Mansión Blackhurst, Cornualles, 1913
Los cascos de los caballos tronaron contra la tierra fría y reseca, en dirección al oeste, hacia Blackhurst, pero Eliza no los escuchó. La esponja del señor Mansell había cumplido su trabajo y estaba perdida en una nube de cloroformo, su cuerpo postrado en un oscuro rincón del carruaje…
La voz de Rose, suave y quebrada: «Hay algo que necesito, algo que sólo tú puedes hacer. Mi cuerpo me falla, como siempre ha hecho, pero el tuyo, prima, es fuerte. Necesito que tengas un hijo para mí, un hijo de Nathaniel».
Y Eliza, que había esperado tanto tiempo, que había deseado desesperadamente ser necesitada, que siempre se había sabido una mitad en busca de su doble, no tuvo que pensarlo. «Por supuesto —había dicho—. Claro que te ayudaré, Rose».
Él fue todas las noches durante una semana, tía Adeline, con la asistencia del doctor Matthews, calculó las fechas y Nathaniel hizo lo que se le solicitó. Recorrió el laberinto, fue hacia el lateral de la cabaña, y cruzó el umbral de la casa de Eliza.
En la primera noche, Eliza esperó dentro, yendo y viniendo por la cocina, preguntándose si llegaría, si debería haber preparado algo. Preguntándose cómo se comportaba la gente en semejantes ocasiones. Había accedido a la petición de Rose sin dudarlo, y en las semanas que siguieron había pensado poco en el compromiso que significaba. Estaba demasiado rebosante de gratitud porque Rose por fin la necesitaba. Fue sólo a medida que se acercaba la fecha cuando comenzó a contemplar lo hipotético como real.
Y sin embargo, no había nada que no hiciera por Rose. Se repitió una y otra vez que sus acciones fraguarían su unión para siempre, sin importar lo espantoso que fuera el misterioso acto. Se convirtió en una suerte de mantra, un encantamiento. Ella y Rose estarían unidas como nunca antes. Rose la querría más que nunca, no se apartaría de ella tan fácilmente. Todo era para Rose.
Cuando escuchó la puerta la primera noche, Eliza repitió su mantra, abrió la puerta y dejó entrar a Nathaniel.
Él permaneció de pie un tiempo en el vestíbulo, más grande de lo que lo recordaba, más oscuro, hasta que Eliza le indicó el perchero. Él se quitó el abrigo, luego le sonrió, casi agradecido. Fue entonces cuando se dio cuenta de que él estaba tan turbado como ella.
La siguió a la cocina, gravitando hacia la seguridad, la solidez de la mesa, se reclinó contra el respaldo de la silla.
Eliza permaneció de pie al otro lado, limpiándose las manos en las faldas, preguntándose qué decir, cómo proceder. Lo mejor era, seguramente, hacer lo necesario y terminar de una vez. No había motivo de alargar la incomodidad. Abrió la boca para decirlo, pero Nathaniel ya estaba hablando…
—… Pensé que te gustaría verlo. He estado trabajando en ellos todo el mes.
Entonces vio que él llevaba consigo una cartera de cuero.
La colocó sobre la mesa y retiró una serie de papeles de su interior. Esbozos, observó Eliza.
—Comencé con «La caza del hada». Puso la hoja frente a Eliza, y cuando ella la tomó, vio que le temblaban las manos.
Eliza posó su mirada en la ilustración: líneas negras, sombras de líneas entrecruzadas. Una mujer pálida y delgada reclinada sobre el parapeto de una torre fría y oscura. El rostro de la mujer había sido realizado con trazos largos y delgados. Era hermosa, mágica, esquiva, tal como Eliza la describía en el cuento. Y sin embargo, había algo más en el rostro del hada perseguida, en el dibujo de Nathaniel, que impresionó a Eliza. La mujer del boceto se parecía a Madre. No literalmente, había algo en la curva de los labios, los ojos almendrados, las altas mejillas. En algún modo indescriptible, por alguna magia, Nathaniel había capturado a Georgiana en su descripción de los miembros sin vida del hada, su agotamiento, la inusual resignación en sus facciones. Lo más extraño de todo era que, por primera vez, Eliza se daba cuenta de que en su historia sobre el hada perseguida, había estado describiendo a su madre.
