Mansión Blackhurst, Cornualles, 1913
Rose se acomodó el chal sobre los hombros y cruzó los brazos para protegerse del frío que no se le iba. Cuando decidió buscar el calor del sol en el jardín, Eliza había sido la última persona a quien esperara ver. Mientras Rose se sentó tomando notas en su cuaderno, alzando la vista de vez en cuando para mirar a Ivory correteando y saltando en torno a las flores, no había habido indicación de que la paz de ese día iba a ser destruida tan espantosamente. Algún sentido peculiar había hecho que alzara la vista hacia las puertas del laberinto, y allí vio la imagen que heló la sangre de Rose. ¿Cómo había sabido Eliza que encontraría a Rose y a Ivory solas en el jardín? ¿Las había estado espiando, esperando a tener la ocasión de atrapar a Rose con la guardia baja? ¿Y por qué ahora? ¿Por qué después de tres años se había materializado ahora? Como un espectro de pesadilla cruzando el jardín, con un horrible paquete en la mano.
Rose miró de soslayo. Allí estaba, oculto tras un inocente disfraz. Pero no lo era. Rose lo sabía. No necesitaba mirar debajo de la envoltura de papel marrón para saber qué había debajo, un objeto representando un lugar, un tiempo, una unión que Rose quería olvidar por todos los medios.
Se agarró las faldas y volvió a alisarlas contra sus muslos, intentando crear cierta distancia entre ellas y el objeto.
Una bandada de estorninos levantó vuelo y Rose miró hacia el jardín de forma arriñonada. Mamá se acercaba, el nuevo perro, Helmsley, caminando a su lado. Una oleada de alivio dejó a Rose algo mareada. Mamá era el ancla de regreso al presente, a un mundo seguro en donde todo era como debía ser. Mientras Adeline se acercaba, Rose no pudo contener su ansiedad.
—Oh, mamá —exclamó exaltada—. Estuvo aquí, Eliza estuvo aquí.
—Lo vi todo por la ventana. ¿Qué fue lo que dijo? ¿Escuchó la niña algo que no debiera?
Rose evocó el encuentro, pero la preocupación había conspirado con el miedo para confundir su memoria y no podía recordar con precisión las palabras dichas. Sacudió la cabeza con abatimiento.
—No lo sé.
Adeline miró el paquete, luego lo tomó del banco, con cuidado, como si estuviera caliente.
—No lo abras, mamá, por favor. No puedo tolerar verlo. —La voz de Rose era casi un susurro.
—¿Es…?
—Estoy casi segura de que sí. —Se llevó los dedos fríos a la mejilla—. Dijo que era para Ivory. —Rose miró a su madre y una fría oleada de pánico le brotó por debajo de la piel—. ¿Por qué lo traería, mamá? ¿Por qué? —Su madre apretó los labios—. ¿Qué quiere decir con ello?
—Creo que ha llegado el momento de que pongas cierta distancia entre tú y tu prima. —Adeline se sentó junto a Rose, y dejó el paquete sobre su regazo.
—¿Distancia, mamá? —Las mejillas de Rose se enfriaron, su voz se redujo a un susurro aterrado—. ¿No pensarás que ella pretende volver…?, ¿no volverá otra vez, verdad?
—Ella ha demostrado hoy que no tiene respeto por las reglas que han sido impuestas.
—Pero mamá, seguramente no pensarás que…
—Sólo pienso que quiero que tu presente bienestar continúe. —Mientras la hija de Rose jugueteaba al sol, Adeline se acercó inclinándose, tanto que Rose sintió su suave labio superior rozarle la oreja—. Debemos recordar, querida —susurró—, que un secreto nunca está a salvo cuando otros lo conocen.
Rose asintió levemente; su madre, por supuesto, tenía razón. Había sido una tontería pensar que todo continuaría indefinidamente.
Adeline se puso de pie y movió la mano, indicando a Helmsley que se sentara.
—Thomas está a punto de servir el almuerzo. No te retrases. No necesitas empeorar el día enfriándote. —Dejó el paquete en el banco y bajó la voz—. Y que Nathaniel se deshaga de eso.
* * *
Podían escucharse carreras por todas partes y Adeline hizo una mueca de disgusto. No importaba cuántas veces repitiera la gastada diatriba sobre las jóvenes señoritas y el comportamiento adecuado, la niña no aprendía. Era de esperar, por supuesto: no importaba las bellas envolturas con que Rose la cubriera, la niña no tenía clase, no había modo de escapar de ello. Las mejillas demasiado rosadas, la risa que se hacía eco por los pasillos, los rizos que escapaban de sus lazos, era lo menos parecida a Rose que se pudiera imaginar.
