Capítulo 5

Brisbane, Australia, 1976

Cassandra supo adónde se dirigían tan pronto como su madre bajó la ventanilla y le dijo al empleado de la gasolinera: «Llénelo». El hombre le respondió algo que hizo reír a su madre puerilmente. Le guiñó un ojo a Cassandra antes de que su mirada se posara en las largas piernas bronceadas de su madre, que salían de sus shorts hechos de unos vaqueros cortados. Cassandra estaba habituada a que los hombres miraran a su madre y no le prestaba mayor atención. Por eso, se volvió a mirar por la ventanilla y a pensar en Nell, su abuela. Porque allí era a donde se dirigían. La única razón por la que su madre echaba más de cinco dólares de gasolina en el coche era para hacer el viaje de una hora por la autopista sureste hasta Brisbane.

Cassandra siempre se había sentido fascinada por Nell. Sólo la había visto cinco veces en su vida (hasta donde podía recordar) pero Nell no era el tipo de persona que uno olvida con facilidad. Para empezar, era la persona más vieja que había visto jamás. Y no sonreía como las demás personas, lo que la hacía parecer aún más imponente y aterradora. Lesley no hablaba mucho de ella, pero una vez, estando Cassandra en la cama, escuchó a su madre discutir con el novio anterior a Len y referirse a Nell como una bruja, y aunque para entonces había dejado de creer en la magia, la imagen no la abandonaría.

Nell era una bruja. Sus largos cabellos plateados enrollados en un moño en la nuca, la angosta casa de madera en la colina de Paddington, con los muros amarillo limón desconchados, el descuidado jardín y los gatos del vecindario siguiéndola a todas partes. Sin contar el modo en que te miraba fijamente, como si estuviera a punto de realizar un conjuro.

Avanzaron veloces por Logan Road, con las ventanas bajadas, Lesley cantando la melodía de la radio, la nueva canción de ABBA que estaba siempre entre las favoritas de los oyentes. Después de cruzar el río Brisbane atravesaron el centro de la ciudad y se dirigieron hacia Paddington, con sus tejados de metal corrugado en las laderas de las colinas. Luego, por Latrobe Terrace, descendiendo una empinada pendiente y a medio camino en una estrecha callejuela, estaba la casa de Nell.

Lesley detuvo el coche abruptamente y apagó el motor. Cassandra permaneció sentada por un momento, el sol entrando a través de las ventanillas sobre sus piernas, la piel de sus corvas pegada al asiento de vinilo. Bajó del automóvil cuando su madre lo hizo y permaneció de pie a su lado, mirando inconscientemente hacia arriba, hacia la alta casa desgastada por el tiempo.

Un estrecho y agrietado sendero de cemento ascendía por un lateral. Había una puerta principal, en lo más alto, pero alguien, algunos años antes, la había techado, de modo que la entrada parecía oscurecida, y Lesley dijo que nadie la usaba. A Nell le gustaba así, agregó: evitaba que la gente la visitara sin anunciarse, pensando que serían bienvenidos. Los canalones del tejado eran viejos y torcidos, y en el centro había un gran agujero oxidado que debía de soltar el agua a chorros cuando llovía. Hoy, sin embargo, no hay señales de lluvia, pensó Cassandra, mientras una cálida brisa hizo tintinear las campanillas.

—¡Brisbane es un apestoso agujero! —dijo Lesley, mirando por encima de la montura de sus grandes gafas color bronce y sacudiendo la cabeza—. Gracias a Dios que me marché.

Se escuchó un ruido en el extremo del sendero. Un gato flaco color caramelo clavó su mirada, de claro rechazo, en las recién llegadas. Oyeron el chirrido de las bisagras de una puerta y luego, pisadas. Una figura alta, de cabellos canos, apareció junto al gato. Cassandra respiró hondo. Nell. Era como estar cara a cara con un fantasma de su imaginación.

Se quedaron inmóviles, observándose mutuamente. Nadie habló. Cassandra tuvo la extraña sensación de ser testigo de un misterioso ritual de adultos que no acababa de entender. Se estaba preguntando por qué continuaban quietas, quién haría el siguiente movimiento, cuando Nell rompió el silencio.

