Capítulo 45

Cabaña del Acantilado, Cornualles

Eliza sabía que extrañaría la línea de la costa, ese mar, cuando se marchara. Aunque llegara a conocer otro, sería distinto.

Otros pájaros y otras plantas, olas susurrando sus historias en idiomas desconocidos. Pero ya era hora. Había esperado el tiempo suficiente para nada. Lo hecho, hecho estaba y no importaba lo que ahora pensara, el remordimiento que la había atrapado en la oscuridad, que la había desvelado mientras daba vueltas y vueltas y maldecía su participación en el engaño; tenía escasa salida salvo seguir adelante.

Eliza bajó por última vez los estrechos escalones de piedra hasta el muelle. Un pescador estaba todavía preparándose para el día de trabajo, apilando canastas de mimbre y rollos de sedal en su bote. Al acercarse, los delgados y musculosos miembros y las bronceadas facciones se aclararon, y Eliza se dio cuenta de que era William, el hermano de Mary. El más joven de una familia de pescadores de Cornualles, se destacaba entre el grupo de valientes y atrevidos pescadores de modo que los relatos de sus aventuras se expandían como la hierba junto a la orilla.

Él y Eliza habían sido una vez amigos, él la había mantenido en vilo con sus locas historias de la vida en alta mar, pero una fría distancia había crecido entre ambos desde hacía unos años. Desde que Will había sido testigo de lo que no debía, había desafiado a Eliza pidiéndole que explicara lo inexplicable. Había pasado un largo tiempo desde que hablaron por última vez y Eliza extrañaba su compañía. El saber que pronto dejaría Tregenna le infundió determinación para hacer a un lado su pasado, y con una sostenida espiración se acercó.

—Sales tarde esta mañana, Will.

Él alzó la vista y enderezó su gorra. Sus mejillas deterioradas por el clima se enrojecieron, y respondió envarado.

—Y usted temprano.

—Hoy quiero empezar pronto. —Eliza estaba ahora junto al bote. El agua lamía gentilmente su casco y el aire estaba cargado de olor a salmuera—. ¿Alguna novedad de Mary?

—No desde la semana pasada. Sigue feliz en Polperro, como esposa del carnicero.

Eliza sonrió. Era un genuino placer saber que Mary estaba bien. Después de todo lo que había pasado, no merecía nada menos.

—Ésas son buenas noticias, Will. Pienso escribirle una carta hoy por la tarde.

Will frunció un poco el ceño. Bajó la mirada a sus botas y pateó el muro de piedra del muelle.

—¿Qué sucede? —dijo Eliza—. ¿He dicho algo malo?

William espantó a un par de gaviotas hambrientas, que pretendían robarle su carnada.

—¿Will?

Él la miró de costado.

—Nada malo, señorita Eliza, sólo… debo decir que, si bien estoy contento de verla, también estoy un poco sorprendido.

—¿Por qué?

—Todos lamentamos escuchar la noticia. —Alzó el mentón y se rascó la barba que enmarcaba su aguda mandíbula—. Sobre el señor y la señora Walker, sobre su partida…

—A Nueva York, sí. Se van el mes que viene. —Nathaniel había sido quien informó a Eliza. Había ido a verla una vez más a la cabaña. Otra vez con Ivory. Era una tarde de lluvia y por eso la niña tuvo que esperar dentro. Había ido arriba, al cuarto de Eliza, lo mismo daba. Cuando Nathaniel le habló a Eliza de sus planes, suyos y de Rose, de comenzar de nuevo al otro lado del Atlántico, ella se enfureció. Se sintió abandonada, utilizada. Incluso más que antes. Ante la idea de Rose y Nathaniel en Nueva York, la cabaña le pareció, de pronto, el lugar más desolado en el mundo; la vida de Eliza, la más desolada que pudiera vivir una persona.

A poco de la partida de Nathaniel, Eliza recordó el consejo de mamá sobre que debía rescatarse a sí misma, y entonces decidió que había llegado el momento de poner sus propios planes en marcha. Había sacado un pasaje en un barco que la llevaría a su propia aventura, lejos de Blackhurst y de la vida que había llevado en la cabaña. También había escrito a la señora Swindell, diciéndole que iba a visitar Londres el mes entrante y se preguntaba si podía visitarla. No había mencionado el broche de mamá —Dios mediante, seguiría escondido a salvo en el tarro de arcilla dentro de la inutilizada chimenea—, pero ella quería recuperarlo.

