Brisbane, Australia, 2005
Era una mañana de principios de primavera, Nell llevaba muerta apenas una semana. Un viento vivaz agitaba los arbustos, haciendo rodar las hojas de modo que su pálido dorso brillaba bajo el sol. Como niños empujados de repente a escena, debatiéndose entre los nervios y su propia importancia.
La jarra de té de Cassandra hacía rato que se había enfriado. La había dejado sobre el borde de cemento tras su último sorbo y había olvidado que estaba allí. Una brigada de laboriosas hormigas cuyo sendero había sido aplastado se veía ahora obligada a realizar una acción evasiva, trepando hasta el borde de la jarra y descendiendo al otro lado por el asa.
Cassandra no se dio cuenta. Sentada en una silla de mimbre en el jardín, junto al viejo lavadero, estaba concentrada en la pared del fondo de la casa. Necesitaba una mano de pintura. Era difícil creer que ya hubieran pasado cinco años. Los expertos recomendaban que una casa de madera debía ser pintada cada siete, pero Nell no estaba de acuerdo con esas convenciones. Durante todo el tiempo que había vivido con su abuela, la casa nunca había recibido una mano completa de pintura. Nell solía decir que su negocio no consistía en gastarse el dinero para que los vecinos tuvieran una vista agradable.
El muro trasero, empero, era otra cuestión; como decía Nell, era el único que se entretenían en mirar. Así que mientras los laterales y el frente se descascarillaban bajo el feroz sol de Queensland, el trasero era un primor. Cada cinco años sacaban las muestras de pintura y empleaban una gran cantidad de tiempo y energía en debatir los méritos de un color nuevo. En los años que Cassandra había estado allí, había sido turquesa, lila, bermellón, verde oscuro. Una vez, incluso, había mostrado una suerte de mural, aunque careciera de permiso oficial…
Cassandra tenía diecinueve años y la vida era dulce. Estaba en la mitad de su segundo año en la Escuela de Arte, su dormitorio se había convertido en un estudio por el que tenía que trepar cruzando su tablero de dibujo para llegar cada noche a su cama, y soñaba con mudarse a Melbourne para estudiar Historia del Arte.
Nell no estaba tan entusiasmada con el plan.
—Puedes estudiar historia del arte en la Universidad de Queensland —decía cada vez que salía el tema—. No hay necesidad de irse al sur.
—No puedo vivir aquí para siempre, Nell.
—¿Quién ha dicho para siempre? Sólo espera un poco a encontrar tu propio camino.
Cassandra señaló el sendero.
—Ya lo he hecho.
Nell no sonrió.
—Melbourne es una ciudad cara para vivir y no puedo costear tu alquiler allí.
—No lavo vasos en la taberna para divertirme, ¿sabes?
—¡Ja! Con lo que pagan, puedes tardar en solicitar tu admisión a Melbourne una década más.
—Tienes razón.
Nell inclinó el mentón y alzó una dubitativa ceja, preguntándose adónde conduciría semejante capitulación.
—Nunca ahorraré suficiente dinero por mí misma. —Cassandra se mordió el labio inferior, conteniendo una sonrisa esperanzada—. Si hubiera alguien dispuesto a darme un préstamo, una persona que me quisiera y deseara ayudarme a perseguir mis sueños…
Nell cogió la caja con el juego de loza que iba a llevar al centro de antigüedades.
—No voy a dejar que me arrincones, mi pequeña.
Cassandra percibió una esperanzadora fisura en la hasta entonces sólida negativa.
—¿Hablaremos entonces más adelante?
Nell alzó la vista al cielo.
—Me temo que así será. Una vez y otra vez. —Dejó escapar un suspiro, indicando que el tema estaba, al menos por el momento, zanjado—. ¿Tienes todo lo que necesitas para la pared del fondo?
—Todo.
—¿No te olvidarás de usar el nuevo pincel sobre las maderas? No quiero mirar a las cerdas sueltas durante los próximos cinco años.
—Sí, Nell. Y sólo para que me quede claro, meto el pincel en la lata de pintura antes de pasarlo por la madera, ¿no?
—Muchacha irreverente.
Cuando Nell volvió esa tarde del centro de antigüedades, dio la vuelta a la casa, y se detuvo, examinando la pared bajo su nueva capa de pintura brillante.
Cassandra retrocedió y apretó los labios para evitar reírse. Esperó. El bermellón era impactante, pero era el detalle en negro que había agregado en el rincón más distante lo que su abuela estaba mirando. El parecido era asombroso: Nell sentada en su silla favorita, sosteniendo una taza humeante de té.
