pesadilla! El funeral ya había sido un gran riesgo. ¿Debía volver a tentar a la suerte?
Lo que tenía que hacer realmente era contarle al Espectro lo del mensaje. Pero no podía. Sobre todo porque no me había dicho dónde se alojaba.
«Confía en tus instintos», me había dicho siempre el Espectro, así que tomé una determinación y decidí ir a hablar con el padre Cairns.