Mansión Blakhurst, Cornualles, 1913
Adeline se apartó de la chimenea, respiró hondo de modo que se le encogió la cintura.
—¿Qué quiere decir con que las cosas no salieron como estaba planeado?
Había caído la noche y los bosques contiguos convergían sobre la casa. Las sombras pendían de los rincones del cuarto, la luz de las velas jugueteaba con sus fríos bordes.
El señor Mansell enderezó sus anteojos.
—Hubo una caída. Se lanzó del carruaje. Los caballos perdieron el control.
—Un médico —sugirió Linus—. Debemos telefonear a un médico.
—Un médico no sería de ayuda alguna —dijo la voz firme de Mansell—. Ha muerto.
Adeline se quedó sin aire.
—¿Qué?
—Muerta —repitió—. La mujer, su sobrina, está muerta.
Adeline cerró los ojos y se le aflojaron las rodillas. El mundo daba vueltas: ella se sentía liviana, sin dolor, libre. ¿Cómo era posible que semejante carga, semejante peso, pudiera desaparecer de pronto? ¿Que con un solo gesto hubiera podido deshacerse de su antigua y constante enemiga, del legado de Georgiana?
A Adeline no le importó. Sus plegarias habían tenido respuesta, el mundo había recuperado el rumbo. La muchacha estaba muerta. Desaparecida. Eso era lo único que importaba. Por primera vez desde la muerte de Rose podía respirar. Tibias ráfagas de placer recorrieron sus venas.
—¿Dónde? —Se escuchó decir—. ¿Dónde está?
—En el carruaje…
—¿La trajo aquí?
—La niña… —La voz de Linus flotó desde el sillón en donde estaba refugiado. Su respiración era agitada y veloz—. ¿Dónde está la pequeña de rojos cabellos?
—La mujer dijo algunas palabras antes de caer. Estaba mareada y murmuraba en voz baja, pero habló de un barco, un transatlántico. Estaba agitada, preocupada por llegar a tiempo para su partida.
—Váyase y espere junto al carruaje —dijo Adeline con severidad—. Haré los arreglos, y luego le llamaré.
Mansell asintió rápido y partió, llevando consigo lo que el cuarto tenía de calidez.
—¿Qué pasará con la niña? —se lamentó Linus.
Adeline le ignoró, su mente estaba ocupada en buscar soluciones. Naturalmente, ninguno de los criados debía enterarse. En lo que a ellos concernía, Eliza había partido de Blackhurst cuando se enteró de que Rose y Nathaniel se mudaban a Nueva York. Era una bendición que la muchacha hubiera hablado con frecuencia de su deseo de viajar.
—¿Qué pasará con la niña? —volvió a preguntar Linus. Sus dedos temblaban junto a su cuello—. Mansell debe encontrarla, encontrar el barco. Tenemos que traerla de regreso, la pequeña debe ser hallada.
Adeline tragó un nudo de desagrado mientras miraba la desmoronada silueta de su esposo.
—¿Por qué? —preguntó, fría—. ¿Por qué hay que encontrarla? ¿Qué es ella de nosotros? —Su voz era grave cuando se acercó a él—. ¿No lo ves? Somos libres.
—Ella es nuestra nieta.
—Pero no es de nosotros.
—Es mía.
Adeline ignoró el comentario. No había necesidad de comentar semejantes sentimientos. No, ahora que por fin estaban a salvo. Se volvió sobre sus talones y paseó sobre la alfombra.
—Le diremos a la gente que la niña fue hallada en la propiedad pero que sufrió de escarlatina. No será cuestionado, ya creen que está en cama, enferma. Advertiremos a los criados de que sólo yo la atenderé, que Rose así lo hubiera querido. Después de un tiempo, cuando toda apariencia de luchar contra la enfermedad haya tenido lugar, celebraremos un funeral.
Y mientras Ivory recibía el entierro correspondiente a una querida nieta, Adeline se aseguraría de que Eliza fuera eliminada rápidamente y sin dejar rastros. No sería enterrada en el cementerio familiar, eso seguro. El bendito suelo que rodeaba a Rose no sería contaminado. Debía ser enterrada donde nadie la encontrara nunca. En donde a nadie se le ocurriría buscar.
* * *
A la mañana siguiente, Adeline hizo que Davies la condujera a través del laberinto. Fantasmal y húmedo sitio. El olor a musgo que nunca veía la luz del sol se le pegaba por todos lados. Sus negras faldas de luto rozaban el suelo rastrillado, las hojas caídas se le pegaban como erizos al dobladillo. Parecía un gran pájaro negro, sus plumas en torno a sí para evitar el frío invierno de la muerte de Rose.