Y con el legado de Madre podría comenzar una nueva vida, una vida propia.

William se aclaró la garganta.

—¿Qué sucede, Will? Pareciera que hubieras visto un fantasma.

—Nada de eso, señorita Eliza. Es que… —Sus ojos azules la miraron. El sol estaba muy alto y tuvo que parpadear—. ¿Es posible que usted no lo sepa?

—¿Que no sepa qué? —Se encogió levemente de hombros.

—Lo del señor y la señora Walker… el tren a Carlisle.

Eliza asintió.

—Han estado en Carlisle estos últimos días. Vuelven mañana.

Los labios de William formaron una línea sombría.

—Y volverán mañana, señorita Eliza, sólo que no como usted cree. —Suspiró y sacudió la cabeza—. Se ha corrido la voz por todo el pueblo, en los periódicos. Pensar que nadie se lo ha dicho… Hubiera ido yo mismo si sólo… —Le tomó las manos, un gesto inesperado que hizo que su corazón se agitara como sólo un gesto de intimidad lograba hacerlo—. Hubo un accidente, señorita Eliza. Un tren chocó con otro. Algunos de los pasajeros… el señor y la señora Walker… —Suspiró, la miró a los ojos—. Me temo que ambos murieron, señorita Eliza. En un lugar llamado Ais Gill.

Continuó, pero Eliza no lo escuchaba. Dentro de su cabeza una brillante luz roja lo cubría todo, de modo que todas las sensaciones, todos los ruidos, todos los pensamientos, quedaron bloqueados. Cerró los ojos y se desplomó, ciega, a un profundo pozo sin fondo.

* * *

Era todo lo que Adeline podía hacer para continuar respirando. Una pena tan espesa que le ennegrecía los pulmones. Las noticias le habían llegado por teléfono el martes por la noche. Linus estaba encerrado en su cuarto oscuro, por lo que Daisy fue enviada para que lady Mountrachet atendiera la llamada. Un policía, al otro lado de la línea, la voz crujiendo, cruzando los kilómetros que separaban Cornualles de Cumberland, le asestó el golpe devastador.

Adeline se había desmayado. Al menos, eso supuso ella que había sucedido, porque lo siguiente de lo que se acordaba era de despertar en su cama, con un peso asfixiante en su pecho. Un segundo de confusión y luego recordó; el horror volvió a nacer.

Era bueno que hubiera un funeral que organizar, procedimientos a seguir, o de lo contrario Adeline no habría salido a la superficie. Porque no importaba que le hubieran vaciado el corazón, dejándole una cascara seca y sin valor, había ciertas cosas que se esperaban de ella. Como madre doliente no podía verse esquivando sus responsabilidades. Se lo debía a Rose, su joya más querida.

—Daisy —dijo con voz quebrada—, tráeme papel para escribir. Necesito preparar una lista.

Mientras Daisy se apresuraba por el cuarto en penumbra, Adeline comenzó a hacer la lista mentalmente. Los Churchill debían ser invitados, claro está, lord y lady Huxley, los Astor, los Heuser… Los parientes de Nathaniel serían informados más adelante. Dios sabía que Adeline no tenía las fuerzas para incorporar a esa gente al funeral de Rose.

Tampoco permitiría que la niña asistiera: una ocasión tan solemne no era lugar para alguien de su naturaleza. Ojalá hubiera estado en el tren con sus padres, que un principio de resfriado no la hubiera mantenido en cama. Porque ¿qué iba a hacer Adeline con la niña? Lo último que necesitaba era un recordatorio constante de la ausencia de Rose.

Miró por la ventana en dirección a la ensenada. La línea de árboles, el mar más allá. Extendiéndose para siempre y para siempre y para siempre.

Adeline se obligó a no mirar hacia la izquierda. La cabaña estaba oculta a la vista, pero saber que ella estaba allí era suficiente. Sentía su horrible atracción, y eso le helaba la sangre.

Una cosa era segura. Eliza no sería informada, no hasta después del funeral. Era imposible que Adeline pudiera soportar ver a esa muchacha viva y sana cuando Rose no lo estaba.