—Parece que al final he logrado arrinconarte en una esquina, Nell. No quise hacerlo, es que me dejé llevar.
La expresión de Nell era inescrutable.
—Ahora me pintaré yo, sentada a tu lado. De ese modo, incluso cuando esté en Melbourne, recordarás que seguimos siendo dos.
Los labios de Nell temblaron levemente. Sacudió la cabeza y dejó la caja que había traído de su stand. Soltó un suspiro.
—Eres una muchacha atrevida, no hay duda de eso —declaró. Y luego sonrió a pesar de sí misma y tomó el rostro de Cassandra entre sus manos—. Pero eres mi muchacha atrevida y no te querría de ninguna otra manera…
Un ruido, y el pasado huyó, desvaneciéndose en las sombras, como humo ante un presente más brillante y ruidoso. Cassandra parpadeó y se secó los ojos. En el cielo, el ruido de un avión, una mancha blanca en un mar azul brillante. Imposible imaginar que hubiera gente dentro, hablando, riendo y comiendo. Algunos de ellos mirando hacia abajo justo cuando ella alzaba la vista.
Otro ruido, esta vez más cerca. El ruido de pasos al arrastrarse.
—Hola, joven Cassandra. —Una figura familiar apareció por el lateral de la casa, haciendo un alto para recuperar el aliento. Ben había sido alto alguna vez, pero el tiempo tiene su peculiar manera de moldear a la gente de forma que ellos mismos ya no se reconocen, y el suyo era ahora el cuerpo de un enano de jardín. Su cabello era blanco, su barba ensortijada, y sus orejas, inexplicablemente rojas.
Cassandra sonrió, genuinamente satisfecha de verlo. Nell no era muy dada a hacer amigos y nunca había ocultado su fastidio por la mayor parte de los demás seres humanos, su neurótica compulsión por la adquisición de aliados. Pero ella y Ben veían las cosas del mismo modo. Él era un vendedor del centro de antigüedades, un antiguo abogado que convirtió su hobby en trabajo cuando su esposa falleció, cuando su bufete le sugirió gentilmente que era el momento de retirarse y la constante adquisición de muebles de segunda mano amenazaba con echarlo de su casa.
Durante la infancia de Cassandra, fue una suerte de figura paterna, ofreciéndole consejos que ella apreciaba y rechazaba en la misma medida, pero desde que había regresado a vivir con Nell, también se había convertido en su amigo.
Ben acercó una vieja silla de un lado de la vieja pileta de lavado y se sentó con cuidado. Se había herido en las rodillas, de joven, en la Segunda Guerra Mundial y le molestaban mucho, especialmente cuando cambiaba el tiempo.
Parpadeó por encima de la montura de sus gafas redondas.
—Has tenido una buena idea. Éste es un hermoso lugar, agradable y a la sombra.
—Era el lugar de Nell. —Su voz le resultó extraña a los oídos y se preguntó vagamente cuánto tiempo había pasado desde que había hablado en voz alta con alguien. Se dio cuenta de que no lo hacía desde la cena en casa de Phyllis, una semana antes.
—Así es. Contabas con ella hasta para decidir dónde sentarte.
Cassandra sonrió.
—¿Quieres una taza?
—Me encantaría.
Entró por la puerta trasera hasta la cocina y puso la tetera sobre el fuego. El agua todavía estaba tibia de cuando la había hervido antes.
—¿Y cómo te las arreglas?
Ella se encogió de hombros.
—Estoy bien. —Regresó para sentarse en el escalón de cemento cerca de su silla.
Ben apretó los pálidos labios y sonrió levemente, de forma que sus bigotes se enredaron con su barba.
—¿Has tenido noticias de tu madre?
—Envió una tarjeta.
—Bueno, entonces…
—Dijo que le hubiera gustado venir pero que ella y Len estaban ocupados. Caleb y Marie…
—Claro. Los adolescentes dan mucho que hacer.
—Ya no son adolescentes. Marie acaba de cumplir veintiuno.
Ben silbó.
—El tiempo vuela.
La tetera comenzó a pitar.
Cassandra volvió a entrar. Echó una bolsita de té y observó cómo teñía el agua de marrón. Era una ironía que Lesley hubiera resultado ser una madre tan dedicada por segunda vez. Hay tantas cosas en la vida que cambian con el tiempo.
