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Priestown

Priestown, construida a orillas del río Ribble, era la ciudad más grande que había visitado nunca. Cuando bajamos la colina, el río tenía el aspecto de una enorme serpiente de color naranja que brillaba a la luz del sol poniente.

Era una ciudad de iglesias, con torres y chapiteles visibles por encima de las pequeñas casas adosadas en hileras. En lo alto de una loma, cerca del centro de la ciudad, se levantaba la catedral. Dentro de ella cabrían tres de las mayores iglesias que había visto en toda mi vida. Y el campanario era algo impresionante. Era de piedra caliza, y tan blanco y tan alto que pensé que los días de lluvia la punta debía de quedar oculta entre las nubes.

—¿Es el campanario más alto del mundo? —pregunté, señalando emocionado.

—No, muchacho —respondió el Espectro con una mueca—. Pero sí el más alto del condado, como corresponde a una ciudad con tantos curas. Preferiría que hubiera menos, pero tendremos que conformarnos.

De pronto, desapareció la mueca de su cara.

—¡Hablando del Diablo! —exclamó. Apretó los dientes y me arrastró a un hueco entre los setos. Se puso el dedo frente a los labios para indicarme silencio y me hizo agazaparme, mientras oíamos unas pisadas que se acercaban.

Era un seto de zarzas muy denso y aún conservaba la mayoría de las hojas, pero a través del follaje pude distinguir una sotana negra sobre las botas. ¡Era un sacerdote! Nos quedamos allí un rato, hasta después de que se perdiera el sonido de las pisadas, Hasta entonces el Espectro no quiso volver al camino. Yo no entendía a qué se debía tanto jaleo. En nuestros viajes nos habíamos cruzado con muchos sacerdotes. Nunca se habían mostrado muy amables, pero tampoco nos habíamos escondido.

—Tenemos que estar en guardia, muchacho —advirtió el Espectro—. Los sacerdotes siempre suponen un problema, pero en esta ciudad son un verdadero peligro. El obispo de Priestown es el tío del Alto Inquisidor. Seguro que has oído hablar de él.

Asentí.

—Caza brujas, ¿no?

—Sí, muchacho. Eso hace. Cuando atrapa a alguien que considera una bruja o un brujo, se pone su birrete negro y se erige en juez en su juicio, un juicio que suele ser muy rápido. Al día siguiente, se pone un sombrero diferente. Se convierte en verdugo y organiza la quema. Tiene fama de hacerlo muy bien, y suele reunirse mucha gente a verlo. Dicen que monta la pira con gran precisión, para que las pobres desdichadas tarden mucho en morir. Se supone que el dolor debe hacer que la bruja se arrepienta de lo que ha hecho, de modo que le pida perdón a Dios y, al morir, salve su alma. Pero eso no es más que una excusa. ¡El Inquisidor no tiene los conocimientos de un espectro y no distinguiría a una bruja de verdad ni aunque saliera de la tumba y le agarrara del tobillo! No, no es más que un hombre cruel a quien le gusta infligir dolor. Disfruta con su trabajo y se ha hecho rico con el dinero que gana vendiendo las casas y las propiedades de aquellos a los que condena.

»Y eso supone problemas para nosotros. El Inquisidor considera que un espectro es un brujo. A la Iglesia no le gusta que nadie se meta con lo Oscuro, aunque sea para combatirlo. Creen que sólo deberían hacerlo los curas. El Inquisidor tiene poder para practicar arrestos, y dispone de una guardia eclesial para ejercer su prerrogativa...; pero alégrate, muchacho, porque eso es sólo la parte mala.

»La buena noticia es que el Inquisidor vive en una gran ciudad al sur, más allá de los límites del condado, y raramente viene al norte. De modo que si nos descubren y lo llaman, tardará más de una semana en llegar, aunque venga a caballo. Por otra parte, mi llegada debería pillarlos desprevenidos. Lo último que nadie puede esperar es que asista al funeral de un hermano con el que no me he hablado en cuarenta años.

Pero sus palabras no me consolaban mucho. Mientras bajaba la colina, sentí escalofríos por lo que me había dicho. Parecía que entrar en la ciudad implicaba muchos riesgos. Con su capa y su bastón, resultaba inconfundible. Estaba a punto de decírselo cuando hizo una señal a la izquierda con el dedo y dejamos el camino para adentrarnos en una arboleda. Al cabo de unos treinta pasos, mi maestro se detuvo.

