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El destripador de Horshaw

Cuando oí el primer grito, aparté la cara y me tapé las orejas con las manos, apretando tan fuerte que me dolió la cabeza. En aquel momento no podía ayudar de ningún modo. Pero aún lo oía, el ruido de un sacerdote atormentado, y se prolongó durante mucho tiempo, hasta que por fin fue desapareciendo.

De modo que me quedé temblando en el oscuro cobertizo, escuchando cómo repiqueteaba la lluvia sobre el tejado, intentando reunir valor. Hacía mala noche y estaba a punto de volverse aun peor.

Diez minutos más tarde, cuando llegaron el albañil y su compañero, salí corriendo a su encuentro y los alcancé en el umbral de la puerta. Eran unos hombres grandes, y yo apenas les llegaba a la altura de los hombros.

—Bueno, muchacho, ¿dónde está el señor Gregory? —preguntó el albañil, con un tono que denotaba cierta impaciencia. Levantó el farol que llevaba en la mano y miró alrededor con recelo. Tenía una mirada inteligente y sagaz. Ninguno de los dos tenía aspecto de estar dispuesto a aguantar tonterías.

—Está muy enfermo —dije, intentando controlar los nervios que hacían que mi voz sonara débil y temblorosa—. Se ha pasado toda la semana en la cama con fiebre y por eso me ha enviado en su lugar. Soy Tom Ward. Su aprendiz.

El albañil me escrutó rápidamente de arriba abajo, como si estuviera valorando la posibilidad de contratarme para un negocio futuro. A continuación levantó una ceja tan alto que desapareció bajo la visera de su gorra, que aún chorreaba agua de lluvia.

—Bueno, señor Ward —dijo, con una voz algo sarcástica— esperamos sus instrucciones.

Metí la mano izquierda en el bolsillo del pantalón y saqué el esquema que había hecho el mampostero. El albañil dejó el farol sobre el suelo y, tras sacudir la cabeza en un gesto de escepticismo y echar una mirada a su compañero, tomó el esquema y empezó a examinarlo.

Las instrucciones del mampostero daban las dimensiones de la fosa que había que cavar y las medidas de la piedra que había que introducir.

Al cabo de un rato, el albañil volvió a sacudir la cabeza y se arrodilló junto al farol, situando el papel muy cerca de la llama. Cuando volvió a ponerse de pie, tenía el ceño fruncido.

—La fosa debería tener una profundidad de tres metros —declaró—. Aquí sólo dice dos.

El albañil conocía bien su trabajo. Las fosas normales para boggarts tienen dos metros de profundidad, pero para un destripador que es el boggart más peligroso de todos, la norma establece que sean tres metros. Sin duda, nos enfrentábamos a un destripador —los gritos del sacerdote lo demostraban—, pero no había tiempo suficiente para cavar hasta los tres metros.

—Tendrá que servir —dije yo—. Tiene que estar hecho por la mañana, o será demasiado tarde y el sacerdote habrá muerto.

Hasta aquel momento habían sido dos tipos grandes con botas grandes que irradiaban confianza en sí mismos por todos los poros. Pero, de pronto, parecían nerviosos. Conocían la situación por la nota que les había enviado convocándolos en el cobertizo. Había usado el nombre del Espectro para asegurarme de que vendrían enseguida.

—¿Sabes lo que haces, muchacho? —preguntó el albañil—. ¿Estarás a la altura del trabajo?

Me lo quedé mirando fijamente a los ojos e hice un esfuerzo por no pestañear.

—Bueno, hasta ahora lo he hecho bien —afirmé—. He contratado al mejor albañil del condado y a su ayudante.

Era lo que había que decir, y la cara del albañil se iluminó con una sonrisa.

—¿Cuándo llegará la piedra? —preguntó.

—Mucho antes del amanecer. El mampostero la trae personalmente. Tenemos que estar listos.

El albañil asintió.

—Entonces encabece la expedición, señor Ward. Enséñenos dónde quiere que cavemos.