* * *

Tres días más tarde, mientras Adeline, Linus y los sirvientes se congregaban en el cementerio en un extremo de la propiedad, Eliza dio un último paseo en torno a la cabaña. Ya había enviado un baúl por adelantado al puerto, por lo que poco tenía que cargar. Sólo un pequeño bolso de viaje con su cuaderno y algunos efectos personales. El tren partía de Tregenna a mediodía y Davies, quien tenía que recoger un envío de plantas nuevas del tren de Londres, se había ofrecido a llevarla a la estación. Él era el único a quien le había dicho que se marchaba.

Eliza miró su pequeño reloj de bolsillo. Quedaba tiempo para una última visita al jardín oculto. Había dejado el jardín para el final, limitando adrede el tiempo que tendría disponible para pasarlo allí, por miedo de que si se permitía más sería incapaz de apartarse de allí.

Pero debía hacerlo. Debía hacerlo.

Eliza recorrió el sendero y se acercó a la entrada. En donde una vez estuvo la puerta sur, ahora sólo había una herida abierta, un agujero en el suelo y una enorme pila de piedras esperando ser utilizadas.

Había sucedido durante la semana. Eliza había estado desbrozando cuando fue sorprendida por un par de fornidos obreros que se acercaron por el frente de la cabaña. Su primer pensamiento fue que estaban perdidos, luego se dio cuenta de lo absurdo de semejante idea. La gente no llegaba accidentalmente a la cabaña.

—Lady Mountrachet nos envía —dijo el más alto de los hombres.

Eliza estaba de pie, secándose las manos en las faldas. No dijo nada, mientras esperaba a que continuara.

—Dice que esta puerta debe ser retirada.

—No hay motivo —dijo Eliza—. Es extraño, porque a mí no me ha dicho nada.

El hombre más menudo rio, el más alto la miró sumiso.

—¿Y por qué hay que quitar la puerta? —preguntó Eliza—. ¿La van a reemplazar con otra?

—Vamos a tapiar el hueco —señaló el hombre más alto—. Lady Mountrachet dice que ya no es necesario el acceso desde la cabaña. Vamos a cavar un agujero y poner nuevos cimientos.

Por supuesto. Eliza debería haber imaginado que su periplo por el laberinto, quince días atrás, tendría repercusiones. Cuando todo fue pactado y decidido cuatro años antes, las reglas habían sido muy claras al respecto. Mary había recibido dinero para comenzar de nuevo en Polperro y a Eliza se le prohibió cruzar más allá de la puerta del jardín hacia el laberinto. Pero al final había sido incapaz de resistirse.

Daba lo mismo, puesto que Eliza ya no seguiría en la cabaña. Sin acceso a su jardín, no creía que pudiera tolerar la vida en Blackhurst. Ciertamente no ahora que Rose ya no estaba.

Pasó sobre los escombros donde una vez hubo una puerta, rodeando el agujero, y cruzó al jardín oculto. El olor a jazmín todavía era penetrante, y el manzano estaba dando frutos. Las enredaderas habían avanzado hacia el centro del jardín, trenzándose para formar una fronda de hojas.

Sabía que Davies lo cuidaría, pero no sería lo mismo. Ya tenía bastante trabajo con el resto, y el jardín ocupaba gran parte de su tiempo y de su amor.

—¿Qué pasará contigo? —dijo Eliza con suavidad.

Miró al manzano y sintió un agudo dolor en su pecho, como si le hubieran arrancado una parte de su corazón. Recordaba el día que plantó el árbol con Rose. Tantas esperanzas que tenían, tanta fe en que todo saldría bien. Eliza no podía soportar pensar que Rose ya no estaba en este mundo.

Algo llamó entonces la atención de Eliza. Un trozo de tela sobresaliendo de debajo de las hojas del manzano. ¿Había dejado allí un pañuelo la última vez que había estado? Se agachó y miró entre las hojas.

Había una pequeña, la niña de Rose, dormida sobre la blanda hierba.

Como si la hubieran despertado de un hechizo, la pequeña se desperezó. Parpadeando, abrió los ojos hasta que éstos se concentraron en Eliza.

No saltó ni se asombró ni se comportó en modo alguno como podía haberse esperado de un niño sorprendido por un adulto al que no conocía bien. Sonrió, agradablemente. Luego bostezó. Después salió a gatas de debajo de la rama.