—Muy bien, chico —dijo—. Quítate la capa y dámela.

No contesté; por el tono de su voz me di cuenta de que se trataba de trabajo, pero me preguntaba qué le correría por la cabeza. Él también se sacó la capa con capucha y dejó el bastón en el suelo.

—Bueno —prosiguió—. Ahora encuéntrame unas ramitas finas. Sobre todo que no pesen mucho.

Unos minutos más tarde había hecho lo que me había dicho y observé cómo colocaba su bastón entre las ramas y lo envolvía todo con nuestras capas. Por supuesto, para entonces ya había adivinado qué se proponía. De ambos extremos del hatillo salían unos palos y parecía como si hubiéramos estado recogiendo leña. Era un disfraz.

—Hay muchas posadas pequeñas cerca de la catedral —anunció, lanzándome una moneda de plata—. Será más seguro para ti que no nos alojemos en la misma, porque si vienen a por mí, también te arrestarán a ti. Lo mejor es que no sepas dónde estoy. El Inquisidor aplica la tortura. Si nos captura a uno de los dos, enseguida encontrará al otro. Yo saldré antes. Dame diez minutos antes de ponerte en marcha.

»Escoge cualquier posada cuyo nombre no tenga nada que ver con iglesias para que no acabemos en la misma por casualidad. No cenes, porque mañana tendremos trabajo. El funeral es a las nueve de la mañana, pero intenta llegar pronto y sentarte por la parte de atrás de la catedral; si yo ya estoy allí, mantén la distancia.

«Trabajo» significaba «trabajo de espectro», y me preguntaba si nos introduciríamos en las catacumbas para enfrentarnos a la Pesadilla. No me gustaba la idea ni lo más mínimo.

—Ah, y una cosa más —añadió el Espectro, volviéndose para marcharse—.Tendrás que cuidar de mi bolsa. ¿Qué tienes que recordar cuando la lleves por un lugar como Priestown?

—Llevarla en la mano derecha —respondí.

Asintió, se cargó el hatillo al hombro derecho y me dejó esperando en el bosque.

Los dos éramos zurdos, algo que a los curas no les gustaba. Los zurdos eran lo que ellos llamaban «siniestros», las personas que más fácilmente se dejaban tentar por el Demonio o que incluso podían aliarse con él.

Le di diez minutos o más, para asegurarme de dejar suficiente distancia entre los dos. Luego me puse en marcha con su pesada bolsa en dirección al campanario. Cuando llegué a la ciudad, empecé a ascender de nuevo hacia la catedral y, cuando estuve cerca, empecé a buscar una posada.

Había muchas; parecía ser que la mayoría de las calles adoquinadas tenían una, pero el problema era que todas ellas parecían estar relacionadas con iglesias de uno u otro modo. Estaban El Bastón del Obispo, La Posada del Campanario, El Fraile Alegre, La Mitra y El Libro y la Vela, por nombrar unas cuantas. La última me recordaba el motivo que nos había traído a Priestown. Tal como había constatado el hermano del Espectro, los libros y las velas no solían funcionar contra lo Oscuro; ni siquiera en combinación con una campana. Descubrirlo le había costado la vida.

Enseguida me di cuenta de que el Espectro se lo había puesto fácil para él y muy difícil para mí, y me pasé mucho tiempo buscando por el laberinto de callejuelas de Priestown y por las calles más anchas que las comunicaban. Caminé por la carretera de Fylde y luego tomé una calle llamada Puerta del Fraile, donde no había ningún rastro de puerta alguna. Las calles adoquinadas estaban llenas de gente y la mayoría parecía tener prisa. El gran mercado junto al extremo de la Puerta del Fraile estaba cerrando, pero unos cuantos clientes aún se arremolinaban y regateaban con los comerciantes. El olor del pescado era muy intenso, y una gran bandada de hambrientas gaviotas graznaba en lo alto.

De vez en cuando veía alguna figura vestida con una sotana negra y cambiaba de dirección o cruzaba la calle. Me costaba creer que pudiera haber tantos sacerdotes en una sola ciudad.

Después subí por la colina de Fishergate hasta que vi el río a lo lejos, y luego volví sobre mis pasos. Al final, di un rodeo, pero sin éxito. No podía preguntarle a cualquiera por alguna posada cuyo nombre no tuviera nada que ver con iglesias, porque pensarían que estaba loco. Llamar la atención era lo último que quería. Aunque llevaba la pesada bolsa de cuero negro del Espectro en la mano derecha, seguía atrayendo demasiadas miradas curiosas.

