El pasado del Espectro
Dos días más tarde, de vuelta en Chipenden, el Espectro hizo que le contara todo lo que había sucedido. Cuando acabé, quiso que se lo repitiera. Después se rascó la barba y dio un gran suspiro.
—¿Qué dijo el médico del bobo de ese hermano mío? —premunió el Espectro—. ¿Cree que se recuperará?
—Dijo que le parecía que lo peor ya había pasado, pero que era pronto para decir nada.
El Espectro asintió con gesto pensativo.
—Bueno, muchacho, lo has hecho bien —reconoció—. No se me ocurre ninguna corrección que hacerte. Así que puedes tomarte el resto del día libre. Pero no dejes que se te suba a la cabeza. Mañana hay que seguir con el trabajo. Después de tanta emoción, necesitas seguir con tu rutina habitual.
Al día siguiente, me hizo trabajar el doble de lo normal. La lección empezó en cuanto amaneció e incluyó lo que él llamaba «prácticas». Eso suponía cavar fosas, aunque ya hubiera apresado a un boggart de verdad.
—¿De verdad tengo que cavar otra fosa para boggarts? —le pregunté, cansado.
El Espectro me echó una mirada fulminante hasta que me sentí muy incómodo y bajé la vista.
—¿Te crees que ya estás por encima de todo eso, muchacho? —preguntó—. ¡Pues no, así que no te confíes! Aún tienes mucho que aprender. Puede que hayas apresado a tu primer boggart, pero tenías buenos hombres ayudándote. Un día puede que tengas que cavar la fosa tú mismo y hacerlo rápidamente para salvar una vida.
Después de cavar la fosa y recubrirla con sal y hierro, tuve que practicar la colocación del plato-cebo en el interior de la fosa sin derramar una sola gota de sangre. Por supuesto, como sólo era para entrenarme, usamos agua en vez de sangre, pero el Espectro se lo tomaba muy en serio y solía enfadarse si no lo conseguía a la primera. Sin embargo, esta vez no tuvo ocasión. Lo había conseguido en Horshaw y había adquirido práctica, de modo que lo conseguí diez veces seguidas. A pesar de ello, el Espectro no me concedió ni una palabra de reconocimiento, y yo empezaba a sentirme un poco molesto.
A continuación me tocó una práctica que me gustaba mucho: el uso de la cadena de plata del Espectro. En el jardín del oeste había un poste de dos metros, y se trataba de lanzar la cadena por encima. El Espectro me colocaba a diferentes distancias del poste, y yo practicaba más de una hora seguida, teniendo en cuenta que en algún momento me encontraría con una bruja de verdad y, si erraba el tiro, no tendría otra oportunidad. Había que tirar la cadena de un modo especial. Se enrollaba alrededor de la mano izquierda y se tiraba con un giro de muñeca para que girara hacia fuera, cayendo en una espiral hacia la izquierda alrededor del poste y apretándolo. Desde una distancia de un metro y medio ya conseguía acertar nueve veces de cada diez, pero, como siempre, al Espectro le costaba mucho hacer elogios.
—No está mal, supongo —decía—. Pero no te confíes, muchacho. Una bruja de verdad no te hará el favor de quedarse quieta mientras le tiras la cadena. ¡Al final del año, espero que aciertes diez de cada diez tiros, ni uno menos!
Me sentí algo más que ligeramente molesto. Había trabajado duro y había mejorado mucho. No sólo eso, también acababa de apresar a mi primer boggart y lo había hecho sin ninguna ayuda del Espectro. Me pregunté si él lo habría hecho mejor durante su período de aprendizaje.
Por la tarde, el Espectro me permitió entrar en su biblioteca para trabajar, leer y tomar notas, pero sólo me dejó leer algunos libros. Era muy estricto con aquello. Aún estaba en mi primer año, de modo que los boggarts eran mi principal área de estudio. Pero a veces, cuando él salía a hacer otras cosas, yo no podía evitar echar un vistazo a alguno de los otros libros.
Así pues, después de mi sesión de lectura sobre boggarts, me acerqué a los tres largos estantes junto a la ventana y escogí uno de los grandes cuadernos con tapas de cuero del estante más alto. Eran diarios, algunos de ellos escritos por espectros cientos de años antes. Cada uno cubría un período de unos cinco años.