Y sin embargo, Rose adoraba a la niña. Por lo tanto, Adeline la había aceptado, había aprendido a sonreírle a la niña, a sostener su mirada impertinente, a tolerar sus ruidos. ¿Qué no haría Adeline por Rose que ya no hubiera hecho? Pero entendía también que era su deber mantener la mano firme y pronta, porque la niña necesitaría una guía firme si iba a escapar del abismo de su bajo nacimiento.
El círculo de quienes conocían la verdad era reducido y así debía permanecer: permitir que fuera de otro modo era invitar al terrible espectro del escándalo. Era por tanto imperativo que Mary y Eliza fueran controladas como correspondía.
Adeline se había preocupado al principio de que Rose no comprendiera, que la inocente niña se imaginara que todo podía continuar como antes. Pero en ese punto se había visto gratamente sorprendida. En el instante en que Ivory fue depositada en brazos de Rose, fue cuando se produjo un cambio en ella: fue invadida por un feroz deseo maternal de proteger a su hija. Rose había acordado con Adeline que tanto Mary como Eliza debían mantenerse a distancia: la suficiente distancia para evitar una presencia diaria, pero lo suficientemente próxima para asegurar que nadie divulgara lo que sabían sobre la niña de la mansión Blackhurst. Adeline había ayudado a Mary a adquirir una pequeña casa en Polperro, y Eliza había recibido la titularidad de la cabaña. Aunque una parte de Adeline se lamentaba de la permanente cercanía de Eliza, era el menor de los males, y la felicidad de Rose era lo principal.
Querida Rose. Se veía tan pálida, sentada sola en un banco del jardín. Apenas si había tocado su almuerzo, apenas removió el plato, de un lado a otro. Ahora descansaba, intentando impedir el retorno de una migraña que la había estado persiguiendo toda la semana.
Adeline abrió el puño que tenía cerrado sobre su regazo, y flexionó los dedos pensativamente. Había establecido las condiciones de modo perfectamente claro cuando todo fue arreglado: ninguna de las dos muchachas volvería a poner el pie en la propiedad de Blackhurst. La condición era sencilla, y hasta ese día las dos la habían cumplido. Las alas de protección se habían cerrado sobre el secreto y la vida en Blackhurst había adoptado un ritmo tranquilo.
¿En qué estaba pensando Eliza al romper ahora su palabra?
* * *
Al final, Nathaniel esperó hasta que Rose estuvo en cama dando reposo a sus nervios y Adeline fuera, de visita. De ese modo, razonó, ninguna sabría el método por el cual se aseguraba la continua ausencia de Eliza. Desde que escuchó lo que había sucedido, Nathaniel había estado meditando cómo solucionar las cosas. Ver a su esposa en semejante estado era un escalofriante recuerdo de que a pesar de la distancia recorrida, de la bendita mejora tras el nacimiento de Ivory, la otra Rose, preocupada, tensa, errática, nunca estaba demasiado oculta bajo la superficie. Supo al instante que debía hablar con Eliza. Hallar el modo de hacerle entender que nunca más podía regresar.
Había pasado cierto tiempo desde su última visita, y se había olvidado de lo oscuro que estaba el pasadizo entre las paredes de setos, el poco tiempo que permitían el paso de la luz solar. Avanzó cuidadosamente, intentando recordar cuándo girar. Un gran cambio desde la época, cuatro años antes, en que había corrido acalorado a través del laberinto en busca de sus bocetos. Había llegado a la cabaña, la sangre latiéndole, los hombros pesados por el ejercicio fuera de lo habitual, y había exigido que se los devolviera. Eran suyos, clamó, eran importantes para él, los necesitaba. Y entonces, cuando se le habían acabado las cosas que podía decir, se quedó plantado, recuperando el aliento, esperando que Eliza respondiera. No estaba seguro de lo que esperaba —una confesión, una disculpa, la entrega de los bosquejos, o quizá todo— pero ella no le dio nada. En cambio, lo sorprendió. Después de un momento que pasó examinándolo del modo en que uno haría con algo poco curioso, parpadeó con esos pálidos y cambiantes ojos que él deseaba dibujar y le preguntó si le gustaría contribuir con ilustraciones para un libro de cuentos de hadas…
Un ruido y el recuerdo se escabulló. Nathaniel sintió que el corazón se le detenía. Se volvió y miró a través del breve espacio a su espalda. Un solitario petirrojo parpadeó al mirarlo antes de levantar vuelo.
