Tregenna, Cornualles, 2005
El mal tiempo llegó en la noche del viernes y la niebla cayó malhumorada y gris sobre el pueblo durante todo el fin de semana. Dada la insistencia de semejante temporal, Cassandra decidió que sus miembros agotados podían descansar y tomarse unas bien ganadas vacaciones de su trabajo en la cabaña. Pasó el sábado acurrucada en su cuarto, junto a tazas de té y los cuadernos de Nell, intrigada por los comentarios de su abuela sobre el detective que había consultado en Truro. Un hombre llamado Ned Morrish, cuyo nombre había encontrado en la guía telefónica local después de que William Martin le sugiriera que averiguara dónde había estado Eliza cuando desapareció en 1909.
El domingo, Cassandra se reunió con Julia, por la tarde, para tomar el té. La lluvia cayó sin cesar toda la mañana, pero para media tarde el diluvio se había reducido a una llovizna, permitiendo que la niebla se instalara en los resquicios. A través de las ventanas de parteluz, Cassandra apenas podía distinguir el sobrio verde de los encharcados jardines, todo lo demás era niebla, las ramas desnudas desapareciendo por momentos, como delgadas fracturas en un muro blanco. Era el tipo de día que Nell adoraba. Cassandra sonrió, recordando cómo el ponerse el impermeable y las botas de lluvia llenaba a su abuela de entusiasmo. Tal vez, desde algún lugar en lo más profundo, la herencia de Nell la había estado llamando.
Cassandra se reclinó contra los almohadones de su sillón y observó las llamas agitándose en el hogar. La gente estaba congregada en todos los rincones del salón del hotel —algunos jugando juegos de mesa, otros leyendo o comiendo—, la habitación desbordada por los reconfortantes murmullos de quienes estaban calientes y secos.
Julia añadió una cucharada de crema sobre el bollo cubierto de mermelada.
—¿Por qué este interés repentino en el muro perimetral de la cabaña?
Los dedos de Cassandra apretaron su taza.
—Nell creía que, si averiguaba adónde fue Eliza en 1909, descubriría su propio misterio.
—¿Pero qué tiene que ver eso con el muro?
—No lo sé, tal vez nada. Pero hay algo en los cuadernos de Rose que me dejó pensativa.
—¿Qué parte?
—Anotó algo en abril de 1909 que parece vincular el viaje de Eliza con la construcción del muro.
Julia lamió la crema de su dedo.
—Ya recuerdo —dijo—. Cuando escribe eso de que hay que tener cuidado porque cuando hay mucho que ganar, también hay mucho que perder.
—Exactamente. Desearía saber qué quiso decir.
Julia se mordió el labio.
—¡Qué grosero de su parte no dar más detalles y pensar en las personas que lo leeríamos noventa años más tarde!
Cassandra sonrió distraída, jugueteando con una hebra suelta de la tela del apoyabrazos del sillón.
—Sin embargo, ¿por qué lo diría? ¿Qué podía ganar, qué era lo que tanto le preocupaba perder? ¿Y qué tenía que ver la seguridad de la cabaña con todo eso?
Julia dio un mordisco a su bollo y lo masticó lenta y pensativamente. Se limpió los labios con una servilleta del hotel.
—Rose estaba embarazada en esa época, ¿no?
—De acuerdo con lo que dice el cuaderno.
—Entonces tal vez fueron las hormonas. Eso puede suceder, ¿no? Las mujeres se vuelven emocionales y todo eso. Tal vez extrañaba a Eliza y estaba preocupada de que la cabaña fuera robada o destruida. Tal vez se sintiera responsable. Las dos muchachas todavía eran amigas íntimas en esa época.
Cassandra pensó en ello. El embarazo podía explicar ciertos cambios de comportamiento, pero ¿era respuesta suficiente? Incluso aceptando una narradora hormonalmente desequilibrada, había algo curioso en el comentario. ¿Qué estaba sucediendo en la cabaña que hacía que Rose se sintiera tan vulnerable?