—Pensé que habíamos acordado que en el futuro llamarías antes de venir.

—Qué alegría verte, mamá.

—Estoy en plena organización de cajas para una subasta. Tengo cosas por todas partes, no hay donde sentarse.

—Nos arreglaremos. —Lesley señaló en dirección a Cassandra—. Tu nieta tiene sed, hace un calor horroroso aquí fuera.

Cassandra se movió incómoda, mirando a su alrededor. Había algo extraño en el comportamiento de su madre, un nerviosismo al que no estaba acostumbrada y que no habría sabido definir. Escuchó cómo su abuela exhalaba el aire lentamente.

—Está bien —dijo Nell—, será mejor que paséis.

Nell no había exagerado respecto al desorden. El suelo estaba cubierto de periódicos arrugados, en grandes pilas que crujían. Sobre la mesa, como una isla en medio de un mar de papel impreso, había una innumerable cantidad de platos, copas y cristales. Fruslerías, pensó Cassandra, complacida de acordarse del vocablo.

—Pondré la tetera —dijo Lesley, avanzando en dirección opuesta hacia la cocina.

Nell y Cassandra quedaron a solas y entonces la anciana dirigió su mirada hacia ella del modo peculiar en que solía hacerlo.

—Estás más alta —comentó por fin—. Pero sigues siendo muy delgada.

Era verdad, los niños en la escuela siempre se lo estaban diciendo.

—Yo era delgada como tú —dijo Nell—. ¿Sabes cómo solía llamarme mi padre?

Cassandra se encogió de hombros.

—Piernas con suerte. Suerte que no se quebraran por la mitad. —Nell comenzó a sacar unas tazas para té colgadas en un viejo aparador—. ¿Té o café?

Cassandra negó con la cabeza, escandalizada. Aunque había cumplido diez años en mayo, todavía era una niña y no estaba acostumbrada a que los adultos le ofrecieran bebidas de adultos.

—No tengo zumo de frutas ni refrescos con burbujas —le advirtió Nell—, ni ninguna de esas cosas.

Recuperó el habla.

—Me gusta la leche.

Nell parpadeó.

—Está en la nevera. Siempre tengo mucha, para los gatos. La botella estará resbaladiza, así que no la dejes caer al suelo.

Cuando se sirvió el té, Lesley le dijo que se fuera a jugar. El día era demasiado brillante y soleado para que una niña estuviera encerrada dentro. La abuela Nell le dio permiso para hacerlo debajo de la casa a condición de que no desordenara nada y de que no entrara bajo ningún concepto en el apartamento del piso inferior.

* * *

Era uno de esos días de calor insoportable de las antípodas en donde el tiempo parece eternizarse sin interrupción. Los ventiladores servían de muy poco, salvo para remover el aire caliente, las cigarras amenazaban con ensordecer a todos, respirar era un esfuerzo, y lo único que se podía hacer era tumbarse de espaldas y esperar a que enero y febrero pasaran, y llegaran las tormentas de marzo y luego, por fin, las primeras ráfagas de abril.

Pero Cassandra no sabía nada de eso. Era una niña y tenía la resistencia de los niños para los climas difíciles. Dejó que la puerta mosquitero se cerrara de golpe a su paso y siguió el sendero hacia el jardín trasero. Las flores de frangipani se habían desprendido y se cocían al sol, negras, resecas, arrugadas. Las aplastó con sus zapatos al avanzar. Sintió un secreto placer al observar las manchas sobre el blanco cemento.

Se sentó en el pequeño banco de hierro en el claro que había en la parte más alta, y miró en dirección al extraño jardín de su misteriosa abuela, hacia la casa parcheada más allá. Se preguntó de qué estarían hablando su madre y su abuela, y por qué habían ido de visita hoy, pero, por más que dio vueltas a las preguntas en su mente, no consiguió dar con la respuesta.