¿Por qué estaba tan nervioso? Tenía los nervios de un hombre culpable, un estado ridículo puesto que no había nada inapropiado en sus acciones. Intentaba sólo hablar con Eliza, pedirle que no cruzara las puertas del laberinto. Y su misión, después de todo, era por el bien de Rose: era la salud y el bienestar de su esposa lo que estaban en su mente.
Caminó más rápido, asegurándose de que estaba inventando peligros en donde no había ninguno. Su misión podía ser secreta, pero no era ilícita. Había una diferencia.
Había accedido a ilustrar el libro. ¿Cómo podía resistirse, y por qué habría de hacerlo? El dibujar era su más grande deseo, y el ilustrar los cuentos de hadas le permitía deslizarse en un mundo que no identificaba los particulares pesares de su propia vida. Había sido su tabla de salvación, un objetivo secreto que hacía que los largos días de pintar retratos fueran tolerables. En los encuentros con zoquetes acaudalados y con título, cuando Adeline lo alentaba a seguir una vez más y en donde se le demandaba que sonriera y actuara cordialmente como un perro entrenado, había alimentado el secreto conocimiento de que también estaba trayendo a la vida el mundo mágico de los cuentos de Eliza.
Nunca había tenido una copia terminada. La publicación se había demorado, por una u otra razón, y para cuando el libro fue finalmente impreso tenía muy claro que éste sería poco bienvenido en Blackhurst. Una vez, en los primeros días del proyecto, había cometido el grave error de mencionarle el libro a Rose. Había pensado que ella se alegraría, que apreciaría la unión de su marido y su más querida prima, pero se había equivocado. Su expresión fue tal que nunca la olvidaría, sorpresa y furia mezclada con el desamparo. La había traicionado, declaró, no la amaba, quería dejarla. Nathaniel no había sabido cómo comprender lo sucedido. Había hecho lo que siempre hacía en tales ocasiones, tranquilizar a Rose y preguntarle si podía dibujar su retrato para su colección. Y mantuvo el proyecto para sí a partir de ese día. Pero no lo abandonó. No podía.
Después del nacimiento de Ivory, y la recuperación de Rose, las hebras de su vida se habían vuelto, lentamente, a trenzar. Era extraño el poder de un pequeño bebé para devolver la vida a un lugar, para retirar el negro velo que lo había cubierto todo: Rose, su matrimonio, la misma alma de Nathaniel. No había sido instantáneo, claro. Para empezar, en lo que concernía a la niña, Nathaniel había procedido con cautela, siguiendo los pasos de Rose, siempre cuidadoso ante la posibilidad de que los orígenes de la criatura resultaran un obstáculo infranqueable. Sólo cuando vio que ella amaba a la niña como a una hija, no como a una mascota, se permitió que los muros de su propio corazón se ablandaran. Permitió que la divina inocencia del bebé se filtrara en su espíritu cansado y herido, y abrazó la totalidad de su pequeña familia, la fuerza que ésta ganó al aumentar su número de dos a tres.
Y con el tiempo, se fue olvidando del libro y del placer que sus ilustraciones le habían dado. Dedicó su tiempo a seguir los pasos de la familia Mountrachet; ignoró la existencia de Eliza y, cuando Adeline le pidió que alterara el retrato de John Singer Sargent, aceptó de buena voluntad, aunque no feliz, el deshonor de retocar el trabajo del gran pintor. Le pareció que para entonces había cruzado ya los límites de tantos principios que alguna vez supuso inviolables, que uno más no haría daño…
Nathaniel llegó al claro en el centro del laberinto, y un par de pavos reales lo miraron brevemente antes de continuar su camino. Prosiguió con cuidado, a fin de evitar la argolla metálica que amenazaba con hacer tropezar a una persona, y luego entró por el angosto sendero que comenzaba el camino hacia el jardín oculto.
Nathaniel se quedó helado. Ramas que se rompían, pequeñas pisadas. Más pesadas que las que pertenecían a los pavos reales.
Se detuvo, volviéndose rápidamente. Entonces… un relámpago blanco. Algo lo estaba siguiendo.
—¿Quién es? —Su voz fue más áspera de lo que había esperado. Se obligó a mostrarse firme—. Insisto en que salga de su escondrijo.
Luego de una pausa momentánea, su perseguidor se dio a conocer.
—¡Ivory! —El alivio fue seguido rápidamente por la consternación—. ¿Qué estás haciendo aquí? Sabes que no se te permite cruzar las puertas del laberinto.
—Por favor, papá —rogó la pequeña—. Llévame contigo. Davies dice que hay un jardín donde termina el laberinto, en donde comienzan todos los arcos iris del mundo.
Nathaniel no pudo sino admirar la imagen.
—¿Eso dice?