—Dicen que va a escampar mañana —comentó Julia, dejando su cuchillo sobre el plato cubierto de migas. Se reclinó en su sillón, apartó el borde de la cortina y miró hacia el paisaje neblinoso—. Supongo que regresarás a la cabaña.
—La verdad es que no. Una amiga viene a visitarme.
—¿Aquí al hotel?
Cassandra asintió.
—¡Maravilloso! Hazme saber si hay algo en lo que pueda ayudarte.
Julia tenía razón, para el lunes por la tarde la niebla había comenzado a despejarse y un trémulo sol prometía atravesar las nubes. Cassandra estaba esperando en la recepción cuando el coche de Ruby aparcó fuera. Sonrió cuando vio el pequeño automóvil blanco, guardó los cuadernos y atravesó el vestíbulo.
—¡Uf! —Ruby dio un paso y dejó caer sus bolsas. Después se quitó el gorro impermeable y sacudió la cabeza.
—¡Qué típica bienvenida estilo Cornualles! Ni una gota de lluvia y sin embargo estoy empapada. —Se detuvo y observó a Cassandra—. Pero ¡mira cómo estás!
—¿Qué? —Cassandra se aplastó el cabello—. ¿Qué pasa conmigo?
Ruby sonrió de tal modo que se le arrugaron las comisuras de los ojos.
—Nada de nada, eso es lo que quiero decir. Estás genial.
—Ah, bueno, gracias.
—El aire de Cornualles debe de sentarte bien, ya casi no eres la muchacha que conocí en Heathrow.
Cassandra comenzó a reír, sorprendiendo a Samantha, quien estaba escuchando desde el mostrador de recepción.
—Me alegro mucho de verte, Ruby —declaró, cogiendo una de los bolsas—. Deshagámonos de esto y salgamos a caminar, a ver la ensenada después de tanta lluvia.
* * *
Cassandra cerró los ojos, alzó el rostro y dejó que la brisa marina le cosquilleara los párpados. Las gaviotas conversaban a un extremo de la playa, un insecto pasó volando cerca de su oreja, las suaves olas lamían rítmicamente la costa. Tuvo una enorme sensación de calma que descendía sobre ella mientras ajustaba su respiración a la del mar: inspirar y espirar, inspirar y espirar, inspirar y espirar. La lluvia reciente había agitado el mar y el fuerte olor flotaba en la brisa. Abrió los ojos y recorrió lentamente con la vista la cala. La línea de antiguos árboles sobre el acantilado, la negra roca al final y las altas colinas cubiertas de hierba que ocultaban su cabaña. Espiró y sintió un profundo placer.
—Siento como si hubiera dado con Los Cinco en el cerro del contrabandista —dijo Ruby un poco más adelantada, en la playa—. Casi esperaba que el perro, Timmy, viniera corriendo por la arena con una botella con mensaje en la boca —abrió aún más los ojos— ¡o con un hueso humano, o alguna cosa infame que hubiera desenterrado!
Cassandra sonrió.
—Me encantaba ese libro. —Comenzó a caminar por los cantos rodados en dirección a Ruby y la roca negra—. Cuando era pequeña, y lo leía en los calurosos días de Brisbane, habría dado cualquier cosa por crecer en una costa neblinosa, con cuevas de contrabandistas.
Llegaron al extremo de la playa, en donde los cantos rodados se unían con la hierba y la abrupta colina que cerraba la cala se elevaba frente a ellas.
—Por Dios —dijo Ruby, inclinando la cabeza para ver la cima—. ¿Pretendes en serio que la escalemos?
—No es tan empinada como parece, te lo prometo.
El tiempo y el tráfico habían creado un estrecho sendero, apenas visible entre los altos pastos plateados y las pequeñas flores amarillas, y avanzaron muy lentamente, deteniéndose con frecuencia para que Ruby recuperara el aliento.