Cuando por fin llegaron al jardín oculto, Adeline hizo a Davies a un lado y avanzó por el estrecho sendero. Grupos de pajarillos salieron al vuelo a su paso, piando locamente mientras se dirigían a sus escondrijos en las ramas. Fue con tanta prisa como lo permitía el decoro, ansiosa de verse libre de ese maldito lugar y de la espesa y fecunda fragancia que la mareaba.
Al fondo del jardín, Adeline se detuvo.
Una aguda sonrisa se dibujó en sus labios. Era tal como había esperado.
Un escalofrío y luego se dio media vuelta sobre sus talones, de repente.
—Ya he visto lo suficiente —declaró—. Mi nieta está gravemente enferma y debo regresar a la casa.
Davies sostuvo su mirada por un instante. Un temblor de inquietud recorrió la espalda de Adeline, pero lo sofocó. ¿Qué podía saber él del engaño que planeaba?
—Llévame de regreso.
Mientras seguía su figura fornida y pesada a través del laberinto, Adeline se mantuvo a distancia. Tenía una de sus manos en el bolsillo de su vestido, sacando los dedos a intervalos regulares, para dejar caer pequeñas cuentas blancas cogidas de un juego de Ivory.
* * *
La tarde se extinguió, las horas de la noche pasaron, y por fin, llegó la medianoche. Adeline saltó de su lecho, se vistió y se ató las botas. Recorrió el pasillo de puntillas, bajó las escaleras y salió a la noche.
La luna estaba llena. Avanzó deprisa por el jardín, manteniéndose en las sombras de los árboles y setos. La puerta del laberinto estaba cerrada, pero Adeline la abrió enseguida. Se deslizó dentro y sonrió al ver la primera de las cuentas, brillando como plata.
Avanzó de canica en canica, hasta que por fin llegó a la segunda puerta, la entrada al jardín oculto.
El jardín murmuraba detrás de sus altos muros de piedra. La luz lunar volvía las hojas de color plata y la susurrante brisa las agitaba leves, como pedazos de fino metal. Como las cuerdas de un arpa.
Adeline tenía la extraña sensación de que estaba siendo observada por un vigía silencioso. Miró a su alrededor, al paisaje blanco de luna, y respiró hondo cuando observó un par de enormes ojos en una rama cercana. Pasó un instante y su mente llenó el vacío, las plumas de la lechuza, su cuerpo redondo y su cabeza, su pico afilado.
Y sin embargo poco mejoró su ánimo. Había algo extraño en el modo en el que el ave la miraba. Un cierto conocimiento. Esos ojos, mirando, juzgando.
Apartó la vista, no queriendo otorgarle a un simple pájaro el poder de alterarla.
Entonces oyó ruidos, provenientes de la cabaña. Adeline se agachó junto al banco del jardín y observó mientras dos figuras arropadas aparecían. A Mansell lo esperaba, pero ¿a quién había traído consigo?
Las figuras caminaron con lentitud, llevando un bulto voluminoso entre ambas. Lo dejaron al otro lado de la pared, después uno de los hombres avanzó cruzando el hueco hacia el jardín oculto.
Un crepitar al encender Mansell una cerilla, luego un relámpago de tibia luz: el corazón anaranjado con un halo azul. Lo llevó al pabilo de la lámpara y abrió la válvula para que la luz aumentara.
Adeline se puso de pie y se aproximó.
—Buenas noches, lady Mountrachet —dijo Mansell.
La mujer señaló al segundo hombre y preguntó con voz helada:
—¿Quién es ése?
—Slocombe —indicó Mansell—. Mi cochero.
—¿Por qué está aquí?
—El acantilado es escarpado, el fardo pesado. —Parpadeó en dirección a Adeline, la llama de la lámpara reflejándose en sus anteojos—. Se puede confiar en su silencio. —Hizo girar la lámpara hacia un lado y la parte inferior del rostro de Slocombe quedó iluminada. La mandíbula inferior, terriblemente desfigurada, nódulos y piel en el lugar donde debía haber una boca.
Mientras comenzaron a cavar, ahondando el pozo que los trabajadores ya habían hecho, la atención de Adeline giró hacia el oscuro bulto en la tierra, debajo del manzano. Por fin, la muchacha sería relegada a la tierra. Desaparecería y sería olvidada: sería como si jamás hubiera existido. Y con el paso del tiempo, la gente olvidaría su existencia.