Ivory asintió con esa honestidad infantil que cautivaba a Nathaniel. Consultó su reloj de bolsillo. Adeline estaría de regreso en una hora, ansiosa de controlar el avance del retrato de lord Haymarket. No había tiempo para llevar a Ivory a la casa y regresar, y quién sabía cuándo se volvería a presentar nuevamente la oportunidad. Se rascó una oreja y suspiró.
—Vamos pues, pequeña.
Ella lo siguió de cerca, tarareando una canción que Nathaniel reconoció como «Naranjas y limones». A saber dónde la habría aprendido. No de Rose, quien tenía una terrible memoria para las letras y las melodías; ni de Adeline, para quien la música poco significaba. Uno de los sirvientes, sin duda. A falta de una institutriz adecuada, su hija pasaba gran parte de su tiempo con el personal de Blackhurst. ¿Quién podía saber qué otras cuestionables habilidades estaba adquiriendo como consecuencia?
—¿Papá?
—Sí.
—Hice otro dibujo en mi mente.
—¿Ah? —Nathaniel apartó un seto espinoso para que Ivory pudiera pasar.
—Es el barco con el capitán Ahab. Y la ballena nadando a su lado.
—¿De qué color es la vela?
—Blanca, por supuesto.
—¿Y la ballena?
—Gris como una nube de tormenta.
—¿Y cómo huele tu barco?
—A agua salada, y a las botas sucias de Davies.
Divertido, Nathaniel enarcó sus cejas.
—Lo imaginaba. —Era uno de sus juegos favoritos, que jugaban con frecuencia por las tardes, ya que Ivory había adquirido la costumbre de pasarlas en su estudio. Le había sorprendido descubrir que disfrutaba con la compañía de la niña. Ella le hacía ver las cosas de otro modo, más sencillo, de un modo que daba nueva vida a sus retratos. Sus frecuentes preguntas sobre lo que estaba haciendo y por qué lo estaba haciendo requería que explicara cosas que hacía tiempo había olvidado apreciar: que uno debe dibujar lo que ve, no lo que imagina que está allí; que cada imagen está constituida simplemente de líneas y formas; que los colores deben a la vez revelar y ocultar.
—¿Por qué estamos yendo por el laberinto, papá?
—Hay alguien al otro lado a quien debo ver.
Ivory meditó sobre ello.
—¿Es una persona, papá?
—Por supuesto que es una persona. ¿Acaso crees que tu papá se va a encontrar con una bestia?
Dieron la vuelta a una esquina, luego a otra en rápida sucesión y Nathaniel pensó en una canica deslizándose por las vueltas y revueltas de la pista que Ivory había construido en su cuarto de juegos. Siguiendo las curvas y rectas con poco control sobre su propio destino. Una tonta asociación, claro, porque ¿qué eran las acciones de hoy sino las de un hombre haciéndose cargo de su propio destino?
Doblaron un último recodo y llegaron a la puerta del jardín oculto. Nathaniel se detuvo, se arrodilló y tomó con gentileza a su hija por sus huesudos hombros.
—Bueno, Ivory —dijo cuidadosamente—, hoy te he traído por el laberinto.
—Sí, papá.
—Pero no debes volver nunca, y menos, sola. —Nathaniel apretó los labios—. Y creo que sería mejor si… si esta excursión de hoy…
—No te preocupes, papá. No se lo diré a mamá.
Nathaniel sintió alivio mezclado con la desagradable sensación de estar conspirando con su hija contra su esposa.
—Ni tampoco a Abuela, papá.
Nathaniel asintió, sonriendo levemente.
—Es mejor así.
—Un secreto.
—Sí, un secreto.
Abrió la puerta hacia el jardín oculto e hizo entrar a Ivory. Había esperado, a medias, ver a Eliza, sentada como la Reina de las Hadas sobre el montículo de césped bajo el manzano, pero el jardín estaba inmóvil y silencioso. El único movimiento provenía de un petirrojo —¿el mismo?— que inclinó su cabeza y miró casi con sentido de propiedad mientras Nathaniel avanzaba por el zigzagueante sendero.
—Oh, papá —exclamó Ivory, mirando maravillada el jardín. Alzó la vista, contemplando las enredaderas que iban de un lado a otro, desde la cima de uno de los muros hasta el otro—. Es un jardín mágico.
Qué raro que una niña pudiera percibir semejantes cosas. Nathaniel se preguntó qué tenía el jardín de Eliza que hacía que uno sintiera que tal esplendor no podía haber ocurrido por sí solo. Que algún trato había sido sellado con los espíritus del otro lado del velo para procurar semejante abundancia.