Cassandra disfrutó del aire límpido por la lluvia. Cuanto más subían, más fresco hacía. Cada ramalazo de brisa estaba imbuido de la humedad arrastrada del mar, salpicando sus rostros. Cuando llegaron cerca de la cima, Cassandra se inclinó para acariciar la fina hierba, y sentirla deslizarse entre sus manos cerradas.
—Ya casi hemos llegado —dijo mirando a Ruby—. Es sobre esta cima.
—Me siento como una Von Trapp —declaró Ruby entre jadeos—. Pero más gorda, más vieja y sin ninguna energía para cantar.
Cassandra llegó a la cima. Sobre ella, finas nubes recorrían el cielo, perseguidas por el fuerte viento otoñal. Avanzó hacia el borde del acantilado y miró hacia el ancho y agitado mar.
La voz de Ruby se oyó a sus espaldas.
—Ah, gracias a Dios que estoy viva. —Estaba de pie con las manos sobre las rodillas, recuperando el aliento—. Te diré un secreto. No estaba segura de que este momento llegaría alguna vez.
Se enderezó, se llevó las manos a la cintura, y se acercó a Cassandra. Su expresión se volvió más alegre cuando su mirada examinó el horizonte.
—Es hermoso, ¿no es verdad? —dijo Cassandra.
Ruby sacudía su cabeza.
—Es increíble. Así es como se deben de sentir los pájaros cuando están asentados en sus nidos. —Se apartó unos pasos del borde del acantilado—. Excepto, tal vez, un tanto más seguros, dado que tienen alas, en caso de caerse.
—La cabaña solía ser un mirador. En la época de los contrabandistas.
Ruby asintió.
—Lo imagino perfectamente. Debe de haber pocas cosas que pasen desapercibidas desde aquí arriba. —Se volvió, esperando ver la cabaña. Frunció el ceño—. Una pena esa muralla. Debe de bloquear mucho la vista.
—Sí, en la planta baja. Pero no siempre estuvo allí, la construyeron en 1909.
Ruby miró en dirección a la entrada.
—¿Por qué construiría alguien un muro semejante?
—Protección.
—¿Contra qué?
Cassandra siguió a Ruby.
—Créeme, me encantaría saberlo. —Abrió la chirriante puerta de hierro.
—Qué amistoso. —Ruby señaló el cartel previniendo a los intrusos.
Cassandra sonrió pensativa. «Manténgase alejado o aténgase a las consecuencias». Había pasado frente al cartel con tanta frecuencia en las últimas semanas que había dejado de verlo. Ahora, a la luz del comentario del cuaderno de Rose, las palabras cobraban nuevo sentido.
—Vamos, Cass. —Ruby estaba de pie al otro lado del sendero, junto a la puerta de la cabaña, pateando el suelo con sus piececillos—. Te he acompañado en la caminata sin casi quejarme, seguramente no esperarás que escale los muros y encuentre una ventana por la cual entrar.
Cassandra sonrió y mostró la llave de bronce.
—No temas. Ya no hay más desafíos físicos. Al menos por hoy. Reservaremos el jardín escondido para mañana. —Insertó la llave en la cerradura y la hizo girar ruidosamente hacia la izquierda, luego empujó la puerta para abrirla.
Ruby cruzó el umbral y avanzó por el vestíbulo hacia la puerta de la cocina. El interior estaba mucho más luminoso ahora que Cassandra y Christian habían quitado las enredaderas de las ventanas y lavado un siglo de suciedad de sus cristales.
—¡Vaya! —susurró Ruby, los ojos como platos mientras examinaba la cocina—. ¡Está intacta!
—Es una forma de verla.