Esta vez sabía exactamente lo que buscaba. Escogí uno de los primeros diarios del Espectro, con curiosidad por ver cómo se le había dado a él cuando era joven y si se las había arreglado mejor que yo. Eso sí, él había sido sacerdote antes de formarse como espectro, de modo que debía de haber sido bastante mayor para ser aprendiz.
De todos modos, escogí unas páginas al azar y empecé a leer. Reconocí su caligrafía, claro, pero si alguien que no lo conociera hubiera leído un fragmento de aquellas notas por primera vez, no habría podido adivinar que lo había escrito el Espectro. Cuando habla, lo hace con la voz típica del condado, llana y sin una pizca de lo que mi padre llama «florituras». Cuando escribe, es diferente. Es como si todos los libros que ha leído alteraran su voz, mientras que yo escribo prácticamente igual que hablo; si mi padre leyera mis notas, estaría orgulloso de mí y sabría que sigo siendo su hijo.
Al principio, lo que leí no me pareció en absoluto diferente a los escritos más recientes del espectro, aparte del hecho de que cometía más errores. Como siempre, era muy honesto y en cada ocasión explicaba en qué se había equivocado. Tal como solía decirme, era importante escribirlo todo para aprender del pasado.
¡Describía cómo, una semana, había pasado horas y horas practicando con el plato-cebo y su maestro se había enfadado porque no podía superar una media de ocho sobre diez! Eso me hizo sentir mucho mejor. Y entonces vi algo que me levantó el ánimo aún más. El Espectro no había apresado a su primer boggart hasta después de dieciocho meses como aprendiz. ¡Es más, no había sido más que un boggart peludo, no un peligroso destripador!
Eso era lo mejor que podía encontrar para alegrarme: estaba claro que el Espectro había sido un aprendiz diligente y trabajador. Muchos de los casos que encontré no eran más que rutina, de modo que fui pasando las páginas rápidamente hasta que llegué al momento en que mi maestro se había convertido en Espectro, trabajando por su cuenta. Había visto todo lo que necesitaba ver y estaba a punto de cerrar el libro cuando algo me llamó la atención. Volví al inicio del capítulo para asegurarme, y esto es lo que leí. No es una reproducción exacta, palabra por palabra, pero tengo buena memoria y se aproxima bastante. Y después de leer lo que él había escrito, desde luego no iba a olvidarlo.
Entrado el otoño, viajé al extremo septentrional del condado, donde habían solicitado mi presencia para tratar con un ser inhumano, una criatura que había extendido el terror por el distrito durante demasiado tiempo. Muchas familias de la zona habían sido víctimas de su crueldad, y se habían registrado demasiadas muertes y mutilaciones.
Me introduje en el bosque al anochecer. Todas las hojas habían caído y estaban podridas, cubriendo el suelo de marrón; la torre era como un dedo negro demoníaco que señalaba al cielo. Se había visto a una muchacha haciendo señales desde su solitaria ventana, pidiendo ayuda desesperadamente. La criatura la había apresado y ahora la tenía como un juguete, aprisionada en el interior de aquellos muros de piedra oscura.
Finalmente, hice una hoguera y empecé a mirar las llamas mientras reunía valor. Saqué la piedra de afilar de mi bolsa y afilé la cuchilla hasta no poder pasar los dedos por el filo sin que sangraran. Por fin, a medianoche, me encaminé a la torre y desafié a la criatura golpeando la puerta con mi bastón.
La criatura apareció blandiendo una gran porra y rugió de ira. Era una bestia hedionda vestida con pieles de animales que chorreaban sangre y grasa, y me atacó con una furia terrible.
Al principio retrocedí, esperando mi ocasión, pero cuando volvió a lanzarse contra mí gritando, liberé la cuchilla de su escondrijo en el bastón y, con todas mis fuerzas, se la clavé en la cabeza. Cayó de una pieza a mis pies, pero no sentí ningún remordimiento por arrancarle la vida, ya que habría vuelto a matar una y otra vez sin saciarse jamás.