Esta vez no había sarcasmo en su voz. Hablaba con el tono de quien hace negocios. Quería acabar con aquello. Era lo que queríamos todos, y había poco tiempo, de modo que me puse la capucha y, con las cosas del Espectro en la mano izquierda, encabecé la marcha bajo la fría y densa lluvia.

Allí fuera estaba su carro de dos ruedas, con las herramientas cubiertas por una lona impermeable y el paciente caballo entre las varas del carro, exhalando vapor al respirar.

Atravesamos el campo embarrado y seguimos el seto de endrino hasta el lugar donde se aclaraba, entre las ramas de un antiguo roble, al final del cementerio. La fosa estaría cerca de un lugar sagrado, pero no demasiado. Las tumbas más próximas sólo estaban a veinte pasos.

—Caven la fosa lo más cerca posible de ahí —les indiqué, señalando el tronco del árbol.

Bajo la atenta mirada del Espectro, había cavado muchas fosas para practicar. En caso de emergencia, habría podido hacer el trabajo yo mismo, pero aquellos hombres eran expertos y lo harían más rápido.

Mientras volvían a por sus herramientas, atravesé el seto y me abrí camino por entre las tumbas hacia la antigua iglesia. Estaba en mal estado: faltaban tejas en el tejado y no había visto una mano de pintura en años. Empujé la puerta lateral y se abrió con un chirrido quejumbroso.

El viejo sacerdote aún estaba en la misma posición, estirado boca arriba cerca del altar. La mujer estaba arrodillada en el suelo, junto a la cabeza del cura, llorando. La única diferencia era que ahora la iglesia estaba llena de luz. La mujer había inspeccionado la sacristía en busca de velas y las había encendido todas. Por lo menos había cien, distribuidas en grupos de cinco o seis. Las había colocado sobre los bancos, en el suelo y en los alféizares de las ventanas, pero la mayoría estaban en el altar.

Al cerrar la puerta, un soplo de aire entró en la iglesia y todas las llamas temblaron a la vez. Ella levantó la vista y me miró con la cara cubierta de lágrimas.

—Se está muriendo —anunció, con una voz angustiada que resonó por el eco—. ¿Por qué has tardado tanto en venir?

Como habíamos recibido el mensaje en Chipenden, había tardado dos días en llegar a la iglesia. Había más de cincuenta kilómetros hasta Horshaw, y no pude ponerme en marcha enseguida. Al principio el Espectro, que aún estaba demasiado enfermo para levantarse de la cama, se había negado a dejarme partir.

Normalmente, el Espectro nunca envía a sus aprendices solos hasta que han pasado con él un año por lo menos. Yo acababa de cumplir los trece años y había sido su aprendiz durante menos de seis meses. Era una tarea difícil y terrorífica, que solía implicar enfrentarse a lo que denominamos «lo Oscuro». Yo había aprendido a tratar con brujas, fantasmas, boggarts y cosas que dan golpes por la noche. Pero ¿estaba preparado para aquello?

Había que apresar un boggart, lo cual, si se hacía bien, debía resultar bastante fácil. Le había visto hacerlo dos veces al Espectro. En ambas ocasiones había contratado a buenos hombres para ayudarle y no había habido problemas. Pero este trabajo era algo diferente. Había complicaciones.

El problema era que aquel sacerdote era el hermano del Espectro. Yo no lo había visto más que una vez, en primavera, cuando visitamos Horshaw. Nos había mirado y había trazado una gran señal de la cruz en el aire, con una mueca de rabia en la cara. El Espectro ni siquiera había mirado en su dirección porque nunca había habido demasiado afecto entre ellos y llevaban más de cuarenta años sin hablarse. Pero la familia era la familia, y por eso acabó enviándome a Horshaw.

—¡Curas! —había gritado rabioso el Espectro—, ¿Por qué no se meten en sus asuntos? ¿Por qué siempre tienen que entrometerse? ¿En qué estaría pensando para enfrentarse a un destripador? Déjame ocuparme de lo mío, y que cada uno siga con lo suyo.