—Nadie la destruyó con la excusa de modernizarla. Qué hallazgo tan increíble. —Se volvió a Cassandra—. Tiene un aire maravilloso, ¿no crees? Envolvente, cálido, a su manera. Casi puedo sentir los fantasmas del pasado moviéndose entre nosotras.
Cassandra sonrió. Sabía que Ruby también tendría esa sensación.
—Estoy tan contenta de que hayas podido venir, Ruby.
—No me lo hubiera perdido por nada —aseguró, cruzando el cuarto—. Grey estaba a punto de ponerse tapones para los oídos cuando nos conocimos, está harto de oírme hablar de tu cabaña en Cornualles. Además, tenía asuntos en Polperro, por lo que todo salió a pedir de boca. —Se reclinó sobre la mecedora para mirar por la ventana del frente—. ¿Eso de ahí fuera es una fuente?
—Sí, una pequeña.
—Bonita estatua, me pregunto si tendrá frío. —Soltó la mecedora, de modo que ésta comenzó a moverse suavemente. Los arcos de la silla crujieron leves sobre el suelo de madera. Ruby continuó su inspección del cuarto, pasando los dedos con delicadeza por el borde del horno.
—¿Qué es lo que tienes en Polperro? —Cassandra estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la mesa de la cocina.
—Mi muestra terminó la semana pasada y tengo que devolver los bosquejos de Nathaniel Walker a su dueña. Debo confesarte que me rompe el corazón deshacerme de ellos.
—¿No hay forma de que los ceda al museo como préstamo permanente?
—Eso estaría bien. —La cabeza de Ruby desapareció sobre la campana de ladrillo de la estufa, y su voz se amortiguó—. Tal vez puedas ablandarla cuando hables en mi defensa.
—¿Yo? Si no la conozco.
—Bueno, no todavía, por supuesto que no. Pero te mencioné cuando estuve allí. Le dije lo de tu abuela y su vínculo con los Mountrachet, que había nacido aquí en Blackhurst, que había regresado y comprado la cabaña. Clara se mostró de lo más interesada.
—¿De veras? ¿Y eso por qué?
Ruby se puso de pie, golpeándose la cabeza con el estante sobre la cocina.
—Mierda. —Se frotó con furia donde se había golpeado—. Siempre la condenada cabeza.
—¿Estás bien?
—Sí, estoy bien. Tengo mucha tolerancia para el dolor. —Dejó de frotarse, parpadeó para aclararse la vista—. La madre de Clara trabajaba en Blackhurst como sirviente, ¿recuerdas? Mary, la que terminó haciendo morcillas con su marido carnicero.
—Sí, ahora recuerdo. ¿Cómo supiste que Clara estaba interesada en Nell? ¿Qué fue lo que dijo?
Ruby continuó la inspección del horno, abriendo la puerta del mismo.
—Dijo que había algo de lo que quería hablar contigo. Algo que su madre le había dicho antes de morir.
A Cassandra se le erizó la piel del cuello.
—¿Qué fue? ¿Dijo algo más?
—A mí no, y no te excites demasiado. Sabiendo la alta estima en la que tiene a su madre, bien podría ser que piense que te gustaría saber que Mary pasó los mejores años de su vida al servicio de la gran mansión. O que Rose una vez la felicitó por el modo en el que pulía la plata. —Ruby cerró la puerta del horno, volviéndose hacia Cassandra—. Supongo que el horno ya no funciona, ¿verdad?
—Funciona, nosotros tampoco podíamos creerlo.
—¿Nosotros?
—Christian y yo.
—¿Quién es Christian?
Cassandra pasó los dedos por el borde de la mesa.
—Ah, un amigo. Alguien que me ha estado ayudando con la limpieza.
Ruby arqueó las cejas.
—Un amigo, ¿eh?
—Ajá. —Cassandra se encogió de hombros. Trató de parecer despreocupada.
Ruby sonrió, intuitiva.
