La Pesadilla
Salimos antes del amanecer. Como siempre, yo llevaba la pesada bolsa del Espectro. Pero al cabo de una hora me di cuenta de que el viaje nos llevaría por lo menos dos días. Normalmente el Espectro caminaba a un ritmo frenético, con lo que me costaba mantener el ritmo; pero aún estaba débil y de vez en cuando se quedaba sin aliento y se paraba a descansar.
Hacia un bonito día de sol, con una suave brisa fresca otoñal. El cielo estaba azul y los pájaros cantaban, pero todo aquello no importaba. No podía dejar de pensar en la Pesadilla.
Lo que me preocupaba era el hecho de que el Espectro casi hubiera muerto cuando la había intentado apresar. Ahora era más viejo y, si no recuperaba pronto las fuerzas, ¿cómo iba a vencerla esta vez?
Así que, a mediodía, cuando nos detuvimos para descansar, decidí preguntarle acerca de aquel terrible espíritu. No se lo pregunté directamente porque, para mi sorpresa, cuando nos sentamos sobre el tronco de un árbol caído, sacó una hogaza y un gran trozo de jamón de la bolsa y cortó un par de lonchas muy generosas. Normalmente, cuando nos dirigíamos a hacer un trabajo, pasábamos con un mísero trozo de queso, ya que se ha de ayunar para enfrentarse a lo Oscuro.
Sin embargo, yo tenía hambre, así que no me quejé. Supuse que tendríamos tiempo para el ayuno cuando acabara el funeral y que el Espectro necesitaba comer para recuperar las fuerzas.
Por fin, cuando acabé de comer, respiré hondo, saqué mi cuaderno y por fin le pregunté por la Pesadilla. Para mi asombro, me dijo que guardara el cuaderno.
—Podrás escribir eso más adelante, cuando volvamos —dijo—. Además, yo mismo tengo mucho que aprender sobre la Pesadilla, de modo que no tiene sentido escribir algo que puede que tengas que cambiar más adelante.
Supongo que me debí de quedar con la boca abierta. Siempre había pensado que el Espectro sabía casi todo lo que había que saber sobre lo Oscuro.
—No pongas esa cara de sorpresa, muchacho —dijo—. Como sabes, yo aún llevo un cuaderno conmigo, y tú también lo llevarás si llegas a mi edad. En este trabajo nunca se deja de aprender, y el primer paso hacia el conocimiento es aceptar tu propia ignorancia. Tal como te dije, la Pesadilla es un antiguo espíritu maligno que me ha costado mis mayores esfuerzos. Es vergonzoso, pero debo admitirlo. Aunque espero que esta vez no sea así. Nuestro primer problema será encontrarla —prosiguió el Espectro—. Vive en las catacumbas que hay bajo la catedral de Priestown; hay kilómetros y kilómetros de túneles.
—¿Para qué sirven las catacumbas? —pregunté. No entendía quién habría construido tantos túneles.
—Están llenas de criptas, muchacho, cámaras funerarias subterráneas que contienen antiguos cadáveres. Esos túneles existían mucho antes de que se construyera la catedral. La colina ya era un camposanto cuando llegaron los primeros sacerdotes en barcos desde el este.
—¿Y quién construyó las catacumbas ?
—Hay quien llama a los que las cavaron «los Pequeños», debido a su tamaño, pero su verdadero nombre era Segantii; no se sabe mucho de ellos, aparte de que en otro tiempo la Pesadilla fue su dios.
—¿Es un dios ?
—Bueno, siempre ha sido una fuerza poderosa, y los primeros Pequeños reconocían su fuerza y la adoraban. Supongo que a la Pesadilla le gustaría volver a ser un dios. Solía vagar por el condado libremente. A lo largo de los siglos se fue corrompiendo y se envileció, y empezó a aterrorizar a los Pequeños día y noche, provocando enfrentamientos entre hermanos, destruyendo cosechas, incendiando casas y matando inocentes. Disfrutaba viendo a las personas aterrorizadas, sumidas en la pobreza, abatidas hasta que apenas les valiera la pena seguir viviendo. Fue una época negra, un tiempo terrible para los Segantii.