Después de un rato, la distracción del jardín demostró ser muy poderosa. Sus preguntas se desvanecieron, y comenzó a recoger unas judías del huerto, mientras un gato negro observaba en la distancia, fingiendo desinterés. Cuando hubo juntado una buena cantidad, Cassandra se subió a la rama más baja del mango en un rincón del jardín, con las judías delicadamente sujetas en sus manos, y comenzó a romperlas, una por una. Disfrutó de las semillas frías y pegajosas que se deslizaban entre sus dedos, de la sorpresa del gato cuando una de las cascaras cayó entre sus zarpas, de su excitación cuando creyó que era un saltamontes.

Cuando todas las vainas estuvieron vacías, Cassandra se limpió las manos en sus shorts y dejó vagar la mirada. Al otro lado de la alambrada había un enorme edificio rectangular. Sabía que era el teatro Paddington, aunque ahora estaba cerrado. En algún lugar de los alrededores su abuela tenía una tienda de antigüedades. Cassandra había estado allí una vez, antes, durante otra visita imprevista de Lesley a Brisbane. Se había quedado con Nell mientras su madre salió a encontrarse con alguien o hacer alguna cosa.

Nell le había permitido pulir un juego de té de plata. Cassandra había disfrutado haciéndolo: el olor del limpiaplata, observar cómo el paño se ennegrecía y la tetera brillaba. Nell incluso le explicó algunas de las marcas —el león por la libra esterlina, la cabeza de leopardo por Londres, una letra por el año de fabricación—. Era como un código secreto. Cassandra había recorrido esa semana su casa, esperando hallar plata que pulir y descifrar para Lesley. Pero no había encontrado nada. Había olvidado hasta ese momento cuánto disfrutó de la tarea.

Con el paso de los minutos, cuando las hojas del mango comenzaron a desfallecer lánguidas por el calor y las urracas se atragantaban con su canto, regresó por el sendero del jardín. Su madre y Nell seguían en la cocina —podía distinguir sus siluetas destacarse a través de la tela de las cortinas— por lo que continuó por el lateral. Había una gran puerta corredera de madera y cuando tiró del picaporte se abrió para mostrar el área fresca y sombría de debajo de la casa.

La oscuridad constituía tal contraste con el brillo exterior que era como cruzar la frontera a otro mundo. Cassandra sintió un estremecimiento de excitación al entrar y caminar por el perímetro de la habitación. Era un gran espacio, pero Nell había hecho lo posible por llenarlo. Cajas de varias formas y tamaños estaban apiladas desde el suelo hasta el techo en tres de los muros, y a lo largo del cuarto se recostaban extraños marcos de ventanas y puertas, algunas con los paneles de cristal rotos. El único espacio sin cubrir era una puerta, en medio de la pared más alejada, la que daba a lo que Nell denominaba «el apartamento». Espiando en su interior, Cassandra pudo ver que era del tamaño de un dormitorio. Estantes improvisados, cargados de libros, cubrían dos de las paredes y había un catre en un rincón, con una colcha roja, blanca y azul, cubriéndolo. Una pequeña ventana dejaba entrar la única luz a la habitación, pero alguien había clavado unas estacas de madera para trabarla. Para mantener a distancia a los ladrones, supuso Cassandra. Aunque no podía imaginarse qué podrían querer de semejante habitación.

Sintió la imperiosa necesidad de tumbarse en el catre, de sentir el frescor de la colcha contra su piel tibia, pero Nell había sido muy explícita —podía jugar en el piso inferior pero no tenía permiso para entrar en el apartamento— y Cassandra acostumbraba a obedecer. En vez de entrar en el apartamento y dejarse caer sobre la cama, se volvió. Regresó al lugar en donde algún niño, mucho tiempo atrás, había pintado los rectángulos de una rayuela sobre el suelo de cemento. Revolvió en los rincones del cuarto en busca de una piedra adecuada, rebuscando hasta encontrar una regular, sin aristas que la enviaran en direcciones inesperadas.

Cassandra la hizo rodar —un aterrizaje perfecto en medio del primer cuadrado— y comenzó a saltar. Estaba en el número siete cuando la voz de su abuela, aguda como un vidrio quebrado, le llegó desde el piso superior.

—¿Qué clase de madre eres tú?

—No peor de lo que tú fuiste.