—Es bueno tener amigos. —Avanzó hacia el fondo de la cocina, pasando frente a la ventana con el cristal roto hasta la antigua rueca—. Supongo que no tendré oportunidad de conocerlo. —Extendió la mano e hizo girar la rueda.
—Cuidado —advirtió Cassandra—, no te pinches el dedo.
—No. —Ruby dejó que sus dedos acariciaran el tope de la rueca—. No me gustaría ser responsable de sumirnos a ambas en un sueño de cien años. —Se mordió el labio inferior, los ojos brillantes—. Aunque le daría a tu amigo la oportunidad de rescatarnos.
Cassandra sintió que se le enrojecían las mejillas. Fingió indiferencia mientras Ruby examinaba las vigas vistas del techo, los azulejos azules y blancos alrededor de la cocina, las anchas tablas del suelo.
—Bueno —dijo por fin—, ¿qué te parece?
Ruby puso los ojos en blanco.
—Ya sabes lo que pienso, Cass. ¡Estoy completamente celosa! ¡Es fabulosa! —Se inclinó sobre la mesa—. ¿Sigues planeando venderla?
—Sí, supongo que sí.
—Eres más fuerte que yo. —Ruby sacudió la cabeza—. Yo no sería capaz de deshacerme de ella.
Un relámpago de orgullo posesivo surgió de la nada. Cassandra lo apagó.
—Tengo que hacerlo. No puedo dejarla abandonada. El mantenimiento sería demasiado caro, especialmente cuando estoy al otro lado del mundo.
—Podrías quedártela como casa de vacaciones, alquilarla cuando no la usas. Entonces tendríamos siempre un lugar para quedarnos cuando necesitemos algo de costa marina. —Rio—. Es decir, tú tendrás un lugar donde quedarte. —Dio un empujoncito a Cassandra con el hombro—. Vamos, muéstrame lo que hay arriba. Apuesto a que la vista es espectacular.
Cassandra la condujo por las angostas escaleras, y cuando llegaron al dormitorio, Ruby se inclinó sobre el alféizar.
—Oh, Cass —dijo, mientras el viento encrespaba las blancas puntas de las olas—, tendrías gente haciendo cola para pasar aquí sus vacaciones. Está intacta, lo suficientemente cerca del pueblo para avituallarse y lo suficientemente lejos para tener privacidad. Debe de ser una gloria al atardecer, y también de noche cuando las distantes luces de los barcos pesqueros brillan como pequeñas estrellas.
Los comentarios de Ruby excitaron y asustaron a Cassandra, porque habían dado voz a su deseo secreto, un sentimiento del que no se había percatado hasta que lo escuchó de boca de otra persona. Ella quería quedarse con la cabaña, sin importar el hecho de que lo más sensato era venderla. La atmósfera del lugar tenía algo que se le metía bajo la piel. Estaba la conexión con Nell, pero también algo más. Una sensación de que todo estaba en orden cuando se encontraba en la cabaña y su jardín. En orden con el mundo, y con ella misma. Se sintió sólida y completa por primera vez en diez años. Como un círculo, un pensamiento sin bordes oscuros.
—¡Dios mío! —Ruby se volvió y aferró la muñeca de Cassandra.
—¡Qué! —El estómago le dio un vuelco—. ¿Qué sucede?
—Acabo de tener una idea brillante. —Tragó saliva haciendo un gesto con la mano mientras recuperaba el aliento—. Quedarnos a dormir —exclamó—. ¡Tú y yo, esta noche, aquí en la cabaña!
* * *
Cassandra había ido al mercado y estaba saliendo de la ferretería con una caja de cartón llena de velas y cerillas, cuando se cruzó con Christian. Habían pasado tres días desde que cenaran en el pub —había llovido demasiado para siquiera plantearse retomar el jardín oculto durante el fin de semana—, y desde entonces no le había visto ni hablado con él. Se sentía extrañamente nerviosa, podía sentir sus mejillas ruborizarse.
—¿De campamento?