Lo miró, examinando sus ojos oscuros que habían visto, de algún modo, dentro de su alma. Él sostuvo su mirada, y el fuego del hogar fue entonces algo más cálido entre ambos.
* * *
La circunstancia lo exacerbaba todo. Las voces eran demasiado fuertes, los movimientos demasiado repentinos, el aire demasiado frío. El acto no era tan espantoso como había temido, ni tampoco corriente. Y había algo inesperado en el acto mismo que no podía sino disfrutar. Una proximidad, una intimidad de la que había sido privada durante mucho tiempo. Se sentía parte de un par.
Ella no lo era, claro, y era una traición a Rose siquiera pensar en ello, sin importar la brevedad del pensamiento, y sin embargo… Sus dedos sobre su espalda, su costado, sus muslos. La calidez en donde se encontraban los cuerpos desnudos. Su aliento en su cuello…
Ella abrió los ojos y observó su rostro, las expresiones y los relatos acomodándose en sus facciones. Y cuando él abrió sus ojos su mirada se trenzó con la de ella, y sintió que ella era sí misma, de pronto, e inesperadamente, que era un cuerpo. Anclado, sólido, real.
Y después terminó y se separaron, el lazo de la conexión física se evaporó. Se vistieron y ella bajó las escaleras. De pie con él junto a la puerta principal, conversando sobre la marea alta, la posibilidad de mal tiempo en las semanas entrantes. Una charla educada, como si él no se hubiera detenido más que a pedirle prestado un libro.
Al final, su mano se extendió para abrir la puerta y un pesado silencio se extendió entre ambos. El peso de lo que habían hecho. Él abrió la puerta, volvió a cerrarla. Volvió su rostro hacia el de ella.
—Gracias —le dijo.
Ella asintió.
—Rose quiere… Ella necesita…
Ella volvió a asentir, y él sonrió apenas. Abrió la puerta y desapareció en la noche.
* * *
Con el paso de la semana, lo inusual se convirtió en usual y se estableció una rutina. Nathaniel llegaba con sus más recientes dibujos y juntos discutían las historias, las ilustraciones. Él también llevaba sus lápices, hacía modificaciones mientras hablaban. Con frecuencia, cuando los dibujos estaban completos, su conversación pasaba a otros asuntos.
Hablaban, también, mientras yacían juntos en el estrecho lecho de Eliza. Nathaniel le contaba historias de la familia que Eliza había creído muerta, la dureza de su juventud, su padre en los muelles y las manos de su madre, cuarteadas por el lavado. Y Eliza se vio contándole cosas de las cuales nunca había hablado, secretos del pasado: sobre Madre, y el padre que nunca conoció, sus sueños de seguirlo por alta mar. Tal era la extraña e inesperada intimidad de su conexión, que incluso habló de Sammy.
Así pasó la semana y en la última noche, Nathaniel llegó más temprano. Parecía reacio a cumplir con lo que debían hacer. Se sentaron en extremos opuestos de la mesa, como la primera noche, pero no hubo intercambio de palabras. De pronto, sin aviso, Nathaniel extendió su mano y tomó una hebra de sus cabellos, rojo tirando a dorado bajo el brillo de la luz de las velas. Su rostro mientras examinaba los cabellos entre sus dedos se mostraba concentrado. El cabello oscuro caía haciendo sombra en sus mejillas y sus ojos negros se abrían con pensamientos no pronunciados. Eliza sufrió una repentina opresión en el pecho.
—No quiero que termine —confesó, por fin, en voz baja—. Es tonto, lo sé, pero siento…
Hizo una pausa mientras Eliza llevaba un dedo a sus labios y lo silenciaba.
Su propio corazón golpeaba bajo su vestido mientras rezaba para que él no continuara. No podía consentir que terminara la frase —a pesar de que una parte desleal de ella ansiaba oírla—, porque las palabras tienen poder. Eliza lo sabía mejor que nadie. Ya se habían permitido sentir demasiado, y no había lugar en su acuerdo para los sentimientos.
Eliza sacudió suavemente la cabeza y por fin él asintió. Se negó a mirarla por un tiempo, sin decir nada. Y mientras se concentraba, dibujando en silencio, Eliza suprimió el ardiente deseo de decirle que había cambiado de opinión.