Cassandra permaneció inmóvil, balanceándose en una pierna en medio del cuadrado, mientras escuchaba. Se hizo el silencio, o al menos hasta donde pudo oír. Lo más probable es que hubieran vuelto a bajar la voz, recordando que los vecinos estaban a apenas unos metros a cada lado. Len a menudo le recordaba a Lesley cuando discutían que no ayudaría el que unos desconocidos estuvieran al tanto de sus asuntos. No parecía importarles que Cassandra escuchara cada una de sus palabras.

Comenzó a balancearse, perdió el equilibrio y apoyó el otro pie. Fue sólo por un segundo, pero luego volvió a levantarlo. Incluso Tracy Waters, que tenía fama entre las niñas de quinto grado por ser la más estricta de las juezas de rayuela, lo habría permitido, le habría dejado continuar su vuelta, pero Cassandra había perdido el entusiasmo por el juego. El tono de voz de su madre la había alterado. El vientre había comenzado a dolerle.

Tiró a un lado la piedra y se apartó de los cuadrados.

Hacía demasiado calor para salir fuera. Lo que en verdad quería hacer era leer. Escapar hacia el Bosque Encantado, trepar al Árbol Lejano o, como en las novelas de Los Cinco, al Cerro del Contrabandista. Evocó su libro, olvidado sobre su cama, en donde lo había dejado esa mañana, justo al lado de la almohada. Había sido una estupidez de su parte no traerlo; escuchó la voz de Len, como siempre que hacía alguna tontería.

Pensó entonces en los estantes de Nell, los viejos libros que rodeaban el apartamento. Seguramente a Nell no le importaría si elegía uno y se sentaba a leer. Pondría mucho cuidado en no dañarlo y dejar las cosas tal como las había encontrado.

El olor a polvo y tiempo estancado en el interior era intenso. Cassandra dejó que la vista recorriera la hilera de lomos de los libros, rojos, verdes y amarillos, y esperó a que un título la atrapara. Una gata atigrada estaba repantigada en el tercer estante, balanceando el rabo entre los libros, bajo un rayo de luz solar. Cassandra no la había visto antes y se preguntó de dónde habría salido y cómo habría entrado en el apartamento sin que lo advirtiera. La gata, notando que estaba siendo examinada, extendió las patas delanteras y miró fijamente a Cassandra con aires de reina. Después dio un salto en un prolongado y fluido movimiento, se dejó caer al suelo y desapareció bajo la cama.

Cassandra la observó esconderse, preguntándose cómo sería moverse con tanta facilidad, para desaparecer por completo. Parpadeó. Tal vez no por completo. En donde la gata había pasado por debajo de la manta se veía algo. Era pequeño y blanco. Rectangular.

Cassandra se agachó y alzó el borde de la manta. Espió debajo. Era una pequeña maleta, una vieja maleta. Estaba medio cerrada y Cassandra pudo distinguir algo de lo que contenía. Papeles, telas blancas, una cinta azul.

La certidumbre se adueñó de ella de repente, la sensación de que debía saber con exactitud qué contenía, incluso si significaba violar aún más las reglas de Nell. Con el corazón palpitante, tomó la maleta y la abrió, apoyando la tapa contra la cama. Comenzó a mirar los objetos del interior.

Un cepillo de plata, viejo, y con seguridad valioso, con una pequeña cabeza de leopardo labrada cerca de las cerdas para indicar que era de Londres. Un vestido blanco, pequeño y bonito, el tipo de vestidos antiguos que Cassandra nunca había visto, y mucho menos poseído; las niñas de la escuela se reirían si vistiera semejante prenda. Un fajo de papeles sujeto con una pálida cinta azul. Cassandra dejó que el nudo se deshiciera entre sus dedos y lo apartó para ver qué encontraba.

Un dibujo, un boceto en blanco y negro. La mujer más hermosa que Cassandra hubiera visto nunca, de pie bajo un arco en un jardín. No, no era un arco, era una arcada cubierta de hojas, la entrada a un túnel de árboles. Un laberinto, pensó ella de repente. Esa extraña palabra le llegó a la mente completamente formada.