—Hola —dijo, poniéndose de pie frente a Eliza.

Eliza la miró, sorprendida y complacida por la indiferencia de la niña ante todos los rígidos dictados de la buena conducta.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Leyendo.

Eliza enarcó las cejas, la niña todavía no tenía cuatro años.

—¿Puedes leer?

Vaciló, luego un gesto de asentimiento.

—Muéstramelo.

La pequeña se puso de rodillas y se escurrió debajo de la rama del árbol. Sacó su propia copia de los cuentos de hadas de Eliza. La copia que Eliza había llevado a través del laberinto. Abrió el libro y comenzó una perfecta lectura de «Los ojos de la vieja», siguiendo con el dedo, intensamente, el texto.

Eliza ocultó una sonrisa cuando notó que el dedo y la voz no estaban en sincronía. Recordó su propia habilidad durante la infancia para memorizar sus historias favoritas.

—¿Y por qué estás aquí? —preguntó.

La niña hizo una pausa en su lectura.

—Todos se han ido. Los vi desde la ventana, en negros carruajes brillantes, por el camino, en línea, como hormigas ocupadas. Y yo no quería quedarme sola en la casa. Por eso vine aquí. Me gusta estar aquí, más que en cualquier parte. En tu jardín. —Bajó su mirada al suelo. Sabía que había cruzado una línea.

—¿Sabes quién soy? —preguntó Eliza.

—Tú eres la Autora.

Eliza sonrió levemente.

La niña se volvió más atrevida, inclinó la cabeza a un lado de modo que su larga trenza cayó sobre su hombro.

—¿Por qué estás triste?

—Porque vine a decir adiós.

—¿A quién?

—A mi jardín, a mi antigua vida. —Había una intensidad en la mirada de la pequeña que Eliza hallaba subyugante—. Me voy a la aventura. ¿Te gustan las aventuras?

La niña asintió.

—Yo también me iré pronto a una aventura, con mamá y papá. Vamos a Nueva York en un barco gigante, más grande que el del capitán Ahab.

—¿A Nueva York? —Eliza trastabilló. ¿Era posible que la pequeña no supiera que sus padres estaban muertos?

—Vamos a cruzar el océano, Abuela y Abuelo no vendrán con nosotros. Ni tampoco esa horrible muñeca rota.

¿Era ése un punto sin retorno? Miró los ojos honestos de una niña que no sabía que sus padres habían muerto, y a quien esperaba una vida con la tía Adeline y el tío Linus como guardianes.

Más tarde, cuando Eliza recordó el momento, le pareció que no fue tanto ella quien tomó la decisión, sino que ésta ya le había venido dada. Por algún extraño proceso de alquimia, Eliza había sabido con total y absoluta claridad que la niña no podía quedarse sola en Blackhurst.

Abrió su mano, observando su palma extendida hacia la pequeña, como si supiera exactamente lo que iba a hacer. Apretó los labios hasta encontrar su voz.

—Ya me han contado lo de tu aventura. De hecho, he venido a buscarte. —Las palabras fluyeron ahora con facilidad. Como si fueran parte de un plan trazado de antemano, como si fueran verdad—. Voy a acompañarte parte del camino.

La pequeña parpadeó.

—Todo irá bien —dijo Eliza—. Ven, dame la mano. Vamos a ir por un camino especial, un camino secreto que nadie conoce salvo nosotras.

—¿Estará mi mamá en el lugar adonde vamos?

—Sí —dijo Eliza, sin titubear—. Tu mamá estará allí.

La niña consideró el asunto. Asintió, contenta. Su pequeño y agudo mentón con un hoyuelo en el centro.

—Tengo que llevar mi libro.

* * *

Adeline sintió los bordes de su mente deshilacharse. Había caído la tarde antes de que dieran la alarma. Daisy, muchacha tonta, había llegado y golpeado a la puerta del tocador de Adeline, evasiva, agitándose medrosa, preguntando si, tal vez, la señora había visto a la señorita Ivory.