»Y no sólo asolaba a los pobres. El rey de los Segantii era un buen hombre llamado Heys. Había derrotado a todos sus enemigos en la batalla e intentaba convertir a los suyos en un pueblo fuerte y próspero. Pero había un enemigo que no podía derrotar: la Pesadilla. De repente, la Pesadilla le exigió un tributo anual. Ordenó al pobre hombre que sacrificara a sus siete hijos, empezando por el mayor. Un hijo por año hasta que no quedara ninguno con vida. Era más de lo que podía soportar cualquier padre. Sin embargo, Naze, el último hijo, consiguió apresar a la Pesadilla en las catacumbas. No sé cómo lo hizo; quizá si lo supiera sería más fácil derrotar a esta criatura. Lo único que sé es que la encerró tras una puerta de plata: al igual que muchas criaturas de lo Oscuro, es vulnerable a la plata.
—¿De modo que sigue atrapada ahí abajo desde entonces?
—Pues sí. Está apresada ahí abajo hasta que alguien abra la puerta y la libere. Eso es un hecho y es algo que saben todos los sacerdotes. Es algo que se ha transmitido de generación en generación.
—¿Y no hay más salidas? ¿Cómo puede haber quedado encerrada tras la Puerta de Plata? —pregunté.
—No lo sé, chico. Lo único que sé es que la Pesadilla está apresada en las catacumbas, y que sólo puede salir por esa puerta.
Quería preguntarle qué problema había en dejarla allí si estaba apresada y era improbable que escapara, pero me respondió antes de que pudiera articular la pregunta. El Espectro ya me conocía bien y adivinaba mis pensamientos.
—No obstante, me temo que no podemos dejar las cosas como están. Está haciéndose más fuerte. No siempre fue un espíritu. Eso pasó cuando quedó apresada. Antes, cuando tenía más poderes, tenía forma física.
—¿Qué aspecto tenía?
—Lo descubrirás mañana. Antes de entrar a la catedral para el funeral, mira la talla en piedra que hay en el dintel de la puerta principal. Es la mejor representación que puedes encontrar de esa criatura.
—Entonces, ¿usted la ha visto?
—No, chico, no. Hace veinte años, cuando la intenté matar por primera vez, aún era un espíritu. Pero corren rumores de que su poder ha aumentado tanto que ahora está adoptando la forma de otras criaturas.
—¿Qué quiere decir?
—Quiero decir que está empezando a mutar y que no tardará mucho en tener la fuerza suficiente para adoptar su verdadera forma original. Entonces podrá hacer que casi todo el mundo haga lo que ella quiera. Y el verdadero peligro es que puede obligar a alguien a abrir la Puerta de Plata. ¡Eso es lo más preocupante!
—¿Y de dónde saca su fuerza? —pregunté, curioso.
—Sobre todo de la sangre.
—¿Sangre?
—Sí, la sangre de animales... y de seres humanos. Tiene una sed terrible. Pero afortunadamente, al contrario que los destripadores, no puede tomar la sangre de un ser humano a menos que se le dé libremente...
—¿Por qué iba a querer nadie darle su sangre? —pregunté, asombrado sólo de pensarlo.
—Porque se puede meter en la mente de las personas. Los tienta con dinero, posición social o poder, lo que más les guste. Si no puede conseguir lo que quiere mediante la persuasión, aterroriza a sus víctimas. A veces los atrae hasta las catacumbas y los amenaza con lo que llamamos «la prensa».
—¿La prensa?
—Sí, muchacho. Puede adquirir un peso tal que algunas de sus víctimas aparecen aplastadas, con los huesos rotos y los cuerpos hechos una masa: hay que despegarlos del suelo para enterrarlos. Los «prensa», y no es una visión agradable. La Pesadilla no puede sacarnos la sangre contra nuestra voluntad, pero recuerda que, aun así, somos vulnerables a la prensa.
—No entiendo cómo puede hacer que la gente haga esas cosas si está atrapada en las catacumbas —dije yo.
—Puede leer el pensamiento, modificar los sueños, debilitar y corromper los pensamientos de los que tiene por encima. A veces incluso ve a través de sus ojos. Su influencia se extiende a la catedral y el presbiterio, y aterroriza a los sacerdotes. De este modo lleva a cabo sus fechorías por todo Priestown.
—¿Utilizando a los sacerdotes?