Hileras de pequeñas líneas negras se combinaban mágicamente para dar forma a la imagen, y Cassandra se preguntó qué se sentiría al crear algo así. La imagen era extrañamente familiar, y al principio no pudo pensar cómo era posible eso. Después se dio cuenta: la mujer se parecía a un personaje de un libro de cuentos infantiles. Como una ilustración de un viejo relato de hadas, la doncella que se convierte en princesa cuando el apuesto príncipe la descubre bajo sus raídas ropas.

Dejó el boceto en el suelo, a su lado, y concentró su atención en el resto del manojo. Había algunos sobres con cartas en su interior, y un cuaderno con renglones que alguien había cubierto con floridas letras. Por lo que Cassandra sabía, podía haber estado escrito en otro idioma, pues no logró descifrarlo. Folletos y páginas de revistas habían sido apiladas con una vieja fotografía de un hombre y una mujer y una niña pequeña con largas trenzas. Cassandra no reconoció a nadie.

Debajo del cuaderno encontró un libro de relatos infantiles. La tapa era de cartón verde, la escritura dorada: Relatos mágicos para niñas y niños, de Eliza Makepeace. Cassandra repitió el nombre de la autora, disfrutando del misterioso susurro contra sus labios. Lo abrió, y más allá de la portada encontró la imagen de un hada sentada en el nido de un pájaro: largos cabellos flotantes, una corona de estrellas en torno a su cabeza, y grandes alas traslúcidas. Al observar con más detenimiento, se dio cuenta de que el rostro del hada era el mismo de la mujer del dibujo. Unas líneas en cursiva, como tela de araña, se enredaban en la base del nido, proclamándola como «Vuestra narradora, la señorita Makepeace». Con un delicioso escalofrío, se volvió al primer cuento de hadas, enviando sorprendidos pececillos de plata a escabullirse en todas las direcciones. El tiempo había amarilleado las páginas, deformando y estropeando sus esquinas. El papel estaba polvoriento al tacto y, cuando frotó una esquina gastada, le pareció que se desintegraba ligeramente, convirtiéndose en polvo.

No pudo contenerse. Se acurrucó en medio del catre. Era el lugar perfecto para leer: fresco, tranquilo y secreto. Cassandra siempre se escondía para leer, aunque no sabía bien por qué. Era como si no pudiera desembarazarse de la sospecha de que estaba siendo perezosa, que el entregarse tan completamente a algo tan placentero debía de estar, seguramente, mal.

Pero a pesar de ello se entregó. Se dejó caer por la madriguera del conejo en dirección a un cuento de magia y misterio, sobre una princesa que vivía con una vieja ciega en una cabaña en los límites de un oscuro bosque. Una valiente princesa, más valiente de lo que Cassandra nunca sería.

Estaba a un par de páginas de terminar cuando los pasos en el piso de arriba le llamaron la atención.

Estaban acercándose.

Se incorporó rápidamente, retirando los pies de la cama y apoyándolos en el suelo. Quería, con desesperación, terminar de leer, averiguar qué le pasaría a la princesa. Pero no había tiempo. Guardó los papeles, metió otra vez todo en el maletín y lo deslizó debajo de la cama, borrando toda evidencia de su desobediencia.

Salió del apartamento, tomó una piedra y se volvió otra vez hacia la rayuela.

Para cuando su madre y Nell aparecieron junto a la puerta corredera, Cassandra ofrecía una imagen bastante convincente de alguien que había estado jugando a la rayuela toda la tarde.

—Ven aquí, pequeña —dijo Lesley.

Cassandra se sacudió los shorts y fue hasta su madre, sorprendida de que Lesley pasara un brazo sobre sus hombros.

—¿Te estás divirtiendo?

—Sí —contestó Cassandra cauta. ¿La habría descubierto?

Pero su madre no estaba enfadada. Todo lo contrario. Casi parecía triunfante. Miró a Nell.

—¿Te lo dije o no? Ésta sabe ocuparse de sí misma.

Nell no respondió y su madre continuó:

—Vas a quedarte aquí con la abuela Nell por un tiempo, Cassie. Una aventura.

Esto era una sorpresa; su madre debía de tener otros asuntos en Brisbane.

—¿Me quedaré a almorzar?