Era sabido que su nieta gustaba de recorrerlo todo, por lo que el primer instinto de Adeline había sido el irritarse. Como si la traviesa niña hubiera elegido el momento para hacerlo. Precisamente hoy, entre todos los días, habiendo enterrado a su querida Rose, entregado su hija a la tierra, tener que montar ahora una búsqueda. Adeline apenas si podía contenerse para no gritar y maldecir.

Los criados fueron convocados, recorriendo la casa para escudriñar los escondites habituales, pero sin resultado. Cuando pasó una hora de búsqueda inútil, Adeline empezó a contemplar la posibilidad de que Ivory se hubiera ido más lejos. Ella, y también Rose, habían advertido a Ivory de que no fuera a la cala y otras áreas de la propiedad, pero la obediencia no era una de las cualidades mejores de Ivory, como había sucedido con Rose. Había cierta tozudez en ella, una deplorable tendencia que Rose había consentido, dejándola sin castigo. Pero Adeline no era tan indulgente, y cuando encontraran a la niña le haría ver el error de su conducta; ya no volvería a ser tan grosera.

—Perdón, señora.

Adeline se dio media vuelta, los vuelos de su falda susurrando al rozar entre sí. Era Daisy, quien finalmente llegaba de la cala.

—¿Bien? ¿Dónde está? —preguntó Adeline.

—No la encuentro, señora.

—¿Has buscado por todas partes? ¿La roca negra, las colinas?

—Ah, no, señora. No me acerqué a la roca negra.

—¿Por qué no?

—Es tan grande y resbaladiza y… —El tosco rostro de la muchacha se abrillantó como un melocotón maduro—. Dicen que está embrujada, la gran piedra.

La mano de Adeline le escocía de deseos de abofetear a la muchacha hasta magullarla. ¡Si hubiera hecho como le ordenaron la primera vez, asegurándose de que la pequeña quedara en su cama! Sin duda había salido a alguna parte, a conversar con un criado en la cocina… Pero de nada serviría castigar a Daisy. No todavía. Podría interpretarse como que las prioridades de Adeline no estaban en orden.

En cambio, volvió a dar media vuelta, arrastrando sus faldas y volviendo hacia la ventana. Miró el jardín en penumbra. Era todo tan abrumador… Habitualmente, Adeline era partidaria de las convenciones sociales, pero hoy el papel de la abuela preocupada estaba resultando su condena. Si alguien encontraba a la niña, viva o muerta, herida o sana, y la llevaba de regreso, entonces Adeline podría olvidar el episodio y continuar sin distracciones su duelo por Rose.

Pero parecía que no habría una simple solución. Quedaba menos de una hora para que anocheciera y todavía no había señales de la pequeña. Y la búsqueda de Adeline no podía terminar hasta que todas las opciones fueran agotadas. Los sirvientes la observaban, sus reacciones eran, sin duda, comentadas y diseccionadas en la sala de los criados, por lo que ella debía continuar con la búsqueda. Daisy era bastante inútil, y el resto del personal no era mucho mejor. Necesitaba a Davies. ¿Dónde estaba ese hombre bruto cuando se le necesitaba?

—Es su tarde libre, señora —dijo Daisy, cuando le preguntó.

Claro que lo era. Los criados siempre se mostraban subordinados pero nunca se los encontraba.

—Supongo que estará en su casa, o por el pueblo, milady. Creo que dijo algo sobre ir a buscar algunas cosas a la estación.

Sólo había otra persona que conocía la propiedad como Davies.

—Entonces llama a la señorita Eliza —ordenó Adeline, la boca amarga al pronunciar su nombre—. Y que venga de inmediato.

* * *

Eliza contempló a la niña dormir. Las largas pestañas rozaban sus tersas mejillas, los labios rosados, llenos, en un mohín, los pequeños puños sobre su regazo. Qué confiados eran los niños, poder dormir en semejante momento… La confianza, la vulnerabilidad, hacían que una parte de Eliza quisiera echarse a llorar.

¿Qué se le había pasado por la cabeza? ¿Qué estaba haciendo ahí, en un tren, de camino a Londres con la niña de Rose?

Nada, no se le había pasado nada, y por eso lo había hecho. Porque pensar era sumergir el pincel de la duda en las claras aguas de la certidumbre. Había comprendido que la niña no podía quedarse sola en Blackhurst en manos del tío Linus y la tía Adeline, y en consecuencia había actuado. Le había fallado a Sammy, pero no volvería a fallar nuevamente.