Cuando él se marchó esa noche y Eliza regresó al interior, las paredes de la cabaña le parecieron inusualmente silenciosas y sin vida. Encontró un trozo de papel en donde Nathaniel había estado sentado, lo volvió y vio su rostro. Un dibujo. Y por una vez no le importó que la capturaran en el papel.
* * *
Eliza sabía que habían tenido éxito incluso antes de que pasara el primer mes. Una inexplicable sensación de tener compañía, incluso cuando se sabía sola. Después su periodo se retiró y lo supo a ciencia cierta. Mary, que había perdido su bebé, había sido recibida nuevamente en Blackhurst de modo temporal, encargada de actuar de lazo entre la casa y la cabaña. Cuando Eliza le dijo que sí, que creía que una pequeña vida crecía dentro suyo, Mary suspiró, sacudió la cabeza y luego llevó el mensaje a tía Adeline.
Un muro fue construido en torno a la cabaña de modo que cuando el vientre de Eliza comenzara a hincharse nadie pudiera verlo. Las mentiras más sencillas son las más fuertes y ésta funcionó a la perfección. El deseo de Eliza por viajar era conocido. No era exagerado que la gente creyera que se había ido sin decir palabra, y que volvería cuando lo considerara oportuno. Mary era enviada por la noche con provisiones, y el doctor Matthews, el médico de la tía Adeline, la examinaba cada dos semanas, bajo el negro velo de la noche, para asegurarse del progreso del embarazo.
Durante los meses de encierro, Eliza vio a poca gente, y sin embargo nunca se sintió sola. Le cantaba a su vientre hinchado, le susurraba historias, tenía sueños extraños y vibrantes. La cabaña parecía abrazarla, como un viejo y cálido abrigo.
Y el jardín, un lugar en donde su corazón siempre había vibrado, era ahora más hermoso que nunca. Las flores olían más dulces, se veían más brillantes, crecían más rápido. Un día, cuando estaba sentada bajo el manzano, y el tibio aire se movía pesadamente a su alrededor, cayó en un profundo sueño. Mientras dormitaba, le llegó una historia, tan vívida como si un desconocido que pasara se hubiera arrodillado junto a su oído y le susurrara el relato. Un cuento sobre una joven mujer que se sobreponía a sus miedos y viajaba una gran distancia a fin de descubrir la verdad para una anciana querida.
Eliza se despertó de repente, con la certeza de que el sueño era importante, que debía ser convertido en un cuento de hadas. A diferencia de otros sueños que le sirvieron de inspiración, éste requirió escasa manipulación. La criatura, el bebé en sus entrañas, era también parte principal de la historia. Eliza no podía explicar cómo es que lo sabía, pero tenía la más extraña certidumbre de que la criatura estaba vinculada de algún modo al relato, que la había ayudado a recibir la historia de modo tan vívido, tan completo.
Eliza escribió el cuento esa tarde, lo tituló «Los ojos de la vieja» y durante las siguientes semanas se encontró preguntándose con frecuencia sobre la triste mujer cuya verdad le había sido arrebatada. Aunque no había visto a Nathaniel desde la noche de su último encuentro, Eliza sabía que él seguía trabajando en las ilustraciones para su libro, y ansiaba ver las que su nuevo cuento había inspirado. Una noche oscura, cuando Mary le llevó las provisiones, Eliza preguntó por él, manteniendo el tono neutro, incluso al preguntar si tal vez Mary podía transmitirle su deseo de que la visitara en alguna próxima oportunidad. Mary sólo sacudió la cabeza.
—La señora Walker no lo permitirá —dijo, bajando la voz, aunque estaban a solas en la cabaña—. La escuché llorar con la señora sobre el asunto, y la señora estaba diciendo que no era correcto que él atravesara el laberinto para venir a verla. Ya no más, no después de lo sucedido. —Miró el vientre hinchado de Eliza—. Dijo que las cosas podrían volverse confusas.
—Pero eso es ridículo —protestó Eliza—. Lo que he hecho fue por Rose. Tanto Nathaniel como yo la queremos, hicimos lo que ella nos pidió para darle lo que ansía más que nada.
Mary, quien había dejado claro su opinión sobre lo que Eliza había hecho, y lo que intentaba hacer una vez que naciera la criatura, guardó silencio.
Eliza suspiró, frustrada.
—Sólo deseo hablar con él sobre las ilustraciones para los cuentos de hadas.