—Todos los días, supongo, hasta que vuelva a buscarte.

Cassandra fue súbitamente consciente de las agudas aristas de la piedra que sostenía. Del modo en que los bordes presionaban contra la yema de sus dedos. Miró a su madre y a su abuela. ¿Era un juego? ¿Estaba su madre bromeando? Esperó a ver si Lesley estallaba en risas.

No lo hizo. Simplemente miró a Cassandra, con sus enormes ojos azules.

Cassandra no pudo pensar en nada que decir.

—No he traído pijama —articuló finalmente.

Su madre, entonces, sonrió, rápida y ampliamente, aliviada, y Cassandra entrevio que de alguna manera la posibilidad de oponerse había pasado.

—No te preocupes por eso, tontorrona. Te he preparado una bolsa que está en el coche. No pensarías que iba a dejarte sin una bolsa, ¿verdad?

Durante toda la conversación, Nell permaneció en silencio, rígida, mirando a Lesley de una manera que Cassandra reconoció como desaprobadora. Supuso que su abuela no quería que se quedara. Las niñas tenían el hábito de entorpecerlo todo, es lo que Len estaba diciendo siempre.

Lesley fue hasta el automóvil, se inclinó por la ventanilla trasera, abierta, y tomó la bolsa. Cassandra se preguntó cuándo la habría preparado, y por qué no habría dejado que lo hiciera ella.

—Aquí está, pequeña —dijo Lesley, lanzándole la bolsa—. Ahí dentro hay una sorpresa para ti, un vestido nuevo. Len me ayudó a elegirlo.

Se enderezó y le dijo a Nell:

—Sólo una o dos semanas, te lo prometo. Sólo mientras Len y yo arreglamos nuestras cosas. —Lesley acarició los cabellos de Cassandra—. Tu abuela Nell está ansiosa por tenerte de visita. Serán unas auténticas vacaciones de verano, algo que contar a los otros niños cuando regreses a la escuela.

En ese momento, su abuela sonrió, sólo que no fue una sonrisa feliz. Cassandra pensó que sabía lo que significaba sonreír de esa manera. Lo hacía con frecuencia cada vez que su madre le prometía algo que ella deseaba con todas sus fuerzas, aun sabiendo que tal vez no lo cumpliría.

Lesley dejó caer un beso en su mejilla, le cogió la mano, se la apretó y, cuando quiso darse cuenta, se había marchado. Antes de que Cassandra pudiera abrazarla, decirle que condujera con cuidado, preguntarle cuándo, exactamente, estaría de vuelta.

* * *

Más tarde, Nell preparó la cena —gruesas salchichas de cerdo, puré de patatas y guisantes de lata— y comieron en la angosta sala junto a la cocina. La casa de Nell no tenía mosquiteros en las ventanas como el apartamento de Len en Burleigh Beach; en cambio, tenía un matamoscas de plástico en la repisa de la ventana a su lado. Cuando las moscas o los mosquitos amenazaban, ella golpeaba con rapidez. Lo hacía con tanta rapidez y naturalidad que la gata, dormida en el regazo de Nell, apenas si parpadeaba.

El achaparrado ventilador colocado sobre la nevera agitaba el aire espeso y húmedo de un lado a otro mientras cenaban; Cassandra respondió a las ocasionales preguntas de su abuela tan educadamente como pudo, y finalmente el examen de la cena concluyó. Ayudó a secar los platos y después Nell la llevó al baño y comenzó a llenar la bañera con agua tibia.

—Lo único peor que un baño frío en invierno —observó Nell descuidadamente— es un baño caliente en verano. —Tomó una toalla marrón del armario y la dejó sobre la cisterna del retrete—. Puedes cerrar el grifo cuando el agua llegue a esta línea. —Señaló una grieta en la porcelana verde, luego se puso de pie, alisando su vestido—. ¿Estarás bien?

Cassandra asintió y sonrió. Esperaba haber respondido correctamente, los adultos a veces eran tramposos. Sabía que, por lo general, no les gustaba que los niños dieran a conocer sus sentimientos, al menos no los oscuros. Len solía recordarle con frecuencia que los niños buenos sonreían y aprendían a mantener sus pensamientos más negros para sí. Nell era, empero, diferente; Cassandra no estaba segura de cómo lo sabía, pero presentía que las reglas de Nell eran distintas. De todas formas, lo mejor era jugar sobre seguro.