Al final se calmó y se pasó horas dándome instrucciones detalladas sobre lo que había que hacer y dándome nombres y direcciones del albañil y el mampostero que tenía que contratar. También mencionó un médico, insistiendo en que era el único que serviría. Ése era otro problema, porque el médico vivía bastante lejos. Había enviado el recado y sólo me quedaba esperar que se pusiera en marcha inmediatamente.

Miré hacia la mujer, que estaba enjugándole la frente con un trapo al sacerdote, que tenía el pelo lacio, cano y graso, echado hacia atrás, y movía los ojos espasmódicamente. Nadie le había dicho que la mujer iba a pedir ayuda al Espectro. De haberlo sabido, se habría opuesto, de modo que era una suerte que no me pudiera ver.

De los ojos de la mujer manaban lágrimas que brillaban a la luz de las velas. Era su ama de llaves, ni siquiera eran familiares, y recuerdo que pensé que debía de haber sido muy bueno con ella para que estuviera tan triste.

—El médico llegará enseguida —dije— y le dará algo para el dolor.

—Ha sentido dolor toda su vida —respondió ella—. Yo también le he dado muchos problemas. Eso ha hecho que la muerte le aterrara. Es un pecador y sabe dónde va a ir.

Por mucho que hubiera pecado, el viejo sacerdote no se merecía aquello. Nadie lo merecía. Sin duda era un hombre valiente. O valiente, o muy tonto. Cuando el boggart había empleado sus trucos, había intentado enfrentársele con las armas de un sacerdote: campanas, libros y velas. Pero no es así como hay que enfrentarse a lo Oscuro. En la mayoría de los casos, no habría importado en absoluto, porque el boggart no habría hecho caso del sacerdote ni de su exorcismo. Al cabo de un tiempo se habría ido, y el sacerdote se habría llevado todo el mérito, como suele ocurrir.

Pero aquél era el tipo de boggart más peligroso con el que nos podíamos encontrar. Solemos llamarlos «destripadores de sanado» por su manera de alimentarse; pero al entrometerse, el sacerdote se había convertido en presa del boggart. Ahora era un «destripador» en todo orden, ansioso de sangre humana, y el sacerdote tendría suerte si escapaba con vida.

Había una grieta por entre las losas del suelo, una grieta en zigzag que nacía en la base del altar y se extendía hasta unos tres pasos más allá del sacerdote. En el punto más ancho era como un abismo, y tenía una amplitud casi de medio palmo. Una vez abierto el suelo, el boggart había atrapado al viejo párroco por el pie y lo había arrastrado hacia el interior, hundiéndolo casi hasta la rodilla. Ahora, en la oscuridad del subsuelo, iba chupándole la sangre, arrancándole la vida lentamente. Era como una sanguijuela enorme, que mantenía a su víctima con vida todo lo que podía para alargar su propio disfrute.

Hiciera lo que hiciese, tenía que ser rápido, tanto si el sacerdote sobrevivía como si no. En cualquier caso, tenía que apresar al boggart. Ahora que había bebido sangre humana, ya no se conformaría con destripar ganado.

—Sálvalo si puedes —me había dicho el Espectro mientras me preparaba para partir—. Pero, hagas lo que hagas, asegúrate de acabar con el boggart. Esa es tu principal misión.

Empecé a hacer mis preparativos.

Dejé que el ayudante siguiera cavando la fosa y volví al cobertizo con el albañil. El sabía lo que había que hacer: en primer lugar, echó agua en el gran balde que habían traído. Era una de las ventajas de trabajar con gente que ya tuviera experiencia: traían el equipo pesado. Era un balde recio de madera, fijado con aros de metal y que serviría hasta para una fosa de cuatro metros.

Después de llenarlo de agua hasta la mitad, el albañil empezó a echar dentro un polvo marrón de un gran saco que había traído del carro. Lo hizo gradualmente y, cada vez que echaba un poco, removía con un palo grueso.

Enseguida la tarea se fue volviendo más ardua, ya que la mezcla se iba convirtiendo en una masa pegajosa que cada vez resultaba más difícil de mezclar. También apestaba, como algo que llevara semanas muerto, lo cual no resultaba muy sorprendente, ya que el polvo estaba compuesto en su mayor parte de huesos molidos.