—Sí, especialmente a los más débiles de espíritu. Siempre que puede, los usa para hacer el mal. Mi hermano Andrew trabaja como cerrajero en Priestown, y más de una vez me ha enviado avisos de lo que está pasando. La Pesadilla domina el espíritu y la voluntad de las personas. Les obliga a hacer lo que quiere, silenciando la voz de la bondad y la razón: se convierten en codiciosos y crueles, abusan de su poder, roban a los pobres y a los enfermos. Actualmente, en Priestown se recauda el diezmo dos veces al año.
Sabía lo que era un diezmo: la décima parte de las ganancias anuales de la granja, que teníamos que pagar en concepto de impuestos a la iglesia local. Era la ley.
—Pagarlo una vez al año ya es bastante duro —prosiguió el Espectro—, pero dos veces supone la ruina. Está volviendo a sumir a la gente en el miedo y la pobreza, como hizo con los Segantii. Es una de las manifestaciones de lo Oscuro más claras y más malvadas que he visto nunca. La situación no puede prolongarse mucho más. Tengo que ponerle fin de una vez por todas, antes de que sea demasiado tarde.
—¿Cómo lo haremos? —pregunté.
—Bueno, aún no estoy seguro del todo. La Pesadilla es un enemigo peligroso e inteligente; puede leernos el pensamiento y saber lo que estamos pensando antes incluso de que lo sepamos nosotros.
»No obstante, aparte de la plata tiene otra gran debilidad. Las mujeres la ponen muy nerviosa e intenta evitar su compañía. No puede soportar tenerlas cerca. Eso lo tengo claro, pero aún tengo que pensar cómo puedo utilizarlo en nuestro favor.
El Espectro me había advertido repetidamente que desconfiara de las chicas y, por algún motivo, en especial de las que llevaban zapatos de punta; de modo que estaba acostumbrado a oírle decir cosas así. Pero ahora que sabía de lo suyo con Meg, me preguntaba si ella tenía algo que ver con el hecho de que hablara así.
Bueno, desde luego mi maestro me había dado mucho que pensar. Y no podía evitar preguntarme por todas aquellas iglesias de Priestown, los sacerdotes y las congregaciones, todos creyentes. Si su Dios era tan poderoso, ¿por qué no hacía algo con la Pesadilla? ¿Por qué le permitía corromper a los sacerdotes y extender el mal por la ciudad? Mi padre era creyente, aunque nunca iba a la iglesia. En nuestra familia nadie iba, porque las labores de la granja no se interrumpían los domingos y siempre estábamos demasiado ocupados ordeñando o con otras tareas. Pero, de pronto, aquello me hizo preguntarme en qué creía el Espectro, especialmente sabiendo lo que me había dicho mamá: que el Espectro en otro tiempo había sido sacerdote.
—¿Usted cree en Dios? —le pregunté.
—Solía creer —respondió, con gesto reflexivo—. Cuando era niño, nunca dudé de la existencia de Dios ni por un momento, pero con el tiempo cambié de parecer. Mira, chico, cuando has vivido todo lo que yo he vivido, hay cosas que te hacen plantearte preguntas. De modo que ahora no estoy seguro, pero procuro tener la mente abierta.
»Eso sí —añadió—, dos o tres veces me he encontrado en situaciones tan adversas que no esperaba salir de ellas con vida. Me he enfrentado a lo Oscuro y me he encontrado casi resignado a morir, aunque no del todo. Y entonces, cuando parecía que todo estaba perdido, me han vuelto las fuerzas. No sé de dónde me han venido; sólo puedo hacer suposiciones. Pero con esas nuevas fuerzas he sentido una nueva sensación. La de que tenía a alguien o algo a mi lado. Que ya no estaba solo.
El Espectro hizo una pausa y emitió un leve suspiro.
—No creo en el Dios que predican en la iglesia —dijo—. No creo en un anciano con una barba blanca. Pero hay algo que nos observa, y si llevas una vida correcta, en tus momentos de necesidad lo tendrás al lado y te dará fuerzas. Eso es lo que yo creo. Bueno, muchacho, marchemos. Nos hemos entretenido demasiado y tenemos que emprender el camino.
Recogí su bolsa y lo seguí. Enseguida dejamos el camino y tomamos un atajo a través de un bosque y de un gran prado. Era muy agradable, pero nos detuvimos mucho antes de que se pusiera el sol. El Espectro estaba demasiado agotado como para continuar y en realidad tendría que haberse quedado en Chipenden, recuperándose de la enfermedad.
Tenía un mal presagio de lo que nos esperaba, una intensa sensación de peligro.