Qué hacer ahora con Ivory era otro asunto, porque, ciertamente, Eliza no podía retenerla. La niña merecía más que eso. Debía tener un padre y una madre, hermanos, una casa feliz llena de amor, para acumular recuerdos para toda la vida.

Y sin embargo Eliza no podía ver cuáles eran sus alternativas. La niña debía mantenerse alejada de Cornualles, de otro modo el riesgo de que la descubrieran y la llevaran de regreso a Blackhurst sería demasiado grande.

No, hasta que Eliza considerara una mejor alternativa, la niña debía permanecer con ella. Al menos por ahora. Faltaban cinco días para que el barco zarpara hacia Australia, hacia Maryborough, en donde vivía el hermano de Mary y su tía Eleanor. Mary le había dado una dirección y cuando llegara allí, se aseguraría de contactar con la familia Martin. Además se lo haría saber a Mary, por supuesto, le diría lo que había hecho.

Eliza ya tenía su pasaje, bajo un nombre falso. Supersticiosa, cuando llegó el momento de hacer la reserva se había sentido poseída de pronto por una sobrecogedora sensación de que una ruptura requería un nuevo nombre. No quería dejar huellas en la oficina de ventas, un sendero entre este mundo y aquél. Entonces había utilizado un seudónimo. Resultó ser un golpe de suerte.

Porque la buscarían. Eliza sabía demasiado sobre los orígenes de la niña de Rose para que la tía Adeline la dejara escabullirse tan fácilmente. Debía prepararse para ocultarse. Debía encontrar una posada cerca del puerto, algún lugar en donde alquilar un cuarto para una pobre viuda y su hija, camino a encontrarse con su familia en el Nuevo Mundo. ¿Era posible, se preguntó, comprar un pasaje para una niña con tan poco tiempo? ¿O tendría que embarcar a la niña sin que llamara la atención?

Eliza miró a la pequeña, acurrucada en el rincón del asiento del tren. Tan vulnerable. Extendió la mano y le acarició la mejilla. La retiró cuando la niña se movió, frunciendo su diminuta nariz y acomodando su cabeza todavía más en el rincón del asiento. Aunque fuera ridículo, podía ver algo de Rose en Ivory; Rose de niña, cuando Eliza la conoció.

La niña preguntaría por su madre y su padre, y Eliza se lo contaría algún día. Aunque no estaba segura de qué palabras encontraría para explicarlo. Observó que el cuento de hadas que podía haberle ayudado no estaba en la colección de la pequeña. Alguien lo había arrancado. Nathaniel, sospechaba Eliza. Tanto Rose como la tía Adeline habrían destruido todo el libro; Nathaniel sólo había retirado la historia en la que estaba involucrado, aunque preservara el resto.

Esperaría a contactar con los Swindell hasta el último momento, porque aunque Eliza no podía imaginarse que constituyeran un riesgo, sabía que convenía no confiarse demasiado. Si entreveían una oportunidad de sacar una ganancia, los Swindell se lanzarían sobre ella. Eliza había pensado por un momento abandonar la visita, preguntándose si tal vez el riesgo sobrepasaba el premio, pero había decidido arriesgarse. Necesitaría las joyas del broche a fin de pagar sus gastos en el Nuevo Mundo, y la trenza era preciosa para ella. Era su familia, su pasado, su vínculo con ella misma.

* * *

Mientras Adeline esperaba el regreso de Daisy, el tiempo se movía con lentitud, pesado como un niño petulante colgado de sus faldas. Era culpa de Eliza que Rose estuviera muerta. Su visita no autorizada por el laberinto había precipitado los planes para Nueva York, y por lo tanto adelantado el viaje a Carlisle. Si Eliza se hubiera quedado en el otro extremo de la propiedad como había prometido, Rose nunca habría estado en ese tren.

La puerta se abrió y Adeline respiró hondo. Por fin, la criada estaba de regreso, el cabello cubierto de hojas, barro en la falda, y sin embargo venía sola.

—¿Dónde está ella? —preguntó Adeline. ¿Había salido en su busca? ¿Había usado Daisy la cabeza por una vez y enviado a Eliza directa a la cala?

—No lo sé, señora.

—¿No lo sabes?