El resultado iba a ser una cola muy fuerte, y cuanto más removía el albañil, más sudaba y jadeaba. El Espectro siempre mezclaba personalmente la cola y me había obligado a practicar, pero había poco tiempo y el albañil tenía la fuerza necesaria para la ocasión. Él lo sabía, así que se había puesto manos a la obra sin que hiciera falta que se lo pidiese.

Cuando la cola estuvo lista, empecé a añadir limaduras de hierro y sal de las bolsas que llevaba conmigo, mucho más pequeñas, removiendo lentamente para que quedaran bien distribuidas por la mezcla. El hierro es peligroso para los boggarts porque los puede dejar sin fuerza, mientras que la sal los quema. Una vez está en la fosa, el boggart permanece allí porque la cara inferior de la piedra y los lados de la fosa están recubiertos con la mezcla, lo cual le obliga a encogerse y le impide salir de aquel espacio. Por supuesto, el problema es conseguir que el boggart entre en la fosa.

De momento aquello no me preocupaba. Por fin quedamos satisfechos, tanto el albañil como yo. La cola estaba lista.

Como la fosa no estaba acabada, no tenía nada que hacer más que esperar al médico en el estrecho y tortuoso camino que llevaba a Horshaw.

La lluvia había cesado, y el aire parecía estar inmóvil. Era finales de septiembre, y el tiempo estaba empeorando. Íbamos a tener algo más que nieve muy pronto, y la repentina aparición del primer trueno lejano hacia el oeste me puso aún más nervioso. Al cabo de unos veinte minutos, oí el sonido de unos cascos de caballo a lo lejos. Cabalgando como si lo persiguieran las hordas del infierno, el médico llegó a galope tendido, con la capa volando al viento.

Yo llevaba las cosas del Espectro, de modo que no había necesidad de presentaciones; y en cualquier caso, el médico había cabalgado a tal velocidad que estaba sin aliento. De modo que me limité a hacer un gesto con la cabeza; él dejó a su caballo mascando la larga hierba que crecía frente a la iglesia y me siguió hasta la puerta lateral. La abrí para dejarle pasar primero.

Mi padre me había enseñado a ser respetuoso con todo el mundo, porque así la gente te respeta a ti también. Yo no conocía a aquel médico, pero el Espectro había insistido en que lo llamara a él, puesto que sabía que haría bien su trabajo. Se llamaba Sherdley y llevaba una bolsa de cuero negro. Parecía casi tan pesada como la del Espectro, que yo había dejado en el cobertizo. La puso en el suelo a unos dos metros del paciente y, sin reparar en el ama de llaves, que aún sollozaba, empezó su examen.

Me quedé de pie, detrás de él y hacia un lado, para poder verlo lo mejor posible. Levantó suavemente la casulla del sacerdote y dejó las piernas al descubierto.

La pierna derecha era delgada, blanca y casi no tenía pelo, pero la izquierda, la que había aferrado el boggart, estaba roja e hinchada y presentaba unas venas moradas más oscuras cuanto más cerca de la gran grieta del suelo.

El médico sacudió la cabeza y soltó aire lentamente. Entonces se dirigió al ama de llaves con una voz tan tenue que apenas entendí lo que dijo.

—Tendremos que sacarla —dijo—. Es su única esperanza.

Al oír aquello, las lágrimas volvieron a bañar las mejillas de la mujer; el médico me miró y señaló la puerta. Una vez fuera, se apoyó contra la pared y suspiró.

—¿Cuánto tardarás en estar listo? —preguntó.

—Menos de una hora, doctor —respondí—. Pero depende del mampostero. Trae la piedra personalmente.

—Si es mucho más, lo perderemos. Lo cierto es que, en cualquier caso, no apuesto mucho por él. Ni siquiera le puedo dar nada para el dolor porque su cuerpo no aguantaría dos dosis, y tendré que darle algo justo antes de amputar. También puede ser que la impresión de la amputación lo mate. El hecho de tener que moverlo justo después empeora aún más las cosas.