Echó un poco de leche, preguntándose vagamente si estaría bien y cuándo la había comprado. Antes de morir Nell, seguramente. Estaba marcada con fecha del 14 de septiembre. ¿Ya había pasado la fecha? No estaba segura. No olía mal. Llevó la jarra y se la entregó a Ben.
—Lo siento… la leche…
Él bebió un sorbo.
—El mejor té que he tomado en todo el día.
La miró por un momento mientras se sentaba, dando la impresión de ir a decir algo, pero considerándolo mejor. Se aclaró la garganta.
—Cass, he venido por asuntos oficiales, así como sociales.
Que la muerte fuera seguida de asuntos oficiales no era una sorpresa, y sin embargo se sintió mareada, sorprendida con la guardia baja.
—Nell me hizo prepararle su testamento. Ya sabes cómo era, decía que no le gustaba la idea de divulgar sus asuntos personales a extraños.
Cassandra asintió. Así era Nell.
Ben sacó un sobre del bolsillo interno de su chaqueta. El tiempo había roído sus bordes y transformado en crema lo blanco.
—Lo preparó hace ya tiempo. —Observó con ojos entrecerrados el sobre—. En 1981, para ser exactos. —Hizo una pausa, como si esperara que ella llenara el silencio. Cuando no lo hizo, continuó—: En su mayor parte es muy claro. —Retiró el contenido pero no lo miró, inclinándose hacia delante de modo que sus antebrazos descansaran sobre sus rodillas. El testamento de Nell pendía de su mano derecha—. Tu abuela te lo dejó todo, Cass.
Cassandra no se sorprendió. Tal vez se emocionó, y de pronto, perversamente, se sintió sola, pero no sorprendida. ¿Quién más había? Lesley desde luego no. Aunque Cassandra había dejado de culpar a su madre años atrás, Nell nunca había sido capaz de perdonarla. Abandonar a una niña, le dijo una vez a alguien, creyendo que Cassandra no podía escucharla, era un acto tan frío, tan indiferente, que era imperdonable.
—Está la casa, por supuesto, y un poco de dinero en una cuenta de ahorros. Todas sus antigüedades —dudó, mirando a Cassandra como si evaluara su disposición para algo todavía por venir—. Y hay una cosa más. —Miró los papeles—. El año pasado, después que la diagnosticaran, me pidió, una mañana, que viniera a tomar el té.
Cassandra lo recordaba. Nell le había dicho al llevarle el desayuno que Ben vendría de visita y que necesitaba verlo en privado. Le pidió que le catalogara unos libros, en el centro de antigüedades, a pesar de que hacía años que Nell no colaboraba en el puesto.
—Ese día me entregó algo —continuó—. Un sobre cerrado. Me dijo que debía guardarlo con su testamento y abrirlo sólo si… cuando… —Apretó los labios—. Bueno, ya me entiendes.
Cassandra tembló levemente cuando una brisa fresca le rozó los brazos.
Ben agitó la mano. Los papeles se sacudieron pero él no dijo nada.
—¿Qué es? —preguntó ella con un dejo de ansiedad pesándole en el estómago—. Puedes decírmelo, Ben. Estaré bien.
Ben alzó la vista, sorprendido por el tono de voz. Su risa la desconcertó.
—No hay motivos para preocuparse, Cass. No es nada malo. Todo lo contrario, de verdad. —Meditó por un momento—. Es más un misterio que una calamidad.
Cassandra suspiró; el anuncio de un misterio hacía poco para aliviarla de su nerviosismo.
—Hice lo que me pidió. Guardé el sobre y no lo abrí hasta ayer. Cuando lo leí me quedé tan petrificado que hasta una pluma podía haberme derribado. —Sonrió—. Dentro, estaba el título de propiedad de otra casa.
—¿La casa de quién?
—De Nell.
—Nell no tiene otra casa.
—Al parecer sí la tiene, o tenía. Y ahora es tuya.
A Cassandra no le gustaban las sorpresas, lo repentino de ellas, su condición fortuita. Pese a que hubo una época en que sabía cómo rendirse a lo inesperado, ahora la mera sugerencia traía consigo la aparición de un temor instantáneo, la respuesta que su cuerpo había aprendido ante los cambios. Tomó una hoja seca que yacía junto a su zapato y la dobló por la mitad varias veces, mientras pensaba.