—Ésa es otra cosa que no hace feliz a la señora Walker —informó Mary—. A ella no le gusta que dibuje para sus cuentos.
—¿Por qué habría de molestarla?
—Celos, es lo que tiene, está verde de envidia como los dedos de Davies. No puede soportar que dedique su tiempo y energía a pensar en sus historias.
Eliza dejó de esperar a Nathaniel después de eso; le envió una versión manuscrita de «Los ojos de la vieja» por medio de Mary, quien aceptó —contra su voluntad, según dijo— entregarla. Un mensajero le envió un obsequio unos días más tarde, una estatua para su jardín, un pequeño niño con rostro de ángel. Eliza supo, sin siquiera leer la tarjeta que lo acompañaba, que Nathaniel lo había enviado pensando en Sammy. En la carta también se había disculpado por no visitarla, se interesaba por su salud, y luego, rápidamente, pasaba a decirle cuánto le había gustado la nueva historia, cómo su magia se había apoderado de sus pensamientos, que las ideas para las ilustraciones lo desbordaban, por lo que apenas podía pensar en otra cosa.
Rose la visitaba una vez al mes, pero Eliza aprendió a recibir esas visitas con cautela. Las cosas siempre comenzaban bien, Rose sonreía abiertamente cuando veía a Eliza, preguntaba por su salud, y aprovechaba la primera oportunidad para sentir al bebé moviéndose dentro de su vientre. Pero en algún momento de la visita, sin aviso ni provocación, Rose se retraía inexplicablemente, entrelazaba sus manos, y se negaba a volver a tocar el vientre de Eliza, incluso a mirarla a los ojos. Sus dedos jugueteaban, en cambio, con su propio vestido, relleno como para sugerir un embarazo.
Después del sexto mes, Rose dejó de visitarla por completo. Eliza esperó en vano el día previsto, confundida, preguntándose si se había, de algún modo, equivocado en la fecha. Pero estaba escrita en su diario.
Su primer temor fue que Rose hubiera enfermado, porque seguramente nada le impediría, si no, visitarla. Cuando Mary llegó la vez siguiente con el cesto de provisiones, Eliza le preguntó ansiosa.
Mary dejó el cesto y puso la tetera a calentar. No respondió durante un tiempo.
—¿Mary? —preguntó Eliza arqueando la espalda para acomodar al bebé que estaba haciendo presión sobre un costado—. No debes tratar de protegerme. Si Rose no está bien…
—No es nada de eso, señorita Eliza —contestó Mary apartándose del fogón—. Sólo que a la señora Walker le resulta muy angustioso visitarla.
—¿Angustioso?
Mary no miró a Eliza a los ojos.
—La hace sentir su fracaso, incluso más que antes. Ella, incapaz de concebir, y usted madura como un melocotón. Después de las visitas vuelve a casa y permanece afectada durante días. No recibe al señor Walker, se pelea con la señora, no toma su comida.
—Entonces espero que el bebé nazca pronto. Cuando entregue a la criatura, cuando Rose sea una madre, entonces se olvidará de tales sentimientos.
Y de ese modo, estaba de regreso a aguas conocidas: Mary negando con la cabeza y Eliza defendiendo su decisión.
—No es lo correcto, señorita Eliza. Una madre no puede deshacerse de su hijo.
—No es mi hijo, Mary. Le pertenece a Rose.
—Puede que no piense lo mismo cuando llegue el momento.
—No lo haré.
—No lo sabe…
—No cambiaré de parecer, porque no puedo. He dado mi palabra. Si fuera a cambiar de idea, Rose no podría soportarlo.
Mary enarcó las cejas.
Eliza se obligó a hablar con voz decidida.
—Entregaré a la criatura, y Rose volverá a ser feliz. Todos seremos felices juntos, como solía ser tiempo atrás. ¿No lo ves, Mary? Esa criatura lleva consigo el regreso de Rose hacia mí.
Mary sonrió con tristeza.
—Tal vez tenga razón, señorita Eliza —dijo, aunque no sonaba muy convencida.
* * *
Entonces, después de meses en los que el tiempo pareció detenerse, llegó el final. Dos semanas antes de lo anticipado. Dolor, dolor cegador, el cuerpo como una pieza de maquinaria despertando a la vida para hacer aquello para lo que había sido creado. Mary, quien había reconocido los síntomas del inminente nacimiento, se aseguró de estar allí para ayudarla. Su madre había hecho de partera toda la vida y sabía lo que había que hacer.