Me encogí de hombros. Ni siquiera me gustaba tener que pensarlo.

—¿Sabes exactamente lo que tienes que hacer? —me preguntó el médico, estudiándome con la mirada.

—El señor Gregory me lo explicó todo —dije, intentando parecer convincente. De hecho, por lo menos me lo había explicado una docena de veces. Y me lo había hecho recitar después una y otra vez hasta quedar satisfecho.

—Hace unos quince años, nos enfrentamos a un caso parecido —recordó el médico—. Hicimos lo que pudimos, pero el hombre murió y era un granjero joven, fuerte como un carnicero y en la flor de la vida. Crucemos los dedos. A veces los viejos son mucho más duros de lo que pensamos.

Se produjo un largo silencio, que rompí comentando algo que me preocupaba.

—Entonces ya sabe que necesitaré un poco de su sangre.

—No le expliques a tu abuelo cómo comerse un huevo —gruñó el médico; luego me sonrió con aspecto fatigado y señaló el camino de Horshaw—. El mampostero viene de camino, así que será mejor que salgas y hagas tu trabajo. Deja lo demás de mi cuenta.

Escuché y oí el sonido lejano de un carro que se acercaba, así que regresé por entre las tumbas para ver cómo les iba a los albañiles.

La fosa estaba lista, y ya habían montado la plataforma de madera bajo el árbol. El compañero del albañil se había subido al árbol y fijaba la polea a una gruesa rama. Era un aparejo del tamaño de la cabeza de un hombre, hecho de hierro, con cadenas y un gran gancho. Era necesario que resistiera el peso de la piedra, para poder colocarla con gran precisión.

—Ha llegado el mampostero —anuncié.

Inmediatamente, ambos hombres dejaron lo que estaban haciendo y me siguieron hacia la iglesia.

Ahora había otro caballo esperando en el camino. La piedra estaba en el carro. Hasta ahí, ningún problema, pero el mampostero no parecía muy contento y evitaba mirarme a los ojos. Aún así, sin perder tiempo, acercó el carro hasta la valla que daba al cementerio.

Una vez cerca del árbol, el mampostero deslizó el gancho por la anilla del centro de la piedra y la izaron. Para saber si encajaría o no, habría que esperar. Sin duda el mampostero había encajado la anilla con precisión, porque la piedra colgaba horizontalmente de la cadena, en perfecto equilibrio.

La bajaron hasta un punto situado a unos dos pasos del borde de la fosa. Entonces, el mampostero me dio las malas noticias.

Su hija menor estaba muy enferma, con fiebre, la misma fiebre que había asolado el condado y que tenía postrado al Espectro en la cama. Su esposa estaba velándola, y él tenía que volver enseguida.

—Lo siento —se disculpó, mirándome directamente a los ojos por primera vez—. Pero la piedra es buena, y no tendrás problemas. Te lo prometo.

Le creí. Había hecho todo lo que había podido y se había puesto a trabajar en la piedra inmediatamente, cuando habría preferido estar junto a su hija. De modo que le pagué y lo envié de vuelta a casa, dándole las gracias en nombre del Espectro y en el mío propio y deseándole que se recuperara su hija.

A continuación, volví a la labor que me ocupaba. Además de tallar las piedras, los mamposteros son expertos en su colocación, por lo que yo habría preferido que se quedara por si algo salía mal. No obstante, el albañil y su compañero eran buenos en su trabajo. Lo único que tenía que hacer era mantener la calma y tener cuidado de no cometer errores tontos.

En primer lugar tenía que darme prisa y recubrir las paredes de la fosa con la cola; luego, al final, la parte inferior de la fosa, justo antes de colocar la piedra en su lugar.

Me metí en la fosa y, usando una brocha y trabajando a la luz del farol que sostenía el compañero del albañil, me puse manos a la obra. Era un proceso complejo. No podía dejarme el mínimo espacio, porque ello bastaría para que el boggart pudiera escapar. Y como la fosa sólo tenía dos metros de profundidad en vez de los tres preceptivos, había de tener especial cuidado.