Guio a Ivory a través de la puerta sur y por el sendero que bordeaba el lateral de la cabaña. A pesar de la hora, estaba fresco y oscuro en el jardín del frente, cortesía del muro de piedra que Adeline había hecho construir. Nathaniel colocó una mano en los hombros de Ivory, sus alas de hada.
—Escucha —dijo—. Papá va a entrar pero tú debes esperar aquí, en el jardín.
—Sí, papá.
Dudó.
—No te muevas de aquí.
—Oh, no, papá —respondió de modo inocente, como si andar por donde no debiera fuera lo más lejano de su mente.
Con un gesto de asentimiento, Nathaniel se dirigió a la puerta. Golpeó y esperó a que Eliza apareciera, mientras se ajustaba las mangas de su camisa.
La puerta se abrió y allí estaba ella. Como si la hubiera visto ayer. Como si cuatro años no hubieran transcurrido entre ambos.
* * *
Mientras Nathaniel se sentaba en una silla junto a la mesa, Eliza se quedó de pie al otro lado, los dedos descansando levemente sobre el borde de la misma. Lo miraba de ese modo singular que tenía. Desprovisto de convencionalismos que sugirieran que estaba contenta de verlo. ¿Era vanidad lo que le hacía pensar que se alegraría de verlo? Algo de la luz de la cabaña conspiraba para que sus cabellos fueran de un rojo más brillante que lo habitual. Rayos de luz solar jugaban con sus bucles, de modo que parecía como si verdaderamente hubiera sido producto del oro de las hadas. Nathaniel se reprendió, estaba permitiendo que su conocimiento de los relatos se filtrara en la imagen de la mujer misma. Sabía que no era correcto.
Un aire enrarecido se interponía entre ambos. Había mucho por decir y sin embargo no se le ocurría qué. Era la primera vez que la veía desde que se habían realizado los arreglos. Se aclaró la garganta, extendió su mano como si fuera a tomar la suya. No pareció poder resistirlo. Ella alzó sus dedos de repente, y volvió su atención a la cocina.
Nathaniel se reclinó contra el respaldo de su silla. Se preguntó cómo comenzar, qué palabras usar para su mensaje.
—¿Sabes por qué he venido? —dijo por fin.
Ella respondió sin volverse:
—Por supuesto.
Él observó sus dedos, tan delgados, mientras ponía la tetera al fuego.
—Entonces sabes qué es lo que vengo a decir.
—Sí.
Desde fuera, flotando leve sobre la brisa que se filtraba por la ventana, llegó una voz, la voz más dulce: «Naranjas y limones, dicen las campanas de San Clemente…».
La espalda de Eliza se tensó como Nathaniel pudo percibir en su nuca. Semejante a la espalda de una niña. Se volvió de golpe.
—¿La niña está aquí?
Nathaniel se sintió perversamente complacido por la expresión del rostro de Eliza, la de un animal a punto de ser capturado. Ansiaba plasmarla en el papel, los ojos abiertos, las mejillas pálidas, la boca apretada. Sabía que podía intentarlo tan pronto como regresara a su estudio.
—¿Has traído a la niña?
—Me siguió. No me di cuenta hasta que fue demasiado tarde.
El aspecto de preocupación desapareció del rostro de Eliza, transformándose en una débil sonrisa.
—Es sigilosa.
—Hay quien diría traviesa.
Eliza se sentó con suavidad en la silla.
—Me agrada saber que a la niña le gustan los juegos.
—No estoy seguro de que a su madre le complazca el lado aventurero de Ivory.
Su sonrisa fue imposible de leer.
—Y menos aún a su abuela.
La sonrisa se ensanchó. Nathaniel respondió brevemente, y luego apartó la vista. Murmuró su nombre: «Eliza», y sacudió la cabeza. Comenzó a decir lo que había ido a decir:
—El otro día…
—El otro día me alegró ver que la niña estaba bien. —Habló con rapidez, ansiosa, al parecer, de impedir que la conversación siguiera esos derroteros.
—Claro que está bien, no le falta nada.
—La apariencia de abundancia puede ser engañosa, no siempre significa que una persona está bien. Pregúntale a tu mujer.
—Eso ha sido innecesariamente cruel.
Una aguda señal de asentimiento. Simple acuerdo, ni una sombra de arrepentimiento. Nathaniel se encontró preguntándose si tal vez careciera de moral, pero sabía que no era así. Ella lo miró sin parpadear.
—Has venido por mi regalo.
Nathaniel bajó la voz.
—Fue una locura por tu parte llevarlo. Ya sabes cómo piensa Rose.
—Lo sé. Pero pensé ¿qué mal puede causar la entrega de semejante objeto?