Al final, cuando ya oscurecía, encontré un lugar donde alojarme no demasiado lejos de la catedral. Era una pequeña posada llamada El Toro Negro.

Antes de ser aprendiz del Espectro, nunca me había alojado en una posada, al nunca haber tenido ningún motivo para alejarme de la granja de mi padre. Desde que era aprendiz, quizás había pasado la noche en media docena. Deberíamos haber estado en muchas más, ya que a menudo estábamos de viaje, pero al Espectro le gustaba ahorrarse dinero y, a menos que hiciera muy mal tiempo, le parecía que un árbol o un viejo cobertizo bastaban para pasar la noche. Aun así, aquélla era la primera posada en la que me alojaba solo, y en el momento de atravesar la puerta me sentí algo nervioso.

La estrecha entrada se abría en una gran sala lúgubre, iluminada por una sola lámpara. Estaba llena de mesas y sillas vacías, y al final había un mostrador. Olía mucho a vinagre, pero enseguida me di cuenta de que no era más que cerveza rancia que había empapado la madera. A la derecha del mostrador colgaba una campanilla de una cuerda, así que la toqué.

Se abrió una puerta tras el mostrador y apareció un hombre calvo, limpiándose las manos en un gran delantal sucio.

—Querría una habitación para pasar la noche, por favor —expuse, y enseguida añadí—: Quizá me quede más tiempo.

Me miró como si fuera algo que se acabara de encontrar pegado a la suela del zapato, pero cuando saqué la moneda de plata y la puse sobre el mostrador, su expresión se volvió mucho más agradable.

—¿Querrá cenar, señor? —preguntó.

Sacudí la cabeza. Tenía que ayunar; de todas maneras, con una sola mirada a las manchas de su delantal se me había quitado el apetito.

Cinco minutos más tarde estaba en la habitación y había cerrado con llave. La cama estaba hecha un lío, y las sábanas, sucias. Sabía que el Espectro se habría quejado, pero yo sólo quería dormir y aun así aquello era mejor que un cobertizo con corrientes de aire. No obstante, cuando miré por la ventana, sentí nostalgia de Chipenden.

En vez del camino blanco que cruzaba la verde hierba hasta el jardín del oeste y de la vista de Parlick Pie y las otras colinas, sólo se veía una hilera de casas mugrientas al otro lado de la calle, con chimeneas de las que salía una nube de humo oscuro que cubría la calle.

De modo que me estiré sobre la cama y, con las asas de la bolsa del Espectro aún en la mano, me quedé dormido rápidamente.

A la mañana siguiente, poco después de las ocho ya me dirigía a la catedral. Había dejado la bolsa encerrada en la habitación porque habría quedado raro llevarla a un funeral. Estaba algo intranquilo por haberla dejado en la posada, pero la bolsa tenía un cierre, la puerta tenía cerradura y ambas llaves estaban seguras en mi bolsillo. También llevaba una tercera llave.

El Espectro me la había dado cuando me iba a Horshaw a enfrentarme al destripador. La había hecho su otro hermano, Andrew, el cerrajero, y abría la mayoría de cerraduras, siempre que no fueran demasiado elaboradas. Se la tenía que haber devuelto, pero sabía que el Espectro tenía más de una y, como no me la había pedido, me la había quedado. Era algo muy útil, del mismo modo que la caja de yesca que me había dado mi padre cuando inicié mi carrera como aprendiz. También la llevaba siempre en el bolsillo. Había pertenecido a su padre y era un legado familiar, pero especialmente útil para alguien que siguiera el oficio de Espectro.

Al poco tiempo ya estaba ascendiendo la colina, con el campanario a mi izquierda. Era una mañana húmeda, y me caía una espesa llovizna a la cara. Tenía yo razón con respecto al campanario: por lo menos el tercio superior estaba escondido entre las nubes de color gris oscuro que llegaban del sudoeste. Llegaba un olor fétido de las cloacas, todas las casas tenían encendidas las chimeneas y el humo acababa bajando al nivel de la calle.

Daba la impresión de que era mucha la gente que se apresuraba a subir la colina. Una mujer iba casi corriendo, arrastrando a dos niños más rápido de lo que les permitían correr sus piernecitas. «¡Venga! ¡Daos prisa! —les reñía—. ¡Vamos a perdérnoslo!»