La mezcla iba penetrando en la tierra, lo cual era buena señal, puesto que así no se agrietaría fácilmente ni se caería cuando se secara la tierra en verano. Lo malo era que resultaba difícil decidir cuánta había que aplicar para que la capa fuera lo suficientemente gruesa. El Espectro me había dicho que eso era algo que iría aprendiendo con la práctica. Hasta aquel momento, él había estado siempre allí para comprobar lo que yo hacía y dar los últimos retoques, pero ahora tendría que hacerlo bien yo solo. Por primera vez.

Por fin salí de la fosa y me dediqué al borde superior. Los últimos treinta centímetros de la fosa, correspondientes al grosor de la piedra, formaban un antepecho más ancho y largo que el resto de la fosa para que la piedra se pudiera apoyar allí y el boggart no pudiera encontrar el mínimo resquicio para salir.

Había que prestar atención especial, ya que era el punto donde la piedra sellaba el hueco practicado en la tierra.

Cuando acabé, apareció un relámpago y, unos segundos después, se oyó el rugido de un trueno. La tormenta se nos había venido prácticamente encima.

Volví al cobertizo para sacar algo importante de la bolsa. Era lo que el Espectro llamaba un «plato-cebo». Era de metal, presentaba tres pequeños orificios equidistantes entre sí, cerca del borde, y estaba hecho especialmente para la ocasión. Lo saqué, lo limpié con la manga y corrí a la iglesia para decirle al médico que estábamos listos.

Cuando abrí la puerta, noté un intenso olor a brea y, a la izquierda del altar, vi el resplandor de una pequeña hoguera, sobre la que había un pequeño trípode de metal y un recipiente que borboteaba. El doctor Sherdley iba a usar la brea para detener la hemorragia, así como para recubrir el muñón y que la pierna no se gangrenara.

Sonreí para mis adentros cuando vi de dónde había sacado la madera el médico. Afuera llovía, de modo que había usado la única leña seca disponible, cortando uno de los bancos de la iglesia. Desde luego, al cura no le habría hecho mucha gracia, pero quizás aquello le salvara la vida. En cualquier caso, ahora estaba inconsciente, respiraba muy profundamente y quizá se mantuviera en aquel estado durante horas, hasta que se le pasaran los efectos de la poción.

De la grieta del suelo llegaba el ruido que hacía el boggart al comer. Emitía un sonido desagradable al extraer la sangre de la pierna, succionando y tragando. Estaba demasiado ocupado como para darse cuenta de que estábamos muy cerca, a punto de poner fin a su banquete.

No hablamos. Sólo le hice un gesto al médico con la cabeza, y él me correspondió. Le pasé el plato hondo de metal para recoger la sangre que necesitaba; él sacó una pequeña sierra de su bolsa y apoyó los fríos dientes de metal brillante contra el hueso, justo por debajo de la rodilla del sacerdote.

El ama de llaves seguía en la misma posición, pero cerraba los ojos apretándolos con fuerza y murmuraba algo para sí. Probablemente estaría rezando, y era evidente que no nos iba a servir de mucha ayuda; así que, con un escalofrío, me arrodillé junio al médico. Él sacudió la cabeza.

—No hace falta que presencies esto, muchacho —dijo—. Sin duda verás cosas peores algún día, pero no hace falta que sea ahora. Sal de aquí. Ve a lo tuyo. Puedo ocuparme solo. Envíame a los otros dos para que me echen una mano cuando acabe y podamos colocarlo en el carro.

Yo apretaba los dientes y estaba dispuesto a enfrentarme a aquello, pero no hizo falta que me lo dijera dos veces. Aliviado, volví a la fosa. Antes incluso de llegar, un potente grito cortó el aire, seguido del sonido de un lloro angustioso. Pero no era el sacerdote. Estaba inconsciente. Era el ama de llaves.

El albañil y su ayudante ya habían vuelto a izar la piedra y estaban limpiando el barro. Entonces, mientras ellos volvían a la iglesia a ayudar al médico, mojé la brocha con lo que quedaba de la mezcla y le di a la parte inferior de la piedra una buena capa.