El parto transcurrió sin problemas, la criatura era la más hermosa que Eliza hubiera visto jamás, una niñita con pequeñas orejas delicadamente pegadas a la cabeza y delgados dedos pálidos que se agitaban sorprendidos cada tanto, cuando sentían el aire pasar entre ellos.
Aunque Mary había recibido órdenes de avisar a Blackhurst de inmediato ante cualquier señal del parto, permaneció en silencio en los días siguientes. Habló sólo con Eliza, urgiéndole a reconsiderar su parte en el horrible acuerdo. Porque no era lo correcto, le susurraba Mary una y otra vez, que a una mujer se le pidiera que abandonara a su propia hija.
Durante tres días y sus noches, Eliza y la criatura estuvieron a solas. Qué extraño era encontrarse con esa personita que había vivido y crecido dentro de su cuerpo. Acariciar las manitas y piececillos que había intentado agarrar cuando empujaban desde dentro de su vientre. El mirar los diminutos labios, fruncidos como si fueran a hablar. Una expresión de infinita sabiduría, como si en esos primeros días de vida la pequeña persona retuviera el conocimiento de una vida que acabara de concluir.
Entonces, a mitad de la tercera noche, Mary llegó a la cabaña, permaneció de pie junto a la entrada e hizo el temido anuncio. Habían arreglado una visita del doctor Matthews para la noche siguiente. Mary bajó la voz y tomó las manos de Eliza: si había alguna parte en ella que quisiera quedarse con la criatura, debía partir ya mismo. Debía tomar a la criatura y huir.
Pero aunque la invitación a escapar se anudó en torno al corazón de Eliza, tironeándola y llamándola a la acción, lo desanudó con presteza. Ignoró el agudo dolor en el pecho, y le aseguró a Mary, como había hecho antes, que sabía lo que hacía. Miró a la niña por última vez, miró y remiró la pequeña carita perfecta, intentó comprender que ella la había hecho, que ella había hecho eso, maravilloso, hasta que finalmente el latido en su cabeza, en su corazón, en su alma, fue intolerable. Y entonces, de alguna manera, como si se mirara desde lejos, hizo lo que había prometido: entregó a la pequeña niña y permitió que se la llevaran. Cerró la puerta detrás de Mary, y se quedó, sola, en la cabaña silenciosa y sin vida. Y cuando el alba invernal llegó al jardín, y los muros de la cabaña volvieron a retirarse, Eliza se dio cuenta de que nunca antes había conocido el negro dolor de la soledad.
* * *
Aunque despreciaba a Mansell, hombre de confianza de Linus, y había maldecido su nombre cuando llevó a Eliza hasta ellos, Adeline no podía negar que el hombre sabía cómo encontrar a la gente. Cuatro días habían pasado desde que fuera enviado a Londres, y esa tarde, mientras intentaba bordar en una de las habitaciones, Adeline había recibido una llamada.
Mansell, al otro lado de la línea, fue caritativamente discreto. Uno nunca sabe quién puede estar escuchando en otra extensión. «Le telefoneo, lady Mountrachet, para hacerle saber que algunas de las mercaderías que ha requerido ya han llegado».
Adeline sintió que el aire se le atoraba en la garganta. ¿Tan pronto? Anticipación, esperanza, nervios, todo hizo que le escocieran las puntas de los dedos.
—¿Podría decirme si es el encargo más grande o el más pequeño el que ha recibido?
—El más grande.
Adeline entrecerró los párpados. Amortiguó en su voz el alivio y el placer.
—¿Y cuándo realizará la entrega?
—Partimos de Londres de inmediato. Llegaré a Blackhurst mañana por la noche.
Entonces Adeline esperó. Seguía esperando. Yendo de un lado a otro por la alfombra turca, alisando sus faldas, reprendiendo a los criados, mientras, todo el tiempo, planeaba cómo deshacerse de Eliza.
* * *
Eliza había accedido a no acercarse nunca a la casa y así había hecho. Pero observaba. Y se dio cuenta de que incluso cuando había ahorrado lo suficiente para comprar un pasaje en barco, y viajar a tierras lejanas, algo la retenía. Era como si, con el nacimiento de la criatura, el ancla que Eliza había buscado toda su vida se hubiera enterrado en las tierras de Blackhurst.