—Ya sabes qué mal, y sé que como amiga de Rose no desearías causarle angustias. Como amiga mía… —De pronto se sintió ridículo, bajó la vista al suelo, a los tablones, en busca de apoyo—. Debo rogarte que no vuelvas, Eliza. Rose sufrió mucho después de tu visita. A ella no le gusta recordar.
—La memoria es una amante cruel con la que todos debemos aprender a bailar.
Antes de que Nathaniel pudiera esbozar una respuesta, Eliza volvió su atención al fogón.
—¿Quieres té?
—No —dijo, sintiéndose superado, aunque no estaba seguro por qué—. Debo regresar.
—Rose no sabe que estás aquí.
—Debo regresar. —Se puso el sombrero y caminó hacia la puerta de la cocina.
—¿Lo has visto? Ha quedado bien, creo.
Nathaniel hizo una pausa pero no se volvió.
—Adiós, Eliza. Ya no te veré más. —Metió los brazos en las mangas de su abrigo e hizo a un lado las irritantes e inmanejables dudas.
Estaba casi a la puerta cuando escuchó a Eliza en el vestíbulo, a su espalda.
—Aguarda —pidió, con algo menos de compostura—. Permíteme echar un vistazo a la niña, a la hija de Rose.
Nathaniel apretó los dedos contra el frío picaporte metálico. Apretó los dientes mientras pensaba en una respuesta.
—Será la última vez.
¿Cómo podía negarse a semejante petición?
—Una mirada. Después tengo que llevarla, llevarla a su casa.
Juntos atravesaron la puerta del frente y fueron al jardín. Ivory, estaba sentada en el borde de la fuente, los dedos de los pies curvados, de modo que besaban el agua, cantando para sí mientras empujaba una hoja por la superficie.
Al alzar la niña la vista, Nathaniel puso con delicadeza su mano en el brazo de Eliza y le indicó que avanzara.
* * *
El viento se había levantado y Linus tuvo que apoyarse sobre su bastón para evitar perder el equilibrio. En la cala, el mar usualmente calmo había estado agitado con pequeñas olas de cresta blanca que se apresuraban hacia la costa. El sol estaba oculto detrás de un manto de nubes, muy distinto a los perfectos días de verano que pasara tiempo atrás, con su poupée.
El pequeño bote de madera había sido de Georgiana, un regalo de Padre, pero ella se había complacido en compartirlo con él. No había pensado por un momento que su pierna débil lo volvía menos hombre, más allá de lo que dijera su padre. En las tardes cuando el aire estaba tibio y dulce remaban juntos hasta el centro de la ensenada. Sentados, mientras las olas lamían gentilmente la base del bote, ninguno de ellos preocupado por nada salvo el otro. O al menos eso había creído Linus.
Cuando se fue, se había llevado con ella la frágil impresión de solidaridad que él había cultivado. La sensación de que, aunque sus padres lo juzgaban un muchacho tonto sin valor ni función, él tenía algo que ofrecer. Sin Georgiana volvía a ser inútil, sin propósito. Por eso había decidido que ella debía regresar.
Linus había contratado a un hombre. Henry Mansell, un sujeto oscuro y siniestro cuyo nombre se susurraba en las tabernas de Cornualles y que le fue facilitado a través del mayordomo de un conde de la zona. Se decía que sabía cómo tomar cartas en cualquier asunto.
Linus le habló a Mansell sobre Georgiana y el daño que el sujeto que se la llevó le había causado, le dijo que el hombre trabajaba en los barcos en Londres.
La siguiente noticia que tuvo Linus fue que el marino estaba muerto. Un accidente, dijo Mansell, su rostro sin mostrar emoción alguna, un desafortunado accidente.
Fue una extraña sensación la que animó a Linus esa tarde. La vida de un hombre había sido arrancada a petición suya. Era poderoso, capaz de imponer su voluntad a los demás; sintió ganas de cantar.
Le había proporcionado a Mansell una generosa retribución, luego el hombre se había marchado, en busca de Georgiana. Linus había estado exultante de esperanza, porque seguramente no había límites para lo que Mansell podía lograr. Su poupée volvería a casa de inmediato, agradecida del rescate. Las cosas volverían a ser como antes…
La roca negra parecía hoy enfurecida. Linus sintió que su corazón daba un salto al recordar a Georgiana sentada en la cima. Buscó en su bolsillo y tomó la fotografía, alisándola gentilmente con el pulgar.
—Poupée. —Medio pensamiento, medio susurro. No importaba lo mucho que Mansell la hubiera perseguido, nunca la encontró. Buscó en el continente, siguió pistas en Londres, sin resultado. Linus no supo nada hasta finales de 1900, cuando le llegaron noticias de que una niña había sido hallada en Londres. Una niña de cabellos rojos con los ojos de su madre.