Fue entonces cuando la muchacha me llamó con una voz de sirena procedente de lo alto de la escalera de piedra. Allí, en la estancia más alta de la torre, la encontré en un lecho de paja, encadenada con una larga cadena de plata. Tenía la piel como la leche y el cabello claro y largo; era, con mucho, la mujer más guapa que habían visto nunca mis ojos. So llamaba Meg y me rogó que la liberara de la cadena. Tenía una voz tan convincente que la razón me abandonó y el mundo empezó a darme vueltas.
En cuanto la hube liberado de los grilletes, apretó sus labios contra los míos. Y tan dulces fueron sus besos que casi me derretí entre sus brazos.
Me desperté con la luz del sol que atravesaba la ventana y la vi claramente por primera vez. Era una bruja lamia y tenía la marca de la serpiente. Aun cuando su rostro era pálido, tenía la columna cubierta de escamas verdes y amarillas.
Lleno de rabia por su engaño, la encadené de nuevo y la lleve por fin a la fosa de Chipenden. Cuando la liberé, se revolvió con tanta fuerza que apenas pude controlarla y me vi obligado a arrastrarla por entre los árboles tirando de la larga melena, mientras ella protestaba y profería gritos capaces de despertar a los muertos. Llovía mucho, y se resbaló al pisar la hierba húmeda, pero seguí arrastrándola por el suelo, aunque las zarzas le iban arañando las piernas y los brazos desnudos. Era algo cruel, pero había que hacerlo.
Sin embargo, cuando iba a echarla a la fosa, se aferró a mis rodillas y empezó a sollozar lastimeramente. Me quedé allí largo rato, invadido por la angustia, a punto de caer yo también, hasta que por fin tomé una decisión que puede que llegue a lamentar.
La ayudé a ponerse en pie y la rodeé con mis brazos. Ambos lloramos. ¿Cómo podía echarla a la fosa, cuando me daba cuenta de que la quería más que a mi propia alma?
Le rogué que me perdonara, y los dos nos dimos la vuelta, cogidos de la mano, y nos alejamos de la fosa.
Este encuentro me reportó una cadena de plata, cara herramienta que de otro modo me habría llevado varios meses de largo trabajo adquirir. Lo que he perdido, o puedo perder aún, no quiero pensarlo. La belleza es algo terrible: ata a un hombre con más fuerza de lo que se puede atar a una bruja con una cadena de plata.
¡No me podía creer lo que acababa de leer! ¡El Espectro me había advertido de las mujeres guapas más de una vez, pero en aquella ocasión él había roto su propia norma! ¡Meg era una bruja, y sin embargo, él no la había metido en la fosa!
Enseguida empecé a hojear el resto del cuaderno con la esperanza de encontrar más referencias a ella, pero no había nada. ¡Nada en absoluto! Era como si hubiera dejado de existir.
Sabía algo sobre brujas, pero hasta entonces nunca había oído hablar de una bruja lamia, de modo que volví a colocar el cuaderno en su sitio y busqué en el siguiente estante, cuyos libros estaban ordenados por orden alfabético. Abrí el libro titulado Brujas, pero no había ninguna referencia a Meg. ¿Por qué no había escrito el Espectro sobre ella? ¿Seguía viva? ¿Estaría aún en algún lugar del condado?
Tenía verdadera curiosidad y se me ocurrió otra idea; cogí un gran libro del estante inferior. Éste se titulaba Bestiario y era un listado alfabético de todo tipo de criaturas, brujas incluidas. Por fin encontré la entrada que quería: «Brujas lamia».
Parecía que las brujas lamia no procedían del condado, sino de las tierras del otro lado del mar. Evitaban la luz del sol, pero de noche caían sobre los hombres y se bebían su sangre. Podían cambiar de forma y pertenecían a dos categorías: las salvajes y las domésticas.
Las salvajes eran las brujas lamia en su estado natural: peligrosas, impredecibles y de escaso parecido físico con los humanos. Todas tenían escamas en lugar de piel y garras en lugar de uñas. Algunas se arrastraban por el suelo a cuatro patas, mientras que otras tenían alas y plumas en la parte superior del cuerpo y podían recorrer cortas distancias volando.
Pero una lamia salvaje podía convertirse en una lamia domesticada si se relacionaba estrechamente con humanos. Poco a poco tomaba la forma de una mujer y parecía humana, a excepción de una fina franja de escamas verdes y amarillas que le recorría toda la columna. Se sabía incluso de lamias domésticas que habían llegado a compartir creencias humanas. A menudo incluso dejaban de ser malvadas, se volvían benignas y trabajaban para el bien de los demás.