La atracción de la niña era magnética, y por ello se quedó. Pero cumplió su promesa para con Rose y se mantuvo alejada de la casa. Encontró otros lugares para esconderse y desde los cuales observar.
Así como lo había hecho de pequeña, acostada sobre la repisa del altillo que ocupaba en casa de la señora Swindell. Mirando el mundo girar a su alrededor mientras permanecía inmóvil, lejos de la acción.
Porque con la pérdida de la criatura, Eliza descubrió que había caído en el centro de su antigua vida, su antiguo ser. Había hecho a un lado su derecho de nacimiento, y abandonado, en el proceso, su propósito vital. Escribía raramente, sólo un cuento de hadas que juzgó digno de incluir en la colección. Una historia sobre una mujer joven que vivía sola en un bosque oscuro, que tomaba la decisión equivocada por buenos motivos y se destruía a sí misma en el ínterin.
Los pálidos meses se volvieron largos años, y luego, una mañana de verano de 1913, el libro de cuentos de hadas le fue enviado por el editor. Eliza lo llevó consigo a la cabaña de inmediato, arrancó el envoltorio para dejar al descubierto el tesoro encuadernado en cuero. Se sentó en la mecedora, abrió el libro y lo llevó a su rostro. Olía a tinta fresca y a goma de pegar, como un libro de verdad. Y allí, dentro, estaban sus historias, sus queridas creaciones. Volvió las gruesas y frescas páginas, cuento por cuento, hasta que llegó a «Los ojos de la vieja». Lo leyó por completo y al avanzar recordó el extraño, vívido sueño en el jardín, la sensación de que la niña en sus entrañas era importante para el relato.
Y Eliza supo en ese instante que la niña, su niña, debía poseer una copia de ese cuento, que ambas estaban de alguna manera conectadas. Por eso envolvió el libro en papel de embalar, esperó su oportunidad, y luego hizo lo que había prometido no hacer: cruzó la puerta al final del laberinto y se acercó a la casa.
* * *
Motas de polvo, cientos de ellas, danzaban en un rayo de luz que había aparecido entre dos barriles. La pequeña sonrió y la Autora, el acantilado, el laberinto, mamá, huyeron de sus pensamientos. Extendió un dedo, intentó atrapar una mota. Rio ante el modo en que las motas se acercaban antes de volver a alejarse.
Los ruidos de más allá de su escondite estaban cambiando. La pequeña niña podía escuchar el ruido de movimientos, voces teñidas de excitación. Se inclinó hacia el velo de luz y apretó el rostro contra las frías maderas de los barriles. Con un ojo espió los muelles.
Piernas, zapatos y dobladillos de vestidos. Las colas de brillantes serpentinas agitándose de un lado al otro. Astutas gaviotas, buscando migas en la cubierta.
Una sacudida y el enorme barco se quejó, un quejido largo y profundo desde el fondo de su vientre. Las vibraciones pasaron a través de los maderos de cubierta hasta llegar a las yemas de los dedos de la pequeña. Un momento de tensión en el que se descubrió conteniendo el aliento, las palmas contra el cuerpo, después el barco dio un salto, se apartó del muelle. Se escuchó el pitido de la sirena y una oleada de saludos, gritos de «¡Buen viaje!». Estaban en camino.
* * *
Llegaron a Londres de noche. La oscuridad caía pesada y espesa en los pliegues de la calle, mientras avanzaban desde la estación de tren hacia el río. La pequeña estaba cansada —Eliza la había tenido que despertar cuando llegaron a su destino—, pero no se quejó. Sostuvo la mano de Eliza y la siguió pisándole los talones.
Esa noche, compartieron una cena de caldo y pan en su habitación. Ambas estaban cansadas del viaje y hablaron poco, cada una observando a la otra, con curiosidad, por encima de las cucharas. La pequeña preguntó una vez por su mamá y su papá, pero Eliza sólo dijo que los encontraría al final del viaje. No era cierto, pero era necesario: haría falta tiempo para decidir la mejor forma de darle la noticia de la muerte de Rose y Nathaniel.