Apenas tuve tiempo de admirar mi obra antes de que llegara corriendo el ayudante. Detrás de él, mucho más despacio, llegó el albañil. Llevaba el plato lleno de sangre, con cuidado de no derramar ni una gota. El plato-cebo era un instrumento muy importante. El Espectro tenía una buena provisión de platos en Chipenden, y se los habían hecho siguiendo sus especificaciones.

Saqué una larga cadena de la bolsa del Espectro. En un extremo tenía una anilla a la que estaban unidas tres cadenas más cortas, cada una con un pequeño gancho de metal al final. Deslicé los tres ganchos por los tres agujeros próximos al borde del plato.

Cuando levanté la cadena, el plato-cebo quedó colgando en perfecto equilibrio, de modo que no hacía falta una gran habilidad para bajarlo hasta la fosa y posarlo suavemente en el fondo, justo en el centro.

No, lo que requería habilidad era liberar los tres ganchos. Había que tener mucho cuidado para destensar las cadenas y que los ganchos cayeran hacia el exterior del plato, sin que éste se ladeara y se derramara la sangre.

Había empleado horas practicando aquello y, a pesar de que estaba muy nervioso, conseguí sacar los ganchos al primer intento.

Ahora era cuestión de esperar.

Tal como he dicho, los destripadores son unos boggarts de lo más peligrosos, porque se alimentan de sangre. Suelen ser de pensamiento muy rápido y muy creativos; pero cuando comen piensan muy despacio y tardan mucho en darse cuenta de las cosas.

La pierna amputada seguía aprisionada en la grieta del suelo de la iglesia, y el boggart estaba muy ocupado extrayendo la sangre muy lentamente para que le durara más. Así son los destripadores. Se quedan chupando y sorbiendo, y no piensan en nada más hasta que se dan cuenta de que cada vez les llega menos sangre a la boca. Quieren más sangre; pero la sangre puede tener muchos sabores diferentes, y ellos quieren la que han estado chupando. Es la que más les gusta.

De modo que el destripador quiere más de esa sangre y, cuando se da cuenta de que la pierna está separada del resto del cuerpo, va tras él. Por eso los albañiles tuvieron que cargar enseguida al sacerdote en el carro. El carro ya estaría en las afueras de Horshaw, y cada clip-clop de los cascos del caballo lo estaría apartando del furioso boggart, desesperado por encontrar más de aquella sangre.

Un destripador es como un sabueso. Se daría cuenta de la dirección en que se llevaban al sacerdote. También se daría cuenta de que se iba alejando cada vez más. Entonces notaría algo más: que había más de aquello que necesitaba muy cerca de allí.

Por eso había puesto el plato en la fosa. Y por eso se llamaba plato-cebo. Era el reclamo para atraer al destripador hacia la trampa. Una vez estuviera allí, comiendo, teníamos que actuar rápidamente y no nos podíamos permitir cometer ni un solo error.

Miré hacia arriba. El ayudante estaba de pie en la plataforma, con una mano en la cadena, listo para empezar a arriar la piedra. El albañil estaba de pie frente a mí, con la mano en la piedra, listo para orientarla al caer. Ninguno de los dos parecía en absoluto asustado, ni siquiera nervioso, y de pronto me sentí a gusto por trabajar con personas así. Personas que sabían lo que hacían. Todos habíamos cumplido con nuestro papel, todos habíamos hecho lo que teníamos que hacer con la máxima rapidez y eficacia posible. Eso hacía que me sintiera bien. Me hacía sentir parte de algo.

En silencio, esperamos la llegada del boggart.

Al cabo de unos minutos, oí cómo se acercaba. Al principio parecía como un soplo de viento por entre los árboles.

Pero no hacía viento. El aire estaba absolutamente inmóvil y, rodeada por la luz de las estrellas, entre las nubes de tormenta y el horizonte, se veía la luna en cuarto creciente, que sumaba su luz a la emitida por los faroles.