Adeline cerró los ojos, tratando de ignorar el ruido de los malditos pájaros que habían comenzado a piar intensamente, las hojas agitándose ahora con fuerza. Escuchó en cambio el bendito sonido de la tierra cayendo sobre la sólida superficie. Pronto terminaría. La muchacha habría desaparecido y Adeline podría respirar.
El aire se agitó frío sobre su rostro. Adeline abrió los ojos.
Una figura oscura se acercaba a ella, a la altura de la cabeza.
¿Un pájaro? ¿Un murciélago?
Alas oscuras batiendo el cielo nocturno.
Adeline retrocedió.
Un repentino pinchazo y sintió el frío de su sangre. Luego caliente. Y fría otra vez.
Mientras la lechuza se alejaba, por encima del muro, la palma de Adeline comenzó a palpitar.
Debió de gritar, porque Mansell hizo una pausa en su trabajo para acercar la linterna. En la danzante luz amarilla, Adeline vio que una rama espinosa del rosal se había desprendido cayendo sobre ella. Una gruesa espina estaba enterrada en su palma.
Con la mano libre la arrancó. Una gota de sangre brotó a la superficie, una perfecta y brillante gota.
Adeline tomó el pañuelo de la manga de su vestido. Lo apretó contra la herida, y observó cómo la mancha roja era absorbida.
Era sólo una espina. Qué importaba que la sangre estuviera helada debajo de su piel; la herida sanaría y todo estaría en orden.
Pero ese rosal sería lo primero que arrancaría cuando diera la orden de eliminar el jardín.
Porque ¿qué razón de ser tenía un rosal, ahora, en Blackhurst?
* * *
Tregenna, Cornualles, 2005
Mientras Cassandra miraba al fondo del pozo, a la tumba de Eliza, se sintió rodeada de una extraña calma. Era como si con el descubrimiento, el jardín hubiera dado un gran suspiro de alivio: los pájaros estaban en calma, las hojas habían dejado de agitarse, la extraña inquietud había desaparecido. El secreto largamente olvidado que el jardín había sido obligado a mantener había sido revelado.
La suave voz de Christian, como si viniera desde lejos:
—Bueno, ¿no vas a abrirlo?
El tarro de arcilla, pesado en sus manos. Cassandra pasó los dedos por la antigua cera que sellaba su borde. Miró a Christian, quien asintió alentándola, luego hizo presión y giró, rompiendo el sello para que la tapa pudiera abrirse.
Había tres objetos en su interior: una bolsa de cuero, una trenza de rojos cabellos y un broche.
La bolsita de cuero contenía dos viejas monedas de un pálido amarillo, estampadas con el familiar perfil de papadas de la reina Victoria. Las fechas eran 1897 y 1900.
El cabello estaba atado con un pedazo de hilo y enroscado como un caracol para que pudiera caber dentro del tarro. Los años de encierro lo habían dejado suave y delicado, terso. Cassandra se preguntó de quién era, después recordó la anotación en uno de los primeros cuadernos de Rose, escrito cuando Eliza llegó a Blackhurst. Una letanía de quejas sobre la niña que Rose había descrito como «poco mejor que una salvaje». La niña cuyo cabello había sido cortado desmañadamente, como el de un niño.
El broche fue lo último que Cassandra examinó. Era redondo y encajaba perfectamente en la palma de su mano. El borde estaba tallado, decorado con piedras preciosas, mientras que el centro contenía un tejido, como un pequeño tapiz. Pero no era un tapiz. Cassandra había trabajado con frecuencia entre antigüedades para saber qué era ese broche. Lo volvió y pasó el dedo sobre el grabado al dorso. «Para Georgiana Mountrachet, —leía la diminuta inscripción—, con motivo de su decimosexto cumpleaños. Pasado. Futuro. Familia».
Era eso. El tesoro por el que Eliza había regresado a casa de los Swindell, cuyo precio había sido el encuentro con un hombre extraño. Un encuentro responsable de la separación de Eliza y Ivory, de todo lo que sucedió después, de Ivory convirtiéndose en Nell.
—¿Qué es?
Cassandra lo miró.
—Un broche de luto.
Él frunció el entrecejo.
—Los Victorianos solían hacerlo con los cabellos de miembros de la familia. Éste perteneció a Georgiana Mountrachet, la madre de Eliza.
Christian asintió levemente.