—Cuando llegué a la cabaña, estaba cerrada. Miré por las ventanas, pero no vi señal alguna.

—Deberías haber esperado un rato. Tal vez estaba en el pueblo y no tardaría en volver.

La muchacha sacudía su insolente cabeza.

—No lo creo, señora. El fogón estaba limpio y los estantes vacíos. —Daisy parpadeó de manera bovina—. Creo que se ha marchado ella también, señora.

Entonces Adeline comprendió. Y el conocimiento se tornó en furia, y la furia la abrasó por debajo de la piel, llenando su cabeza con agudas espinas rojas de dolor.

—¿Se encuentra bien, milady? ¿No debería sentarse?

No, Adeline no necesitaba sentarse. Todo lo contrario. Necesitaba ver por sí misma. Ser testigo de la ingratitud de la muchacha.

—Llévame por el laberinto, Daisy.

—No conozco el camino, señora. Nadie lo conoce. Nadie salvo Davies. Fui por la ruta lateral, por el sendero del acantilado.

—Entonces que Newton prepare el carruaje.

—Pero pronto oscurecerá, señora.

Adeline entrecerró los ojos y alzó los hombros. Dijo con claridad:

—Ve rápidamente a buscar a Newton y tráeme un farol.

* * *

La cabaña estaba ordenada, pero no vacía. En la cocina colgaban varios instrumentos de cocina, pero la mesa estaba limpia. El perchero junto a la puerta estaba desnudo. Adeline sintió una oleada que la indispuso, sus pulmones se contrajeron. Era la presencia de la muchacha, espesa y opresiva. Tomó el farol y comenzó a subir las escaleras. Había dos cuartos, el más grande, espartano pero limpio, con la cama del ático, una vieja manta tersamente tendida sobre ella. La otra contenía un escritorio y una silla y un estante lleno de libros. Los objetos en el escritorio habían sido acomodados en pilas. Adeline apretó los dedos contra la tapa de madera, y se inclinó un poco para mirar hacia fuera.

Los últimos colores del día se quebraban sobre el mar, y las distantes aguas subían y bajaban, doradas y púrpuras.

Rose ya no está.

El pensamiento le llegó veloz y agudo.

Ahí, sola, finalmente sin ser observada, Adeline pudo dejar de fingir por un momento. Cerró los ojos y los nudos en sus hombros se desplomaron.

Ansiaba hacerse un ovillo en el suelo, las tablas suaves, frescas y reales bajo su mejilla, y no tener que levantarse nunca. Dormir cien años. No tener a nadie que la observara para seguir su ejemplo. Ser capaz de respirar…

—¿Lady Mountrachet? —La voz de Newton ascendió por las escaleras—. Está haciéndose de noche, milady. Les resultará difícil a los caballos descender si no partimos pronto.

Adeline respiró profundo. Volvió a erguir los hombros.

—Un minuto.

Abrió los ojos y se llevó una mano a la frente. Rose no estaba y Adeline nunca se recuperaría, pero aún había riesgos. Aunque una parte de Adeline ansiaba ver a Eliza y a la niña desaparecer de su vida para siempre, había cuestiones más complicadas que zanjar. Con Eliza y Ivory desaparecidas, seguramente juntas, Adeline corría el riesgo de que la gente averiguara la verdad. Que Eliza hablara de lo que habían hecho. Y eso no debía permitirse. Por el bien de Rose, por su memoria, y por el buen nombre de la familia Mountrachet, Eliza debía ser encontrada, traída de vuelta y silenciada.

La mirada de Adeline volvió una vez más al escritorio y se posó sobre un pedazo de papel que emergía de debajo de una pila de libros. Una palabra que reconoció aunque al principio no pudo identificarla. Tomó el papel de donde estaba. Era una especie de lista, realizada por Eliza: cosas que hacer antes de partir. Al final de la lista estaba escrito «Swindell». Un nombre, pensó Adeline, aunque no estaba segura de qué lo conocía.

Su corazón latió acelerado mientras doblaba el papel y lo guardaba en su bolsillo. Adeline había encontrado el vínculo. La muchacha no podía esperar escapar sin ser observada. La encontrarían, y la niña, la hija de Rose, regresaría a donde pertenecía.

Y Adeline sabía a quién solicitar ayuda para que esto se cumpliera.