—Algo así. Tengo una visita y quiere que pasemos una noche en la cabaña.
Alzó las cejas.
—Que no te muerdan los fantasmas.
—Procuraré.
—O las ratas —dijo con una media sonrisa.
Ella también sonrió, para después apretar los labios. El silencio se estiró como una banda elástica, amenazando romperse.
—Oye… se me está ocurriendo… —comenzó tímidamente—, que podrías venir a cenar con nosotras. Nada del otro mundo, pero sería divertido; si estás libre, quiero decir. Sé que a Ruby le encantará conocerte. —Cassandra enrojeció y maldijo el tono ascendente en el que había terminado cada frase—. Será divertido —repitió.
Él asintió, pareciendo considerar el asunto.
—Sí —dijo—. De acuerdo. Suena bien.
—Fantástico. —Cassandra sintió un escozor bajo su piel—. ¿A las siete? Y no hace falta que traigas nada. —Como puedes ver, estoy bien provista.
—Oh, por cierto, déjame ayudar. —Christian le quitó la caja de cartón. Ella intercambió las bolsas de plástico del mercado de mano y se rascó las marcas rojas que habían dejado—. Te acercaré hasta el acantilado —se ofreció.
—No quiero robarte más tiempo.
—No lo haces. De todos modos iba de camino a verte, respecto a Rose y sus marcas.
—Oh, no pude encontrar nada más en el cuader…
—No importa. Sé lo que eran y sé cómo las obtuvo. —Hizo un gesto hacia el coche—. Vamos, podemos hablar mientras conduzco.
Christian maniobró para sacar el coche del ajustado lugar junto al paseo marítimo y condujo por la calle principal.
—¿Qué es, entonces? —preguntó Cassandra—. ¿Qué encontraste?
Las ventanas se habían empañado y Christian estiró la mano para limpiar el parabrisas con la palma.
—Cuando me contaste lo de Rose el otro día hubo algo que me resultó familiar. Era el nombre del doctor, Ebenezer Matthews. Ni aunque me hubiera ido la vida en ello habría podido acordarme de dónde había oído el nombre, pero el sábado por la mañana lo recordé. En la universidad cogí una clase en ética y medicina, y como parte del curso tuvimos que escribir una monografía sobre usos históricos de nuevas tecnologías.
Redujo la velocidad en una intersección y manipuló los mandos de la calefacción.
—Lo siento, a veces no funcionan bien. En un minuto empezarán a funcionar. —Movió el dial del azul al rojo, puso el intermitente a la izquierda y avanzó por el empinado camino—. Una de las ventajas de volver a vivir en casa es que tengo acceso inmediato a las cajas en las que guardé mis cosas cuando mi madrastra convirtió mi cuarto en un gimnasio.
Cassandra sonrió, recordando las cajas con vergonzantes recuerdos del instituto que había descubierto cuando regresó a vivir con Nell, tras el accidente.
—Me llevó un tiempo, pero al final encontré el ensayo, y ahí estaba su nombre, Ebenezer Matthews. Decidí incluirlo porque era del mismo pueblo en el que crecí.
—¿Y? ¿Había algo en el ensayo sobre Rose?
—Nada por el estilo, pero después de comprender quién era ese doctor Matthews que atendía a Rose, le escribí un correo electrónico a una amiga en Oxford que trabaja en la biblioteca médica. Ella me debe un favor y acordó enviarme cualquier cosa que encontrara sobre los pacientes del doctor entre 1889 y 1913. Los años que vivió Rose.
Una amiga. Cassandra hizo a un lado la inesperada aparición de los celos.
—¿Y?