El albañil y su ayudante no oían nada, claro, porque no eran el séptimo hijo de un séptimo hijo como yo. De modo que tuve que advertirles.

—Viene hacia aquí —les avisé—. Os diré cuándo.

El sonido ya era más estridente, casi como un chillido, y oía algo más: una especie de gruñido grave y sordo que atravesaba el cementerio a gran velocidad y se dirigía hacia el plato de sangre del interior de la fosa.

Al contrario que un boggart normal, un destripador es algo más que un espíritu, especialmente cuando acaba de comer. Incluso entonces la mayoría de la gente no lo puede ver, pero sí que lo sienten si se agarra a su carne.

Ni siquiera yo veía gran cosa; sólo algo informe y de un color rojo rosado. Entonces sentí un movimiento en el aire cerca de la cara, y el destripador se metió en la fosa.

—¡Ahora! —le dije al albañil; éste, a su vez, hizo un gesto a su ayudante, que agarró la cadena. Antes incluso de que tirara de ella, llegó el ruido de la fosa. Esta vez fue sonoro, y los tres lo oímos. Enseguida miré hacia mis compañeros y vi cómo abrían los ojos como platos y se les tensaba la mandíbula, aterrados ante lo que teníamos debajo.

El sonido que oíamos era el del boggart comiendo del plato.

Eran como lametazos ávidos de una lengua monstruosa, combinados con el olisqueo y el bufido desesperado de un gran animal carnívoro. Teníamos menos de un minuto antes de que se lo acabara todo. Entonces olería nuestra sangre. Estaba desesperado, y todos figurábamos en su menú.

El ayudante empezó a soltar la cadena, y la piedra cayó poco a poco. Yo ajustaba un extremo, y el albañil, el otro. Si habían cavado bien la fosa y la piedra era del tamaño exacto especificado en el esquema, no habría problema. Eso es lo que me dije; pero no dejaba de pensar en el último aprendiz del Espectro, el pobre Billy Bradley, que había muerto intentando apresar un boggart como aquél. La piedra se había encajado aprisionándole los dedos bajo el borde. Antes de que pudieran levantarla, el boggart le había mordido los dedos y le había sorbido la sangre. Murió de la impresión. No me lo podía quitar de la cabeza por mucho que lo intentara.

Lo importante era encajar la piedra en la fosa a la primera; y, por supuesto, no meter los dedos.

El albañil ocupaba el puesto del mampostero y controlaba el proceso. Hizo una señal y la cadena se detuvo; la piedra quedo a un par de centímetros del suelo. Me miró y luego, muy serio, levantó la ceja derecha. Miré hacia abajo y moví ligeramente la piedra por mi lado hasta colocarla en lo que me pareció la posición exacta. Lo volví a comprobar para estar seguro y luego le hice un gesto con la cabeza al albañil, que hizo una señal a su compañero.

La cadena bajó un poco más, y la piedra encajó en su sitio a la primera, dejando al boggart encerrado en la fosa. El destripador emitió un chillido rabioso, y todos lo oímos. Pero no importaba porque ahora ya estaba atrapado y no había nada que temer.

—¡Buen trabajo! —gritó el ayudante, bajando de la plataforma de un salto, con una sonrisa de oreja a oreja en la cara—. ¡Ha encajado perfectamente!

—¡Sí! Ni hecho a medida —exclamó el albañil, mordaz. Sentí un gran alivio. Estaba encantado de que se hubiera acabado todo. Entonces estalló un trueno, un relámpago iluminó la piedra de lleno y vi por primera vez la inscripción que había grabado el mampostero en la piedra; me sentí de pronto muy orgulloso.

La gran letra griega beta, atravesada por una raya en diagonal, era la señal de que allí había un boggart. Debajo, a la derecha, el uno en números romanos indicaba que era un boggart peligroso de primera categoría. Había diez grados en total, y los cuatro primeros podían resultar letales. A continuación, debajo, estaba mi nombre, «Ward», que reconocía mi autoría en lo que se acababa de hacer.

Acababa de apresar a mi primer boggart. ¡Y era nada menos que un destripador!