Nell no había mencionado otra casa, nunca en todo el tiempo que habían vivido juntas, mientras Cassandra crecía y desde que había regresado. ¿Por qué no? ¿Por qué habría mantenido semejante secreto? ¿Y qué habría pretendido hacer con la casa? ¿Una inversión? Cassandra había escuchado a la gente en los cafés de Latrobe Terrace hablar del aumento de los precios de las propiedades, de los paquetes de inversión, pero ¿Nell? Nell siempre se había burlado de los ejecutivos de la ciudad que desembolsaban pequeñas fortunas por las diminutas casas de madera para obreros en Paddington.
Además, Nell había llegado a la edad de jubilarse hacía mucho tiempo. Si esa casa era una inversión, ¿por qué no la había vendido, empleando ese dinero para vivir? La venta de antigüedades tenía sus recompensas pero la remuneración económica no era la principal, no en estos tiempos. Nell y Cassandra ganaban lo suficiente para vivir, pero no mucho más. Había habido épocas en las que una inversión hubiera sido de mucha utilidad, y sin embargo Nell no había dicho ni una palabra.
—Esa casa —dijo por fin Cassandra—, ¿dónde está? ¿Queda cerca?
Ben sacudió la cabeza, sonriendo confundido.
—Ahí es donde todo este asunto se vuelve realmente misterioso. La otra casa está en Inglaterra.
—¿Inglaterra?
—El Reino Unido, Europa, al otro lado del mundo.
—Sé dónde queda Inglaterra.
—Cornualles, para ser exactos, un pueblo llamado Tregenna. Sólo tengo los títulos para guiarme, pero está anotada como «Cabaña del Risco». Por las señas, supongo que fue parte de una propiedad mucho mayor, originalmente. Puedo averiguarlo, si quieres.
—¿Pero por qué ella…? ¿Cómo pudo ella…? —Cassandra suspiró—. ¿Cuándo la compró?
—Los papeles están sellados el 6 de diciembre de 1975.
Cruzó los brazos sobre su pecho.
—Nell ni siquiera ha ido nunca a Inglaterra.
Fue el turno de Ben de sorprenderse.
—Sí que ha estado. Viajó al Reino Unido, a mediados de los setenta. ¿Nunca lo mencionó?
Cassandra negó lentamente con la cabeza.
—Recuerdo cuándo fue. Hacía poco que la conocía, fue unos meses antes de que entraras en escena, cuando todavía tenía el pequeño negocio cerca de la calle Stafford. Le había comprado algunas piezas y éramos conocidos, aunque todavía no amigos. Se fue por un mes. Lo recuerdo porque reservé un escritorio de cedro justo antes de que se marchara, un regalo de cumpleaños para mi esposa; al menos se suponía que iba a serlo, aunque al final no resultó así. Cada vez que iba a buscarlo, la tienda estaba cerrada.
»No hace falta que te diga lo enfadado que me sentí. Janice cumplía cincuenta, y el escritorio era perfecto. Cuando pagué el depósito, Nell no mencionó que se iba de vacaciones. De hecho, se tomó el trabajo de aclararme los términos de la reserva, dejando claro que esperaba pagos semanales y que tendría que retirar el escritorio en no más de un mes. Ella no era un depósito, me dijo, tenía que recibir más antigüedades y necesitaba el espacio.
Cassandra sonrió; sonaba muy propio de Nell.
—Fue muy insistente, por eso me extrañó que no estuviera allí en todo ese tiempo. Después de que se me pasara la irritación inicial, me preocupé bastante. Incluso pensé en llamar a la policía. —Hizo un gesto con la mano—. Al final, no tuve que hacerlo. En mi cuarta o quinta visita me topé con la mujer de al lado, quien estaba retirando el correo de Nell. Me dijo que se había marchado al Reino Unido pero se indignó cuando comencé a hacerle preguntas sobre por qué había partido tan repentinamente y cuándo volvería. La vecina replicó que ella hacía lo que le habían pedido y que no sabía nada más. Así que seguí controlando, el cumpleaños de mi esposa llegó y pasó, hasta que un día vi la tienda abierta: Nell estaba de regreso.
—Y se había comprado una casa durante su ausencia.
—Evidentemente.
Cassandra se cubrió los hombros con la chaqueta. No tenía sentido. ¿Por qué se iría Nell de vacaciones, de improviso, para comprar una casa y no volver nunca?
—¿No te dijo nada al respecto? ¿Nunca?
Ben alzó las cejas.
—Olvidas que hablamos de Nell. No era una persona dada a las confidencias.
—Pero vosotros erais amigos. Seguramente lo habrá mencionado en alguna ocasión —Ben negó con la cabeza. Cassandra insistió—: Pero cuando ella regresó, cuando por fin retiraste el escritorio, ¿no le preguntaste por qué se había marchado tan de repente?