Por un momento me pregunté si también iban al funeral, pero parecía poco probable, porque sus caras reflejaban una gran emoción. En la cima, la superficie de la colina se volvía llana; giré a la izquierda, hacia la catedral. Allí, una multitud ansiosa iba llenando ambos lados de la calle, como si esperaran algo. Estaban bloqueando la acera, e intenté abrirme camino con el máximo cuidado. No dejaba de pedir disculpas, intentando desesperadamente evitar pisar a nadie, pero al final la multitud estaba tan concentrada que tuve que detenerme y quedarme quieto yo también.

No tuve que esperar mucho. Muy pronto se oyeron aplausos y vítores a mi derecha. Más allá oí el ruido de unos cascos contra el suelo. Una gran comitiva avanzaba hacia la catedral. Los dos primeros jinetes llevaban túnicas, sombreros negros y una espada al cinto. Los seguían otros jinetes armados con dagas y enormes garrotes; diez, veinte, cincuenta, hasta que al final apareció un hombre cabalgando solo sobre un enorme caballo blanco.

Llevaba una túnica negra, pero por el cuello y las muñecas se le veía una cara cota de malla de oro, y la espada que llevaba al cinto tenía una empuñadura con incrustaciones de rubí. Las botas eran de la mejor piel y probablemente valían más de lo que un granjero ganaba en un año.

Las ropas del jinete y su postura indicaban que era un señor pero aunque hubiera ido vestido con harapos, no habría cabido duda alguna. Tenía un pelo muy rubio, y la melena le caía por debajo de un sombrero rojo de ala ancha. Su cara me fascinó. Era casi demasiado bella para ser un hombre, pero al mismo tiempo era fuerte, con la barbilla prominente y una frente marcada. Volví a mirar aquellos ojos azules y vi la crueldad que reflejaban.

Me recordó a un caballero que había visto pasar un día por nuestra granja, cuando era niño. No nos había mirado siquiera. Para él, nosotros no existíamos. Bueno, eso es lo que dijo mi padre. Papá también dijo que aquel hombre era un noble, que viéndolo estaba claro que procedía de una familia de reconocido linaje y que todos sus antepasados habrían sido ricos y poderosos.

Al pronunciar la palabra «noble», mi padre escupió al barro y me dijo que yo tenía mucha suerte de ser el hijo de un granjero, con una jornada de trabajo honesto esperándome cada mañana.

Era evidente que aquel hombre que cabalgaba por Priestown también era noble y que llevaba la arrogancia y la autoridad escritas en el rostro. Para mi asombro y decepción, me di cuenta de que debía de estar mirando al Inquisidor, ya que detrás de él iba un gran carro descubierto tirado por dos percherones. Dentro del carro había un grupo de personas de pie encadenadas entre sí.

La mayoría eran mujeres, pero también había un par de hombres. Tenían aspecto de no haber comido decentemente en mucho tiempo. Llevaban unas ropas miserables y estaba claro que muchos de ellos habían sido golpeados. Todos estaban llenos de moratones, y una mujer tenía el ojo izquierdo como un tomate podrido. Algunas de las mujeres gemían desesperadamente, con las mejillas cubiertas de lágrimas. Una no paraba de gritar con todas sus fuerzas que era inocente. Pero en vano. Todos eran convictos; muy pronto los juzgarían y los quemarían.

De pronto, una joven se lanzó hacia el carro, buscando a uno de los hombres encadenados e intentando desesperadamente pasarle una manzana. Quizá fuera una familiar del prisionero; a lo mejor, su hija.

Quedé horrorizado al ver que el Inquisidor sencillamente dio media vuelta en el caballo y se lanzó sobre ella. En un momento, pasó de tener la manzana en la mano a quedar tirada sobre los adoquines, aullando de dolor. Vi la crueldad reflejada en el rostro del caballero. Había disfrutado haciéndole daño. Al paso del carro, seguido de una escolta con más jinetes armados, los vítores de la multitud se convirtieron en bramidos y gritos de «¡Quemadlos a todos!».

Fue entonces cuando vi a la niña encadenada entre el resto de prisioneros. No era mayor que yo y miraba alrededor asustada, con los ojos bien abiertos. Tenía el pelo negro empapado por la lluvia, y le caía por la frente. El agua le resbalaba por la nariz y la barbilla como si se tratara de lágrimas. Observé que llevaba un vestido negro y bajé la vista. Cuando vi los zapatos en punta, apenas me lo podía creer.

Era Alice. Y estaba en manos del Inquisidor.