Linus alzó la mirada hacia el mar, miró a un lado hacia la cima del acantilado que limitaba a la izquierda de la cala. Desde donde estaba podía ver la esquina del nuevo muro de piedra.
Cómo se había regocijado ante la nueva de la niña. Había llegado muy tarde para recuperar a Georgiana, pero a través de esa niña ella regresaría.
Sin embargo, las cosas no habían salido como él esperaba. Eliza se le había resistido, nunca había comprendido que él había enviado por ella, que la había llevado hasta allí para que supiera que le pertenecía a él.
Y ahora su presencia lo atormentaba, encerrada en esa condenada cabaña. Tan cerca y sin embargo… Habían pasado cuatro años. Cuatro años desde que ella había puesto pie en ese lado del laberinto. ¿Por qué era tan cruel? ¿Por qué se le negaba una y otra vez?
Una ráfaga repentina y Linus sintió que el viento le arrebataba el sombrero. Por instinto, extendió la mano para sostenerlo, y al hacerlo dejó escapar la fotografía.
Con la corriente de la brisa en la colina, mientras Linus estaba de pie, imposibilitado, su poupée se escapó volando. Hacia abajo y hacia arriba, volando en el viento, brillando blanca bajo el brillo de las nubes, sobrevolando, burlándose de él, antes de apartarse. Cayendo por fin al agua y siendo arrastrada por el océano.
Lejos de Linus, escapando de entre sus dedos, una vez más.
* * *
Desde la visita de Eliza, Rose se había preocupado. Anudando su mente mientras buscaba una salida al dilema. Cuando Eliza hizo su aparición a través de las puertas del laberinto, Rose había sufrido la peculiar sorpresa de una persona que se da cuenta, de pronto, de que está en peligro. Peor aún, de que ha estado en peligro durante un tiempo sin ser consciente de ello. Se sintió mareada y con pánico. El alivio de que nada hubiera sucedido y la certeza de que semejante fortuna no se mantendría. De todas las opciones que Rose había sopesado, había sólo una cosa que sabía a ciencia cierta: mamá tenía razón, necesitaban poner distancia entre ellos y Eliza.
Rose tomó el hilo con delicadeza a través del bordado y asumió una voz de perfecta despreocupación:
—He estado pensado nuevamente sobre la visita de la Autora.
Nathaniel alzó la vista de la carta que estaba escribiendo. Apartó rápidamente cualquier preocupación de su mirada.
—Como ya te dije, querida mía, no pienses más en ello. No volverá a suceder.
—No puedes estar seguro de ello, porque ¿quién de nosotros pudo predecir esta visita reciente?
Más firme ahora.
—Ella no regresará.
—¿Cómo lo sabes?
Nathaniel enrojeció. El cambio fue leve, pero Rose lo notó.
—¿Nate? ¿Qué sucede?
—He hablado con ella.
Rose sintió que se le aceleraba el corazón.
—¿La has visto?
—Tuve que hacerlo. Por ti, querida. Estabas tan alterada por su visita que hice lo que juzgué necesario para asegurarme de que no vuelva a suceder.
—Pero yo no quería que tú la vieras. —Aquello era peor de lo que Rose había imaginado. Con un golpe de calor bajo la piel se sintió embargada de una certeza aún más definitiva de que tenían que irse. Todos. Eliza debía ser eliminada para siempre de sus vidas. Rose calmó su respiración, obligó a su rostro a relajarse. No serviría que Nathaniel pensara que estaba enferma, que estaba tomando decisiones irracionales—. Hablar con ella no es suficiente, Nate. Ya no.
—¿Qué otra cosa se puede hacer? ¿Seguramente no sugerirás que la encerremos en la cabaña? —Había intentado que riera, pero no lo consiguió.
—He estado pensando en Nueva York.
Nathaniel alzó las cejas.
—Ya hemos hablado antes de pasar tiempo al otro lado del Atlántico. Creo que deberíamos adelantar nuestros planes.
—¿Dejar Inglaterra?
Rose asintió, leve pero segura.
—Pero tengo encargos. Habíamos hablado de contratar una institutriz para Ivory.
—Sí, sí —dijo Rose impaciente—. Pero esto ya no es seguro.