Así pues, ¿se había vuelto benigna Meg? ¿ Había hecho bien el Espectro en no apresarla en la fosa ?
De pronto me di cuenta de lo tarde que era y salí corriendo de la biblioteca para iniciar mi clase, con la cabeza dándome vueltas. Unos minutos más tarde, mi maestro y yo volvíamos a estar al final del jardín del oeste, bajo los árboles, con una clara vista de las colinas rocosas, mientras el sol del otoño se ponía en el horizonte. Me senté en el banco como siempre, tomando notas sin parar mientras el Espectro caminaba adelante y atrás dictando. Pero no me podía concentrar.
Empezamos con una clase de latín. Tenía un cuaderno especial para tomar notas de gramática y del nuevo vocabulario que me enseñaba el Espectro. Había muchas listas, y el cuaderno estaba casi lleno.
Quería preguntarle al Espectro sobre lo que acababa de leer, pero ¿cómo? Había roto una norma al no limitarme a los libros que me había indicado. Se suponía que no tenía que leer sus diarios, y en aquel momento deseaba no haberlo hecho. Si le decía algo al respecto, sabía que se enfadaría.
Después de lo que había leído en la biblioteca, me costaba cada vez más concentrarme en lo que me decía. También tenía hambre y no veía el momento de que llegara la hora de la cena. Normalmente disponía de las tardes libres para hacer lo que quisiera, pero aquel día el Espectro me había hecho trabajar muy duro. No obstante, quedaba menos de una hora para que se pusiera el sol, y lo peor de las clases ya había pasado.
Entonces oí un sonido que me hizo gruñir de rabia por dentro.
Era una campana; pero no de iglesia. No, ésta tenía el sonido más agudo y fino de una campana mucho más pequeña, la que usaban nuestros visitantes. Nadie podía entrar en la casa del Espectro, de modo que la gente tenía que ir al cruce y tocar la campana para que mi maestro supiera que necesitaban ayuda.
—Ve a ver qué pasa, muchacho —dijo el Espectro, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a la campana. En otro caso abríamos ido los dos, pero él aún estaba bastante débil por su enfermedad.
No me apresuré. Una vez estuve fuera del campo de visión de la casa y los jardines, reduje el paso. La noche estaba demasiado cerca como para hacer algo, especialmente si el Espectro no estaba del todo recuperado, de modo que no podríamos hacer nada hasta la mañana siguiente. Me enteraría de cuál era el problema y le daría los detalles al Espectro durante la cena. Cuanto más tarde llegara, menos habría que escribir. Ya había trabajado suficiente por aquel día y me dolía la muñeca.
El cruce, cubierto por sauces llorones, que en el condado llamábamos «tristes», era un lugar sombrío incluso a mediodía y siempre me ponía nervioso. En primer lugar, nunca sabías quién podría estar esperando; en segundo, casi siempre venían con malas noticias, porque ésa era la razón de que acudieran. Necesitaban la ayuda del Espectro.
Esta vez había un muchacho esperando. Llevaba grandes botas de minero y tenía las uñas sucias. Estaba aún más nervioso que yo y me soltó su historia tan rápidamente que no le podía seguir y le tuve que pedir que la repitiera. Cuando se fue, me dirigí hacia la casa.
No fui dando un paseo, sino corriendo.
El Espectro estaba de pie junto al banco, con la cabeza gacha. Cuando me acerqué, levantó la vista y vi que tenía una mirada triste. De algún modo, supe que ya sabía lo que le iba a decir, pero se lo conté igualmente.
—Son malas noticias de Horshaw —dije, intentando recuperar el aliento—. Lo siento, pero se trata de su hermano. El médico no pudo salvarlo. Murió ayer, justo antes del amanecer. El funeral es el viernes por la mañana.
El Espectro soltó un largo y profundo suspiro y no dijo nada durante unos minutos. Yo no sabía qué decir, de modo que me quedé callado. Era difícil adivinar qué sentía en aquel momento. Como no se habían hablado durante más de cuarenta años, no podían estar tan unidos; pero el sacerdote seguía siendo su hermano, y debía de guardar algún recuerdo feliz de él, quizá de antes de que se pelearan o de cuando eran niños.
