Capítulo 9

Maryborough, Australia, 1914

Nell llevaba unos seis meses con ellos cuando la carta llegó a la oficina del puerto. Un hombre en Londres estaba buscando a una niña de cuatro años de edad. Cabellos: rojos. Ojos: azules. Había desaparecido hacía unos ocho meses y el individuo —Henry Mansell, decía la carta— tenía motivos para creer que había sido embarcada, posiblemente en un barco que se dirigía a Australia. La estaba buscando en nombre de sus clientes, la familia de la niña.

De pie junto a su escritorio, Hugh sintió que se le aflojaban las rodillas, que se le licuaban los músculos. El momento que había temido —que siempre había tenido la certeza de que llegaría— estaba ahí. Porque a pesar de lo que Lil creyera, los niños, especialmente niñas como Nell, no desaparecían sin que nadie diera la voz de alarma. Se sentó en su silla, concentrándose en respirar, mirando rápidamente por las ventanas. Se sintió repentinamente sospechoso, como si estuviera siendo observado por un enemigo invisible.

Se pasó una mano por el rostro, dejándola luego reposar contra su cuello. ¿Qué demonios iba a hacer? Era sólo cuestión de tiempo antes de que los demás llegaran al trabajo y vieran la carta. Y aunque él era el único que había visto a Nell esperando sola en el muelle, eso no los mantendría a salvo mucho tiempo. Se correría la voz en el pueblo —eso sucedía siempre— y alguien sumaría dos más dos. Se daría cuenta de que la niña que estaba con los O’Connor en la calle Queen, la que hablaba de modo tan peculiar, se asemejaba mucho a la niña inglesa desaparecida.

No, no podía arriesgarse a que alguien leyera el contenido. Hugh se observó a sí mismo, la mano ligeramente temblorosa. Dobló la carta con cuidado por el medio, y luego otra vez, y la colocó en el bolsillo interior de su chaqueta. Eso resolvería el asunto por el momento.

Se sentó. Listo, ya se sentía mejor. Sólo necesitaba tiempo y espacio para pensar, para ver cómo convencía a Lil de que había llegado el momento de devolver a Nell. Los planes para mudarse a Brisbane ya estaban muy avanzados. Lil había informado al arrendador de que iban a marcharse, había comenzado a embalar sus posesiones, las pocas que tenían, y había comentado en el pueblo que había oportunidades de trabajo para Hugh en Brisbane que sería una pena no aprovechar.

Pero los planes podían cancelarse, debían cancelarse. Porque ahora sabían que había alguien buscando a Nell, y eso cambiaba las cosas, ¿no?

Sabía lo que respondería Lil frente a eso: que no merecían a Nell, esa gente, ese hombre, Henry Mansell, que la habían perdido. Le rogaría, le suplicaría, insistiría en que no podían entregar a Nell a alguien tan descuidado. Pero Hugh le haría ver que no era una cuestión de elección, que Nell no era de ellos, que nunca había sido de ellos, que pertenecía a otros. Si ni siquiera era Nell, su propio nombre la estaba buscando.

Esa tarde, al subir las escaleras delanteras, Hugh se detuvo un momento a ordenar sus ideas. Mientras respiraba el humo acre que brotaba de la chimenea, un humo agradable por provenir del fuego que calentaba su hogar, una fuerza invisible pareció paralizarlo en el sitio. Tenía la vaga sensación de estar parado en un umbral, y que al cruzarlo todo cambiaría.

Respiró hondo, empujó la puerta y sus dos mujeres se volvieron a mirarlo. Estaban sentadas junto al fuego, Nell en el regazo de Lil, sus cabellos rojos colgando en húmedos mechones mientras Lil lo cepillaba.

—¡Papá! —dijo Nell, la excitación animando su rostro colorado por el hogar.

Lil le sonrió por encima de la cabeza de la pequeña. Esa sonrisa que siempre había sido su perdición, desde que puso los ojos en ella por primera vez, enrollando las sogas del bote de su padre. ¿Cuándo fue la última vez que había visto esa sonrisa? Fue antes de los bebés, creyó recordar. Los bebés que se negaban a nacer como corresponde.

Hugh contempló la sonrisa de Lil y luego dejó su morral, buscó en su bolsillo en donde la carta le estaba quemando, sintió su tersura bajo la yema de los dedos. Se volvió hacia la cocina en donde humeaba la olla más grande.

—La cena huele bien. —Maldito nudo en la garganta.