Nathaniel no dijo nada, pero no le hizo falta, su expresión hablaba por sí sola. La pequeña esquirla de hielo dentro de Rose se endureció. Él terminaría por pensar como ella, siempre lo hacía. Especialmente cuando temía que se estuviera tambaleando al borde de la desesperanza. Era lamentable, usar la devoción de Nathaniel contra él, pero Rose tenía pocas opciones. La maternidad y la vida familiar eran todo lo que había soñado; no quería perderlas ahora. Cuando Ivory nació, y la dejaron en sus brazos, fue como si le hubieran dado permiso para comenzar de nuevo. Ella y Nathaniel volvieron a ser felices, no volvieron a hablar de las épocas pasadas. Ya no existían. Mientras Eliza se mantuviera a distancia.
—Tengo un compromiso en Carlisle —recordó Nathaniel—. Ya lo he comenzado. —En su voz, Rose percibió las grietas que ella incrementaría hasta que su resistencia sucumbiera.
—Por supuesto que debes completarlo —indicó—. Adelantaremos el compromiso en Carlisle y partiremos tan pronto regresemos. Ya tengo tres pasajes para el Carmania.
—Ya los has reservado. —Una afirmación más que una pregunta.
Rose ablandó su voz.
—Es lo mejor, Nate. Debes entenderlo. Es el único modo de que estemos a salvo. Y piensa qué bien le hará el viaje a tu carrera. Tal vez el New York Times escriba sobre tu viaje. Un triunfal regreso para uno de los hijos más célebres de la ciudad.
* * *
Oculta bajo el asiento favorito de Abuela, Ivory susurró para sí las palabras. «Nueva York». Ivory sabía dónde estaba Nueva York. Una vez, cuando viajaron al norte, a Escocia, ella y mamá y papá se habían detenido por un tiempo en York, en la casa de uno de los amigos de Abuela. Una señora muy anciana con anteojos de montura metálica y ojos que parecían estar siempre llorando. Pero su madre no hablaba de York, Ivory la había escuchado claramente Nueva York, había dicho que pronto tendrían que ir a Nueva York. E Ivory sabía dónde estaba esa ciudad. Estaba lejos, cruzando el mar, el lugar en donde había nacido papá, sobre el cual él le había contado historias llena de rascacielos y música y automóviles. Una ciudad en donde todo brillaba.
Un manojo de pelos de perro cosquilleó la nariz de Ivory y se contuvo para evitar estornudar. Era una de sus habilidades más sorprendentes. La habilidad para detener el estornudo, y parte de lo que hacía que fuera tan buena para ocultarse. Ivory disfrutaba tanto escondiéndose que a veces lo hacía sin ningún motivo salvo complacerse. Sola en un cuarto, se escondía por el mero placer de saber que incluso el cuarto mismo se había olvidado de su presencia.
Hoy, en cambio, Ivory se había escondido por un motivo. Abuelo había estado de mal talante. Habitualmente, uno podía contar con que él se mantendría apartado de todos, pero últimamente aparecía en dondequiera que estuviera Ivory, diciéndole que le pertenecía. Siempre con su pequeña cámara marrón, intentando tomarle fotos con esa muñeca rota que él tenía. A Ivory no le gustaba la muñeca rota con sus horribles ojos parpadeantes. Y aunque mamá le había dicho que tenía que hacer lo que Abuelo pedía, que era un gran honor que le tomaran una fotografía, Ivory prefería ocultarse.
El pensar en la muñeca le escocía la piel, así que intentó pensar en otra cosa. Algo que la pusiera contenta, como la aventura que había tenido con papá, cruzando el laberinto. Ivory había estado jugando fuera cuando vio a su padre salir por la puerta lateral de la casa. Había caminado con rapidez, y al principio había pensado que iba a montarse en el carruaje para pintar el retrato de alguien. Sólo que no llevaba consigo sus herramientas, ni estaba vestido del modo en que usualmente lo estaba cuando tenía una reunión importante. Ivory lo había observado mientras avanzaba por el jardín, acercándose hacia las puertas del laberinto, y entonces supo qué estaba haciendo exactamente; no era muy bueno disimulando.
Ivory no lo había pensado dos veces. Se apresuró a ir tras él, siguiéndolo por las puertas del laberinto hacia los oscuros y angostos túneles. Porque Ivory sabía que la dama de cabellos rojos, la que le había traído el paquete, vivía al otro lado.
Y ahora, después de la visita con papá, sabía quién era la dama. Su nombre era Autora, y aunque papá había dicho que era una persona, Ivory sabía que no era así. Ya lo sospechó el día que la Autora había aparecido por el laberinto, pero después de mirarla a los ojos, en el jardín de la cabaña, Ivory había estado segura.
La Autora era mágica. Bruja o hada, no estaba segura, pero Ivory sabía que la Autora no era una persona como cualquiera de las otras que hubiera visto.