Ése fue el motivo por el que no había mencionado el cepillo de dientes o, más bien, la falta de cepillo de dientes. Lesley siempre se olvidaba de esas cosas cuando pasaban un tiempo lejos del hogar, pero Cassandra sabía que una o dos semanas sin él no acabarían con ella. Se recogió el pelo y lo ató sobre su cabeza con una goma. En casa usaba un gorro de ducha, pero no estaba segura de si Nell tendría uno, y no quiso preguntar. Se metió en la bañera y se sentó en el agua tibia, abrazando sus rodillas contra sí y cerrando los ojos. Escuchó cómo el agua lamía los bordes de la bañera, el zumbido de la lamparilla, un mosquito en algún lugar del cuarto.

Se quedó así por un tiempo, y sólo salió cuando se dio cuenta de que, si seguía retrasándolo, Nell podría volver a buscarla. Se secó, colgó la toalla cuidadosamente, alineando los bordes, y luego se puso el pijama.

Encontró a Nell en la solana, poniendo sábanas y una manta en un diván.

—No suele utilizarse para dormir —indicó Nell, acomodando una almohada en su sitio—. El colchón no es gran cosa, y los muelles están un poco duros, pero tú eres menudita. Estarás lo suficientemente cómoda.

Cassandra asintió gravemente.

—No será por mucho tiempo. Sólo una o dos semanas, mientras tu madre y Len arreglan sus cosas.

Nell sonrió con amargura. Echó un vistazo al cuarto y luego a Cassandra.

—¿Necesitas alguna otra cosa? ¿Un vaso con agua? ¿Una lámpara?

Cassandra se preguntó vagamente si Nell tendría un cepillo de dientes de más, pero no pudo articular las palabras necesarias para preguntarle. Negó con la cabeza.

—Adentro entonces —dijo Nell, apartando el embozo.

Cassandra se deslizó obediente en la cama y Nell la cubrió con las sábanas. Eran sorprendentemente suaves, gastadas por el uso de un modo agradable, con un aroma poco familiar pero limpio.

Nell vaciló.

—Bueno… buenas noches.

—Buenas noches.

Después apagó la luz y Cassandra se quedó sola.

* * *

En la oscuridad, los ruidos extraños parecían acrecentarse. El tráfico en una colina distante, un aparato de televisión en la casa de uno de los vecinos, los pasos de Nell en otra habitación. Del otro lado de la ventana las campanillas tintineaban, y Cassandra se dio cuenta de que el aire estaba cargado del aroma de los eucaliptos y el olor del asfalto. Se acercaba una tormenta.

Se acurrucó bajo las mantas. No le gustaban las tormentas, eran impredecibles. Con suerte, ésta pasaría de largo sin tener tiempo de descargar toda su fuerza. Hizo un pequeño trato consigo misma: si podía contar hasta diez antes de que el siguiente automóvil resonara en la cercana colina, todo estaría bien. La tormenta pasaría con rapidez y su madre volvería a buscarla antes de una semana.

Uno. Dos. Tres… No hizo trampa, no se apresuró… Cuatro. Cinco… Nada hasta el momento, falta sólo la mitad… Seis. Siete… Respiraba agitada, no había pasado aún automóvil alguno, casi a salvo… Ocho.

De pronto, se sentó. Recordó que su bolsa tenía bolsillos interiores. Su madre no se había olvidado, sólo había guardado el cepillo de dientes en uno de ellos, para mayor seguridad.

Cassandra saltó de la cama justo cuando una fuerte ráfaga hizo chocar las campanillas contra la ventana. Avanzó a tientas por el cuarto con los pies desnudos, fríos por la corriente de aire que se filtraba entre las tablas del suelo.

El cielo gruñía ominoso sobre la casa para luego iluminarse de modo espectacular. Infundía peligro, lo que le recordó la tormenta del cuento de hadas que había leído esa tarde, la furiosa tormenta que había seguido a la princesita hasta la cabaña de la vieja.