Después de cenar, Ivory se quedó rápidamente dormida en la única cama del cuarto, y Eliza se sentó junto a la ventana. Miró alternativamente la calle oscura, llena de caminantes apresurados, y a la niña dormida, agitándose leve debajo de las sábanas. A medida que pasaban las horas, Eliza se acercó a la niña, observando el rostro de cerca, hasta que por fin se arrodilló gentilmente a su lado, tan cerca que podía sentir el aliento de la niña en su cabello y contar las diminutas pecas en su rostro dormido. Y qué perfección la de su rostro, qué gloriosa piel marmórea y labios rosados. Era el mismo rostro, se dio cuenta Eliza, la misma expresión que había observado en los primeros días de vida de la niña. El mismo rostro que había visto con tanta frecuencia en sueños.
Fue arrebatada entonces por una urgencia, una necesidad —un amor, supuso que era— tan feroz, que cada grano de su ser estaba imbuido de esa certeza. Era como si su propio cuerpo reconociera a la niña a la que había dado vida con tanta facilidad como reconocía su propia mano, su rostro en el espejo, su voz en la oscuridad. Con tanto cuidado como le fue posible, Eliza se tumbó a su lado en la cama y acurrucó su cuerpo para acomodarse junto a la pequeña dormida. Así como había hecho en otro tiempo, en otra habitación, contra el cálido cuerpo de su hermano Sammy.
Por fin, Eliza había llegado a su hogar.
* * *
El día que el barco zarpaba, Eliza y la pequeña fueron en busca de algunos artículos. Eliza compró algunas prendas de vestir, un cepillo y una maleta en la cual guardar todo. En el fondo de la maleta puso un sobre con algo de dinero y una hoja de papel con la dirección de Mary en Polperro —más valía prevenir que curar—. La maleta era del tamaño perfecto para que la llevara un niño; Ivory estaba excitada. La aferró con fuerza mientras Eliza la conducía por el muelle repleto de gente.
Movimiento y ruidos por todas partes: silbantes locomotoras, el vapor brotando como nubes, las grúas subiendo carritos de bebé, bicicletas y fonógrafos a bordo. Ivory rio cuando pasaron una procesión de cabras y ovejas chillonas en dirección a la bodega del barco. Estaba vestida con el más bonito de los dos vestidos que Eliza le había comprado, y bien parecía una niña de buena familia que llegara a despedir a su tía que partía a un largo viaje. Cuando llegaron a la pasarela, Eliza entregó su tarjeta de embarque al oficial.
—Bienvenida a bordo, señora —dijo, asintiendo de modo tal que su gorra se sacudió.
Eliza devolvió el saludo.
—Es un placer haber encontrado pasaje en su espléndida nave —declaró—. Mi sobrina está de lo más excitada por mi causa. Mire, si incluso ha traído su pequeña maleta para pretender que viaja.
—¿Le gustan los grandes barcos, señorita? —El oficial miró a la pequeña.
Ivory asintió y sonrió con dulzura, pero no dijo nada, tal como Eliza le había indicado.
—Oficial —dijo Eliza—, mi hermano y mi cuñada están esperando más allá. —Saludó en dirección a la multitud—. Supongo que no le importará si llevo a mi sobrina a bordo un minuto para mostrarle mi camarote.
El oficial miró la fila de pasajeros que serpenteaba por el muelle.
—No tardaremos mucho —aseguró Eliza—. Es que significa tanto para la niña.
—Diría que no hay problema —contestó él—. Asegúrese de traerla de regreso. —Guiñó un ojo a Ivory—. Tengo la sensación de que sus padres la extrañarían si dejara el hogar sin ellos.
Eliza tomó a Ivory de la mano y la condujo por la pasarela.
Había gente en todas partes, voces excitadas, agua salpicando, sirenas. La orquesta del barco tocaba una música vistosa en cubierta, mientras que las criadas se escurrían en todas direcciones, los mensajeros llevaban telegramas y los orgullosos botones ofrecían chocolates y regalos para los pasajeros a punto de partir.
Pero Eliza no siguió al encargado de a bordo; en cambio, condujo a Ivory por la cubierta, deteniéndose sólo cuando llegó a un grupo de barriles de madera. La pequeña estaba distraída, nunca había visto tanta actividad, y movía su cabecita de un lado a otro.
—Debes esperar aquí —indicó Eliza—. No es seguro andar moviéndose. Estaré pronto de regreso. —Dudó, alzando la mirada al cielo. Las gaviotas planeaban en lo alto, mirando todo con sus ojos negros—. Espérame aquí, ¿me oyes?