—Claro que lo hice, muchas veces a lo largo de los años. Sabía que debió de ser por algo importante. Estaba muy cambiada, cuando volvió.
—¿En qué sentido?
—Más distraída, misteriosa. Estoy seguro de que no es el recuerdo el que me hace decir esto. Un par de meses más tarde estuve muy cerca de averiguarlo. Había ido a visitarla a la tienda y llegó una carta, con remitente de Truro. Yo llegué al mismo tiempo que el cartero, así que recogí su correo. Ella intentó actuar de forma despreocupada, pero para entonces ya empezaba a conocerla; estaba excitada por recibir esa carta. Se excusó para dejarme tan pronto como le fue posible.
—¿Qué era? ¿Quién la enviaba?
—Debo admitir que la curiosidad se apoderó de mí. No llegué tan lejos como para mirar la carta, pero examiné el sobre, una vez que lo vi sobre su escritorio, para ver quién se lo había enviado. Memoricé la dirección al dorso y un viejo colega en el Reino Unido averiguó a quién pertenecía. La dirección era de un investigador.
—¿Quieres decir un detective?
Asintió.
—¿Existen?
—Claro.
—Pero ¿qué pensaba hacer Nell con un detective inglés?
Ben se encogió de hombros.
—No lo sé. Supongo que estaba intentando resolver algún misterio. Durante un tiempo solté indirectas, intenté sonsacarle datos, pero sin éxito. Después dejé de hacerlo, pensé que todo el mundo tiene derecho a guardar secretos y que Nell me lo diría si quería hacerlo. La verdad sea dicha, todavía me siento culpable por el poquito de espionaje que hice. —Sacudió la cabeza—. Tengo que admitirlo, me encantaría saberlo. Ha ocupado mis pensamientos mucho tiempo, y esto —agitó el título de propiedad— es la última pieza. Incluso ahora tu abuela tiene la extraña habilidad de confundirme.
Cassandra asintió distraídamente. Su mente estaba en otra parte, estableciendo lazos. Era el comentario de Ben sobre los misterios lo que la había disparado, su sugerencia de que Nell debía de estar intentando resolver uno. Todos los secretos que se habían materializado en el funeral de su abuela comenzaban a entrelazarse: el parentesco desconocido de Nell, su llegada de niña a un puerto, la maleta, el misterioso viaje a Inglaterra, la casa secreta…
—En fin… —Ben vació el resto de su té en una maceta de geranios rojos de Nell—. Será mejor que me ponga en marcha. Va a venir un hombre a verme para llevarse un aparador de caoba en quince minutos. Ha sido una venta de lo más complicada; me alegrará verla cerrada. ¿Puedo hacer alguna cosa por ti mientras estoy en el centro?
Cassandra negó con la cabeza.
—Yo misma me pasaré el lunes.
—No hay prisa, Cass. Te lo dije el otro día, es un placer cuidarte el stand tanto tiempo como necesites. Te traeré el dinero que hayan depositado cuando termine esta tarde.
—Gracias, Ben —dijo—. Por todo.
Se puso de pie y dejando la silla donde estaba, puso el testamento debajo de su taza de té. Estaba a punto de desaparecer por la esquina de la casa, cuando dudó y dio media vuelta.
—Cuídate, ¿me oyes? Si el viento aumenta, te llevará volando.
Una tierna preocupación le arrugaba la frente y a Cassandra le resultó difícil sostener su mirada. Ofrecía una ventana demasiado clara a sus pensamientos y no podía tolerar que le recordara cómo habían sido las cosas en el pasado.
—¿Cass?
—Sí, así lo haré. —Se despidió mientras se marchaba y escuchó su automóvil perderse calle abajo. Su simpatía, aunque bienintencionada, siempre parecía acarrear una acusación. Tristeza, aunque muy mitigada, porque ella había sido incapaz (o no había querido) de recuperar su antiguo carácter. No se le había ocurrido pensar que tal vez ella hubiera elegido permanecer de ese modo. Que donde él veía reserva y soledad, Cassandra veía autopreservación y el conocimiento de que todo es más seguro cuando se tiene menos que perder.
Golpeó la punta de la zapatilla contra el cemento y apartó los pensamientos tristes y pasados. Después tomó el testamento. Observó, por primera vez, la pequeña nota grapada al frente. La envejecida letra cursiva de Nell, casi imposible de leer. Se la acercó a los ojos, luego la alejó, descifrando lentamente las palabras. Para Cassandra, decía, quien entenderá el porqué.