—El doctor Matthews era un hombre muy ocupado. No al principio: para alguien que llegó a notables alturas, tuvo comienzos humildes. Médico en un pequeño pueblo en Cornualles, haciendo las mismas cosas que hace un médico en un pequeño pueblo. Su gran oportunidad, por lo que he podido colegir, fue conocer a Adeline Mountrachet de la mansión Blackhurst. No sé por qué ella eligió a un joven doctor como él cuando su niña se enfermó; los aristócratas eran más dados a llamar al mismo viejo que había tratado al tío abuelo Kernow cuando niño, pero por lo que fuera Ebenezer Matthews fue convocado. Él y Adeline debieron de llevarse bien, porque después de aquella primera consulta se convirtió en el doctor de cabecera de Rose. Permaneció a su lado durante toda su infancia, incluso tras su casamiento.
—Pero ¿cómo lo sabes? ¿Cómo es que tu amiga consiguió esa información?
—Muchos de los doctores de esa época guardaban diarios de cirugía. Recuentos de los pacientes que veían, quiénes les debían dinero, tratamientos prescritos, artículos publicados, ese tipo de cosas. Muchos de esos diarios terminaron en las bibliotecas. Fueron donados, o vendidos, generalmente por los descendientes del médico.
Habían llegado al final de la carretera, en donde la grava daba paso a la hierba, y Christian detuvo el automóvil en el pequeño aparcamiento junto al mirador. Fuera, el viento golpeaba contra el acantilado y los pequeños pájaros del mismo se acurrucaban abatidos. Apagó el motor y se acomodó en el asiento para mirar de frente a Cassandra.
—En la última década del siglo XIX, el doctor Matthews comenzó a hacerse un nombre. Parece que no estaba satisfecho con su destino como médico rural, aunque su lista de pacientes hubiera comenzado a parecerse al Quién es quién de la sociedad local. Comenzó a publicar sobre varios temas médicos. No fue muy difícil confrontar sus publicaciones con sus diarios para averiguar que Rose aparece como «señorita RM». Ella se convierte en referencia frecuente a partir de 1897.
—¿Por qué? ¿Qué pasó entonces? —Cassandra se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración, que sentía un nudo en la garganta.
—Cuando Rose tenía ocho años, se tragó un dedal.
—¿Por qué?
—Bueno, no lo sé. Supongo que un accidente, y no viene al caso. No era una cosa terrible.
—La mitad de las monedas de Gran Bretaña pasaron por el estómago de los niños en algún momento. Atraviesan el sistema digestivo sin demasiadas complicaciones si se las deja solas.
Cassandra exhaló el aire de golpe.
—Pero no la dejaron sola. El doctor Matthews la operó.
Christian sacudió la cabeza.
—Peor que eso.
El estómago le dio un vuelco.
—¿Qué fue lo que hizo?
—Mandó que se hiciera una radiografía, un par de radiografías, y luego publicó las fotos en Lancet. —Christian buscó en el asiento trasero, sacó un papel fotocopiado y se lo entregó.
Cassandra miró el artículo y se encogió de hombros.
—No entiendo, ¿cuál es el problema?
—No es la radiografía en sí, sino la exposición. —Christian indicó una línea en la parte superior de la página—. El doctor Matthews hizo que el fotógrafo hiciera una exposición de sesenta minutos. Supongo que quería asegurarse de obtener la foto.
Cassandra pudo sentir el frío al otro lado de la ventanilla, brillando contra su mejilla.
—¿Pero qué significa? ¿Una exposición de sesenta minutos?
—Los rayos X son radiación, ¿has visto cómo el dentista sale de la habitación antes de apretar el botón de la máquina de rayos X? Una exposición de sesenta minutos quiere decir que entre el doctor Matthews y el fotógrafo le achicharraron los ovarios y todo lo que estuviera dentro.
—¿Los ovarios? —Cassandra lo miró atenta—. Entonces, ¿cómo concibió?
—Eso es lo que estoy diciendo. No lo hizo. No pudo. Es decir, ciertamente no podía haber llevado un bebé sano a término. A partir de 1897, Rose Mountrachet era, para todo propósito, infértil.