Cassandra se arrodilló en el suelo, buscando en un bolsillo tras otro, deseando que sus dedos apresaran la forma familiar del cepillo de dientes.

Gruesas gotas de lluvia comenzaron a caer con fuerza sobre el techo de metal corrugado. Al principio en forma esporádica, luego más seguidas, hasta que Cassandra no pudo percibir intervalo alguno entre ellas.

Ya puestos, no perdía nada por revisar la parte central de la bolsa: el cepillo de dientes era pequeño, tal vez estuviera tan al fondo que le había pasado desapercibido. Metió sus manos hasta el fondo y sacó todo lo que había. El cepillo no estaba allí.

Cassandra se tapó los oídos mientras otro trueno sacudía la casa. Se puso de pie y cruzó los brazos contra su pecho, vagamente consciente de su propia delgadez, de su inconsistencia, mientras se refugiaba apresuradamente bajo las sábanas.

La lluvia caía sobre los aleros, corría por las ventanas en arroyuelos, desbordaba los canalones que habían sido tomados por sorpresa.

Debajo de las sábanas, Cassandra yacía inmóvil, abrazando su cuerpo. A pesar del húmedo aire tibio, sentía escalofríos en los brazos. Sabía que debía procurar dormir, que si no lo hacía por la mañana estaría cansada, y que a nadie le gusta pasar el tiempo junto a alguien gruñón.

Pero, por más que lo intentaba, el sueño no llegaba. Contó ovejas, cantó en silencio canciones sobre submarinos amarillos, naranjas y limones, jardines bajo el mar, se contó a sí misma cuentos de hadas. Pero la noche amenazaba con prolongarse indefinidamente.

Bajo la luz de los relámpagos, la lluvia que caía y los truenos que rasgaban el cielo, Cassandra comenzó a llorar. Las lágrimas que habían aguantado durante largo tiempo fueron por fin liberadas bajo el oscuro velo de la lluvia.

¿Cuánto tiempo transcurrió antes de que se percatara de la oscura silueta de pie junto a la puerta? ¿Un minuto? ¿Diez?

Ahogó un sollozo en la garganta, reteniéndolo a pesar de que le quemaba.

Un susurro, la voz de Nell.

—Vine a asegurarme de que la ventana estuviera cerrada.

Contuvo el aliento y se secó los ojos con la punta de la sábana.

Nell se había acercado; Cassandra podía sentir la extraña electricidad que se genera cuando otra persona permanece cerca pero sin tocarse.

—¿Qué sucede?

La garganta de Cassandra, todavía entumecida, rehusaba dejar que las palabras se abrieran paso.

—¿Es la tormenta? ¿Tienes miedo?

Cassandra negó con la cabeza.

Nell se sentó muy tiesa al borde de la cama, ajustando su bata en torno a la cintura. Otro relámpago. Cassandra pudo ver el rostro de su abuela, reconoció los ojos de su madre con sus bordes ligeramente hacia abajo.

El sollozo finalmente se desprendió.

—Mi cepillo de dientes —dijo entre lágrimas—. No tengo mi cepillo de dientes.

Nell la miró por un momento, confundida, y luego tomó a Cassandra en brazos. La pequeña se resistió al principio, sorprendida por lo repentino, lo inesperado del gesto, pero luego se rindió a él. Se dejó caer, la cabeza contra el blando cuerpo perfumado de lavanda, sacudiendo los hombros mientras las tibias lágrimas caían sobre el camisón de su abuela.

—Bueno, bueno —susurró Nell, acariciando los cabellos de Cassandra—. No te preocupes. Te buscaremos otro. —Volvió la cabeza para mirar la lluvia deslizarse contra la ventana y apoyó la mejilla sobre la cabeza de Cassandra—. Eres una superviviente, ¿me oyes? Vas a estar bien. Todo va a salir bien.

Y aunque Cassandra no podía creer que las cosas alguna vez estarían bien, se sintió reconfortada por las palabras de Nell. Algo en la voz de su abuela le hizo intuir que la entendía, que sabía lo aterrador que era pasar una noche de tormenta, sola, en un lugar desconocido.