—Explica por qué era tan importante para ella. Por qué fue a buscarlo.
—Y por qué no regresó al barco. —Cassandra estudió los preciosos objetos en su regazo—. Me hubiera gustado que Nell los hubiera visto. Siempre se sintió abandonada, nunca supo que Eliza era su madre, que había sido amada. Era la única cosa que quería saber: quién era.
—Pero ella supo quién era —replicó Christian—. Ella era Nell, cuya nieta Cassandra la quiso lo suficiente como para cruzar el océano a resolver el misterio en su nombre.
—Ella no sabe que vine.
—¿Cómo sabes lo que sabe y lo que no sabe? Puede que esté mirándote en este momento. —Alzó las cejas—. Sea como sea, desde luego sabía que vendrías. ¿Por qué si no te dejó la cabaña? ¿Y esa nota en el testamento? ¿Qué es lo que decía?
Qué extraña le había parecido la nota entonces, qué poco había comprendido cuando Ben se la entregó la primera vez. «Para Cassandra, quien entenderá el porqué».
—¿Y? ¿La entiendes?
Claro que la entendía. Nell, que tan desesperadamente había necesitado confrontar su propio pasado para poder seguir adelante, había visto en Cassandra un espíritu afín. Otra víctima de las circunstancias.
—Ella supo que vendría.
Christian asintió.
—Ella sabía que la amabas lo suficiente para terminar lo que ella había comenzado. Es como en «Los ojos de la vieja», cuando el cervatillo le dice a la princesa que la vieja no necesitaba la vista, que ella sabía quién era por el amor que le profesaba la princesa.
Cassandra sentía que le escocían los ojos.
—El cervatillo era muy sabio.
—Por no decir guapo y valiente.
Ella no pudo evitar sonreír.
—Bueno, ahora ya sabemos quién era la madre de Nell. Por qué se quedó sola en el barco. Qué sucedió con Eliza. También supo por qué el jardín era tan importante para ella, por qué sentía que sus raíces la conectaban con ese suelo, más profundo con cada momento que pasaba entre sus muros. Estaba en su hogar en ese jardín, porque de alguna manera que no podía explicar, Nell también estaba allí. Así como Eliza. Y ella, Cassandra, era la guardiana del secreto de ambas.
Christian pareció leer su mente.
—Y —dijo— ¿todavía sigues planeando venderlo?
Cassandra miró mientras la brisa hacía caer una lluvia de hojas amarillas.
—La verdad es que había pensado quedarme un tiempo más.
—¿En el hotel?
—No, aquí en la cabaña.
—¿No estarás sola?
Era tan impropio de ella, pero en ese momento Cassandra abrió la boca y dijo exactamente lo que estaba sintiendo. No hizo una pausa para contenerse y sopesarlo.
—No creo que vaya a estar sola. No todo el tiempo. —Sintió la sensación de frío y calor previa a ruborizarse y se apresuró a completar la frase—. Quiero terminar lo que hemos comenzado.
Él enarcó las cejas.
El rubor por fin asomó.
—Aquí, en el jardín, quiero decir.
—Sé lo que quieres decir. —Su mirada sostuvo la de ella. Mientras el corazón de Cassandra comenzaba a golpear contra sus costillas, él dejó caer la pala y se acercó para tomar su rostro. Se inclinó hacia ella, que cerró los ojos. Un pesado suspiro, de años de cansancio acumulado, escapó de su boca. Y entonces la besó, y ella recibió el impacto de su cercanía, su solidez, su olor. Era el del jardín, de la tierra y el sol.
Cuando Cassandra abrió los ojos, se dio cuenta de que estaba llorando. Sin embargo no estaba triste, eran las lágrimas de haber sido hallada, de haber llegado al hogar tras una larga ausencia. Apretó con fuerza el broche. Pasado. Futuro. Familia. Su propio pasado estaba repleto de recuerdos, una vida de hermosos, preciosos, tristes recuerdos. Durante una década, se había movido entre ellos, caminado con ellos. Pero algo había cambiado, ella había cambiado. Había llegado a Cornualles a descubrir el pasado de Nell, de su familia, y de alguna manera había encontrado su propio futuro. Allí, en ese hermoso jardín que Eliza había cuidado y que Nell había reclamado, Cassandra se había encontrado.
Christian acarició sus cabellos y miró su rostro con una certeza que la hizo estremecerse.
—He estado esperándote —dijo al fin.
Cassandra tomó su mano entre las suyas. Ella también lo había estado esperando.