La pequeña asintió.
—¿Sabes ocultarte?
—Por supuesto.
—Estamos jugando un juego. —Al decir esas palabras, Sammy apareció en su mente y sintió que se le enfriaba la piel.
—Me gustan los juegos.
Eliza hizo a un lado la imagen. La niña no era Sammy. No estaban jugando al Destripador. Todo saldría bien.
—Regresaré por ti.
—¿Adónde vas?
—Hay alguien a quien tengo que visitar. Algo que tengo que recoger antes de que salga el barco.
—¿Qué es?
—Mi pasado —contestó—. Mi futuro. —Sonrió leve—. Mi familia.
* * *
Mientras el carruaje corría hacia Blackhurst, la niebla en torno a Eliza comenzó a despejarse. La conciencia le volvió poco a poco: el agitado movimiento, el ruido sordo de los cascos de los caballos, el olor a cerrado.
Abrió los ojos, parpadeó. Sombras negras se disolvieron en retazos de luz polvorienta. Una sensación de mareo mientras concentraba su mirada.
Había alguien con ella, un hombre sentado enfrente. Su cabeza estaba inclinada hacia el asiento de cuero y un leve ronquido salpicaba su pausada respiración. Tenía un bigote espeso y un par de anteojos sin armazón acomodados en el puente de su nariz.
Eliza respiró hondo. Tenía doce años, era alejada de todo lo que conocía hacia un futuro ignoto. Encerrada en un carruaje con el Hombre Malvado de Madre. Mansell.
Y sin embargo… no era del todo así. Algo se le estaba pasando, una oscura nube murmuraba en los bordes de su conciencia. Algo importante, algo que tenía que hacer.
Tomó aliento. ¿Dónde estaba Sammy? Debía estar con ella, ella tenía que protegerlo.
Pisadas de cascos de caballos, golpeando fuera. El sonido la asustaba, la enfermaba, no sabía por qué. La oscura nube comenzó a disolverse. Se estaba acercando.
La mirada de Eliza se dirigió a su falda, sus manos entrecruzadas sobre su regazo. Sus manos, y sin embargo no estaba segura de que fueran suyas.
La luz brillante atravesó un agujero en la nube: ella no tenía doce años, era una mujer adulta…
¿Pero qué había sucedido? ¿En dónde estaba? ¿Por qué estaba con Mansell?
Una cabaña en un acantilado, un jardín, el mar…
Su respiración era ahora más agitada, más aguda en su garganta.
Una mujer, un hombre, un bebé…
El miedo flotaba libre mordisqueándole la piel.
Más luz… la nube se desvanecía, se deshacía…
Palabras, retazos de oraciones: Maryborough… un barco… una niña, Sammy no, una pequeña…
Eliza sintió que le ardía la garganta. Se abrió un agujero en sus entrañas, que pronto se llenó de negro terror.
La niña era suya.
Claridad, tanta que quemaba: su hija estaba sola en un barco a punto de partir.
El pánico le llenó todos los poros. Su pulso martilleó sus sienes. Necesitaba escapar, regresar.
Eliza miró hacia la puerta.
El carruaje viajaba rápido, pero no le importó. El barco partía hoy y la pequeña estaba en él. La niña, su niña, sola.
Mansell se acomodó. Abrió sus ojos enrojecidos, concentrándose con rapidez en el brazo de Eliza, el pomo de la portezuela bajo sus dedos.
Una cruel sonrisa comenzó a formarse en sus labios.
Ella aferró la manija: él dio un salto para detenerla, pero Eliza fue más rápida. Su necesidad era, después de todo, más imperiosa.
* * *
Estaba cayendo, la puerta del carruaje se había abierto y cayó, cayó, cayó sobre la fría tierra. El tiempo se plegó sobre sí mismo: todos los momentos fueron uno, el pasado era presente era futuro. Eliza no cerró los ojos, vio la tierra acercarse, el olor a barro, hierba, esperanza… y estaba volando, las alas abiertas sobre el suelo, y ahora más alto, en la corriente de la brisa, su rostro fresco, su mente clara. Y Eliza supo adónde se dirigía. Volaba hacia su hija, hacia Ivory. La persona a la que había estado buscando toda la vida, su otra mitad. Por fin estaba completa, en dirección a su hogar.