El Espectro volvió a suspirar y habló por fin.
—Vamos, muchacho —dijo—. Hoy podríamos cenar pronto.
Cenamos en silencio. El Espectro comía desganado, y yo me preguntaba si se debía a las malas noticias acerca de su hermano o porque no había recuperado el apetito desde la enfermedad. Normalmente hablaba un poco, aunque sólo fuera para preguntarme qué tal estaba la comida. Era casi un ritual, porque teníamos que alabar al boggart del Espectro, que preparaba todas las comidas, para que no se pusiera de mal humor. Era muy importante alabarle la cena, o corríamos el riesgo de que el beicon del desayuno siguiente apareciera quemado.
—Este guiso está buenísimo —dije por fin—. Hace tiempo que no probaba algo tan bueno.
El boggart no se dejaba ver casi nunca, pero algunas veces tomaba la forma de un gran gato rubio; si estaba a gusto, se me frotaba contra las piernas por debajo de la mesa de la cocina. Esta vez no se oyó ni un leve ronroneo. O no había sonado muy convincente, o se mantenía en silencio a causa de las malas noticias.
De pronto, el Espectro apartó el plato y se rascó la barba con la mano izquierda.
—Vamos a ir a Priestown —anunció—. Saldremos mañana a primera hora.
¿ A Priestown? No podía creer lo que estaba oyendo. El Espectro evitaba aquel lugar como la peste y una vez me había dicho que nunca más pondría allí el pie. No me había explicado por qué, y nunca se lo había preguntado porque cuando el Espectro no quería explicar algo, se le notaba. Pero cuando habíamos pasado cerca de la costa y había hecho falta cruzar el río Ribble, el odio del Espectro hacia la ciudad se había convertido en una pesadez. En vez de usar el puente de Priestown, tuvimos que viajar varios kilómetros hacia el interior hasta el siguiente, para poder evitar la ciudad.
—¿Por qué? —pregunté con una voz que casi era un suspiro. Me preguntaba si lo que estaba diciendo haría que se enfadara—. Pensé que íbamos a ir a Horshaw para el funeral.
—Y vamos a ir al funeral, muchacho —dijo el Espectro con voz tranquila y paciente—. El bobo de mi hermano trabajaba en Horshaw, pero era sacerdote: cuando muere un sacerdote en el condado, se llevan su cuerpo a Priestown, celebran el funeral en la gran catedral y lo entierran en el cementerio de la ciudad. Así que vamos a presentarle nuestros respetos por última vez. Pero ése no es el único motivo. Tengo un trabajo pendiente en ese lugar perdido de la mano de Dios. Saca el cuaderno, muchacho. Ábrelo por una página en blanco y escribe este encabezamiento. ..
No había acabado mi plato, pero hice lo que decía enseguida. Cuando dijo «trabajo pendiente», sabía que se refería a algún trabajo de espectro, de modo que saqué el tintero del bolsillo y lo coloqué en la mesa, junto al plato.
Me vino algo a la cabeza.
—¿Se refiere a aquel destripador que apresé? ¿Cree que habrá escapado? No había tiempo para hacer una fosa de tres metros. ¿Cree que habrá ido a Priestown?
—No, muchacho, lo hiciste bien. Lo que hay allí es algo mucho peor. ¡La ciudad está maldita! Se trata de una maldición a la que me enfrenté por última vez hace más de veinte años. Me costó mis mayores esfuerzos y seis meses de cama. De hecho, casi me mata. Desde entonces no he vuelto nunca, pero ya que tenemos que ir allí, podría ocuparme de esa tarea pendiente. No, no es un simple destripador que asole la ciudad. Es un antiguo espíritu maligno llamado «la Pesadilla», y no hay otro como él. Se está haciendo cada vez más fuerte, de modo que habrá que hacer algo, y no puedo posponerlo más.
Escribí «Pesadilla» arriba de la página en blanco, pero de pronto observé, con gran decepción, que el Espectro sacudía la cabeza y daba un gran bostezo.
—Pensándolo bien, puede esperar hasta mañana. Acábate la cena. Mañana nos levantaremos temprano, así que lo mejor que podemos hacer es acostarnos pronto.