—Es el guiso de mi madre —dijo Lil, desenredando los cabellos de Nell—. ¿Te ocurre algo?

—¿Cómo?

—Te prepararé una tisana de limón y cebada.

—Es sólo un picor —dijo Hugh—. No te molestes.

—No es molestia. No cuando es para ti. —Volvió a sonreírle y palmeó a Nell en los hombros—. Listo, pequeñita. Mamá tiene que ponerse de pie y comprobar el té. Tú siéntate aquí hasta que se sequen tus cabellos. No quiero que te resfríes como tu papá. —Miró a Hugh mientras hablaba, los ojos desbordantes de una alegría que le perforó el corazón y que hizo que tuviera que darse la vuelta.

* * *

Durante la cena, la carta permaneció como un peso en la chaqueta de Hugh, negándose a ser olvidada. Como el metal a un imán, su mano se sentía atraída. No podía dejar el cuchillo sin que sus dedos se encaminaran a su chaqueta, rozando el liso papel, la sentencia de muerte para su felicidad. La carta de un hombre que conocía a la familia de Nell. Bueno, al menos eso era lo que decía…

Hugh se enderezó de pronto, preguntándose por el modo en el que había aceptado de inmediato las afirmaciones del desconocido. Pensó otra vez en el contenido de la carta, recordó las frases y las examinó en busca de evidencia. El alivio fue instantáneo. No había nada, nada en la carta que sugiriera que era cierta. Había un sinnúmero de gente extraña que estaba involucrada en toda clase de complicados negociados. Había un mercado para niñas pequeñas en algunos países, él lo sabía, los traficantes de blancas estaban siempre a la busca de niñas pequeñas para vender…

Pero era ridículo aferrarse desesperadamente a esas posibilidades, porque sabía lo improbables que eran.

—¿Hughie?

Alzó rápidamente la vista. Lil lo estaba mirando de forma peculiar.

—Te fuiste con las hadas. —Puso una mano tibia en su frente—. Espero que no vayas a tener fiebre.

—Estoy bien —contestó más duramente de lo que pretendía—. Estoy bien, Lil, mi amor.

Ella apretó los labios.

—Sólo era una suposición. Voy a llevar a esta señorita a la cama. Ha tenido un día agitado, agotador.

Como si fuera una señal, Nell dio un gran bostezo.

—Buenas noches, papá —dijo feliz cuando terminó de bostezar. Antes de que se diera cuenta, la tenía en su regazo, abrazada a él como un gatito tibio, los brazos como serpientes en torno al cuello. Fue, más consciente que nunca de la aspereza de su piel, de su barba. La rodeó con los brazos como si fuera un pajarillo, y cerró los ojos.

—Buenas noches, Nellie, mi amor —le susurró en los cabellos.

La vio desaparecer en el cuarto contiguo. Su familia. Porque de algún modo que no podía explicar, incluso a sí mismo, esa niña, su Nell con sus dos largas trenzas, les aportaba solidez. Ahora eran una familia, una unidad irrompible de tres, no sólo dos almas que habían decidido unir sus destinos.

Y allí estaba él, considerando destruirlos…

Un ruido en el pasillo hizo que alzara la vista. La silueta de Lil se destacaba contra el marco de la puerta. Un efecto de la luz hacía que su cabello oscuro se reflejara rojizo, dando un profundo brillo a sus ojos, como dos lunas negras debajo de sus largas pestañas. Un hilo invisible tensó la comisura de sus labios, haciendo que su boca formara una sonrisa, reflejo de una emoción demasiado fuerte como para ser expresada verbalmente.

Hugh sonrió tímidamente, y sus dedos volvieron a deslizarse hacia su bolsillo, pasando silenciosos por la superficie de la carta. Sus labios se entreabrieron con un leve sonido, ardiendo por las palabras que no quería decir pero que no estaba seguro de que podría detener.

Lil se le acercó. Sus dedos acariciando su muñeca, enviando cálidos impulsos hasta su cuello, la mano cálida en su mejilla.

—Ven a la cama.

Ah, ¿existían acaso palabras más dulces que ésas? Su voz contenía una promesa y, en ese momento, tomó la decisión.

Entrelazó la mano de ella en la suya, la sostuvo con firmeza y la siguió.

Al pasar por el hogar, tiró el papel al fuego. Éste siseó al caer, ardiendo en leve reproche mientras lo miraba por el rabillo del ojo. Pero no se detuvo, siguió caminando y no volvió a mirar atrás.